Un vals de amor eterno

Zahara C. Ordóñez

Fragmento

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Capítulo 1

Málaga, marzo de 1840

La primera vez que Mina vio a Rafael, él lloraba. Y ella nunca había visto a un hombre llorar, lo que la impresionó como solo las cosas increíbles pueden hacerlo. El joven escondía la cara entre las manos mientras derramaba su pena, cualquiera que fuese, en lágrimas.

Estaba en el puerto, sentado sobre una vieja caja de vinos, entre un montón de aperos de barcos, con su elegante levita oscura, el bastón apoyado en un barril y el sombrero de copa a sus pies. Mina lo reconoció pues su familia era influyente en la ciudad y todo el mundo había visto u oído hablar de los Vergara. Poseían una de las ferrerías del incipiente paisaje industrial de la ciudad y habían hecho frente a las idas y venidas del negocio con una resistencia titánica. Lo mismo podía decirse con los asuntos políticos y las revueltas, que no eran pocas en esos años en todo el país. Sabía que el muchacho rondaba los veinte años y se preguntó qué hacía en el puerto a aquellas horas de la tarde, llorando entre cajas, tablones y cuerdas. Pensó que, como todos los jóvenes de su clase, había salido de correrías y la noche se le había hecho corta alargándose hasta el día siguiente, pero por qué lloraba era un misterio.

Ella iba a pasar por delante de él sin más, pues una muchacha de su condición nada tenía que hablar con un joven como él; sin embargo, se distrajo mirándolo y acabó metiendo el pie en un tablón suelto de los que ponían para tapar los hoyos que las fuertes lluvias de esos días habían hecho en la tierra y así facilitar el tránsito de los carros. Dio con su menudo cuerpo en el suelo, soltando un lastimoso «ay» que retumbó por todo el lugar.

—Si es que no tenía que haber venido —se lamentó, apoyando las palmas de las manos en el suelo, dispuesta a levantarse.

Antes siquiera de alzar la vista, notó unos pasos cerca de ella. Había trabajadores por la zona y también marineros, por lo que pensó que alguno se había acercado a ayudarla, o quizá a molestarla. Había hombres que no tenían medida a la hora de mostrarse interesados por las mujeres, pese a que se notaba a la legua que era solo una joven de catorce años. Eso de la edad a muchos les era indiferente. E incluso una motivación a veces. Mina no sabía mucho del mundo, pero sí estaba al tanto de que, por alguna razón absurda, cuanto más pasaban los años para las mujeres, menos deseables eran para sus esposos y ellos se lanzaban a la conquista de alguna muchacha mucho más joven. Nadie decía nada malo al respecto. Sin embargo, en alguna ocasión había sucedido al revés y el escándalo fue mayúsculo. No se habló de otra cosa en Málaga durante días.

Dispuesta a replicar, incluso antes de ver quién la ayudaba, levantó la mirada. Se encontró entonces con los ojos negros de Rafael, grandes y profundos, y se preguntó cómo era posible que existieran unos ojos así siendo que la tierra era de los mortales y no de los ángeles. El joven, aunque se había secado las lágrimas, no podía ocultar del todo el llanto, pues tenía la mirada y la nariz enrojecidas.

—Señorita, ¿se encuentra bien? —Le tendió la mano.

Ella asintió y posó la mirada en ese gesto. Él llevaba unos preciosos guantes negros y a Mina le pareció que poner sus manos, ajadas por los años de trabajo, en ellos era como arrojar estiércol sobre una hermosa pintura. No obstante, no quería ser descortés y aceptó. Rafael tiró de ella con delicada atención, pero para la muchacha no fue posible ponerse en pie: se había herido el tobillo y le dolía horrores con solo intentar apoyarlo en el suelo. Se quejó llamando la atención de él sobre el problema.

—¿Qué le sucede?

—Creo que me he torcido el tobillo. O roto, no lo sé. Me duele a rabiar.

Él frunció los labios en un gesto de disgusto. A Rafael no le gustaban mucho los asuntos de dolores y era bastante malo pasando enfermedades. «Como todos los hombres», solía decirle su madre. Sacudió la cabeza librándose de esos pensamientos y se centró en ayudar a la muchacha.

—Pase la mano por mi cuello, por favor.

—¿Qué? —Mina pestañeó incrédula—. No puedo.

—¿También se ha herido la mano?

—No, es que usted es... Usted es...

—Una persona que quiere ayudarla. Vamos. —Insistió con un gesto—. La ayudaré a caminar hasta las cajas para que se siente. No puede quedarse aquí en el suelo, la gente la está mirando.

Mina oteó en derredor y vio a un montón de marineros pendientes de ella. Algunos hacían comentarios de lo más desconsiderados sobre llevarla en brazos al barco y curarle todos los males en un «cuerpo a cuerpo». Era lo suficientemente lista como para saber que no hablaban de luchar con ella. Avergonzada, terminó por hacer caso a Rafael. Le echó el brazo por los hombros y él la levantó sin esfuerzo, quedando ella a la pata coja.

—¿Podrá caminar?

—Creo que sí.

Ella dio un pasito adelante, con esfuerzo, y él la miró con preocupación, pensando que le costaría diez años llegar a ninguna parte así.

—Si quiere puedo cogerla en brazos. No para lo que esos marineros piensan, por supuesto. No tenga miedo de mí.

Por un breve instante, sonrió. Qué dulce le pareció a Mina aquel gesto. Tanto que no atinó a decir nada, solo asintió. Jamás en su vida había visto tan de cerca un caballero de su posición, ni percibido su olor: a jabón y ropa bien limpia. Nunca había visto así de próximo un rostro tan hermoso y distinguido. Tan amable. Rafael la alzó como si nada pesara y la llevó en brazos hasta unas cajas, mientras en el estómago de ella se formaba un vaivén que ni el de un carro sobre camino accidentado. Ese movimiento se le subió a Mina al corazón. Cuando la posó allí, y se aseguró de que estaba bien acomodada, clavó una rodilla en el suelo, ante ella.

—Señor...

—¿Puedo ver su tobillo?

—Creo que usted no es médico.

—No, desde luego, pero sé diferenciar entre una torcedura o una rotura. Y si tiene usted lo segundo, sin más remedio tendremos que hacer que la vea un médico.

—Pues espero que sea lo primero... No es que tenga cuartos como para pagar lo segundo. —Al momento de decir eso, Mina se arrepintió. No conocía de nada al caballero como para ser tan vulgar hablando de su pobreza. Pero es que, por más que trabajaban ella y su madre, nunca les llegaba el dinero para nada.

—Me haré cargo, no se preocupe. Al fin y al cabo, ha sido culpa mía que se haya caído.

—¿Culpa suya? —Negó con la cabeza—. En absoluto.

Al rostro de Rafael emergió un gesto suspicaz, divertido.

—Me estaba mirando cuando ha tropezado.

—¿Yo? —Las mejillas de Mina fueron rojo carmesí—. No, señor, miraba... —Paseó la vista a un lado y otro—. Miraba las cuerdas de los barcos. Siempre me han fascinado.

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