Primer amor

Alejandro Gándara

Fragmento

libro-2

En la cocina hay una luz cobriza que mancha los fogones de hierro, los azulejos, el hule de la mesa. Hasta la luz blanca que entra por la ventana está manchada de pincel cobrizo. Piensa en tiempo oxidado, en cosas que se abandonan y que acaban recubiertas por la herrumbre o por la indiferencia. En la cocina solo está él, es domingo por la mañana, ha tomado una decisión, pero aún no está en marcha. Le costará levantarse de la silla. Su madre está en misa, cree. No hay padre. Tampoco hay hermanos. Hay un perro que ahora está en el corral junto a cuatro gallinas y tres conejos enjaulados. Se llama Zote. Fuera de la cocina y del corral hay un pueblo castellano, rodeado de una muralla de la que sobresalen gallos de veleta, torres vigía, agujas de ciprés. Al interior de las murallas lo llaman la Ciudad. Los barrios de extramuros son los arrabales. El suyo es el arrabal de La Estrella. Hace apenas unos meses, cuando murió Franco, se celebraron oficios en las iglesias. Todo eso también es cobrizo, piedra cobriza. Como los muertos y los vivos.

Entonces ella, la muchacha en la que está pensando, y que era una imagen quieta en su cabeza, le hace una seña para que vaya. Y la luz cambia.

Ella se aparece ahora en su corazón. Blanca como el albayalde, la coleta de pelo castaño, los ojos mieleros, el olor a cantueso, que lo mata. No sabía que los olores mataban.

Se levanta. No quiere levantarse, pero si no se levanta, lo lamentará toda la vida.

Por fin está en la calle. Es una calle que han asfaltado no hace mucho. Los carámbanos cuelgan de los aleros como espadas, están en mitad del invierno. Son casas de una sola planta, a veces con un patio o un corral, hechas de ladrillo y revocadas, algún zócalo de yeso o de loseta, de las que salen voces y risas que rebotan con un eco destemplado en la calle. En la calle siempre hay niños jugando, alguna mula parada o de paso, corrillos de jornaleros, alguna mujer mirando por la ventana como si se le hubiera olvidado algo que estaba a punto de hacer, como si hubiera perdido el oremus.

Tiene que ponerse en marcha.

No es un camino largo, pero lo harán aún más corto la impaciencia y el miedo.

Ha mirado de reojo a la muchacha que siempre lo espía. Es más pequeña que él, dieciséis, como mucho. Siempre está sucia y cuidando de la piara de hermanos. Tiene los ojos color prado y los labios son una mariposa roja. Ríe mucho. Quizá ría al saber que no puede hacer nada para esconder la suciedad, que todos aquellos mocosos que la asaltan quieren darle amor y con el amor va su mierda. Ríe porque le gustaría estar guapa y limpia, pero el que la quiera va a tener que descubrirla bajo la costra de niños que tiene que cuidar. ¿Él no podría quererla? ¿De verdad que no? Y entonces, en los ojos prado y en la mariposa roja se dibuja una pena, aunque no es fácil saber por quién es la pena, si por él o por ella.

La muchacha se llama Cándida. Cándida Luján Linares. Llegó hace siete años con su familia desde Andalucía, parecían gitanos. De hecho, chillan, cantan y se lamentan como gitanos, sin vergüenza de que les oigan, orgullosos del escándalo.

Están atados por un amor desbocado, lleno de alegría y de rabia. Se les oye por toda La Estrella a cualquier hora. En total, una decena de seres.

Al final de la calle, antes de la primera esquina del murete del parque de La Florida, hay un muchacho sentado en el poyo de la puerta. De pequeño le quemaron la cara con agua hirviendo. Se lo hizo su madre y fue un accidente doméstico. Lo llaman Azarías y casi siempre está vigilando el almacén de su padre o haciendo que vigila, porque le gusta, no porque le manden, además de que no hace falta. El almacén tiene una puerta de carruajes que guardan perfectamente las prendas y tejidos que el padre vende al por mayor y que trae de Portugal, veintinueve kilómetros desde la frontera.

—Eh, capitán, ¿vas a la Ciudad? —pregunta Azarías cuando se cruza con él.

Lo llama capitán, porque de pequeños era el capitán del ejército de pedrea de La Estrella, además de que también quería ser capitán de barco. Lo del barco se le olvidó hace bastante. Desde entonces, Azarías siempre lo llama capitán, sin asomo de coña, más bien en recuerdo de aquellos tiempos en que el capitán no iba al instituto y no salía del arrabal de La Estrella, excepto para ir al cine de la calle Madrid o al del Obispado.

— Allá voy, sí —dice él.

—¿Y vas a ver a una chica? ¿Tienes una chica, capitán? —de la mirada de Azarías salta una chispa.

Azarías no sabe nada de Brígida, pero al capitán le agrada que le relacione con una chica de la Ciudad. Brígida vive en la Ciudad. Su padre es médico y tiene una clínica que da a la muralla de la puerta de Poniente. A él le enyesaron allí una pierna rota cuando tenía doce años. Pero al mismo tiempo que siente el placer y la punzada de orgullo, siente el pánico de que solo sea un sueño. Los sueños no se hacen realidad. Están precisamente para explicarnos lo distinta que es la realidad. A eso se dedican los sueños.

Lo que pasa es que ya no puede dar marcha atrás.

Él no puede retroceder a la mirada de Cándida ni a la mujer que ha perdido el oremus ni a la cocina de luz cobriza.

Él debe seguir y mirar para adelante, porque lo que sea tendrá que ser. Ni él mismo podrá evitarlo. Ese pensamiento lo anima y al mismo tiempo lo hace temblar.

—No sé, Azarías. A lo mejor…

A la entrada de La Florida, pasando el murete de rosetones blancos y azules, hay dos abetos gigantes donde las cigüeñas hacen los nidos. Producen una umbría de bosque cerrado, alpino, de sonidos húmedos y senderos ciegos, donde los campos de trigo en barbecho, las llanuras quemadas por el sol o por el hielo, en las que a veces suena la esquila o la dulzaina, son tan remotos como un mar levantino.

Desde pequeño, ha pasado muchas horas bajo esos abetos. Jugando, contando historias. Luego, leyendo en el banco de hierro con un zarcillo de forja. Aquel sitio lo hace feliz o mejor dicho lo hacía feliz hasta hace poco. Una país en el que era rey. Echa de menos los días de paz en ese sitio. Ahora no podría quedarse allí ni medio minuto. Ahora no puede quedarse ni medio minuto en ninguna parte. Pasa las horas yendo de un lado a otro, se sienta únicamente para levantarse, no sabe adónde ir, no le gusta ningún sitio, pero lo busca todo el rato, cree que se le ha olvidado un lugar en el que nunca ha estado, que se lo está perdiendo, aunque también sabe que nunca ha existido, bueno, sí existe, lo que pasa es que no existe en el espacio. Existe en el peor de los lugares posibles: en el interior de sí mismo, donde jamás se atrevería a buscarlo.

Lo daría todo por volver a ser el que jugaba o contaba historias o leía en el paraíso de abetos, sin tener que salir de aquel mundo pequeño para estar feliz y tranquilo. Cómo le gustaría borrar de su mente el último año de vida, borrarla a ella de paso, borrarla del mundo, que no hubiera nacido ni respirado, que hubiera muerto, que fuese fea y estúpida, y pobre y sucia… Nadie podía odiarla más que él, nadie. Y nadie era tan odioso, nadie.

Pero entonces ella aparecía incluso más radiante y en mitad del infinito odio se manifestaba el infinito amor.

Pasaba algo terrible. Por culpa del odio, el amor parecía ahora más esplendoroso, invencible. El amor le hab

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