1
Cuando comenzó su purgatorio, Amala estaba sentada en el autobús que se alejaba de Cremona. Más allá de la ventanilla, se alternaban grupos de casas de una o dos plantas y campos de maíz que había crecido más de lo habitual por el calor exagerado de todo el mes de septiembre. En el autobús, la gente se asfixiaba, aunque la mayoría de los estudiantes que lo abarrotaban se habían ido bajando en las paradas precedentes.
Ahora la carretera provincial cruzaría un par de pedanías más, cada vez más pequeñas y alejadas entre sí, y después de otros campos llegarían a Città del Fiume, que, a pesar de su nombre, era en realidad una aldea medieval de trescientas almas con edificios de ladrillo rojo y patios comunicados. La familia de Amala (que se pronunciaba con el acento en la segunda a), sin embargo, se había decantado por una casa aún más aislada, en un bosquecillo a un kilómetro del centro. A Amala no le gustaba nada vivir en el campo, y mucho menos no poder explicárselo a sus amigos. Si les contaba que había encontrado un ratón muerto en el armario o que una rana había obstruido el desagüe en uno de los lavabos (no una, sino varias veces), la trataban de niña mimada.
Cuando uno tiene unos padres famosos (aunque, en definitiva, tampoco eran tan famosos), todo el mundo piensa que también son ricos. En cambio, su madre no había publicado un libro desde hacía cinco años y su padre seguía perdiendo trabajos porque jugaba a ser un artista en vez de un arquitecto, con cincuenta años cumplidos, lo que hacía que Amala lo considerase muy cringe. Amala se bajó en la única parada de Città, dando un salto para evitar un socavón. El cielo seguía cambiando de color, atravesado por nubes claras y secas. Era una suerte, porque con la lluvia su casa se volvía fría y húmeda. En los años treinta, cuando fue diseñada (por alguien a quien su padre llamaba con orgullo un «arquitecto herético»), aún no estaba muy claro cómo funcionaba el aislamiento térmico. Y también la forma era ridícula, en su opinión, hasta el punto de que en vez de villa Cavalcante, como la había rebautizado su padre, todo el mundo la llamaba la «Plancha».
Con Måneskin en sus AirPods, Amala pasó por los soportales de la plazoleta, cruzó por un pequeño puente de piedra y enfiló la pista de tierra que llevaba a su casa. Había también una carretera asfaltada que daba una larga vuelta hasta la «Plancha», pero cuando hacía buen tiempo Amala nunca iba por ahí.
La fresca brisa olía a trigo y a manzanilla, y también a esa especie de arándano silvestre y venenoso que apestaba a pies. Justo en el cruce con la pista de tierra, apoyado en el portón trasero de una furgoneta blanca inmaculada había un tipo que fumaba un cigarrillo, con cara de fastidio. Era grande y gordo, y llevaba las canas formando una coleta en la nuca, gafas oscuras y mascarilla. Amala imaginó que tenía más de sesenta años, aunque era imposible determinarlo con certeza.
Con cuidado se aferró a uno de los postes de la luz, hizo una media pirueta y saltó al otro lado de la pista. Mientras maniobraba, miró un momento al hombre directamente a la cara y le llamó la atención la palidez de la escasa porción de su rostro que permanecía al descubierto.
Aceleró para dejarlo a su espalda, siguiendo el sendero entre los campos de alfalfa recién segados, con las últimas pacas de heno listas para ser recolectadas. Se desplazó hacia un lado para ceder el paso a una ruidosa y lentísima grada mecánica, y aprovechó para echar un vistazo al cruce: la furgoneta había desaparecido, el hombre también, y Amala se sintió irracionalmente aliviada. Subió el volumen de la música y recorrió los pocos cientos de metros hasta la propiedad de su familia, que se perfilaba tras los cipreses.
Eran unas diez hectáreas, delimitadas por muretes y vallas suavizadas por el aligustre y, en la parte posterior, la que daba al campo, se abría un portón eléctrico. Amala sacó el manojo de llaves de su mochila, pero al introducir una en la cerradura de la puerta, la llave se atascó a la mitad. No se movía ni hacia dentro ni hacia fuera, así que después de unos cuantos intentos, pulsó el botón del interfono. Las luces de la cámara no se encendieron.
En agosto se habían dado varios apagones debido a que los aires acondicionados estaban funcionando todo el tiempo, y Amala pensó que tal vez se había producido uno más. Quitó la música de su móvil y buscó el número de su madre, esperando que respondiera a la llamada a pesar del trance creativo.
Fue en ese momento cuando una sombra la cubrió y Amala se dio cuenta de que ya no estaba sola.
2
Pasó una hora antes de que Sunday se percatara de que Amala estaba tardando demasiado en regresar. Por regla general volvía corriendo a casa, hambrienta como un lobo, pero también podía ocurrir que se detuviera a charlar con algún amigo y perdiera la noción del tiempo. Sunday le envió un mensaje, luego retomó la escritura de un texto por encargo que no debería haber aceptado. Era una reseña para el New Yorker de una novela que no le había gustado, pero que no quería machacar por un motivo personal, aunque tampoco alabar en exceso. Entre los lectores habituales de la revista, aparte del núcleo duro de la upper class neoyorquina un poco âgée, se encontraban todos los críticos más influyentes y un montón de compañeros que no le iban a perdonar que su estilo decayera. Especialmente después de los años de la pandemia, que la habían aislado de Estados Unidos y de los reading.
Cuando levantó la vista de la pantalla del ordenador habían pasado otros cuarenta y cinco minutos. Y su hija no había respondido al mensaje. Sunday intentó llamarla y solo pudo oír la concisa voz de «está apagado o fuera de cobertura». No se asustó, no de inmediato, solo sintió la familiar opresión en el estómago que experimentaba cada vez que se daba cuenta de que la sangre de su sangre ya no era un mero apéndice de ella, sino un ser pensante que iba por el mundo. Como ella, al fin y al cabo. De etnia yoruba, se había casado con Tancredi veinte años antes, en Nueva York, adonde su familia se había mudado; a pesar del tiempo transcurrido, nunca habían estado realmente unidos.
Esas mismas calles estrechas que ella recorría con total tranquilidad incluso a oscuras se erizaban de peligros y se preñaban de presagios si se imaginaba a su hija allí. Cuando vio a Amala caminar por primera vez a los diez meses, Sunday se volvió febrilmente consciente de hasta qué punto la casa era en realidad una trampa mortal. La muñequita podía caerse por las escaleras y romperse el cuello, ahogarse en la bañera, electrocutarse. Y, a medida que crecía, los peligros aumentaban proporcionalmente a su independencia. Cada paso que daba alejándose de ella, desde su mirada vigilante de mamá tigresa, de mamá halcón, era un paso hacia posibles accidentes que Sunday era capaz de imaginarse hasta en los más mínimos detalles. Le habría gustado aplanar el mundo para su hija, hacerlo suave, rosado, con aroma a algodón de azúcar e inofensivo. Pero no era posible, y había aprendido a mantener sus preocupaciones bajo control. Ahora esa sensación de control se tambaleaba un poco: Amala se había detenido sin lugar a dudas en algún sitio para pasárselo bien.
Se puso los zapatos, salió al jardín y dio la vuelta hasta la parte de atrás. Hasta donde podía vislumbrar, no le pareció ver la figura de su hija acercándose. Fue otro tambaleo, y esta vez casi la hizo sentir náuseas. Mientras intentaba llamarla de nuevo se subió al coche eléctrico de dos plazas que utilizaban para los desplazamientos cortos y fue en dirección a la parada de autobús. En ese mismo momento se estaba acercando uno, y se detuvo a mirar. Ya verás como viene en este, se dijo. Ya verás como no subió inmediatamente cuando…
El autobús volvió a ponerse en marcha. No se había bajado nadie.
Sunday sintió que le sudaban las manos, y su estómago ahora sí que le dolía de verdad. A paso de hombre se dirigió a su casa por el centro de Città del Fiume, luego dio la vuelta y enfiló la pista de tierra, dando sacudidas en cada bache. No era el coche más adecuado, pero no le importaba. Lo aparcó ante la valla y se bajó para buscarla a pie, y fue entonces cuando vio el llavero de Amala colgando de la cerradura de la verja.
3
Amala comenzó a despertarse lentamente. Tenía el cuerpo de goma y veía nubes de luz detrás de los párpados, pero se dio cuenta de que estaba sobre un suelo duro, con protuberancias que se le clavaban en la espalda. Intentó moverse y todo se derritió de nuevo. El color le llegó en oleadas que la sepultaban. Le recordó la vez que probó la ketamina y casi se desmaya. Antes de que la presión se le cayera a los pies experimentó algo similar, pero mil veces menos intenso. Y menos agradable. Ahora se sentía relajada, en paz.
Cuando la corriente de color retrocedió de nuevo, Amala sintió que el suelo vibraba y se sacudía, por encima un sonido sombrío que parecía…
Un motor.
¿Se había quedado dormida en el autobús? No, ella se había bajado y…
Se perdió de nuevo y se despertó con un ruido de plástico en los oídos. Lo oyó de nuevo, plástico húmedo y pegajoso que era rasgado desde el exterior. Se percató de que estaba echada en la parte trasera de una furgoneta, con una manta como aislante. La oscuridad era total.
Ahora era capaz de seguir el hilo de sus pensamientos, aunque se movían muy muy lentamente. No tenía miedo, y estaba demasiado cómoda para intentar levantarse. La mejor cama en la que hubiera dormido nunca no había sido tan suave.
Pero yo no debería estar aquí.
Buscó el móvil con los brazos, que parecían ir a su aire, pero no lo encontró. Ni siquiera lo tenía cerca. La frustración le produjo una pequeña sacudida.
El hombre me lo quitó.
¿Qué hombre? Confusamente vio una cara blanca detrás de unas gafas oscuras y una de esas mascarillas azules. ¿Dónde lo había conocido?
Estaba cerca de su furgoneta, se acordó. Pero lo había visto también después.
Ella estaba entrando en casa y…
Y llegó. Se acercó a ella…
Por mucho que lo intentara, no podía recordar nada más. Y ahora estaba en una furgoneta.
Su furgoneta.
La furgoneta blanca.
Me ha secuestrado.
Ahora que había logrado concluir el razonamiento, le pareció increíble no haberlo pensado antes. Un pequeño flujo de adrenalina hizo un agujero en la nube de felicidad y se fue ensanchando con rapidez para mostrarle lo que había al otro lado.
Secuestrada.
La mezcla de ansiedad y excitación la dejó sin aliento y la hizo estar aún más lúcida. Lo que fuera que ese hombre le hubiera dado, ahora estaban desapareciendo sus efectos. Era una prisionera, tenía que escapar antes de que volviera.
Entonces la fulminó la idea de que tal vez ese tipo le había hecho algo mientras dormía. Algo asqueroso. Se palpó las braguitas bajo los vaqueros. Todo parecía en orden.
—No tengas miedo —le había dicho, acercándose a ella—. No grites.
Los restos de la nube rosa se desvanecieron y su corazón comenzó a latir a mil por hora.
Con los dedos que ahora ya volvían a funcionarle, buscó de nuevo en sus bolsillos. El hombre le había quitado el móvil, pero le había dejado la llave de la bici, y el llavero tenía una minilinterna que utilizaba para abrir la cadena por la noche. La probó y el tenue rayo verde le pareció muy luminoso después de aquellos minutos —¿o aquellas horas?— de oscuridad.
La furgoneta estaba vacía, y tenía las paredes forradas con láminas de plástico fijadas con cinta adhesiva. Cambió de posición y apuntó el rayo hacia el fondo. También el portón estaba recubierto de plástico y solo se veía la manija de metal. Estaba a poco más de un metro de sus pies, pero encontrar el llavero había consumido todas sus energías.
Con desesperación, se aferró a la manta y se puso a cuatro patas, tras lo que fue arrastrándose hacia el portón trasero. Chocó contra él empapada en sudor, aferró la manija, pero la mano le resbaló y la uña del dedo índice se le torció hacia atrás. El dolor fue una puñalada, pero Amala no gritó. Esperó a que la pulsación del dedo bajara a un nivel casi soportable, luego volvió a aferrar la manija con la otra mano. Empezó a levantarla, pero se atascó y se le escapó de la mano.
Había alguien al otro lado que estaba abriendo.
Presa del pánico, retrocedió impulsándose sobre sus talones, dejando caer la minilinterna y acurrucándose contra el fondo. La furgoneta se inclinó ligeramente hacia la grieta de luz que había penetrado en el compartimento mientras una silueta oscura entraba y volvía a cerrar el portón, volviendo a ser una sombra entre las sombras.
—¿Quién es usted…? —balbució Amala—. ¿Qué quiere hacerme…?
La silueta oscura se convirtió en carne y respiración. La aplastó contra el suelo.
—Shhh —soltó.
Nadie sabe realmente cómo va a reaccionar ante el peligro, a menos que se haya puesto a prueba docenas de veces. Amala se había encontrado a menudo gritándoles a los personajes de las series televisivas cuando se quedaban como estatuas ante el peligro que huyeran o que se defendieran. «Huye, tonta», «¡Dale una patada en los huevos!». A ella, sin embargo, la violencia no se le daba nada bien, ni siquiera le había tirado nunca de los pelos a una compañera de clase y no había hecho ninguno de los cursos de defensa personal que su madre le había propuesto hasta el agotamiento. Por eso, que se pusiera a girar los brazos con los dedos en forma de garra no fue una elección racional, y fue pura casualidad que acertara a darle en la oreja al hombre, quien soltó un grito de dolor antes de aplastarla de nuevo bajo su peso.
—Basta ya —le dijo con una voz extrañamente aguda para su tamaño. La manaza del hombre le aferró la cara. Amala intentó morderla, pero sintió un pinchazo en el cuello y volvió a apagarse.
4
Tres horas después de la desaparición de Amala, Sunday y su marido Tancredi, que había regresado a toda prisa, presentaron una denuncia por desaparición ante los carabinieri locales. Amala era menor de edad, el testimonio de sus padres parecía creíble y la denuncia fue aceptada y enviada con urgencia a la Fiscalía, que a su vez trasladó la alerta a una serie de entidades que iban desde los carabinieri hasta los voluntarios de la Cruz Roja, pasando por el Teléfono Azul de protección a la infancia y juventud, y el ejército.
A la hora de la cena, un centenar de personas ya peinaban los alrededores de Città del Fiume, mientras la Unidad Operativa recababa información entre profesores y amigos de la chica. A lo largo de la noche, el vestíbulo de la villa vio pasar a decenas de personas, entre conocidos y fuerzas del orden, mientras los teléfonos móviles no paraban de sonar y un helicóptero sobrevolaba la zona a baja altura; pero todo fue inútil, no hallaron ningún rastro de la chica. Todas las agencias de noticias importantes cubrieron la noticia, porque Sunday y Tancredi eran conocidos en medio mundo. Se negaron a conceder entrevistas, pero Sunday aceptó grabar un llamamiento para el telediario del día siguiente. «Por favor, si alguien tiene noticias de mi hija…», etcétera.
Francesca Cavalcante llegó a medianoche a bordo de su Tesla.
Era la hermana de Tancredi y abogada de la familia, una mujer elegante de unos sesenta años, con un cuello estilo Modigliani. Había pasado las horas anteriores al teléfono, con todos sus conocidos en las distintas fiscalías, instándolos a investigar de forma obstinada. Cuando se enfadaba, le brotaba un acento british: había trabajado y vivido en Londres hasta el año anterior.
La carretera que llevaba a la villa permanecía bloqueada por los coches de servicio y las unidades móviles de las televisiones, y Francesca recorrió el camino largo para llegar a la puerta trasera, la que Amala tendría que haber cruzado unas horas antes. Ahora un grupo de hombres con monos blancos hacían fotografías. Para ella, esa escena fue un puñetazo en el estómago: hacía que todo pareciera demasiado real.
El sendero peatonal estaba cerrado por la cinta bicolor que se extendía hasta la puerta del porche, entraba en la casa y luego subía hasta la habitación de Amala. Francesca aparcó donde le indicó un carabiniere, luego entró por la cocina y, siguiendo las voces, llegó a la sala de estar. Abrazó a su cuñada, vencida y anquilosada por el Lorazepam, luego fue directa al grano.
—¿Ha llegado ya el ayudante del fiscal?
—Sí, es Claudio. Nos está esperando allí —dijo Sunday.
Claudio Metalli, viejo amigo de la familia y compañero de estudios de Francesca, era lo mejor que podía haberles pasado. Alto y calvo, con una corbata de Marinella, estaba sentado a la mesa de teca de la sala que ocupaba casi toda la planta baja, y se levantó para abrazarla.
—Hola, Francesca —le dijo.
—Gracias por venir enseguida.
—Faltaría más.
Francesca se sentó junto a su cuñada.
—Veamos —comenzó Metalli—, que quede claro que, si no nos conociéramos de toda la vida, no me arriesgaría a adelantaros nada. Pero sé que no vais a ir por ahí contándolo, porque sabéis que comprometerías la investigación.
—Vamos, Claudio…, no te enrolles…, por favor —dijo Tancredi.
—Pues vamos a ello… La ruta de Amala ha sido reconstruida. El quiosquero de la plazoleta la vio bajar del autobús procedente de Cremona a las 13.45 horas. No tiene ninguna duda. Y dijo que enfiló la pista de tierra tras cruzar el pequeño puente que ahora están inspeccionando los agentes de la policía científica. También ha dicho que, en ese momento, aparcada en el cruce había una furgoneta Ducato con carrocería blanca, y que la conducía un hombre de gran estatura al que no había visto antes. Otros testigos han confirmado que la furgoneta se alejó minutos después.
Hubo un momento de silencio mientras los demás digerían la noticia.
—Lo sabía, sabía que alguien se la había llevado. Lo sabía —murmuró Tancredi.
—Espera, espera —dijo de inmediato el ayudante del fiscal—. Estamos investigando a ese hombre y buscando la furgoneta, pero por ahora podría tratarse de una mera coincidencia.
—¿Tenemos una descripción? —preguntó Francesca.
—Bastante genérica, por desgracia. Alto y corpulento, con coleta canosa en la nuca, como un viejo hippie, vamos. El hecho de que nadie de entre quienes lo vieron lo reconociera es lo que ha llamado la atención de la Brigada Móvil, porque aquí os conocéis todos un poco, al menos de vista.
—Tal vez se le vea en las grabaciones de nuestras cámaras —dijo Sunday.
—Ya lo hemos comprobado. La cámara de la puerta ha sido manipulada. Las otras no grabaron nada.
Francesca constató que el secuestrador no se había movido al azar, conocía los horarios y la ruta de su sobrina.
—Un loco —murmuró Sunday al borde de las lágrimas—. A saber adónde la habrá llevado…
—En este momento sus propósitos nos resultan desconocidos —dijo Claudio—. Puede que quiera un rescate, y entonces pronto se pondrá en contacto con vosotros. O puede ser un perturbado que cree que es su hija…
Metalli había pasado por alto la hipótesis más probable, pero Sunday no cayó en la trampa.
—O un delincuente sexual —dijo—. Un perturbado que quiere… abusar de mi hija. —Y rompió a llorar.
—Lo encontraremos, Sunday. Si realmente ha sido ese hombre el que se ha llevado a tu hija, lo encontraremos pronto.
—Quizá no lo bastante —dijo ella entre sollozos.
5
Amala no sabía cuánto tiempo llevaba dando vueltas mientras soñaba, pero abrió de golpe los ojos y descubrió que estaba tumbada en una cama en una pequeña habitación completamente pintada de blanco. Las luces le hacían daño en los ojos. Un hombre calvo la miraba por encima de la mascarilla.
—¿Cómo estás? —le preguntó—. ¿Tienes náuseas?
Amala intentó moverse, pero no pudo, estaba aprisionada entre las sábanas.
—Qué… —murmuró con voz ronca. Tenía la garganta acartonada—. Dónde… —¿Estaba en el hospital? ¿Qué le había pasado?
El médico le dio una palmadita.
—Sé que te sientes rara. Pero no te preocupes, es normal. Es la preanestesia.
¿Anestesia?
—¿Estoy herida?
—Es solo una operación rutinaria.
—¿Operación?
El médico se levantó y empujó hacia ella un carrito de supermercado que tenía un cilindro sujeto con cinta adhesiva. Llevaba una bata prácticamente hecha pedazos y unida por costuras irregulares.
¿A qué hospital me trajeron?
La habitación también era muy pequeña, poco más que un armario, y la lámpara que colgaba sobre ella era un foco fijado con cinta. Amala intentó moverse de nuevo y esta vez se dio cuenta de que no era la ropa de cama lo que la mantenía inmovilizada, sino algo que le apretaba las muñecas y los tobillos.
El médico cogió una mascarilla de goma pegada al cilindro mediante un tubo corrugado.
—Respira profundamente, no sentirás nada —dijo, volviéndose hacia ella.
—No… Espere.
—Vamos, sé una buena chica —dijo él, sonriendo bajo la mascarilla.
Amala notó que el hombro izquierdo del hombre estaba manchado de sangre. Goteaba de su oreja, cubierta por una gran tirita cuadrada. Él siguió su mirada.
—Tienes unas bonitas uñas, eh. Me parece que las cortaremos. Suerte que llevaba la máscara de goma con la peluca.
Amala lo recordaba todo. El autobús. La furgoneta. La cara blanca. La puerta.
—Eres tú… —dijo Amala—. Eres tú… —. Presa del pánico, intentó liberarse, pero el hombre la sujetó y le puso la pegajosa y maloliente mascarilla. Contuvo desesperadamente la respiración, temblando por el esfuerzo, hasta que se vio obligada a inhalar el gas.
El hombre esperó a que la chica se durmiera profundamente, luego desató las correas de sujeción y la puso de lado, antes de cortar la camiseta por la espalda hasta descubrir los omóplatos. Con un rotulador dibujó un círculo junto a la clavícula izquierda, luego cogió el taladro quirúrgico y comenzó su trabajo.
6
Francesca acompañó a Metalli hasta el coche y aprovechó la circunstancia para hablar con él en privado.
—Cuando una chica de su edad desaparece, se trata casi siempre de un delito sexual —dijo.
Él la tomó del brazo. Aunque era más de medianoche, el aire seguía siendo cálido.
—Es inútil pensar en lo peor. Y, de todos modos, los delitos sexuales que mencionas casi siempre los llevan a cabo personas que conocen a la víctima. Estamos hablando con todos sus amigos y sus profesores. Si alguno de ellos está implicado, pronto lo descubriremos. Pero, ya que hablamos confidencialmente, ¿tú crees que Amala se veía con algún adulto a escondidas de sus padres?
—Imposible.
—Si eres capaz de entender lo que tienen las adolescentes en la cabeza, te dejaré hablar con mi hija, porque yo soy incapaz de hacerlo.
—No sé qué hay dentro de la cabeza de Amala, pero sé quién es. Si hubiera tenido algún problema con un adulto, lo habría dicho.
Claudio la besó en la mejilla.
—Ya verás como todo saldrá bien —le dijo mientras subía al coche—. Ve y descansa un poco, lo necesitas.
Francesca no respondió. Cuando regresó a casa, Sunday estaba tumbada en el sofá del salón, con un brazo sobre los ojos, Tancredi estaba sentado en una butaca, mirando al vacío. Francesca preparó una infusión, moviéndose azorada por la cocina, que conocía poco. Llevó la tetera a la sala y aprovechó para limpiar algunos desperdicios.
—¿Va a venir la asistenta mañana por la mañana?
Sunday habló mientras mantenía los ojos cerrados.
—Le dije que se quedara en casa. También se lo dije al jardinero.
—No pensarás que tienen algo que ver…
—No. Llevan diez años con nosotros y me fío de ellos. Pero no tengo ganas de ver a más extraños por casa ahora. He de hacer un esfuerzo para ser amable, cuando solo tengo ganas de gritar.
Sunday fingió beber un poco de infusión y luego se fue a su cuarto.
—Se siente culpable porque no fue a buscarla a la parada —dijo Tancredi.
—Me lo imagino.
—Estaba escribiendo uno de sus artículos de mierda.
—No es culpa suya, no la tomes con ella.
Tancredi suspiró.
—Estoy aterrado, Fran. Soy incapaz de no pensar que ahora mismo le está haciendo quién sabe qué…
—Estamos esperando la petición de rescate.
Él negó con la cabeza.
—Vamos al estudio a tomar algo más fuerte.
Francesca lo siguió al estudio, que era una habitación hexagonal con paredes de madera clara. En las mesas largas había impresoras de plóter con el diseño de una dormeuse con forma de estrella de mar. A través de las cristaleras podían verse las linternas de los equipos de búsqueda que peinaban los campos como las luciérnagas. Tancredi cogió una ginebra del minibar, se sirvió una generosa dosis y se sentó en la silla ergonómica.
—¿Hay algo que yo no sepa? —preguntó Francesca, viéndolo indeciso.
Tancredi suspiró.
—No creo que se trate de un secuestro por dinero.
—¿Por qué?
—Porque no lo tengo. Mis clientes eran casi todos rusos, y con la guerra de Ucrania ya no puedo trabajar con ellos. A uno de estos oligarcas le congelaron todos sus activos antes de que me pagara. Una locura…
—Lo siento, Tan. Pero llevas trabajando toda tu vida. ¿No has ahorrado nada?
—Esta casa es un pozo sin fondo de dinero. Y no guardamos mucho cuando el trabajo iba bien. Los viajes, el caballo, las pollas en vinagre… ¿Me entiendes? Tal vez alguien realmente me la tiene jurada y quiere hacerme daño, pero seguro que no le importa el dinero, o no es un profesional y no sabe con quién está tratando. A lo mejor te la tiene jurada a ti.
—¿A mí?
—Eres una abogada importante. No tienes hijos ni familiares, aparte de nosotros. Tal vez alguien quiera vengarse porque te hiciste con su empresa en nombre de algún emir.
—Yo trabajo con gente de negocios, no con la mafia.
—Como si hubiera tanta diferencia…
Francesca no tenía ningún deseo de empezar la discusión habitual. Además, tenía mucho sueño.
—¿Te parece bien que me quede en la habitación de invitados?
—Claro. Yo no creo que pueda dormir.
Tampoco pudo hacerlo ella, que permaneció con los ojos como platos esperando el amanecer, sobresaltándose con cada ruido y cada luz intermitente que se reflejaba en el cristal. Cada instante podía ser el bueno para que llegara algún carabiniere con la gorra en la mano y notificara que habían encontrado el cuerpo de su sobrina en una zanja o en el maletero de un coche. Por desgracia, hemos llegado demasiado tarde…
Al amanecer dejó de intentar dormir, se duchó, se despidió de su hermano, a quien encontró donde lo había dejado, aunque mucho más borracho, y se fue a Cremona, a su despacho.
Estaba en un edificio del centro histórico, detrás del Baptisterio: quinientos metros cuadrados del siglo XVIII restaurados, con pinturas y estucos, bajorrelieves, cuadros, decoraciones con grutescos y unos treinta colaboradores. El único espacio que no pertenecía a su familia era el elegante y pequeño restaurante situado en los antiguos establos: se llenaba a la hora de comer de clientes y abogados, que llegaban hasta allí cruzando el jardín interior situado bajo su ventana. Su despacho estaba en el antiguo dormitorio principal, con una gigantesca chimenea de mármol que su padre encendía en Navidad y que ella había hecho tapiar. El resto de la decoración había cambiado por completo, y donde una vez había estado el cuadro de su bisabuelo cazando, ahora colgaba uno de Chirico.
El bufete se fue llenando de trajes de colores sobrios y de saludos: las noticias sobre Amala habían circulado y Francesca recibió las visitas solidarias de empleados y abogados, que ella aceptó fingiendo que la complacían. Entre estos estaba el único al que Francesca quería ver, Samuele, un pasante al que llevaba observando desde hacía un tiempo.
—Me he enterado de que…
—Gracias —lo interrumpió ella—. Por lo menos tú me lo vas a ahorrar.
—Ah, sí, por supuesto. Todo el mundo está llamando por teléfono, buscándola, sobre todo los periodistas.
—Ya sabes adónde enviarlos, ¿no?
—Por supuesto, abogada, pero sería buena idea ir preparando un comunicado de prensa. —Samuele era regordete, llevaba gafas redondas y era reflexivo, lo que le había permitido no perder la cabeza tras un año y medio de prácticas.
Francesca resopló:
—Ocúpate tú de ello, y luego yo lo corrijo. Y ya te lo he dicho: abogada me da repelús. Sé que ahora es políticamente correcto, pero soy de la vieja escuela.
—Lo siento, es que si no lo hago con las demás, me estrangulan, abogado.[1] Entonces voy a ir a preparar el comunicado.
—Espera. Necesito una cosa más, una búsqueda en el archivo.
Samuele se quitó las gafas y empezó a limpiarlas con un paño color amaranto. Francesca ya se había dado cuenta de que lo hacía cuando estaba nervioso.
—Dígame.
—Es muy improbable, pero podría ser que Amala haya sido víctima de alguien que se la tenga jurada a nuestra familia. Necesito la lista de procesos en los que participó mi padre y que incluyan delitos de secuestro, violencia y violación. Solo me interesan aquellos en los que los clientes o los acusados sigan con vida y estén en libertad.
—Puede que no encuentre todo eso en los archivos.
—Tienes la agenda del bufete, utilízala. Cuando terminemos, harás una carpeta y la enviarás al correo electrónico del doctor Metalli, el ayudante del fiscal, también lo encontrarás en la agenda.
—Sí, abogado.
—Y pide que me traigan un té, por favor, y que no sea de sobre.
El té llegó cinco minutos después y los primeros informes una hora después. La carpeta compartida de Francesca empezó a llenarse de juicios de los que nunca había oído hablar y de gente a la que no conocía. Los examinó, deshaciéndose de compañeros nerviosos y de secretarios con compromisos de los que se había olvidado, pero nada le llamó la atención, nada que pareciera realmente sospechoso. Protestas por los honorarios y estrepitosas derrotas en los tribunales, eso sí, pero nadie que pudiera secuestrar a una joven de forma creíble. Se dio cuenta con tristeza de que su padre había empezado a perder un juicio tras otro en los últimos dos años, antes de fallecer: ya estaba enfermo.
Samuele reapareció con la camisa polvorienta.
—Por desgracia, los groupons no están en el archivo digital.
—¿Y qué son esos groupons?
—La asistencia jurídica y las defensas de oficio. Así es como las llaman aquí, pensé que lo sabría.
Francesca no lo sabía, aún no había entrado de lleno en las costumbres del bufete.
—En mi época, a mi padre le servían para formar a los pasantes —dijo—. Mis procesos puedes saltártelos, no hay más que robos de gallinas. Excepto…
Si no hubiera estado sentada, Francesca se habría caído al suelo. Estuvo realmente a punto de desmayarse, el sudor helado le fue goteando por la espalda desde el cuello. Se levantó sin fijarse en Samuele y bajó al sótano utilizando las viejas escaleras que se abrían detrás del mostrador de recepción.
El Perca. ¿Cómo había podido olvidarlo?
El largo túnel de piedra del sótano había sido dividido en dos: en una parte almacenaba los alimentos el restaurante, mientras que la que le correspondía al bufete estaba compartimentada en celdas enrejadas, llenas de cajas de documentos y viejos muebles. Los expedientes de asistencia de oficio estaban dispersos en el pasillo, donde los había dejado Samuele. Francesca cogió rápidamente los que llevaban su nombre y regresó a su oficina con cinco kilos de papeles polvorientos y descoloridos, algunos de ellos todavía mecanografiados.
El pasante seguía allí.
—¿Todo bien, abogado?
—Todo perfecto. Vuelve y termina lo que te he pedido, por favor —dijo, olvidándose de Samuele un segundo después.
El Perca.
Imágenes del pasado fulguraron por su cabeza, viejos sentimientos volvieron a aflorar. Un caso que su padre le había pasado igual que se le lanza un hueso de goma a un perro, y que Francesca, en cambio, se había tomado en serio. El Perca había secuestrado y asesinado a tres chicas de la edad de Amala en un intervalo de tres años y había arrojado los cadáveres a las aguas de los ríos de las inmediaciones de Cremona. Acusaron de los asesinatos a un joven, Giuseppe Contini, y ella lo defendió sin éxito en los tribunales. Condenaron a Contini a cadena perpetua, el Perca acabó en la red. El té ya se había enfriado y amargaba, pero se lo bebió de todos modos mientras hojeaba los viejos documentos. No había ninguna conexión, era imposible que la hubiera. Pero Francesca sabía una cosa, algo que la había atormentado durante años y que hizo que se desenamorara del oficio que había elegido. Que la había empujado incluso a cambiarse de país para huir de la sensación de impotencia que se apoderó de ella tras una sentencia que sabía que era profundamente errónea.
Contini era inocente. El Perca había quedado en libertad.
Bucalòn
Treinta y dos años antes
La última víctima del Perca reapareció un año después de su desaparición en las aguas del Po, junto al último pilar del puente entre Lombardía y Emilia-Romaña. Las mallas de licra habían protegido en parte la carne saponificada de las piernas, pero el resto había sido devorado por los peces, destrozado por las rocas y dispersado por la corriente.
Según los forenses, Cristina Mazzini, de diecisiete años, había muerto poco después de que se le perdiera el rastro, tal vez el mismo día. Dos meses más tarde, se autorizó la inhumación, y fue la primera vez que la comisaria Itala Caruso oyó hablar del asesino que había estrangulado y arrojado al río a tres chicas.
Una semana después del funeral de la chica, Itala recibió una llamada del magistrado Francesco Nitti, que estaba a cargo del caso y había sido el primero en teorizar sobre la existencia de un asesino en serie: Nitti la invitaba a tomar un café después de cenar en su casa.
Itala tenía más de treinta años, su altura era la mínima necesaria para la policía, y su peso, el máximo permitido, tal vez un poquito más. El rostro carnoso, con las mejillas a menudo sonrojadas, la sonrisa que parecía un mohín y el casquete negro la hacían parecer una de esas amas de casa de los anuncios de pastillas de caldo, generalmente inmortalizadas con delantales de flores y una olla en la mano. Mientras caminaba hacia el elegante edificio situado a pocos metros del teatro Ponchielli —«la pequeña Scala»— su expresión era, no obstante, mucho menos jovial y más parecida a la de un bull terrier. Estaba enojada por haber tenido que cambiar sus planes en el último momento, dejando a su hijo con la asistenta en vez de llevarlo al cine Padus a ver Astérix y la gran guerra. Y, sobre todo, estaba preocupada. Nitti y ella solo se habían visto un par de veces desde que Itala estaba en Cremona, y la charla «informal» sin duda escondía alguna trampa que ella no sabía identificar en ese momento.
Nitti abrió vestido con un jersey de cuello alto de color gris humo. Tenía sesenta años mal llevados, su rostro parecía una ciruela seca.
—Mi mujer está fuera, así que estamos más tranquilos —dijo mientras la hacía pasar al salón. Había una ventana que daba al Torrazzo iluminado e Itala lo admiró durante unos segundos, con un poco de envidia.
—¿Le traigo algo de beber? —preguntó Nitti—. ¿Un licor, una copa de vino?
—No he comido todavía, gracias de todos modos.
—¿Quiere que vaya a mirar si mi mujer me ha dejado algo en la nevera? No se me había pasado por la cabeza que todavía estuviera en ayunas…
—No se preocupe, doctor, estoy bien. ¿Puedo fumar?
—Claro. —Le señaló un cenicero de pie de metal cromado.
Itala lo atrajo hacia ella y se encendió un MS, mientras el juez se cortaba un Montecristo. Luego lo encendió con una larga cerilla de madera.
—He oído hablar muy bien de usted, superintendente.
—¿Respecto a qué?
—A que es muy válida y hace todo lo posible por ocultarlo. —Nitti soltó el humo—. ¿Está segura de que no quiere nada? ¿Ni siquiera agua mineral?
—Nada, gracias.
Nitti eligió una botella de mandarinetto del mueble bar y se sirvió dos dedos, tras lo que volvió y se sentó en el borde de su asiento.
—Permítame que vaya al grano. ¿Qué sabe usted del Bucalòn?
Itala se sorprendió de nuevo. No solo porque le estaba preguntando sobre la investigación más importante de la zona en los últimos años, sino porque había utilizado el término en cremonés para el pez que daba nombre al asesino.
—Lo que sabe todo el mundo. Nunca profundicé en ello.
—Déjeme que le hable de sus víctimas. Carla Bonomi tenía diecisiete años, vivía en Esine, en la provincia de Brescia, y trabajaba de camarera en la pizzería de la familia, El Ancla. Ella era la que abría todas las mañanas a las nueve. Una mañana de hace tres años, sin embargo, cuando llegaron los miembros de su familia, se encontraron con la persiana todavía bajada y la bicicleta de la chica apoyada en la pared. Durante un año no tuvieron ninguna noticia más de ella, y entonces…
—Entonces encontraron el cadáver —dijo Itala, encendiéndose otro MS. Tenía la esperanza de que Nitti no se enrollara demasiado.
—En un arroyo a pocos kilómetros de su casa —confirmó Nitti—. Y aproximadamente un año después desapareció Geneviève. De la misma edad, vivía en la Isola Dovarese, ¿sabe dónde está?
Itala asintió. Era una especie de pequeña isla en el cauce del río Oglio.
—Geneviève estudiaba para ser secretaria de empresa en Santa Maria degli Angeli de Cremona. Venía de una familia muy pobre y digna, y esto, por desgracia, fue un problema —Nitti fue a servirse más mandarinetto—, porque no lo denunciaron, convencidos de que la chica se había escapado de casa debido a su condición. Solo al cabo de un par de meses hablaron de ello con el sacerdote, quien los convenció para que fueran a ver a los carabinieri, pero para entonces reconstruir sus pasos ya era muy difícil. Y, cuando encontraron sus pobres restos en la esclusa del Po, se creyó que había sido un accidente.
—Pero no lo fue. —Itala no soportaba el tono empalagoso de Nitti e intervino durante una de sus pausas—. A la tercera chica la encontraron hace un par de meses cerca de un pilar del Ponte di Fierro. Cristina Mazzini, también de diecisiete años. Yo estuve en su funeral.
—A nadie se le pasó por la cabeza que se tratara de un asesinato, tuve que rehacer todos los informes de la autopsia —dijo Nitti, irritado por la interrupción— y estudiar los movimientos de las víctimas. Gracias a esto, descubrí una correlación entre las tres chicas y un hombre al que detuve, como quizá ya sabe usted, Giuseppe Contini, un empleado de una gasolinera con algunos antecedentes. Tenía una relación con la tercera víctima, a pesar de la diferencia de edad. Su gasolinera se encontraba de camino a la escuela de la segunda víctima, y frecuentaba la pizzería de la primera. Y si no hubo una cuarta fue porque lo detuvimos a tiempo.
—¿No acaba de salir de la cárcel? —preguntó Itala, asombrada.
—Según el juez instructor, no hay pruebas suficientes para enviarlo a juicio —dijo Nitti entre sarcástico e irritado—. La acusación preliminar, según mi distinguido colega, carece de pruebas materiales y de testigos oculares. Los carabinieri me han apoyado francamente bien hasta ahora, pero está claro que se encuentran en un punto muerto y ya no puedo pedirles más. ¿Ahora entiende por qué la he hecho venir?
—Francamente, no.
—Quiero que se encargue usted del caso.
—Me debe de haber tomado por otra persona, doctor.
—Sé exactamente a quién tengo delante —dijo Nitti, encendiéndose de nuevo el cigarro—. La llaman la «Reina», ¿no?
—Es solo un apodo.
—Debido a su habilidad para gestionar las cosas. También las, cómo decirlo…, las que se encuentran en los límites de la ley, cuando no más allá, mucho más allá.
—No sé a qué se refiere, doctor. Y, aunque quisiera, no podría ayudarle. No estoy en la policía judicial, y usted debería hablar con mis superiores.
—Le pido que encuentre pruebas contra Contini, no que investigue. El modo se lo dejo a su inteligencia.
—Mi inteligencia me está diciendo que me levante y me despida de usted. Y es lo que estoy a punto de hacer.
Nitti resopló.
—Superintendente, hasta ahora me ha importado un bledo lo que haga usted estando o no de servicio, pero en dos segundos le abro un expediente. Soborno, receptación, apropiación indebida de bienes del Estado, malversación… Pondré su vida patas arriba hasta que encuentre algo, y ambos sabemos que algo se puede encontrar.
Los ojos de Itala se convirtieron en dos piedras. Su rostro ya no parecía el de un ama de casa de anuncio.
—¿Por qué no se lo encarga a la Brigada Móvil, o al sistema operativo central?
—Porque eso no sería una buena política. —Ahora que había descubierto sus cartas, Nitti estaba menos tenso, y se dejó caer en un gran sillón de cuero—. Sería como desafiar al Cuerpo y yo no quiero tenerlo en mi contra.
—Así que prefiere chantajearme a mí.
—No la estoy chantajeando. Digamos que estoy usando una herramienta torcida para enderezar algo aún más torcido.
—¿Se refiere a su carrera?
Nitti la miró con odio.
—Mi carrera va perfectamente. Deseo llegar a un acuerdo con usted porque quiero que a esas tres chicas se les haga justicia.
—Su carrera no va perfectamente, doctor. Le faltan dos años para jubilarse y está enjaulado en una ciudad de provincias donde nunca pasa un carajo. Aparte del Perca, por supuesto. Su expediente ya está en manos del fiscal general, y su única posibilidad para que no lo dejen de lado es Contini.
—Usted lo ve todo podrido porque está podrida, pero no me interesa su visión del mundo. ¿Sí o no?
Itala se reprochó haber perdido la paciencia. No estaban jugando a ver quién gritaba más fuerte.
Esta vez sí que se levantó.
—Tengo que pensarlo, no quiero terminar siendo investigada mientras intento evitar otra investigación. De momento, hágame llegar toda la documentación sobre Contini de la que disponga.
—Muy bien. Pero no se lo piense demasiado. Ya no está en Biella, donde hacía todo lo que quería. —Nitti sonrió malévolo—. Esta es mi ciudad.
Biella había sido el primer destino de Itala tras sus oposiciones para la policía, en un norte frío y cerrado como nunca se habría imaginado. Era una población de algo menos de cincuenta mil habitantes, donde la gente hablaba un dialecto incomprensible para ella y donde para todo el mundo era una «terrona»,[2] una sureña que había entrado en la policía solo para tener un salario y dejar atrás su pasado. Había como una especie de cristal entre ella y el resto del mundo, y la cosa no le iba mejor con sus compañeros. No había hecho amigos, era incapaz de romper el hielo o de reírse con las bromas de los demás, así como de lamerle el culo a la gente importante.
Pero estudiaba, trataba desesperadamente de entender cómo funcionaban las cosas. Y, como su reticencia fue confundida por todo el mundo con estupidez, la gente de más edad no tuvo ningún problema en hablar delante de ella de cosas que no deberían haber dicho o hecho. Itala intuyó pronto que la mitad de sus compañeros se salían de las normas. Había quien aceptaba sobornos, quien se follaba a las prostitutas detenidas a cambio de evitar que las denunciaran, quien se quedaba con las drogas incautadas o quien trabajaba de matón de discoteca cuando debería estar de servicio.
Y no se escondían, en absoluto. Un agente de primera clase cambiaba de vehículo cada año y todos sus coches eran deportivos, una subinspectora se hacía llevar a casa jamones y cajas de vino. Itala se dio cuenta de que había llegado justo antes de que todo saltara por los aires, pero era como ver una avalancha a cámara lenta, no había manera de detenerla. Una noche, los carabinieri detuvieron a un agente que estaba cerca de la jubilación con cien gramos de cocaína en el maletero.
Itala, de guardia ese día, escuchó las conversaciones preocupadas de sus compañeros y estaba considerando seriamente decir que se encontraba enferma e ir a por la baja, cuando el primer jefe de la comisaría hizo que le acompañara con la excusa de dar una vuelta en su coche a las dos de una tarde aburrida. La ciudad estaba semidesierta. Se detuvieron en la fuente de Bottalino, de camino a los pastos alpinos, y se bajaron a fumar. Su jefe se llamaba Sergio Mazza y tenía unos quince años más que ella, era bajito y llevaba su escaso pelo peinado hacia atrás, como de costumbre.
—¿Hasta qué punto estás dentro? —le preguntó—. No des más vueltas a nuestro alrededor, quédate entre nosotros.
Itala no se esperaba un inicio como ese. No solo Mazza era consciente de lo que estaba a punto de ocurrir, sino que daba por descontado que ella también lo sabía.
—Yo acabo de llegar, estoy limpia —dijo cuando se recuperó—. ¿Realmente cree que los otros me habrían involucrado?
—Creo que no, por eso estamos aquí. ¿Sabes lo que va a pasar ahora?
—Habrá una investigación…
—Tú estás limpia, yo estoy limpio, pero aun así acabaremo