Correspondencia 1944-1959

Albert Camus
María Casares

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Tiempo vendrá en que, pese a todos los dolores, seremos ingrávidos, alegres y verídicos.

ALBERT CAMUS a MARÍA CASARES,

26 de febrero de 1950

María Casares y Albert Camus se unieron en París el 6 de junio de 1944, el mismo día del desembarco de los Aliados en Europa. Ella tenía veintiún años y él, treinta. María nació en España, en La Coruña, y llegó a París con catorce años, en 1936, como la mayoría de los republicanos españoles. Su padre, Santiago Casares Quiroga, tras ocupar varios ministerios así como la presidencia del Consejo de Ministros durante la Segunda República española, tuvo que exiliarse cuando Franco detentó el poder. Mucho tiempo después, María Casares diría que ella «nació en noviembre de 1942 en el teatro de Les Mathurins».

Albert Camus, a quien la ocupación alemana había separado de su mujer, Francine Faure, se unió a la Resistencia. Era de origen español por vía materna, padecía tuberculosis igual que Santiago Casares Quiroga y también estaba exiliado, puesto que había nacido en Argelia. En octubre de 1944, cuando Francine Faure por fin pudo reunirse con su marido, María Casares y Albert Camus rompieron su relación. Pero el 6 de junio de 1948 se cruzan andando por el bulevar de Saint-Germain, se reencuentran y no vuelven a separarse nunca más.

Esta correspondencia que mantuvieron ininterrumpidamente a lo largo de doce años refleja con claridad la evidencia irresistible que caracterizó su amor:

Nos conocimos, nos reconocimos, nos entregamos mutuamente, logramos un amor ardiente de cristal puro, ¿te das cuenta de nuestra dicha y de lo que se nos ha dado?

María Casares, 4 de junio de 1950

Igual de lúcidos, igual de enterados, capaces de entenderlo todo y, por lo tanto, de sobreponernos a todo, lo suficientemente fuertes para vivir sin ilusiones y uniéndonos los vínculos de la tierra, los de la inteligencia, los del corazón y de la carne, nada puede, lo sé, ni sorprendernos ni separarnos.

Albert Camus, 23 de febrero de 1950

En enero de 1960, la muerte los separa, pero no sin haber vivido doce años siendo «transparentes el uno para el otro», solidarios, apasionados, teniendo que alejarse a menudo, llevando una existencia plena, los dos juntos, todos los días, a cada hora, con una autenticidad que pocos seres tendrían fuerza para soportar.

En las cartas de María Casares descubrimos la vida de una grandísima actriz, sus momentos de coraje y de flaqueza, sus horarios demenciales, las grabaciones en la radio, los ensayos, las funciones de teatro y sus imprevistos, los rodajes de cine. También desvelan la vida de los actores de la Comédie-Française y del Théâtre National Populaire (TNP). María Casares no solo actúa con Michel Bouquet, Gerard Philippe, Marcel Herrand, Serge Reggiani, Jean Vilar…, sino que también los quiere.

El elemento de esta actriz nacida en Galicia es el mar: es como una ola que inunda, rompe, se retira y vuelve a la carga con pasmosa vitalidad. Vive la felicidad y la desdicha con igual intensidad, se entrega por completo, desde lo más hondo.

Esta manera de vivir se percibe asimismo en su ortografía, que se ha corregido para mayor claridad del texto. Su origen español la lleva a escribir pourque en lugar de pour que, a ponerle dos tes a plate y una sola eme a hommage. El acento circunflejo que coloca sobre la u de rude [rudo] transmite mejor el peso de esa palabra. En cuanto al adjetivo confortable, lo escribe a la inglesa, comfortable, como si su significado solo pudiera aplicarse a la gente del norte, que no tiene ni la luz ni la calidez de la que goza la gente del sur y que les permite vivir más cerca de lo esencial.

Las cartas de Albert Camus son mucho más concisas, pero reflejan el mismo amor por la vida, su pasión por el teatro, su constante preocupación por los actores y su fragilidad. Así pues, aparecen en ellas temas que le son queridos, como el oficio de escritor, sus dudas, su apasionada dedicación a la escritura, a pesar de la tuberculosis. Le habla a María de lo que escribe, el prólogo de El revés y el derecho, El hombre rebelde, las Crónicas, El exilio y el reino, La caída, El primer hombre, siempre con miedo de «no estar a la altura». Ella lo tranquiliza incansable, cree en él, en su obra, no ciegamente, pero porque sabe, en su calidad de mujer, que la creación puede más. Y sabe decirlo, con sinceridad y auténtica convicción.

El 23 de febrero de 1950 él le escribe: «Lo que hace cada uno de nosotros en su trabajo, en su vida, etc., no lo hace solo. Una presencia que solo él nota lo acompaña». Cosa que no se desmentirá jamás.

¿Cómo lograron estos dos seres atravesar tantos años, con la tensión extenuante que exige una vida libre atemperada por el respeto a los demás, para la que tuvieron que «aprender a avanzar por la cuerda floja de un amor desprovisto de cualquier orgullo»,[1] sin romper su relación, sin dudar nunca el uno del otro, exigiéndose mutuamente la misma claridad? La respuesta está en esta correspondencia.

Mi padre murió el 4 de enero de 1960. En agosto de 1959 parece que habían logrado caminar por esa cuerda floja, sin desfallecer, hasta el final. Ella le escribió:

… no me parece que sea inútil echar un vistazo a esa confusión tan fea de mi paisaje interior. Lo que me da pena es que nunca dispondré del tiempo libre, de la inteligencia y del temperamento necesarios para ordenarlo un poco y me acongoja pensar que, irremediablemente, voy a morirme igual que nací, amorfa.

Y él le contesta:

Si no amorfo, habrá que morir ignorado de uno mismo, disperso […]. Pero también es posible, quizá, que la unidad conseguida, la claridad imperturbable de la verdad, sea la propia muerte. Y que para sentir el corazón sea necesario el misterio, la oscuridad del ser, la llamada incesante, la lucha contra uno mismo y los demás. Bastaría entonces con saberlo y con adorar en silencio el misterio y la contradicción, sin más condición que la de no dejar la lucha y la búsqueda.

Les estoy agradecida a ambos. Gracias a sus cartas la tierra es más ancha, el espacio más luminoso, el aire más liviano, por el mero hecho de que ellos existieran.

Para honrar la lealtad y la fidelidad que me inculcó mi padre, no puedo dejar de expresar aquí mi agradecimiento a mi amiga Béatrice Vaillant por la ímproba y meticulosa tarea de transcribir y ¡fechar! esta correspondencia, a la que se entregó durante días y días con el esmero, la precisión y la delicadeza de los que solo es capaz un corazón tan generoso y desinteresado como el suyo.

CATHERINE CAMUS

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