Las singularidades

John Banville

Fragmento

libro-4

 

Sí, ha puesto punto final a su sentencia, pero ¿significa eso que ya no tiene nada más que decir? No, ni mucho menos. Ahí lo tenemos, en el fresco esplendor de una mañana ventosa de abril, saliendo con paso firme al mundo como un hombre libre, más o menos. ¿De dónde ha sacado el estiloso atuendo? Debe de haber alguien que se preocupa por él, alguien que se haya preocupado. Observad el abrigo de piel de camello, elegante aunque pasado de moda, con el cinturón atado al desgaire en vez de abrochado, la chaqueta de tweed a medida y con doble abertura en la espalda, los zapatos lustrados, de cordones, el destello del oro en los puños de la camisa. Fijaos sobre todo en el sombrero alto de fieltro marrón oscuro, nuevo como el día e inclinado en un ángulo garboso sobre el ojo izquierdo. Lleva con soltura del asa un maletín, como de médico, baqueteado y arañado pero modestamente bueno. Ah, sí, es todo un caballero. El Señor era su sobrenombre, uno de ellos, allá dentro. Sobrenombre: qué acertado. Su nombre a la sombra. Las palabras son lo único que queda para mantener a raya la oscuridad. Porque esta mañana luminosa es mi brumoso crepúsculo.

¿Quién habla aquí? Yo, un diosecillo, pues los dioses grandes se han largado.

De hecho, ha decidido cambiar de nombre. A pocos engañará con esa artimaña; entonces, ¿por qué tomarse la molestia? Veréis, es que se propone nada menos que llevar a cabo una transformación total, y en semejante empresa el comienzo más radical consistía en borrar el sello de fábrica, por así decirlo, y sustituirlo por otro de invención propia. La idea de una identidad supuesta entusiasmó al pobre infeliz. Como si un nombre nuevo pudiera ocultar pecados pretéritos. Aun así, pasó una media hora exasperante sentado con las piernas cruzadas en la estrecha litera de su celda, con lápiz y papel, como un colegial rezagado que empollara la lección, con el cuello de la camisa torcido y el pelo de punta, intentando crear un anagrama convincente a partir de lo que ya consideraba su antiguo nombre; pero había demasiadas consonantes y pocas vocales, y además, no se le daban nada bien esos juegos con palabras, así que, frustrado y molesto, tiró la toalla y buscó uno que ya existiera. El surtido era increíblemente amplio, desde el corriente John Smith hasta Rudolf de Ruritania. Sin embargo, al final encontró el que considera el nombre ideal.

El simple placer de ser libre, o al menos de estar en libertad, se ve atenuado por una pizca de decepción. Siempre había imaginado una excarcelación con el glamour azabache y níquel propio de las películas de gánsteres de su juventud. Habría una enorme puerta de madera lisa en la que se abriría hacia dentro otra más pequeña, un portillo, y él saldría presuroso con un traje de franela cruzado y una corbata ancha, sus escasas pertenencias bajo el brazo envueltas en papel marrón y una sonrisa fría y tensa tallada en una comisura de la boca, y cruzaría una tierra de nadie hecha de adoquines y sombras oblicuas hasta llegar a un coche ostentoso que lo esperaría con un matón al volante mascando un mondadientes y, repantigada en el mullido asiento de atrás, una rubia platino con una estola de piel blanca y medias con costura fumando un cigarrillo insolente. O algo parecido, si es que puede decirse que algo se parece a otra cosa; la teoría Brahma, como bien sabemos, pone en duda incluso el sentido de identidad. Pero cualquier posibilidad de que ese día se desarrollara un drama pintoresco quedó disipada por el hecho de que el proceso de excarcelación se había puesto en marcha con sumo sigilo mucho antes de que desecharan los cerrojos, abrieran de par en par la puerta de la celda y se situaran a una distancia prudente, con látigos y escopetas de corredera en ristre. Exagero, claro. Lo que quiero decir es que hace unos años llegó de las alturas la orden de que se le permitiera salir algún que otro fin de semana y festivos seleccionados, a escondidas y en el entendido de que ello no sentara ningún precedente. Las salidas resultaron ser tan estresantes que más le hubiera valido quedarse tranquilamente dentro. Luego lo trasladaron de Anvil Hill, la «Colina del Yunque», donde el martillo de la ley cae con fuerza, a las boscosas latitudes de Hirnea House, un centro de reclusión más relajada designado con el oxímoron de «prisión abierta». No había sido feliz allí; prefería con mucho la vieja y buena Anvil, donde había pasado unos veinte años de cadena perpetua en un módulo espacioso aunque aislado, satisfecho entre sus compañeros, sus compadres, condenados a perpetuidad como él.

Como comprenderéis, la palabra «satisfecho» se emplea aquí en un sentido relativo; las penas largas son penas largas, por muchas ventajas que se ofrezcan.

Sea como fuere, ellos, nosotros, el nosotros colectivo, lo hemos soltado por fin y ahí lo tenemos, caminando presuroso por un sendero de grava hacia un taxi, un modelo grande, negro y bajo de estilo antiguo, de gasolina —hoy en día no veréis muchos como ese en las carreteras—, con un morro chato como el hocico de un dugongo y tapacubos cromados con abolladuras en los que se reflejan curvilíneos los bosques circundantes. Porque estamos en el campo, entre colinas de escasa altura salpicadas de ovejas, colinas que ellos tienen la desfachatez de llamar «montañas», y nuestro hombre saborea el canto de los pájaros y el viento, emblemas de la libertad. Hirnea House, una mole victoriana aislada de ladrillo rojo y múltiples chimeneas, no había parecido precisamente un talego debido en parte a que hasta hacía poco no era una cárcel, sino un apartado centro de detención para los locos normales y corrientes.

El taxista, un vejete de cara chupada con una palidez amarillenta de fumador, lo observa con atención a medida que él se acerca; sabe muy bien quién es, pues el coche se encargó a su nombre, o sea, a su nombre de antes, que aún arrastra los pingajos de la infamia.

Nombres, nombres. Podríamos llamarle Barrabás. Pero, en tal caso, ¿a quién crucifican en el Lugar de la Calavera?

Abre la portezuela de atrás, arroja el maletín al interior, se agacha para entrar y se desploma con un gruñido en el asiento gastado y brillante. Debería quitarse de encima todos esos michelines. Ninguna de las dos partes exige un saludo. Tampoco disculpas por el retraso, claro está. Conduce, mi buen hombre. Olores viciados a humo rancio de cigarrillos, sudor fétido, cuero grasiento, mezcla a la que supone que él añade el hedor fatigado y grisáceo de alguien con muchos años en la trena. El buen hombre lo mira por el retrovisor con sus ojos de ostra.

—Un día magnífico —dice con voz áspera.

Y yo, ¿dónde estoy? Encaramado tranquilamente como acostumbro entre las chimeneas, disfrutando de la visión panóptica. Ya nos conocemos, pues coincidimos en uno de los intervalos de mi intermitente infinitud. Sí, hola, ¡soy yo otra vez! Ved cómo mi casco alado refulge en el resplandor matinal.

Tiene un amigo, Billy, antiguo compañero de celda en Anvil. A decir verdad, algo más que un compañero cuando no quedaba otro remedio, pues en la aridez de aquellos confines solitarios había que alimentar los fuegos de la carne con el combustible que hubiera más a mano. Pero ni una palabra más a ese respecto: hace mucho que sofocó cualquier chispa persistente de semejante feu follet. El dulce Billy ahora se hace llamar William. Se volvió lega

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