No llames a casa

Carlos Zanón

Fragmento

Capítulo 0

0

La gente que olvida mal suele hacerse daño. Porque los que olvidan mal se dicen la verdad con mentiras, extravían nombres, esconden personas y lugares y acaban por recordar solo lo bueno.

Cristian es de los que olvidan mal. Por eso, cuando recuerde, la añorará por mucho que ahora diga que no es más que un chiste malo, una solterona engreída, una ciudad inventada en un país que no existe.

Al olvidar mal solo recordará aquellos momentos en que Barcelona y él se llevaron bien. Recordará aquellas trampillas y aquellos toboganes que, de repente, se abrían bajo sus pies, de noche, en esta ciudad líquida. Recordará cuando la droga fluía como un río enloquecido y todos reían y consumían y volvían a reír y a consumir. Recordará motos ruidosas en callejones del Gótico. Recordará cuando la luna se quedaba atrapada en su vaso de ginebra. Y, sin embargo, no recordará el frío de febrero. La indiferencia. La arrogancia del otro superior. No recordará cuando los tipos de gafas de pasta, chaquetas de piel y socios de ONG se ponían a pasear a sus hijas chinas. Ni cuando las pijas de cabelleras limpias, forfaits y corazón estelado ya habían decidido qué ropa ponerse para no parecer muy ricas. No, nada de eso será recordado por Cristian y, sin embargo, sí la ciudad desierta, de madrugada, volviendo a casa. La de las calles mojadas. La eterna derrotada. No la del brazo en alto, no la de las componendas, no la del «parlem?». Añorará la otra, la de las sombras en los rincones, la metrópoli anónima, la de los héroes fusilados contra las paredes, la de las rumbitas y las canciones eléctricas, la de las noches de Reyes. La Barcelona que pone en marcha las cafeteras al punto de la mañana. La de las plazas sin agua en las fuentes. La de los mercados sobre sus lechos de hielo, sangre y peces grises. La de las iglesias vacías, la de las flores encerradas, sin oxígeno, en tumbas de plástico.

Cristian —moreno, delgado, mirada algo estrábica— enfila Plateria, Via Laietana, Ferran, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, no sin antes acomodarse el asa de la bolsa de viaje por debajo de la axila y decidir desayunar antes de verse con Max. Pasa por delante de una cafetería. Vieja, nueva, nadie podría decirlo. Al poco está dando cuenta de un café con leche y un delicioso cruasán. Los dedos se le pegan en el caramelo. Cristian piensa que aún hay gente que hace bien su trabajo. Si vas a pagar lo mismo por un cruasán como ése que por esos engrudos que te endosan en algunos bares, ¿por qué esmerarte tanto? Pues por lo que siempre, le decía su padre. Si las cosas puedes hacerlas bien, Cristian, ¿por qué hacerlas mal...? Es curioso, sigue enredado Cristian en sus pensamientos, que todas las cosas que las viejas te dicen se olvidan, y todas las que los viejos te dicen y redicen acaban entrándote en la mollera para no irse jamás. Quizás es que nada acaba por diluir del todo el amargo licor de los padres muertos, de los padres idos, de los padres que o abandonas o te abandonan.

El arañazo que le cruza la mejilla hasta el labio aún le escuece. Al beber, la lengua se le ha ido a la comisura de la boca y con el escozor se ha acordado de Mireia. Él no pensaba decirle que se largaba. Iba a desaparecer y punto. Pero esa mujer siempre anda husmeando en sus cosas. Descubrió el billete de tren, se puteó y fue imposible hacerla entrar en razón. Quizás hubo un día en que pensó que ella le podría acompañar. Pero de eso hace mucho. No vas a arrastrar contigo a una tía que no te la pone dura, ¿no? Se lo dijo. ¿No quería la verdad? Toma, ésta es la Puta Verdad. A ver ahora qué haces con ella. Con la dichosa Verdad. Le dijo que no le excitaba. Que era una monja en el catre. Que la veía desnuda, con sus tetas de cabrita y su culo cortado como un jamón y se le bajaba la polla. Oh, al parecer, duele eso de la Verdad. Escuece, está hecha de piedra y más piedra dura la Señora Verdad. Cristian le agradecía todo lo que había hecho por él, pero no era ni su novio ni su salvador. Su Sant Jordi, como le puso en un libro de poemas que le regaló el día de la Rosa. Que busque al príncipe azul entre los borrachos de su bar. Y una vez encontrado, que lo ate rápido al reposapiés, no sea que se vaya a escapar. Adiós, Mireia. Me voy. Olvídame. Y aprende a follar, por el amor de Dios. Solo así se retiene a un hombre. Y aprende eso que saben todas, hasta las más tontas: a gritar antes de tiempo. Entonces, Mireia se abalanzó sobre él. Insultos, uñas de porcelana y mala leche para arañarle la cara con la misma facilidad con la que un niño dibuja nubes en un papel. Ya era demasiado tarde cuando la agarró por las muñecas. Se las retorció hasta que se le doblaron las rodillas, pero ya le había arañado. Le dolía tanto la cara que le levantó la mano. Pensó en Bruno y decidió no ponerse a su nivel. Nunca había pegado a una mujer, y no era momento de empezar a ser un saco de mierda.

Abre el periódico y el azar se divierte con él. Ultrapoderes mentales adivinatorios. De estar a punto de golpear a Mireia a la nueva campaña contra el maltrato a las mujeres. Un tío importante al que no conoce. Un actor, un presentador, alguien, en suma, pone ojitos de reprobación y muestra tarjeta roja al agresor. «A mí no, que he estado a punto pero que no he hecho ná», se dice Cristian, sacando el humor de donde no creía tenerlo. Pasa las páginas. Al parecer, hace poco hubo elecciones. Ni se enteró. Las ha ganado un tío que sonríe y las ha perdido otro que no lo hace. Ambos llevan a sus hijos a colegios de pago y están casados con rubias de padres ricos. El que ha ganado tiende la mano. El que ha perdido la estrecha. La puerta de la cafetería se abre. Entra un desgraciado con rastas. Va descalzo, lleva bermudas, barba, tez morena. Es oriental, moro, quizá solo alguien terriblemente sucio. Tiembla. «Pobre cabrón, con este frío de cojones», piensa Cristian. Lleva un vaso humeante de porexpán. Pide cualquier cosa, pan, un bicho igual que el que está comiendo él. El presidente saliente habla de lección aprendida. El entrante, de humildad. El camarero le da un par de cruasanes, le acompaña a la puerta y le aconseja que la próxima vez vaya a pedir a la pastelería. Allí les salen más baratos. O a los comedores de pobres. Allí todo es gratis. «Ese tipo no llega a la semana que viene», se dice Cristian, que recuerda lo cerca que estuvo de acabar así. Y fue Bruno quien los rescató. A Raquel y a él. Lo quiera reconocer o no, la astilla del desagradecimiento, de la traición, le escuece en la palma de la mano más que el arañazo de Mireia. «Pero siempre ha sido así, Bruno. Enseñas a uno, éste pilla el truco, la pasta y se va». El camarero, sesentón, calvo, de acento gallego, cruza la mirada con Cristian y se encoge de hombros. «Caída libre», dice uno de los tipos de la barra. Pero no se refiere al mundo ni al mendigo. Todos hablan hoy del Barça, que rompió el sábado al Madrid de arriba abajo. Bueno va a estar Bruno. Como Raquel le toque un poco los huevos, hoy habrá lluvia de hostias, por mucha tarjeta roja que haya en los periódicos.

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