¡Cariño, te vigilo de cerca! (Santana's club 1)

S. F. Tale

Fragmento

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Capítulo 1

Un mes después de la muerte de José Ignacio Santana

¡Podía ser peor! Siempre podía ser peor. Lo primero que había que decir era que Kiki Ansel odiaba el calor con todas sus fuerzas, aunque no tanto el verano, sino las altas temperaturas. Era consciente de que en la vida había cosas peores que una mierda de ola de calor que azotaba Nueva York desde hacía semanas y de que por su culpa no podía dormir, lo que le agriaba el carácter. Esa situación había desentrañado dos cosas.

La primera era que le estaba sacando mucho provecho a su tarjeta de Santana’s, un club exclusivo en el que uno podía divertirse con la interesante exposición de textos antiguos y de arte, o en su cine, donde disfrutaba de las reposiciones de películas clásicas. Asistiría, aunque solo fuera para disfrutar del rico aire acondicionado. Esa noche había ido a la discoteca con un grupo de antiguas compañeras de la universidad, y su gran ventaja había sido entrar a los reservados, a los que solo tenían acceso los miembros y donde se hubiese quedado a dormir por los mullidos sofás firmados por Swarovski. Había podido acceder a sus instalaciones gracias a su mejor amiga, Alex Thorne, que se había convertido en íntima del dueño, Federico Santana. Era una amistad misteriosa que esperaba que Alex le explicase lo antes posible.

La segunda era conocerse mejor a sí misma. Se le había despertado un yo cotilla del que ni ella sabía que tenía, tan ancho y tan largo como la vena cava inferior. Claro estaba que lo escondía bien. Ni Alex lo sabía, ya que solo le había comentado que en casa dormía debajo del aire acondicionado, lo cual era cierto, pero antes se metía en el baño para ponerse al fresco —por la noche entraba una ligera brisa— y observaba desde la ventana a sus vecinos del edificio de enfrente. ¡Llevaba haciéndolo semanas, muchas semanas! Desde entonces, después de días de estudio, había conseguido catalogarlos en dos grupos.

La primera sección era la de Místeres. En el primer piso, estaba Míster Phone: conócese así al típico vecino que, hasta a la hora de comer, no se descuelga del teléfono. Dos pisos más arriba, estaba la vivienda de Míster Cerumen: era un hombre con más cuerpo que cabeza —tenía una extraña forma de calabaza—, al que le brillaba la piel y cuyo deporte favorito, además de poner poses frente al espejo o frente a la ventana, era rascarse el oído con el dedo y hacer una bolita de cera para luego lanzarla al abismo del salón. Haciendo sándwich con los vecinos anteriores, estaba Cocodrilo Dundee, un hombre que regresaba de trabajar en traje y se vestía en la soledad de su casa cual cowboy, y se ponía a bailar música country o a practicar con el lazo.

El mayor descubrimiento fue el apartamento que había bautizado con el nombre de «Instinto Básico», donde vivía la limahuevos, una mujer entrada en edad, incansable, insaciable y muy religiosa —porque los siete días de la semana, a la misma hora, como si de misa se tratara, recibía a hombres—. No fallaba nunca. Lo impresionante era que no caminara con las piernas arqueadas de tanto acoplamiento. La limahuevos le enseñaba muchas posturas, pegada a la ventana... Sí, siempre practicaba sexo en la ventana, lo que había convertido a Kiki en una experta voyerista. Esa noche, tenía las nalgas aplastadas en el vidrio mientras el Mordisquitos —un hombre que no la besaba, sino que la mordía— le sostenía la pierna izquierda para metérsela mejor, al tiempo que ella estaba sobre la punta del pie derecho. Cansado, la cogió por la cara interna de las rodillas y la izó para abrirla más. La postura era cuanto más incómoda, muy del Circo del Sol. Para ella no era factible: las agujetas que le quedarían luego... ¡Ni por el mejor polvo del mundo aguantaría agujetas!

Sentada en el váter, apoyó un talón en el borde de la bañera, y empezó a toquetearse su humedecido sexo con la frescura del inseparable amigo que había comprado por internet en un catálogo australiano (su vibrador era internacional). La imaginación se le encendía gracias a lo que veía y cuando, por fin, introdujo el aparato por la cálida hendidura, que deseaba estar henchida, soltó un suspiro. Pulsó el botón, y la vibración comenzó a ejercer su magia para darle al cuerpo lo que clamaba: alcanzar un ansiado clímax. Sin apartar la vista de la limahuevos, por el rabillo del ojo, vio que la luz de un apartamento se había encendido. No era un apartamento cualquiera: llevaba meses vacío. Lo sabía mucho antes de la ola de calor.

«¡Adiós, masturorgasmo! Scooby Doo, para, quieto», le advirtió al aparato, volviendo a hablar sola (era una costumbre que había adquirido desde que había empezado a cotillear). «¡Oh, vecina! Pues ya podía ser un... ¡Vaya pedazo de mierda! ¿En serio es una pareja feliz? Joder, cada vez estoy más segura de que en ese puto edificio se asienta Murphy», soltó luego.

Con la excitación más lejos de la punta de la uña del dedo gordo del pie, Kiki siguió cotilleando con atención a los nuevos vecinos. Lo de pareja feliz les quedaba grande. Jamás había visto a dos personas tan poco fogosas y tan sosas como aquellas: él apenas la miraba y asentía más de lo que hablaba, a la vez que ella no paraba de parlotear y gesticular con los brazos. Tras haber dejado algo en el sofá, el hombre se giró con una gran sonrisa. A través de la cortina blanca, Kiki reparó en cómo ella se acercaba a él, quien levantó el brazo. Cuando lo bajó, ella cayó al suelo. La mandíbula de Kiki se abrió cual gran tiburón blanco.

«¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!», gritó Kiki. Se levantó enterrando los dedos entre los mechones del pelo moreno. Debido a los nervios, comenzó a andar en círculos. «Siento recurrir a ti a estas horas y en pelotas, pero es que... ¡la ha matado!», expresó. Sacó medio cuerpo de fuera para observar de nuevo aquel apartamento. Vio a aquel hombre con una gran bolsa negra que, luego, con cierta dificultad, fue arrastrando hasta el pasillo, donde desapareció. «¡¡Ay, ay, ay, joder, que la ha matado!! Hay un asesino, ¡el asesino de la bolsa de basura!», volvió a gritar.

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Capítulo 2

—¡Hola, Alex! ¿Ya estás libre? —saludó al descolgar el móvil. Kiki la quería como a una hermana. De hecho, ella y sus padres eran las tres personas más importantes en su vida.

—Sí.

—¡Genial! Tenemos que quedar.

—¿Mañana mismo vendrías conmigo al cementerio? —El tono de su amiga era apagado.

—Claro, eso no se pregunta, pero ¿qué ha pasado? ¿Estás bien?

—Tengo mucho que contarte.

Kiki iba caminando por la acera hacia la entrada del cementerio Woodlawn mientras recordaba la escueta conversación con Alex. Conocía bien a su am

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