La noche, sabueso negro,
persigue al cervatillo blanco del día.
SWINBURNE
Era más de media noche,
antiguas historias cuentan,
cuando en sueño y en silencio
lóbrego envuelta la tierra,
los vivos muertos parecen,
los muertos la tumba dejan.
Era la hora en que acaso
temerosas voces suenan
informes, en que se escuchan
tácitas pisadas huecas,
y pavorosas fantasmas
entre las densas tinieblas
vagan, y aúllan los perros
amedrentados al verlas.
JOSÉ DE ESPRONCEDA,
El estudiante de Salamanca
Yo no creo en nada:
ni en el día ni en las tinieblas.
THIRTY SECONDS TO MARS,
100 Suns
Prólogo
Relámpagos.
Trueno.
Tormenta.
Aparcó al pie de la colina. Bajó del coche. Fuera llovía a mares, como si un técnico de efectos especiales le estuviera echando cubos de agua en la cabeza. Sin subirse la capucha se dirigió hacia las luces azules que atravesaban la cortina de lluvia. Varios Toyota RAV4 de la Policía Nacional habían irrumpido en la escena con sus sirenas ululantes. Con las prisas no había cogido paraguas ni impermeable, y en los pocos segundos que tardó en llegar hasta ellos se quedó totalmente calada. El agua se le escurría por el cuello y le chorreaba por el chaleco táctico negro con las siglas UCO.
La UCO, la Unidad Central Operativa, era el cuerpo de élite del servicio de Policía Judicial de la Guardia Civil.
La joven miró al cielo, negro como el carbón. No era ni media tarde, aunque parecía de noche, y todos los coches aparcados tenían los faros encendidos.
Las gotas le golpeaban los ojos y tuvo que parpadear. Y entonces las vio, en lo alto de la colina. Tres grandes cruces negras: un Cristo y dos ladrones, uno a cada lado.
—La de la derecha —le dijo el sargento por encima del ruido de la lluvia sobre las carrocerías. Su cara reflejaba el horror que aguardaba a Lucía allí arriba. Un calvario. Apenas a treinta kilómetros al noroeste de Madrid, en pleno campo, sin ninguna población a la vista.
Ella miró en la dirección que le indicaba el sargento.
La cruz de la derecha...
No hacía falta ser un lince para adivinar que ésa tenía algo distinto, pero no alcanzaba a verlo con aquella lluvia torrencial. Desde allí sólo veía la estatua del Cristo y la del ladrón de la izquierda, renegridas por el paso del tiempo, mientras que la de la derecha era mucho más clara: casi del color de un cirio.
Lucía respiró hondo.
Empezó a subir por la cuesta empinada. El suelo estaba blando, esponjoso, y pronto se vio andando con pesados terrones de barro pegados a la suela. El agua le lavaba la cara, le mojaba el pelo, le corría por las cervicales y la columna como un arroyo rebotando de piedra en piedra...
El corazón le retumbaba con golpes sordos en el pecho a medida que las inmensas cruces parecían abalanzarse sobre ella. Bajo el cielo tintado de la tarde, cientos de destellos rasgaban la oscuridad de la tormenta. Multitud de sombras blancas se movían delante de ella: eran los técnicos forenses, enfundados en sus monos integrales, tomando muestras y buscando las huellas que no hubiera borrado el aguacero.
En medio de la penumbra Lucía seguía la cinta blanca que marcaba el recorrido, esquivando los regueros de agua que se precipitaban colina abajo. Pero llovía demasiado y tuvo que acercarse más y atravesar aquellas cortinas líquidas para ver mejor la estatua. La que era más clara.
La miró.
Por un instante creyó reconocer a alguien y se estremeció.
Un grito mudo se encalló en su garganta cuando no pudo seguir negando la realidad.
No, no era posible, no podía ser verdad, no podía ser él...
• • •
La lluvia no amainaba. Caía oblicua, copiosa, pertinaz. Lucía tiritaba. Le costaba respirar. Debería sentirse acalorada después de la subida, pero estaba congelada. El frío le calaba los huesos, le helaba la sangre.
Lo que había colgado a varios metros del suelo no era una estatua sino un hombre. Alguien a quien ella conocía. Su colega, su amigo, su compañero de equipo: el sargento Sergio Castillo Moreira. Treinta y cinco años. Casado, padre de dos niñas. Un buen policía. Un buen padre. Al menos por lo que ella sabía...
La lluvia aporreaba el cuerpo desnudo y chorreante, la carne lívida, el contorno sinuoso de sus músculos... Se fijó en un detalle absurdo: el agua le caía del pene como si se tratara de un grifo.
Suspendido entre el cielo y la tierra, el cuerpo parecía levitar por encima de la colina. Sabía que resultaba físicamente imposible, pero eso era lo que veía: un cuerpo desnudo que se sostenía en el aire.
Alguien había retirado la estatua, que yacía de bruces en el barro, y la había sustituido por el cuerpo martirizado de Sergio. La escalera que había utilizado aún estaba allí. Con los brazos en cruz y la cara vuelta hacia el cielo, Sergio parecía implorar la absolución que no había obtenido.
Alguien —¿hombre?, ¿mujer?— le había clavado un destornillador en el corazón, varias veces, con una violencia extrema, como si hubiera querido reventárselo. A simple vista se observaban heridas profundas entre el esternón y el pezón izquierdo, y de una sobresalía el mango del destornillador.
«Misterios del universo...», pensó Lucía.
Rafael, su hermano pequeño, le había explicado algunos. El sol representa el noventa y nueve por ciento de la masa del sistema solar; no hay sonido en el espacio; por cada habitante de la tierra hay cerca de 1,6 millones de hormigas; La epopeya de Gilgamesh, la obra épica más antigua de la humanidad, está escrita en tablillas de arcilla y su protagonista ya estaba obsesionado con la muerte... Para ella, sin embargo, había un misterio aún mayor, totalmente incomprensible: la crueldad, la maldad absoluta.
Apenas podía contener las náuseas, pero se obligó a seguir examinando aquella atrocidad que desafiaba el entendimiento.
No había ningún clavo, nada que mantuviera el cadáver sujeto a la cruz. Imposible... Parecía sostenerse en el aire por su propia voluntad, aunque obviamente estaba muerto y carecía de voluntad. ¿Qué clase de milagro era aquél?
Los técnicos estaban ensamblando un andamio para descolgar el cuerpo: los brillantes tubos y las planchas metálicas tintineaban cada vez que chocaban entre ellos. El aguacero estallaba en vapor blanquecino en el halo de los proyectores. Lucía se volvió hacia el técnico que tenía al lado.
—¿Cómo se aguanta?
—Es raro, ¿verdad? —susurró el hombrecillo mientras la lluvia repiqueteaba sobre su mono blanco de astronauta—. No hay cuerdas ni fijaciones, y aun así se mantiene ahí, suspendido... Esto es obra de una mente diabólica.
—Todas lo son —replicó ella, irritada por la observación—. ¿Entonces...?
—Cola...
—¿Cómo?
—Le han embadurnado la espalda, las nalgas, las pantorrillas, la parte de atrás de los brazos, las manos y la cabeza con una cola extrafuerte o algo parecido. Sí... Mientras esperaban a que el cuerpo se pegara, han debido de atarlo a la cruz con cuerdas o con un cable, vaya usted a saber. Se observan marcas bastante profundas en los brazos, las muñecas, el torso, la frente y los tobillos. Tiene que haber sido antes de que empezara a llover. Habrán tardado sólo unos minutos, pero se necesita una fuerza enorme... Por otra parte, ya sea obra de Dios o de los millones de años de evolución desde el primer microorganismo unicelular, la piel es una maravilla de ingeniería biológica: estética, elástica y lo bastante resistente como para mantener el cuerpo en la posición en que lo han pegado.
—Dios santo... —susurró ella.
Se dobló por la cintura. Con las manos en los muslos, respiró hondo para contener las náuseas. Luego se irguió.
Le vino una imagen a la cabeza: el sargento Castillo y ella besándose en el vestuario durante la última fiesta de Nochevieja. Lucía lo empuja con suavidad: «Sergio, no...» Trabajaban juntos, ella conocía a su mujer, a sus hijas... La música resuena y se oyen risas y gritos de alegría en la sala de al lado. Él huele bien, a jabón y a colonia, y su boca tiene un agradable sabor a tabaco, chicle y dentífrico. Ambos se desean, pero ella le dice «no».
Lucía se estremeció, preguntándose si no lo habría soñado, y volvió a fijar la mirada en el cuerpo macilento. El agua que le corría por el pecho brillaba con el reflejo de los proyectores. Se produjo una especie de efecto óptico.
Una vez, dos... No: ¡el pecho se movía!
¡Dios santo! Por lo visto el destornillador no había cumplido su cometido.
Se volvió hacia los hombres y mujeres esparcidos por la colina.
—¡Está vivo! ¡Está vivo! ¡Está vivo!
Un médico y dos enfermeros habían sustituido a los técnicos forenses de mono blanco. Los tres estaban inclinados sobre el cuerpo, elevados a su altura gracias al andamio de tres metros. La lluvia parecía tocar un xilofón al percutir sobre el aluminio, sumando su ruido al de los gritos, las llamadas y las carreras.
—¡¿Cómo lo hacemos para despegarlo sin arrancarle la piel, joder?! —rugió uno de los hombres subidos al andamio.
—Hay un testigo —le dijo a Lucía el capitán Peña, su superior en la UCO.
Se había acercado a ella, con el bigote chorreando. Lucía se volvió.
—¿Un testigo?
—Un sospechoso más bien —reconoció el capitán encogiéndose de hombros.
Ella frunció el ceño.
—¿Un testigo o un sospechoso?
—Un tipo que había salido de paseo, o al menos eso dice. Estaba ahí cuando ha llegado la patrulla. Es él quien ha llamado a la policía. Dice que ha visto lo que pasó y al que ha hecho esto. Que lo ha visto todo, pero que le ha dado miedo intervenir... Creemos que es el culpable...
Lucía se tensó y lo miró con aspereza.
—¿Y qué os hace pensar tal cosa?
—Ya lo entenderás cuando lo veas.
Ella titubeó. Observaba al médico y los enfermeros que manipulaban a Sergio subidos al andamio. No podía hacer nada más por el momento.
—Quiero verlo ahora mismo, capitán —declaró.
Bajaron hacia los coches, procurando no resbalar con el barro y los regueros de agua. Lucía se notaba los vaqueros pegados a las pantorrillas y las Converse All Star cada vez más pesadas por los mazacotes de tierra adheridos a las suelas.
El sujeto estaba apoyado en la carrocería de uno de los coches, de pie entre dos guardiaciviles de uniforme. Piel pálida, cara delgada, barbilla puntiaguda y cejas rubias, casi blancas, igual que su cabello. De unos treinta años. A Lucía le dolieron en el alma las manchas de sangre de su mono naranja.
El tipo levantó la mirada cuando ella se acercó. Ojos grandes, infantiles, iris muy claro y párpados enrojecidos. Lucía tuvo el impulso de agarrarlo por el cuello.
—¿Has hecho tú esto?
Sus pestañas rubias perladas de lluvia aletearon. Una sonrisa morbosa asomó a su cara, y Lucía contuvo las ganas de estamparle la cabeza contra el capó.
Acto seguido el tipo negó con la cabeza.
—No, ha sido él. Lo he visto...
—¿Él? ¿Quién es él?
—Pues él, por supuesto...
De pronto se oyó un grito en lo alto de la colina.
—¡Lo estamos perdiendo!
Lucía miró hacia arriba. «¡Mierda, no!» Echó a correr, subiendo la pendiente lo más deprisa que pudo. Resbaló, recuperó el equilibrio y retomó la carrera.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡Joder, no!
Trepó por el andamio, agarrándose a los tubos de aluminio.
—¡Eh! ¿Qué cree que está haciendo? ¡Baje ahora mismo! ¡Esto no está hecho para tanta gente! —le gritó uno de los enfermeros.
Sin hacerle caso, Lucía reptó hasta la temblorosa plataforma. El médico había iniciado una vigorosa maniobra de reanimación, una técnica bastante difícil en un cuerpo mojado y colocado en vertical. Sergio ya tenía los electrodos puestos en el pecho, pero Lucía sabía que un exceso de humedad podía alterar la frecuencia cardiaca.
Los enfermeros le lanzaron miradas coléricas. Uno de ellos toqueteaba los botones de un desfibrilador.
—¿A qué esperan? ¡Vamos! ¡Denle una descarga! —les dijo ella con impaciencia.
—¡No podemos! —gritó el médico sin interrumpir el masaje, con los brazos tensos y las manos crispadas sobre el pecho de Sergio—. ¡Con la lluvia y este metal podríamos electrocutarnos todos! Y a él no le serviría de nada...
—¡Denme ese trasto! ¡No vamos a dejarlo morir sin hacer nada!
Intentó coger el aparato con la mano izquierda —era zurda—, pero el que tenía el desfibrilador lo agarraba con firmeza.
—¡Eh, pare! ¡Está loca! ¡No servirá de nada!
—¡Escuche, por favor! ¡Estamos haciendo lo que podemos! —gritó el otro enfermero.
—Dile que se baje del andamio o dejaré de hacer el masaje —amenazó el médico dirigiéndose a su colega—. ¡Dile que se baje ahora mismo!
Lucía vaciló.
El médico tenía razón. Era inútil, ella no podía hacer nada, así que obedeció. Durante los treinta minutos que siguieron, los tres hombres alternaron masaje cardiaco y boca a boca sin parar.
La lluvia no daba tregua. Lucía era incapaz de despegar la mirada del pálido cuerpo de su amigo mientras el médico, infatigable, trataba de reanimarlo bajo el aguacero.
—Está muerto. Se acabó.
Bajaron uno tras otro, cabizbajos. Casi a continuación los astronautas de mono blanco tomaron el relevo.
Le empezaron a temblar convulsivamente las manos y las piernas. Le temblaba todo el cuerpo. Esta vez las náuseas llegaron tan rápido que apenas le dio tiempo a inclinarse cuando notó el ardor ácido subiéndole por la garganta. Vomitó todo el almuerzo con un montón de bilis.
PRIMERA PARTE
Lucía
La teniente Lucía Guerrero examinó el DNI. Gabriel Agustín Schwartz. Treinta y dos años. Nacido el 18 de marzo de 1987 en Málaga. Con domicilio en la carrera de San Jerónimo de Madrid.
Lo miró. Pelo rubio casi blanco, cara pálida y enjuta, pestañas transparentes...
Tenía unos ojos claros, muy abiertos, que miraban con inquietud a uno y otro lado, y unos labios demasiado rojos, demasiado... húmedos.
—Gabriel Schwartz —dijo Lucía dando inicio al interrogatorio.
El rubio la miró.
—Ah, no, no soy yo... Yo no soy Gabriel.
Lucía levantó una ceja.
—Entonces, ¿cómo te llamas?
—Iván.
—¿Iván? ¿Iván qué más?
—Iván.
—Y entonces, ¿quién es Gabriel?
—Otro...
Lucía lo miró fijamente mientras su pierna izquierda se movía sin parar debajo de la mesa.
No había dejado de moverla desde que se había sentado delante de él. Padecía síndrome de piernas inquietas.
—Bueno, eh... Iván. Se te acusa del asesinato del sargento Castillo —anunció, y sintió un nudo en el estómago al pronunciar su nombre—. ¿Lo entiendes?
—No he sido yo —repuso Gabriel mordiéndose el labio—. Yo no he hecho nada.
—Le recuerdo que, mientras no se demuestre lo contrario, mi cliente es un simple testigo en este asunto —intervino el abogado engominado sentado al lado de Schwartz.
Lucía observó al tipo rubio y luego al abogado, y acto seguido volvió a examinar el rostro del rubio. Sus ojos, exorbitados, como los de un niño, saltaban de un extremo a otro de la sala.
—Tus huellas dactilares están por todas partes, en el cadáver, en la cruz, en la escalera... En el arma del crimen. Y tienes la sangre de la víctima en tu ropa... —dijo Lucía.
—No he sido yo.
Parecía muy tímido. No tenía aspecto de asesino.
—Entonces, ¿quién ha sido?
—Ha sido Ricardo.
—¿Quién es Ricardo?
—Alguien muy malo...
—¿Ah, sí?
—Sí...
Lucía intentó obviar las manchas de sangre seca del mono naranja chillón y ahuyentar de su cabeza la imagen de Sergio desnudo y crucificado bajo la lluvia.
—¿Cómo sabes que ha sido él?
—Porque me lo ha dicho.
—¿Ricardo te ha dicho que él lo había matado?
—Teniente —intervino el abogado de oficio—, teniendo en cuenta el... estado de mi cliente, le pediría que no tome en consideración esta última observación.
—Eso me corresponde a mí decidirlo —replicó Lucía con contundencia—. Escucha, Gabriel...
—No me llamo Gabriel. Soy Iván.
Se llamaba Gabriel Schwartz. No debía de conseguir muchos «me gusta» en Tinder, pero sí aparecía muy a menudo en los archivos de la Guardia Civil: varias condenas por robos en tiendas, reventa de estupefacientes... Nunca había sido encarcelado, pero sí hospitalizado en varios centros psiquiátricos.
Siempre había vivido en casa de su madre. Tras la muerte de su progenitora en febrero de ese mismo año, ingresó en un psiquiátrico, aunque por poco tiempo.
Habían contactado con el psiquiatra que lo había tratado, que ya estaba en camino.
Lucía se levantó y fue a la sala de al lado, donde Arias, su colega, y Peña, su jefe, seguían el interrogatorio por un monitor. Le hizo una señal al primero.
—Te toca a ti.
—¿Tú te has tragado eso de la personalidad múltiple? —preguntó con escepticismo Arias—. Parece loco de remate, pero quizá está haciendo teatro.
El sargento Arias padecía estrabismo divergente. Con un ojo miraba de frente, pero el otro se le desviaba hacia fuera. Como la luz se le reflejaba de forma distinta en ambos ojos, su mirada adquiría un aura extraña que solía incomodar a los sospechosos. Arias lo sabía y se aprovechaba de ello. Lucía había observado que los resultados de sus interrogatorios eran sensiblemente superiores a la media.
El sargento negó con la cabeza, salió de la estancia y luego entró en la sala de paredes grises, alumbrada por un fluorescente excesivamente luminoso.
Lucía y Peña, el oficial al mando del equipo de Homicidios, Secuestros y Extorsiones de la UCO, lo observaban por el monitor.
Peña era un hombre de cincuenta y tres años, apariencia cuidada, pinta de buen padre de familia y un bonito bigote que trataba con esmero. Lucía lo tenía por uno de los mejores agentes en activo. Y conocía a unos cuantos... La Guardia Civil contaba con unos ochenta y cuatro mil agentes, y la UCO, que era en cierto modo su servicio central de policía judicial, tenía alrededor de cuatrocientos.
—Buenos días, Gabriel.
La voz sonó en los altavoces mientras en el monitor aparecía Arias sentándose delante del joven rubio.
—Vamos, señor agente —contestó una voz femenina, burlona y zalamera—. ¡Por favor! Se ve a la legua que no soy Gabriel.
En el monitor Gabriel Schwartz sonreía colocándose un mechón de pelo detrás de la oreja. Luego cruzó las piernas y puso las manos en las rodillas, con la espalda bien tiesa.
—¿Y cómo te llamas? —preguntó Arias, un tanto desconcertado.
—Soy Marta. Me gustan sus ojos, señor agente. Son... bonitos.
Lucía se quedó estupefacta ante el brutal cambio de fisionomía.
Era casi como estar viendo a una mujer.
—Pero ¿qué es este cachondeo? —exclamó Peña con irritación.
—Eh... Marta... ¿sabes por qué estás aquí? —se oyó decir a Arias.
—Ya ve que mi cliente no está en condiciones de responder a sus preguntas —protestó el joven letrado—. ¡Exijo que lo examine sin dilación un psiquiatra!
—Pues la verdad es que no tengo ni la menor idea de por qué estoy aquí —aseguró Gabriel, en su versión de Marta, haciendo caso omiso a su abogado—. Pero imagino que usted me lo dirá, señor agente.
—¡Joder! —murmuró Lucía con los nervios a flor de piel.
Apretaba tanto los dientes mirando el monitor que le dolía la mandíbula. Tampoco iban a pasarse horas con aquella comedia. Ella le habría hecho confesar sin contemplaciones.
—Estoy segura de que es un farsante —dijo en un susurro.
—Es posible —respondió Peña—, pero hasta que no hayamos hablado con su psiquiatra, debemos seguirle el juego, o si no cualquier picapleitos podrá machacarnos. ¿Alguien ha llamado ya al psiquiatra?
—Sí, está en camino. No tardará en llegar.
—¿Cuántos años tienes, Marta? —se oyó preguntar a Arias en los altavoces.
—¿Cuántos me echa usted? —contestó, coqueta, la pseudo-Marta.
—Marta, ¿sabes quién ha matado al sargento Castillo? —prosiguió Arias.
—Sí, ha sido Ricardo...
—¿Y conoces a Ricardo?
—Pues sí, por supuesto que lo conozco, todos lo conocemos... No es buena persona. Es malo. No me gusta. Me da miedo.
Lucía tuvo que reconocer que la convicción con la que «Marta» trazaba el retrato del supuesto Ricardo era bastante perturbadora.
—¿Puedes decirme algo más sobre él? —indicó Arias.
—No, no quiero...
—¿Por qué no?
—Me da miedo.
—¿Por qué te da miedo?
—Todos le tienen miedo.
—¿Tan malo es?
La expresión de angustia de Schwartz impresionó a Lucía.
—Este tipo me pone los pelos de punta... —comentó el capitán Peña a media voz.
La pilló por sorpresa ese comentario: su jefe no era de los que se asustan fácilmente. Era un tipo duro, de la vieja escuela, y había enfrentado a algunos de los delincuentes más peligrosos del país. Pero, por lo visto, los cambios de personalidad de Schwartz podían desestabilizar al más pintado.
—¿Sabes dónde está? —prosiguió Arias con suavidad en la otra sala.
Schwartz se retorció con desasosiego en la silla, con las facciones alteradas por tics nerviosos.
—¿Cómo voy a saberlo?
—¿Nunca te ha dicho dónde vivía?
El rubio se encogió de hombros.
—Pfff... Pues vive aquí, como todos los demás... —respondió Schwartz con la voz de Marta, dándose unos golpecitos en la sien con el índice—. ¿Dónde quiere que viva?
Lucía vio que Schwartz negaba enérgicamente con la cabeza, se mordía el labio y cerraba los ojos apretando con fuerza los párpados. Hasta que los abrió.
—Por favor, no nos haga daño...
—¿Cómo? —contestó, perplejo, el sargento Arias.
—No le diga nada a Ricardo, por favor, señor agente. Nos hará daño. Por favor... por favor... por favor...
«Mierda, ahora la voz de un niño... Hasta su cara parece más infantil. Esto es el colmo», pensó Lucía.
—Voy a tomar el relevo —le dijo a Peña.
Su jefe la miró a los ojos.
—¿Estás segura? No deberías implicarte tanto, Lucía... Ni siquiera debería dejarte participar en este interrogatorio, ya lo sabes. Estás demasiado afectada. Era tu compañero...
—Precisamente por eso.
Salió al pasillo, abrió la puerta de al lado y entró.
—Ya es suficiente —le dijo a Arias.
—¿Estás segura?
—¡Que te vayas, joder!
—Teniente... —intervino el abogado.
—Y usted cierre el pico.
Había hablado demasiado alto. Arias se levantó y se fue a toda prisa.
—Quedará constancia de esto, no le quepa duda —advirtió el abogado, rojo de indignación.
El niño en el que se había transformado Gabriel Schwartz la observaba con cara de sorpresa, como si la viera por primera vez.
—Quiero hablar con Marta —le dijo Lucía.
El rubio se irguió. La sonrisa empalagosa volvió a su cara. Miró a su alrededor, examinando el suelo, el techo y las paredes.
—¿Acaso ves a alguien más aquí, cariño? —dijo con voz meliflua.
Lucía volvió a ver el cuerpo desnudo y empapado de Sergio en la cruz. Los labios se le pusieron lívidos de rabia. Respiró hondo.
—Yo también conozco a Ricardo —declaró con tono desafiante—. Tú no eres la única que lo conoce, Marta...
La pseudo-Marta le asestó una mirada de desprecio.
—Pfff. Estás mintiendo. Tú no conoces a Ricardo.
—Claro que sí.
—¡No te creo! Tengo dolor de cabeza... ¿Tienen algo para el dolor de cabeza?
—No estás obligada a creerme. Pero lo conozco, te lo aseguro, y no es tan peligroso como dices.
Schwartz volvió a encogerse de hombros.
—Pfff. ¡Bobadas! Se nota que no lo conoces. Si no, no dirías eso...
—Ricardo se hace el duro, pero es un gallina.
Schwartz pestañeó con nerviosismo y miró con inquietud a su alrededor.
—¡Cállate! ¿Estás loca o qué? ¡Si te oye, vendrá!
—Pues que venga. Se lo diré a la cara. Pero no vendrá. ¿Y sabes por qué, Marta? Porque sólo se hace el fuerte con débiles como tú. Ese Ricardo es un cobarde.
—¡Cállate! Me duele la cabeza —gimió Marta—. Denme algo. Tengo un dolor de cabeza terrible...
A Lucía se le puso la piel de gallina. Schwartz parpadeaba sin parar, temblaba de pies a cabeza y movía los labios como si hablara consigo mismo, aunque no emitía sonido alguno. Lucía se irguió en el asiento.
—¿Marta? —dijo.
No obtuvo respuesta.
Echó un vistazo a la cámara. Si ese chalado intentaba algo, le daría un buen puñetazo, y la caballería acudiría en cuestión de segundos.
Schwartz había cerrado los ojos. Lucía lo escrutó. Su cara era una máscara de cera que no dejaba entrever la menor emoción. Era como si durmiera. De repente abrió los ojos y Lucía se sobresaltó. El destello de furor, seguido de un brillo durísimo, visceral, que advirtió en la orilla incandescente de su mirada, la obligó a erguirse un poco más en la silla.
—¿Sabes quién soy? —dijo una voz más grave y más profunda, cargada de desdén y arrogancia.
Lucía dudó un instante.
—¿Ricardo?
—¿Y tú quién eres? —preguntó la voz.
Lucía se había quedado estupefacta ante aquella transformación. No había cambiado sólo la voz y la mirada sino toda su persona. Parecía más alto y más fuerte. Y daba la impresión de ocupar más espacio.
—Por lo visto me estás llamando «cobarde»...
Lucía sintió, a su pesar, que el pulso de su carótida se aceleraba. El individuo con el que ahora se encaraba parecía capaz de cometer cualquier acto de violencia.
—Era para hacerte salir a la luz —respondió.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno... ya sabes, ese asunto de las personalidades...
Estaba pisando terreno pantanoso. El rubio, sacando pecho y con los músculos tensos bajo el mono, la miró con desprecio.
Lucía rezó para que el capitán no ordenara el fin prematuro del interrogatorio. Schwartz esbozó una sonrisa socarrona.
—Me tomas por un chalado, ¿no?
—No, lo que...
—Mi cliente debe ver a un psiquiatra de inmediato —insistió el abogado.
—Tú cierra el pico —lo cortó el pseudo-Ricardo—. Tú no sabes nada de nada, así que cierra el pico. ¿Me tomas por un chalado? —le repitió a Lucía.
—Aquí soy yo la que hace las preguntas —dijo ella mirándolo fijamente.
Schwartz entornó los ojos. Lucía podía percibir la densidad de su mirada. Luego siguió un silencio insoportable.
Y entonces, también de golpe, el rubio sonrió y se relajó, apoyando la espalda en el respaldo.
«Espera a que yo mueva ficha», se dijo Lucía.
—¿Has matado al sargento Castillo?
—¿Al tipo de la cruz? Sí, sí... Lo he matado yo... Menuda tormenta, ¿eh? Eso sí que ha sido un Lunes de Aguas... Bueno, lo he matado... sí y no.
Hablaba con total indiferencia. Lucía se contenía para no saltarle encima y descargarle un codazo.
—¿Sí o no?
—Es más complicado que eso —dijo el pseudo-Ricardo.
—A ver, explícate.
—No sé si quiero...
—No saldrás de aquí si no lo haces.
La rabia invadía los ojos de Schwartz. Hasta su cara parecía más ruda, menos delicada.
—Yo ni siquiera conocía a tu compañero. No lo había visto hasta hoy. Fue el otro quien me dijo que lo hiciera.
«Otro más», pensó ella reprimiendo un suspiro.
—El otro. Ya. ¿Otra de tus personalidades?
—No, no, el otro. Del exterior... No uno del interior. Alguien de fuera.
Lucía notó que se le erizaba el vello de la nuca.
—¿Y quién es ese «alguien de fuera»? —preguntó apoyándose en la mesa e inclinándose hacia él.
Silencio. De pronto «Ricardo» se inclinó hacia ella con tanto ímpetu que Lucía no saltó hacia atrás de puro milagro.
El abogado dio un respingo. Estaban separados por menos de cuarenta centímetros. «Demasiado cerca», se dijo Lucía. El capitán no tardaría en dar por concluido el interrogatorio. Y si no, lo haría el abogado, o el psiquiatra, si es que había llegado.
Debía darse prisa.
Veía los juegos de luz del fluorescente en los ojos del rubio. La oscuridad le invadía el iris como un vertido de petróleo en el mar. Lucía se sumergía en las tinieblas mientras los latidos de su corazón le retumbaban en el tímpano. Era como lanzarse al océano desde lo alto de un acantilado.
—¿Quién está «fuera»?
De nuevo, la sonrisa socarrona, afilada como la hoja de una navaja.
Con los ojos clavados en ella.
Lucía sabía lo que él veía porque su propia silueta se reflejaba en el espejo de sus pupilas: una mujer de treinta y pico años, delgada y vestida de negro de pies a cabeza. Vaqueros negros, camiseta negra, cazadora de cuero negro... Una cara bonita, resultado de la mezcla de genes de su ADN, rusos por parte de madre y españoles por parte de padre... Ojos castaño oscuro moteados de oro, pestañas largas y una melena negra y reluciente con un flequillo recto hasta las cejas, como si llevara una cortina en la frente.
Aun así, lo que el otro debería haber visto para comprender quién era ella realmente estaba oculto bajo la ropa. En su cuerpo. En su piel. Trece tatuajes: cráneos, rosas, alambradas, frases en cursiva, números romanos...
«Ricardo» se la comía con los ojos. Le hizo pensar en un camaleón acercándose a un insecto para engullirlo con su inmensa lengua. Justo entonces Schwartz se pasó la punta de la suya por los labios húmedos.
—¿Quién es ese «de fuera», Ricardo?
Schwartz le clavó otra mirada furibunda. El abogado había enmudecido, y Lucía percibía su inquietud.
—¿Cómo?
—¿Sabes cómo se llama?
Schwartz soltó una estruendosa carcajada y volvió a ponerse serio enseguida.
—Joder, ¿por quién me tomas? ¿Y quién te has creído que eres, señora policía? Yo no soy un chivato.
Se volvió hacia la cámara:
—¡Esta conversación se ha terminado! ¡Quiero otro abogado! ¡Y sáquenme a esta puta de delante antes de que la mate!
—¿Crees que se refería a alguna otra de sus personalidades? —preguntó Peña.
Lucía advirtió un brillo de sudor por encima de su bigote.
—No lo creo. Yo apostaría a que había otra persona con él.
—En la colina sólo hemos encontrado sus huellas... No había otras.
—Seguramente las habrá borrado la lluvia. De haber estado solo, habría hecho falta una fuerza descomunal para levantar a... Para levantar a Sergio hasta allá arriba.
—Yo diría que la... En fin, que la personalidad llamada Ricardo sería capaz —apuntó su jefe.
Lucía nunca lo había visto tan dubitativo.
—Según el pseudo-Ricardo —intervino Arias—, sería ese otro el que le habría dicho que lo hiciera. ¿Os lo creéis?
—Vamos, hombre —contestó Peña—. Sabéis tan bien como yo que los acusados siempre le cargan la culpa a otro. ¿En qué estaba trabajando Sergio últimamente?
¡Cómo si no lo supiera! Se ocupaban de veinte casos a la vez, pero el más importante era un ajuste de cuentas en Villaverde. Dos meses atrás un hombre había sido abatido dentro de su coche en un aparcamiento. Se sospechaba que detrás del crimen estaba uno de los hermanos Lozano, que controlaban gran parte del tráfico de drogas en Madrid.
—Los Lozano. Francamente, ¿creéis que tiene algún parecido con los sicarios de Lozano? —añadió Lucía señalando al rubio en el monitor.
—Quizá sólo pasó por allí en el momento más inoportuno. Igual simplemente está loco y se atribuye un crimen que no ha cometido —sugirió Arias.
—¿Y las manchas de sangre en la ropa?
—Habrá tocado el cuerpo... Se habrá subido a la escalera y habrá intentado descolgarlo... ¿Qué sé yo? No tenemos ninguna prueba contra él.
—Aparte de su confesión...
—La de «Ricardo» —puntualizó Peña—. No la de Gabriel Schwartz. Sus abogados van a disfrutar de lo lindo.
Lucía los miró a los dos.
—¿En serio? ¿De verdad os parece que esa puesta en escena tiene algo que ver con un ajuste de cuentas entre traficantes?
—No, no, claro que no... Pero es lo único que tenemos —reconoció Peña.
—La autopsia empieza dentro de una hora —dijo ella mirando el reloj.
—Arias, encárgate tú de eso —zanjó Peña—. Lucía, tú no puedes estar presente de ninguna manera, ¿me oyes?
Ella bajó la cabeza y recordó su primera autopsia. Era casi una niña por aquel entonces. Salió con flojera en las piernas y el corazón en la boca. Los miembros más veteranos del Departamento de Homicidios la llevaron al bar de enfrente del instituto forense... Pero no a tomar un café sino a comer un guiso de sangre encebollada. Era una tradición que afortunadamente había caído en el olvido. Echó un vistazo al rubio en la pantalla del monitor. Volvía a ser Gabriel Schwartz, o tal vez «Iván», un chico tímido y apocado. En todo caso, «Ricardo» se había esfumado. De nuevo tenía el aspecto de un niño desvalido.
Lucía pensó en otro niño desvalido. Una silueta alargada, encorvada, que le decía en voz baja: «No te preocupes, hermanita, todo saldrá bien.»
Se fue al lavabo. Olía a lejía. Como siempre, antes de bajarse los pantalones y la funda de la pesada Beretta 92 hasta los tobillos, examinó el suelo. Eso no se veía nunca en las películas: ¿qué hacía una mujer con su arma en el lavabo? ¿Y un hombre?
A veces pensaba que la H&K USP Compact habría sido más práctica que la Beretta, al menos por su peso, aunque tenía más metal que polímero. Después de limpiarse se subió las bragas, el pantalón y la funda con el arma. Tiró de la cadena. Se lavó las manos y salió. En la máquina del pasillo se compró una Coca-Cola Zero.
Se había secado el pelo con una toalla, pero aún lo tenía húmedo. Nada más llegar se había cambiado la camiseta y los vaqueros —siempre tenía una muda de reserva en su despacho—, y también había lavado sus Converse llenas de barro.
—He llamado a la plaza de Castilla —dijo Peña cuando Lucía regresó—. Un equipo va a registrar el domicilio de Schwartz.
—¿Quién era el juez de turno?
—Álamo... Hemos tenido suerte. De todas formas, con lo que tenemos tampoco habrían podido negarnos la orden.
Lucía se limitó a asentir. La plaza de Castilla, con sus dos torres con forma de paralelepípedo inclinadas la una hacia la otra como dos luchadores de sumo listos para el combate, y sus juzgados... Si bien las relaciones entre la policía y el Ministerio Fiscal eran por lo general fluidas en la periferia, la situación era muy distinta en Madrid, donde los magistrados solían tener una actitud de desconfianza, incluso de hostilidad, hacia las fuerzas del orden. Lucía había perdido la cuenta de la cantidad de veces que un tipo con corbata o una jueza con traje de marca la habían mirado por encima del hombro y tratado con desdén por el simple hecho de ser una mujer menuda —que además no aparentaba la edad que tenía— con placa y pistola en la cadera.
Le habría gustado ponerlos en su sitio y explicarles que su oficio ya era bastante complicado como para ser enemigos; que deberían ser aliados y luchar juntos contra los desalmados que campaban a sus anchas por la ciudad. Sin embargo, no podía hacerlo, claro, y pese a que en la UCO tenía fama de mal carácter, siempre se había contenido, como todos los que acudían a solicitar una orden judicial. No tenían más remedio que agachar la cabeza ante un poder superior.
Oyeron pasos fuera y salieron al pasillo. Por el largo corredor de paredes amarillas con aspecto de hospital se acercaba un hombrecillo con abrigo y sombrero de fieltro. Estaba empapado. Les tendió la mano y se presentó: Dámaso Ferrater, psiquiatra.
—Buenas noches, doctor —lo saludó Peña—. Gracias por haber venido tan deprisa.
El abrigo le goteaba.
—¿Está ahí? —preguntó Ferrater con inquietud.
El capitán le mostró por el monitor el cuarto sin ventanas donde Schwartz seguía postrado mientras su abogado le hablaba. El psiquiatra lo miró como un padre a su hijo, y Lucía pensó que a veces ella miraba igual a su hermano Rafael.
—Este tipo es increíble —comentó el capitán, como si hablara de un artista—. Nunca había visto nada igual.
Con el sombrero en una mano, el psiquiatra se tiró de la perilla con la otra. Se notaba que se teñía la barba y el pelo. Todo en él irradiaba suavidad, delicadeza y humanidad. Lucía captó un atisbo de preocupación en sus ojos.
—¿Se ha manifestado «Ricardo»?
Se detuvieron y aguzaron el oído.
Estaban sumidos en la oscuridad casi completa que reinaba en lo alto de las escaleras. No se oía ni un ruido, aparte del rumor de coches que subía de la carrera de San Jerónimo. El hueco de la escalera estaba oscuro. En el exterior el aire nocturno era como una burbuja de luz sobre las fachadas, que reflejaban el desfile incesante de los faros en las calles del centro. Allí, en cambio, estaban a oscuras: alguien había desenroscado la última bombilla, o bien se había fundido... El único punto de luz provenía de una claraboya piramidal en lo alto de la escalera, a través de la que se vislumbraba el resplandor sangriento de la ciudad.
Era un edificio de seis plantas de finales del siglo XIX. Escalera helicoidal de mármol, moqueta raída, pesadas puertas en los rellanos. Sin duda, detrás de esas puertas se escondían interiores de techos altos, llenos de muebles aparatosos, cortinas gruesas, silencio y aburrimiento. Desde algún lugar llegaba el eco de un televisor.
—Jesús, podrían haber puesto un ascensor... —gimió el cerrajero al llegar al rellano.
—Cierre la boca y abra esa puerta —le ordenó Arias.
El tipo, extremadamente gordo, le lanzó una mirada sombría. Luego se inclinó sobre su caja metálica y la revolvió con estrépito antes de sacar varias herramientas.
—Maldita sea, ¿no podría armar menos jaleo? —murmuró Arias.
—Joder —gruñó el cerrajero.
—Calmémonos un poco —terció el hombre de traje gris y corbata que los acompañaba.
Era el abogado de la Administración de Justicia, un funcionario del ministerio cuya presencia era obligatoria para cualquier registro y que tenía tantas ganas de estar allí como ellos de aguantarlo.
En cuanto oyeron el clic de la cerradura, los agentes levantaron el cañón de las armas: por teléfono les habían informado de la posibilidad de que hubiera un cómplice. Esperaron a que el cerrajero guardara las herramientas y se marchara refunfuñando —otro más que a partir de ahora tendría ojeriza a la Guardia Civil—, y en cuanto franquearon el umbral todos dieron un respingo: les llegó un olor repugnante del interior.
Un olor a moho, carne podrida, fregadero atascado y comida caducada, y también a tierra, talco, cera, sudor... Arias, que había sido el primero en entrar, se subió el cuello del jersey hasta la nariz para combatir el nauseabundo olor con su propia huella olfativa.
—Rubén, ¿no tendrás tu frasco de colonia por ahí, verdad? —preguntó el sargento.
El comentario provocó unas cuantas risitas nerviosas, ya que el tal Rubén era famoso por perfumarse con excesiva generosidad antes de ir al trabajo. Entraron uno detrás de otro y buscaron el interruptor. El pasillo se iluminó levemente con una luz azulada, vacilante, casi mortecina...
Todos pegaron un brinco al notar que algo les rozaba los tobillos y un grito agudo les perforaba los tímpanos.
—¡Hostia! —gritó uno de ellos.
Eran gatos. Al instante se formó un concierto de maullidos y bufidos, orquestado por una docena de gatos de todas las razas y colores —negros, atigrados, siameses, de Angora— que salían disparados hacia la escalera o se escondían en el piso, tropezando en precip