Capítulo 1
Evans
Madrid, junio 2017
Disfrutar de unos días en España, lejos de los cielos grises de Escocia, estaba siendo renovador.
No os confundáis, Baileaghràid es el mejor lugar sobre la Tierra. Un pueblo enclavado en la bahía más salvaje de las Highlands. El mar embravecido baña sus costas como si de una purificación constante se tratara. Me gusta mi tierra y estoy enamorado de ella. Sin embargo, mis genes españoles pedían sol y calor cada cierto tiempo. Como si fuera necesario para recargar mis baterías internas. Aunque llegar en plena ola de calor y soportar que la temperatura mínima por la noche fuera de treinta grados era excesivo.
Después de una semana de fiesta con el que consideraba mi otro hermano, Logan McLean, y su gemelo valenciano, Víctor Duarte, en Ibiza, tocaba volver a la realidad de los negocios que hacía dos años había heredado de mi padre, el señor de Eilean Mo Chridhe.
Salí de la ducha con agua fría que acababa de darme y suspirando me tumbé en la cama, boca arriba, solo con la toalla. Medio minuto después estaba volviendo a sudar. Maldiciendo encendí el aire acondicionado e imaginé que mi cuerpo podía quedarse con ese frío y aprovecharlo en el corto trayecto que había del hotel a la sala de exposiciones a la que debía acudir.
Ese sábado se clausuraba la exposición de reliquias antiguas de Escocia a la que muy amablemente había cedido algunas de mis posesiones. Llevaban medio año dando tumbos por el mundo y sus organizadores habían sido tan amables de invitarme al último día.
Jamás te fíes de los gestos cordiales de la gente de negocios, algo pretendían, eso lo sabía; sin embargo, ese trabajo había salido redondo, por lo que no estaba muy preocupado. Después de la clausura había un refrigerio y ya imaginaba que era en ese momento donde intentarían hacer el siguiente trato. Nada era casual en ese ámbito, todo el mundo buscaba algo.
Miré a mi derecha, había dejado sobre ese lado de la cama la ropa que pensaba ponerme. A qué mala hora había dejado que mi prima, Aylin, me aconsejara y me hablara de protocolos a seguir. A pesar de que había escogido el atuendo más fresco seguía siendo demasiado para esas temperaturas. La tela del kilt era demasiado gruesa para sentir la suave brisa, que ni siquiera era fresca. La camisa no habría sido un problema, pero no podía prescindir de la chaqueta. Tendría que ir saltando de aire acondicionado en aire acondicionado. Nada de ir al museo dando un paseo por la ciudad. Del hotel al taxi y del taxi a la sala. En ella la climatización solía ser baja, por lo que tampoco sufriría tanto el calor.
¿Quién iba a pensar que en junio haría más de treinta grados en Madrid a última hora de la tarde? Quizá todo el mundo, menos un escocés para el cual el verano dura un día. Un día extraño de mediados de agosto en el que tienes que abrir las ventanas de Eilean Mo Chridhe si no quieres morir asfixiado. Un día en el que de pronto la temperatura es tan alta que puedes bañarte en la costa durante largo tiempo sin temor a que varias partes de tu cuerpo sufran congelación. Aunque esto último lo practicaban algunos jóvenes de la localidad como deporte o pago a las apuestas. Reí al recordar a Logan, realizando uno de esos pagos en pleno diciembre.
Hacía solo un día que nos habíamos separado y ya los echaba de menos, si hubieran venido conmigo la noche anterior habría sido diferente. Jamás lo reconocería abiertamente, pero sin él no sabía divertirme. El día anterior mi único entretenimiento había sido salir a cenar a una taberna típica y a las once de la noche ya estaba de regreso al hotel. Por lo menos lo hacía con la tripa llena de croquetas y jamón, para eso no necesitaba a nadie. Además, las raciones habían sido generosas y para mí solo.
La alarma del teléfono sonó indicando el fin del periodo de descanso. Me levanté y me vestí con especial atención al detalle, siempre frente al flujo del aire acondicionado. Me observé en el espejo y el tartán de mi clan lucía impecable y vigoroso en el nuevo kilt que me había hecho mi prima. Si algo tenemos los escoceses es el pecho lleno de orgullo. «Y la cabeza muy dura», terminó la voz de mi madre. Sonreí ante su recuerdo, en ocasiones doloroso, pero esta vez venía con un extra de dulzura. Ella también era escocesa, pero solo por parte de padre, su madre era irlandesa y se había encargado de recordarlo durante toda su vida. Mis raíces españolas venían de muy atrás, durante varias generaciones los McFàrach habíamos sido conquistados por la sangre caliente de los españoles. Las mejores parejas de mi árbol genealógico así lo demostraban y precisamente había sido una de ellas, Evander McFàrach e Inés de Miranda, la que me había traído aquí.
La Escocia del siglo XVIII estaba de moda, la gente quería saber más sobre esa época, lo que hacían, cómo vivían, y mi familia era una fuente inagotable de documentación. En el castillo conservábamos todo tipo de utensilios y escritos en una calidad óptima. Era por eso que no me sorprendería que quisieran alargar el contrato o realizar algún otro negocio, este les había salido de lo más rentable.
Llegué poco antes de que la sala abriera las puertas y la guía me sonrió con dulzura, era una chica joven y amable, con un suave acento del norte de España.
—¿Preparada para el cierre? —pregunté.
—Sí, han sido dos semanas muy intensas, pero creo que hoy no vendrá mucha gente.
—¿Y eso?
—Fútbol —respondió poniendo los ojos en blanco.
Afirmé con la cabeza. No era aficionado a ese deporte, vibraba más con el rugby y en los Juegos de las Highlands que celebrábamos todos los años en verano. Desde adolescente trataba de participar en ellos de una u otra forma con el único objetivo de hacer rabiar a mi abuela paterna y ganarle a Logan. Conseguir lo primero fue fácil, siempre había sido una mujer muy poco dada a las convenciones sociales y que prefería la soledad de su castillo a hacer el salvaje con el pueblo. Nadie entendió qué vio mi abuelo en ella, pero fueron una pareja estable y fiable durante los setenta años que duró su matrimonio, hasta la muerte de él por problemas cardiacos. Alguna debilidad teníamos que tener los McFàrach, nuestro tendón de Aquiles: el corazón. La segunda intención era bastante más complicada, mi buen amigo tenía una complexión fuerte y era un gran atleta. Desde niños, pese a que soy dos años mayor que él, ha sido más grande y fuerte que yo. Y menos mal, pues eso fue lo que me salvó la vida con diez años, hecho que nadie en mi familia olvidaría y por el que estábamos dispuestos a seguir agradeciendo con lo que hiciera falta.
Me había sumido en mis recuerdos de manera tan profunda que la exposición había abierto sus puertas sin que me diera cuenta. La guía paseaba ya por las diferentes vitrinas explicando a unos amables visitantes para qué usaban mis antepasados algunos utensilios curiosos y poco conocidos.
Entonces la vi entrar, era bajita, pelirroja y parecía algo tímida. Se había recogido el pelo en lo alto de la cabeza con una coleta y llevaba un veraniego vestido de tirantes color burdeos. Entraba abanicándose con ganas y su cara de satisfacción al sentir el frío del aire acondicionado me hizo sonreír. La seguí con la vista mientras observaba la primera vitrina. Pronto sus ojos se fueron a las cartas y utensilios de escritura de Inés. Su expresión cambió por completo cuando empezó a entender lo que había allí. Estaba mucho más interesada en esa parte y fue hasta allí para empezar a devorar toda la información. Podía notarlo incluso en la distancia, se movía para poder leer todos los detalles.
Un largo rato después, ella seguía frente a esa vitrina y yo no había podido apartar mis ojos de su persona, no solo porque era hermosa, que lo era, sino por ese interés repentino que le veía en la mirada. Sabía lo que la tenía tan concentrada, se trataba de una transcripción del diario de Inés donde contaba sus impresiones al dejar su amada Málaga y quedarse en Baileaghràid. Su gesto de fastidio cuando llegó al final de la página y se dio cuenta de que no podía seguir me sacó una sonrisa. Descubrió entonces la vitrina de las armas y fue hasta ella, yo la seguí como si estuviera hipnotizado. Me atraía su curiosidad genuina de los que quieren aprender, y no como esos grupos que acudían a los museos como una tarea más en su itinerario del buen turista.
De camino al siguiente aparador, me sentí un acosador, llevaba más de media hora espiándola y siguiéndola. Tenía que advertirle de mi presencia.
Carraspeé para delatarme y ella se sobresaltó, no esperaba encontrar a nadie tan cerca en ese momento. Al girarse perdió el equilibrio, y si no llega a ser por mis reflejos habría acabado tirando, y rompiendo, una de las joyas de la exposición. Un jarrón datado en el siglo XII de incalculable valor.
La cogí de la cintura, atrayéndola hacia mí para impedirlo, y en esos breves instantes pasó una vida. Su suave tacto, su aroma a flores y cítricos; la expresión, primero de susto y después de alivio, al ver que yo la sujetaba y cómo sus ojos pasaron del enfado al interés al coincidir con los míos. Tenía los ojos gris claro, eran los más bonitos que había visto en mi vida. Su risa pasó de nerviosa a encantadora en cuanto nos recompusimos y la liberé de mis brazos.
—Gracias, si no llega a ser por usted habría ocurrido una desgracia.
—Para ser honestos, si no llega a ser por mí, no se habría asustado.
Se paró un instante a pensarlo y dijo:
—Cierto. —Frunció el gesto al darse cuenta y con una voz divertida añadió—: En ese caso debería invitarme a una cerveza para compensarme.
Reí con ganas, solo una española podía ser tan descarada y a la vez encantadora.
—Soy un caballero y pagaré mi deuda con esta bella dama.
La vi enrojecer y se volvió aún más arrebatadora.
—¿Le gusta la exposición? —pregunté para iniciar un tema de conversación.
—Mucho. Pocas veces se ven piezas tan bien conservadas y de tanto interés. ¿Trabaja usted aquí?
—No, yo... —No sé la razón, pero no quería decirle que yo era el dueño de aquello. Esa mujer no sabía quién era y por el momento prefería que siguiera siendo así—. Soy solo un escocés al que le gusta ver cómo otra gente disfruta y aprende de su cultura.
Y eso no era mentira, ninguna de mis palabras pronunciadas esa noche lo fueron.
—Veo que se toma muy en serio lo de la ambientación.
Me miró de arriba abajo fijándose en cada detalle. Como he dicho antes, tengo sangre española corriendo por mis venas y ha hecho una mezcla extraña con la bravura de los escoceses y la altanería de los irlandeses, por lo que en ocasiones puedo pasar de ser el hombre más tímido al más lanzado o incluso apasionado. Esta era una de ellas, perdiendo todas mis formas me acerqué un poco más, rompiendo la distancia social aceptada, y dije:
—¿Le gusta lo que ve?
Se humedeció los labios mientras sus ojos volvían a devorarme y señaló:
—Por favor, deje de hablarme de usted —murmuró como respuesta, como si de otra época se tratara y ese gesto marcara el inicio de una relación mucho más cercana.
Alargué la mano, conocía su cultura, y en esas ocasiones en las que un hombre y una mujer se presentan se dan dos besos. No obstante, nunca había sido partidario de aquello. Si una mujer me besaba es porque ambos lo deseábamos y no por una obligación social.
—Me presento, Evans McFàrach, pero puedes llamarme Evans.
—Alba Velasco, encantada.
Después de un apretón de manos, que me dejó deseando más, desvié la mirada hacia las pistolas que allí había.
—¿Te interesan las armas de época?
—Me interesa mucho más la pluma, pero no puedo pasar la página de ese diario y leer cómo y por qué mi compatriota tuvo que quedarse en Escocia.
—Inés de Miranda, una excelente mujer y mejor escritora.
—¿Escritora?
—¿No la conoces?
—No, no tengo el placer.
—En Escocia es muy conocida, vivió en el siglo XVIII en Baileaghràid, el pueblo más maravilloso de las Highlands.
—Dejame adivinar, es tu pueblo.
—Pillado.
Rio y yo la seguí. Era tan sencillo hablar con ella, llevaba tanto tiempo sin sentir algo igual que sin planteármelo hice un gesto hacia la puerta y dije:
—Si me acompañas, pagaré mi deuda y te hablaré un poco más de Inés.
—Gracias.
Siguió la dirección que marcaba mi mano y, sin despedirme de nadie, salí de allí en busca del primer bar que encontráramos para seguir la conversación, en un entorno menos académico y mucho más cercano.
Llegamos a una de las tabernas típicas de Madrid, con suelos de madera de otra época, donde se servía vermut y tapas de jamón.
Nos acercamos a la barra a pedir y después fuimos a una de las mesas más alejadas, en una de las esquinas, sentados en un banco corrido de madera que salía de la pared y sin nada que impidiera que fuéramos rompiendo la distancia a medida que nos conociéramos. Debido a la hora, y a que no disponían de televisión para ver el partido, el local estaba casi vacío, por lo que el diligente camarero nos acompañó a la mesa ya con las bebidas y no tardó en volver con la tapa de jamón y croquetas.
—Podría pasarme la vida comiendo esto.
—Oh, no digas eso. ¿Qué pasa con vuestro haggis?
Sorprendido, tragué el primer trozo de croqueta y dije:
—¿Lo has probado?
—No —respondió riendo—. Pero seguro que es delicioso.
—Oh, lo es, sin duda, a mí me encanta, sobre todo el que hace Adhara, la madre de mi mejor amigo, pero no puedo describir lo que siento cuando como un buen plato de jamón.
—Veo que no solo sabes hablar perfectamente castellano, sino que además eres un admirador de nuestra gastronomía.
—Y de vuestra cultura, bueno, no toda, lo de los toros no es algo que vaya conmigo.
—Tampoco conmigo, pero tenemos muchísimas otras cosas. ¿Cómo es que te gusta tanto España?
—Tengo antepasados españoles. ¿Y a ti por qué te gusta tanto Escocia?
—Los hombres con falda siempre me han resultado interesantes.
Me llevé la mano al corazón fingiendo una estocada.
—Acabas de matarme. No llevo falda, es un kilt, el uniforme de los guerreros de las Tierras Altas. Solo falta que digas que no te gusta el whisky. —Hizo un ruidito con su garganta indicando que así era y yo volví a interpretar mi papel de hombre herido—. Es agua de vida, ¿cómo puede no gustarte?
—Sabe horrible.
—Basta, no puedes tener a un hombre moribundo y rematarlo de ese modo. Eres una persona cruel, Nuckelavee, un demonio con aspecto de hada dulce y benevolente.
—¿Te parezco dulce?
Parpadeé ante mi arrebato de sinceridad. Dulce era quedarse corto, me parecía maravillosa. Sin saber cómo salir del desliz, puse mi mejor sonrisa y dije:
—Sí, me pareces dulce.
Ella sonrió y se acercó un poco más a mí.
—Me gusta el sonido de las gaitas, siempre me ha parecido evocador y a la vez triste. Me fascina como abrazáis vuestra cultura y defendéis lo vuestro con fiereza. Estoy enamorada de vuestros paisajes y tradiciones. Y el acento escocés, sobre todo cuando se os escapa el gaélico, me parece muy sexy. ¿Suficiente medicina para tu corazón?
Tuve que tragar saliva antes de responder, porque me había quedado embobado en su mirada gris.
—Depende. ¿Has sido sincera?
—Completamente —respondió a media voz, hechizándome por completo.
Carraspeé sofocado. Alba estaba despertando en mí sensaciones por mucho tiempo dormidas. Recuperando mi entereza, dije:
—En ese caso, es posible que no te guste el whisky porque no hayas probado el verdadero whisky escocés.
—¿Y cómo podemos solucionarlo?
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