Cementerio de secretos

José Antonio Pérez Ledo

Fragmento

Capítulo 1

1

Llevaban cuarenta minutos sin cruzarse con nadie. Los últimos que vieron fueron un par de tipos montados en camello que se volvieron al paso del coche y observaron las tablas de surf con genuina extrañeza. Ahora entendían por qué. Se preguntaban sin duda adónde irían unos turistas por aquella carretera.

Desde entonces, nada. Ni un alma por ninguna parte. Ni una casa, ni un poste eléctrico, ni una mísera señal. Solo desierto en todas direcciones. A izquierda y derecha, delante y detrás, no se divisaba otra cosa que una interminable extensión de arena cegadora.

Nadie quería admitirlo, pero era ya una obviedad: se habían perdido en mitad del Sáhara.

Porra! —bramó el portugués al volante.

El copiloto, un parisino flaco y desmañado, no lo miró. Hacía tiempo que se limitaba a refunfuñar en su idioma dando vueltas al mapa, como si así, a base de marearlo, fuese a rendirse y confesar su ubicación.

En el asiento trasero, dos mujeres, una española y otra portuguesa, trataban infructuosamente de revivir sus teléfonos buscando cobertura a la manera zahorí. Ni siquiera el 112 funcionaba. Era desesperante.

—Nada. No signal.

Leyeron en un blog que en Dajla estaban las mejores olas del continente y también que no tenía pérdida desde Esmara, la ciudad donde habían pasado la noche. Pero vaya si la tenía.

Culpa suya, porque el tipo de Avis se lo dejó bien claro: «Necesitaréis un GPS». Costaba dos dírhams la jornada; nada, una minucia, ni medio euro por cabeza. Pero, tras un breve debate, decidieron rechazarlo. Llegaron a la conclusión de que, por útil que fuese, el GPS iba en contra del espíritu de su viaje. Lo que ellos andaban buscando era la comunión con la naturaleza, la sensación de libertad, el romanticismo del aislamiento. Ahora ya no les parecía tan romántico.

El portugués se mordisqueaba los labios y miraba de reojo al francés a la espera de alguna indicación. Aguantó todo lo que pudo, pero a la enésima vuelta del mapa, al enésimo «merde» entre dientes, pisó el freno hasta el fondo e hizo que todos se viesen violentamente impulsados hacia delante. De no ser por los cinturones de seguridad, habrían acabado con las narices aplastadas.

Que fais tu?!

—¡Tío, joder! ¿Qué coño haces?

El portugués salió del coche dando un portazo de pura frustración. Su compatriota, que era también su novia, dejó escapar un suspiro hastiado y fue a tranquilizarlo. Eran las nueve menos veinte de la mañana y el termómetro acababa de pasar de siete a ocho grados.

El francés se giró en el asiento y le preguntó a la española si se lo podía creer, qué le pasaba a ese tío, ni que fuese culpa suya. Eso o algo parecido, porque era el que hablaba peor inglés de los cuatro y solo captó la mitad. Ella no tenía nada que decir al respecto, así que se encogió de hombros y salió del coche para estirar las piernas.

Fuera, la portuguesa repetía que no se cabrease, que no merecía la pena. El chico no atendía a razones y, cuanto más le hablaba ella, más se enconaba él.

Quando chegarmos lá, não haverá mais uma porra de onda!

La española se mantuvo al margen. Se enfundó la chaqueta, se apoyó en el todoterreno y se dispuso a hacer unos estiramientos. Tanta tensión le había agarrotado la espalda entera. Estaba en pleno ejercicio, con el cuerpo flexionado formando un ángulo recto, cuando le pareció ver algo por el rabillo del ojo. Se irguió y lo siguió con la mirada, con los ojos achinados, deslumbrados por el sol, hasta que estuvo segura de que no era producto de su imaginación.

—¡Ey! —gritó a los portugueses, que seguían enzarzados en su bronca y no le hicieron caso—. Eh! There! Look!

En la distancia, una solitaria silueta, apenas una línea del tamaño de una hormiga, zigzagueaba sobre la arena.

El francés salió del coche y miró en la misma dirección que el resto haciéndose una improvisada visera con el mapa inútil.

Is he alone? —preguntó, pero nadie se molestó en responderle.

De pronto, la figura se redujo a un punto, casi inapreciable de tan lejos que estaba.

What is he doing?

I think he fell.

Fue la portuguesa quien propuso ir a su encuentro. El francés no lo veía tan claro. Aunque el todoterreno estaba teóricamente preparado para circular por la arena, no dejaba de ser una maniobra arriesgada.

We’ll get stuck!

Pero la portuguesa fue tajante: aquella persona necesitaba ayuda y estaba demasiado lejos para ir caminando. Si no quería acompañarlos, podía quedarse en la carretera y esperarlos ahí. El francés, herido en su orgullo, tuvo el impulso de hacerlo, pero lo pensó mejor y acabó ocupando su sitio con los brazos cruzados.

El portugués regresó al volante y condujo despacio, en segunda, aterido por el miedo a que el francés tuviese razón y alguna rueda quedase enterrada y ya no fuesen capaces de sacarla de allí.

Ninguno de los cuatro le quitaba ojo a la misteriosa figura. Al aproximarse vieron que yacía boca abajo y también que:

Is a woman!

El conductor detuvo el coche a treinta metros de ella, no quería arriesgarse más. Todos salieron en tropel y la rodearon como una bandada de buitres. Una melfa verde, la indumentaria saharaui tradicional, la cubría de la cabeza a las pantorrillas. Tan solo quedaban a la vista unos tobillos flacos y unas desgastadas babuchas de cuero marrón. Tenía sangre en los talones encallecidos, como si llevase caminando horas o más bien días.

El francés preguntó:

Where did she come from?

No había modo de responder a eso. Aquella mujer estaba a kilómetros de ninguna parte, sin vehículo, montura o equipaje. Peor aún: tampoco llevaba cantimplora.

Água! —ordenó la portuguesa a su novio, quien tras un breve momento de obcecación corrió de vuelta al todoterreno.

Entre las dos chicas la giraron con cuidado, descubriendo unos rasgos hermosos y delicados. Debía de tener cuarenta años y poseía un rostro atezado y una larga melena rubia parcialmente encanecida.

She is a tourist —decidió el francés sin más indicios que el color de su pelo y, tal vez, aquella belleza más del norte que del sur.

La mujer entreabrió los ojos. Eran de un azul casi transparente. Dejó vagar la mirada por el cielo, aturdida y desorientada.

Relax. Everything is OK.

Miró a las mujeres, que la incorporaron con cuidado hasta sentarla sobre la arena. Tiritaba. Bajo la melfa solo llevaba ropa interior. Si, como parecía, había pasado la noche a la intemperie, era un milagro que siguiese con vida.

La española se quitó la chaqueta y le cubrió con ella los hombros. El portugués regresó con la botella.

Pegue —dijo ofrecié

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos