El resplandor de la madera

Héctor Aguilar Camín

Fragmento

El resplandor de la madera

1

Cuando su madre murió, Casares tenía veintitrés años, un divorcio y un hijo, una primera fortuna y la mirada de un hombre al que había matado yendo y viniendo por el fondo de su alma. Apenas recordaba su pasado. El pueblo de Carrizales que dejó con su familia era un reino lejano, conservado en girones legendarios por las palabras de su madre y por la memoria radiante del cuerpo de su hermana una noche improbable de palmeras y dragones. La ciudad donde Casares creció fue desde el principio un torbellino en el que aprendió a zambullirse con los ojos cerrados, como quien se cura de su miedo corriendo hacia el peligro. La vida parecía una franja sin forma, cruzada de nostalgias rápidas y prisas permanentes, un aluvión de furias en busca de la cueva perdida capaz de protegerlo de la nada nerviosa que era su presente y del incendio difuso que avanzaba hacia él desde el pasado.

Su madre, Rosa, murió en la misma casa tapiada donde había vivido barajando recuerdos, iluminándose de historias perdidas como si el hecho de rumiarlas pudiera devolverle la juventud, curarla de la soledad en que se recluyó, madura pero fresca aún, cuando el único hombre de su vida caminó fuera de su casa, lejos de sus hijos, buscando a tientas, adelante, lo que había dejado atrás. Casares la vio desvanecerse día a día, perder el color y la forma, las carnes y el resuello, como si la muerte que venía de adentro la limara por fuera.

—No te pierdas tú —le dijo su madre el día penúltimo, con el hilo de voz que le quedaba—. No te pierdas.

Casares entendió que le hablaba de su padre ausente, con cuya sombra a cuestas ella había vivido y él habría de vivir. La enterraron en la cripta del panteón español donde ella hizo descansar a sus propios padres. Los había rescatado del cementerio municipal de Carrizales para juntarlos ahí, a salvo del desamor de sus últimos años, y unirse con ellos después, en esa residencia fija de la que ni el azar ni la discordia, ni la necesidad ni la distancia, podrían apartarlos de nuevo. Casares sabría con el tiempo hasta qué punto el afán de reunirse y volver a la unidad primera había sido el motor de su madre: regresar, unirse, encajar otra vez. Al pie del sauce donde abrieron la cripta para enterrarla, Casares vio dos espacios vacíos. Su hermana Julia le dijo:

—Son los nuestros.

Casares tuvo entonces el temblor que lo bañó al mismo tiempo de llanto y del recuerdo de Julia desnuda, los pechos apenas brotándole, en la noche cómplice de la infancia. Ahora Julia estaba vestida junto a él, con los pechos redondos cantando bajo la blusa tirante del luto, la cabellera metida en una trenza castaña que estiraba su rostro y despejaba su nuca, haciéndola ver más joven, más limpia, más libre, como la estricta muchacha que empezaba a no ser. Era seis años mayor que Casares y había hecho también su incursión en el mundo. Meses atrás, al despuntar la fase terminal de la leucemia materna, Julia había encontrado a su segundo protector. El primero difirió por años el desastre familiar. De la pérdida patrimonial de Carrizales, la familia Casares pudo rescatar algún dinero, el pago de marcha de las últimas trozas de caoba que pudieron recuperarse de un fallido emporio forestal. Con ese dinero, los padres de Casares compraron la casa en la ciudad y abrieron un fondo para que sus hijos estudiaran, Julia con las monjas francesas que la harían una dama, Casares con los sabios jesuitas que lo harían un triunfador. El padre de Casares tomó el resto de los dineros para un negocio imposible, cuyo remanente invirtió en otro, y el remanente en otro, hasta que se vio una noche frente a su mujer con las manos vacías, pidiéndole que firmara un crédito sobre la casa para el negocio final que habría de redimirlo. Perdió también la hipoteca, perdió luego a su mujer. Finalmente se perdió a sí mismo, y a sus hijos, de cuyas vidas salió sin decir que se iba.

El primer protector de Julia, un licenciado Muñoz, le doblaba la edad y el tamaño. Pagó la hipoteca empeñada, sacó a Julia de la casa y la puso a vivir en la suite de un hotel que se había apropiado en pago por un pleito jurídico oscuro. Julia tenía entonces veintiún años y brillaba al natural, como en el recuerdo de Casares. De las generosidades de Muñoz, Julia trajo para la casa y para ellos, para las cuentas mínimas de su madre, para los gastos de ropa, colegio y transporte de Casares.

—Te mantiene el amante de tu hermana —le dijeron un día en el colegio. Casares se fue sobre la pandilla de donde había salido la voz cuando pasaba y fue golpeado hasta sangrar y desvanecerse en el piso, pero no sin haber roto la nariz de uno y casi arrancado la oreja de otro. No volvieron a decirle de su hermana, ni de cualquier otra cosa, pero no volvió a tomar un centavo de Julia.

—Dile que si me quiere ayudar, me consiga un trabajo —le pidió a su hermana, aludiendo a Muñoz sin mencionarlo.

Muñoz le consiguió un trabajo de inspector de lecherías en los barrios pobres que rodeaban la capital, un trabajo de gobierno que Casares no tenía edad para desempeñar y al que no era necesario asistir, salvo los días de cobro. Pero lo que Casares no quería eran regalos de Muñoz y a los dieciséis años era ya un hombrón de músculos largos y barba que descañonar, así que en vez de sólo recoger su sueldo, empezó a levantarse de madrugada para ir a las afueras y visitar las lecherías que le tocaban, antes de volver al barrio aristocrático del colegio jesuita para empezar, a las ocho de la mañana, su segunda jornada del día como estudiante mediocre, basquetbolista estrella y autoridad en puñetazos.

Una noche Julia volvió a la casa.

—Terminé con Muñoz —dijo, y añadió, por toda explicación—: Se acabó el aroma.

Poco después suspendieron a Casares del trabajo que le había conseguido Muñoz. Estiró sus ahorros para terminar el año escolar, pero no pudo recoger su certificado de preparatoria porque adeudaba un trimestre de la colegiatura. Tampoco asistió al baile de graduación: no tuvo dinero para pagar las cuotas de entrada, ni para rentar el esmoquin requerido. Volvió a las afueras en busca de trabajo. El dueño de una lechería, que lo era también de un establo y una tienda de quesos, le dijo:

—Trabajo tengo para ti, pero tú no estás para ser peón de nadie. Sólo te digo esto. Ahí donde están las moscas y la mugre, ahí está el dinero. Ahí donde no hay nada, donde nadie va, ahí está todo. Sólo llévale a la gente lo que quiere. Te dan pesos arrugados, monedas sucias, pero luego tú lo pones junto, y todo se alisa y se limpia en el banco.

La mugre y las moscas estaban al otro lado, después del bordo y el fango donde terminaba la ciudad pobre y empezaba la ciudad miserable, la ciudad de los últimos migrantes, un hormiguero de casuchas de cartón y techos de calamina, abundante de niños barrigones y perros famélicos, al que Casares llevó un sábado su primera camioneta de zapatos y vestidos, cubetas y conservas. Puso un toldo de plástico y el radio al mayor volumen en una estación de música tropical. Antes de caer la t

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