Prólogo
Lancaster, Reino Unido, 1825
—Sesenta y seis, sesenta y siete… —Contaba Neil Lockhart en voz alta, apoyado contra un viejo roble.
Richard miró a un lado y a otro en busca de un lugar en el que esconderse. Los demás niños ya lo habían hecho, dejándolo sin opciones. Recordó entonces el hueco que, oculto tras un arbusto de flores rosas, había en el muro que delimitaba el jardín de sus vecinos y corrió hacia allí.
—Noventa y cinco, noventa y seis…
Se le agotaba el tiempo. Aun así, se giró para cerciorarse de que nadie lo veía colarse tras el enorme seto.
—Cien. ¡Allá voy!
De imprevisto, una pequeña mano surgió por entre las verdes ramas, aferró la suya y tiró de él con decisión. A salvo ya de ser descubierto, pero con los ojos muy abiertos a causa de la sorpresa, Richard miró a su compañera de escondrijo. Se trataba de Prudence Lockhart, prima de Neil.
—¡Shh! —La chiquilla, con el índice sobre los labios y los enormes ojos azules chispeando de diversión, le ordenó guardar silencio.
Aunque incómodo por la falta de espacio y la proximidad de la niña, asintió con un cabeceo. Ella le dedicó una enorme y desdentada sonrisa que le hizo sonreír también.
—¡Violet, te he descubierto! —gritó Neil a escasos metros de su refugio.
—¡Salvado!
Richard reconoció la voz de su hermano Max. Ellos dos, con la esperanza de no ser encontrados, permanecieron inmóviles mientras el resto iban apareciendo.
—¡Alice y Dylan, descubiertos! —Escucharon vocear a Neil a lo lejos.
—Deberíamos salir ahora, si correm