PRÓLOGO
A lo largo de los siglos, los mundos del hombre a menudo se creen únicos. Aquellos que creen y aceptan que no están solos en la inmensidad tienden a considerarse superiores a los demás seres con los que la comparten.
Se equivocan, por supuesto, ya que los mundos del hombre no son ni únicos ni superiores. Simplemente son.
En esos mundos que giran unos sobre otros, algunos pregonan la paz mientras tocan tambores de guerra. Que toquen esos tambores con un hambre insaciable de poder sobre los demás, de tierras, de recursos y riquezas en nombre de su deidad preferida rara vez se percibe como equivocado, ni siquiera como irónico.
Simplemente es.
En algunos mundos, la guerra es la deidad, y su culto es sangriento y feroz.
Hay mundos en los que grandes ciudades se alzan sobre las arenas doradas, otros en los que los palacios refulgen bajo el azul intenso de las profundidades marinas. Y otros que luchan por una vida que es poco más que una chispa en la oscuridad.
Ya se dediquen a trepar las montañas más altas o a nadar por los océanos, ya vivan en ciudades magníficas o se arracimen alrededor de una fogata en el bosque, ya toquen los tambores o mezan la cuna, todos comparten un objetivo común.
Ser.
En uno de estos mundos, en tiempos de antaño, existían los humanos, las criaturas feéricas y los dioses. En este mundo crecían las ciudades y los palacios, los lagos y los bosques. Las montañas se alzaban hacia el cielo; los océanos eran profundos. Durante un tiempo al margen del tiempo, la magia brillaba bajo el sol y bajo la luna.
Llegaron las guerras, como siempre llegan. En algunas prosperó la codicia. Y en otras, la sed de poder nunca se saciaba, ni siquiera cuando la sangre de los vencidos seguía caliente en su garganta. Un dios oscuro, enloquecido de poder, bebió con ansia de humanos, feéricos y más, y lo expulsaron del mundo.
Pero no fue el final.
A medida que giraba la rueda del tiempo, como debe de ser, las serpientes de la sospecha y del miedo se colaron en la armonía entre humanos, dioses y feéricos. Para algunos, el progreso a cualquier precio sustituyó al vínculo entre la magia y el hombre, y el culto a la acumulación ocupó el lugar antes dedicado a la adoración a los dioses.
Y así llegó el momento de la elección, de alejarse de la magia o preservarla, de abandonar a los antiguos dioses o respetarlos. Tras tomar su decisión, las criaturas feéricas abandonaron los mundos de los humanos y la sospecha y el miedo que los quemaba en la hoguera, que los cazaba en el bosque, que los condenaba al hacha.
Así nació Talamh, un mundo hijo de otro mundo.
Los más sabios, los de miras más amplias, crearon portales para cruzar entre los mundos, ya que, según las leyes de Talamh, todos podían decidir irse o quedarse. Allí, en la tierra de colinas verdes, montañas altas y bosques y mares profundos, la magia floreció y, dirigidos por su líder —un líder elegido y que elige serlo—, la paz se mantuvo.
Pero no fue el final.
El dios oscuro tramaba en su mundo oscuro, y reunió a un ejército de demonios y condenados. Con el tiempo, con sangre, acumuló el poder suficiente para cruzar el portal y entrar en Talamh. Allí cortejó a una bruja joven, una elegida que escogía ser taoiseach, y la cegó con amor y mentiras. Ella le dio un hijo y, en secreto, mientras la madre yacía en un sueño encantado, él bebía del poder del bebé, noche tras noche.
Sin embargo, el amor de una madre encierra una magia poderosa, así que la joven despertó de su sueño forzado. Al despertar, condujo un ejército contra el dios, lo expulsó y selló el portal. Cuando terminó, no se consideraba digna del puesto de taoiseach, así que lanzó la espada de vuelta al Lough na Fírinne y entregó el bastón a la persona que sacó la espada del agua.
De nuevo se mantuvo la paz, y en paz creció su hijo, entre las colinas verdes y los bosques profundos de Talamh. Un día, con orgullo y tristeza, lo vio sacar la espada del lago y ocupar su lugar como taoiseach.
Con él siguieron en paz; se hizo justicia con sabiduría y compasión. Las cosechas crecieron y la magia prosperó.
Quiso el destino que conociera y se enamorara de una mujer, hija de los hombres. Ambos eligieron cruzar el portal para vivir en Talamh y allí, del amor y de la alegría, nació un bebé, su hija. La magia brillaba con intensidad en su interior y, durante tres años, no conoció nada más que el amor de los que la rodeaban.
Pero el dios oscuro no había saciado su sed y su ira no había hecho más que aumentar. De nuevo amasó su poder a través de sacrificios de sangre y magia negra, ayudado por una bruja que le dio la espalda a la luz para volverse hacia la oscuridad.
El dios robó a la niña y la encerró en una jaula de cristal bajo las aguas, cerca del portal. Mientras su padre, su abuela y todos los guerreros de Talamh volaban con sus alas o a lomos de sus dragones para salvarla, ella, que solo había conocido el amor, conoció el miedo.
Y ese miedo en un ser tan brillante estalló en una ira tan salvaje como la del dios. Y su poder floreció con ella y golpeó al dios que era de su propia sangre, de su familia.
Rompió la jaula cuando los feéricos atacaban al dios y a sus fuerzas. De nuevo lo expulsaron y abandonaron bajo las ruinas de su castillo negro.
Su madre, humana en su miedo, transformó ese miedo en prejuicio, y ese prejuicio contaminó su amor, de modo que exigió llevarse a la niña al mundo de los hombres, que le borraran la memoria de la magia, de Talamh y de todos los que allí moraban.
Por amor a la niña y a la madre, el padre le concedió su deseo y se las llevó por el portal para vivir con ellas en el mundo humano, aunque regresaba a Talamh por amor y por deber siempre que podía.
Sin embargo, aunque el amor del padre por su hija nunca disminuyó, el amor entre la hija de los hombres y el hijo de los feéricos no logró sobrevivir, y los esfuerzos del padre por vivir en ambos mundos hicieron mella en su corazón.
De nuevo, el dios amenazó a Talamh y a los mundos más allá de este. Y, de nuevo, los seres feéricos, dirigidos por el taoiseach, se defendieron. Los feéricos lo hicieron retroceder, pero, con su magia oscura, con su espada negra, el dios mató al hijo que había engendrado.
Así que, otra vez, llegó el momento del luto y de una nueva elección.
Un joven que lloraba al taoiseach tanto como había llorado a su propio padre sacó la espada del lago y tomó el bastón.
Mientras el chico se convertía en hombre, un hombre que ocupaba la Silla de la Justicia en la Capital o que ayudaba a su hermano y a su hermana en su granja del valle, mientras sobrevolaba Talamh en su dragón y entrenaba para la batalla que todos sabían que estaba por llegar, la hija vivía en el mundo de los hombres.
Allí, con el miedo y el rencor de su madre, aprendió a dar un paso atrás y nunca adelante, a mirar abajo en vez de arriba, a entrelazar las manos en vez de alzarlas al cielo. Vivió una vida tranquila que le proporcionaba pocas alegrías y en la que no existía la magia. Su única luz era un amigo, hermano en todo salvo en la sangre, y un hombre que era como una madre para ella.
Soñaba a veces con algo más y distinto, pero a menudo sus sueños eran borrosos y oscuros. Y en su corazón albergaba la tristeza por un padre que, según creía, la había abandonado.
Un día, una puerta se abrió para ella. Esta mujer, a la que habían enseñado con tanta severidad a no arriesgarse, a no dar un paso adelante, a no aspirar a nada, cruzó el océano para viajar a Irlanda con la esperanza de encontrar a su padre y encontrarse a sí misma. Durante sus viajes se enamoró de aquel lugar, del verde, de la niebla y de las colinas.
En una casita junto a una bahía exploró los sueños de algo más e intentó alcanzarlos, a la vez que se buscaba en su interior. Un día se tropezó con un árbol en lo más profundo del bosque; el árbol parecía crecer de una roca. Trepó por sus ramas, que eran largas y gruesas. Y salió del mundo que conocía para entrar en el mundo en el que había nacido.
Su magia se despertó, al igual que sus recuerdos, ayudada por la abuela que la quería y la añoraba, por el hada que había sido su amiga de la infancia y por el chico —ahora un hombre— que había sacado la espada del lago.
Supo de la muerte de su padre, y lo lloró. Del sacrificio de su abuela, y la quiso. Descubrió sus poderes y la alegría que le aportaban. Y, aunque tenía miedo, descubrió cuál era su lugar en Talamh y la amenaza del dios oscuro que quería su sangre, así que entrenó para luchar con la magia, con la espada y con los puños.
A medida que las semanas se transformaban en meses, ella, como su padre, vivió entre dos mundos. En la casita perseguía sus sueños; en Talamh, perfeccionaba sus poderes y entrenaba para la batalla.
Se permitió amar al que había jurado lealtad a Talamh y halló el valor cuyo símbolo lucía en la muñeca. Aceptó con alborozo las maravillas de las criaturas feéricas, de las hadas aladas, de la asombrosa velocidad de los elfos, de la transformación de los cambiaformas, y mucho más.
Cuando el mal llegó a Talamh y los amenazó a todos, usó puños, espada y magia contra él. Mató a quienes llegaron para destruir la luz y se enfrentó con esa luz a la magia más oscura.
Así se convirtió en lo que había nacido para ser.
Pero no fue el final.
1
Después de lo que llegó a conocerse como la Batalla del Portal Oscuro, Breen se quedó tres semanas en la Capital. Los primeros días fueron los más dolorosos de su vida, pues los dedicó a ayudar a sanar a los heridos y a sacar a los muertos de los campos de batalla empapados en sangre y ceniza.
Abrazó a Morena, su amiga más antigua, mientras esta lloraba sin parar la pérdida de su hermano. Hizo lo que pudo por consolar a los padres de Phelin, a su esposa embarazada, a su hermano, a la familia de su hermano e incluso a sus abuelos, aunque su propia tristeza la desgarraba por dentro. Hacía poco que había recuperado su recuerdo, se había reencontrado con él después de tantos años y ahora lo perdía para siempre, muerto defendiendo Talamh contra las fuerzas desatadas por su abuelo.
Permaneció al lado de las familias en la Partida, agarrada a la mano izquierda de Morena mientras Harken le sostenía la derecha. La tristeza de su amiga la arrollaba como un maremoto mientras las cenizas de Phelin y de tantos otros volaban de vuelta sobre el mar para introducirse en las urnas que sujetaban sus seres queridos. Abrazó con fuerza a Morena antes de que Harken y ella regresaran al valle. Y, consciente de su tristeza, observó a Finola y a Seamus darse la mano, desplegar las alas y seguirlos poco después.
Como Keegan estaba ocupado con reuniones del consejo y patrullas, ella se dedicó a visitar a los dolientes hasta estar tan llena de tristeza que no entendía cómo no se había ahogado con las lágrimas. Al cabo de la primera semana obligó a Marco a volver a la Casa de las Hadas. Él cuadró la mandíbula bajo la perilla bien recortada.
—Me quedo con mi chica —se obcecó.
Como esperaba aquella respuesta, se había preparado para ella. Mientras estaban en el puente bajo el castillo, observando a su perro de aguas irlandés, Botarate, nadar y salpicar agua, se enganchó del brazo de Marco. Pensó que era su mejor amigo, el que siempre había permanecido a su lado y siempre lo haría; y el que lo había demostrado saltando a otro mundo con ella.
—Tu chica está bien.
—Qué va. Estás hecha polvo, Breen; te estás cargando con demasiado.
—Todo el mundo lo está haciendo, Marco. Tú…
—He ayudado, claro.
El joven miró hacia el otro lado del puente, donde un grupo de personas entrenaba con espadas, puños y arcos. Y recordó la sangre y los cadáveres sembrados por aquel mismo terreno.
Nunca lo olvidaría.
—He ayudado —repitió—, pero tú te cargas más que nadie, y lo haces aquí —aclaró, dándose un golpecito en el corazón.
—Odran es quien hizo esto, todo esto, para llegar hasta mí. No es culpa mía —añadió antes de que pudiera rebatírselo—. Ni mía, ni de mi padre, ni de mi madre, ni de la yaya. Es toda suya. Sin embargo, eso no cambia el hecho de que haya muerto tanta gente porque Odran me quiere a mí, lo que soy, lo que tengo. Así que, si puedo mitigar un poco el dolor, aunque solo sea cargando con él un momento, lo haré.
Él se desenganchó de su brazo y usó ambos para acercársela.
—Y por eso me quedo —concluyó.
—Por eso te pido que vuelvas —dijo Breen, que levantó una mano para acariciarle la mejilla y lo miró a los ojos castaños, tan oscuros y preocupados—. Yo también quiero volver, pero siento la necesidad de quedarme un poco más. El problema es que eso significa que no puedo estar al lado de Morena, Finola y Seamus. Son como parte de mi familia, Marco, y no estoy prestándoles mi apoyo.
—Lo hacías, y saben que estás aquí por la madre y el padre de Phelin, por su mujer y su hermano.
—En gran medida, por eso necesito quedarme. Ve, Marco, ayuda en mi nombre a Morena y a los demás. Por el valle. Hemos perdido a muchos. Regresa con Brian.
—En primer lugar, Brian se marcha mañana al puñetero amanecer y se dirige al oeste con su dragón. De ninguna de las maneras pienso volver a volar en un dragón en lo que me queda de vida.
Eso le arrancó una sonrisa a su amiga.
—Podría prepararte una poción calmante.
—¡Vaya, qué buena idea! —exclamó él con sorna—. Así volaré en dragón, pero primero me colocaré. Va a ser que no.
—¿Y si vas a caballo? Keegan va a enviar a Brian y algunas tropas al oeste, y parte lo harán a caballo. Te gusta montar. Venga, si lo haces mejor que yo; lo que me cabrea un poco. Así me quitarías una preocupación de encima. Te juro por Dios que es verdad.
—Deja que te vea la cara. —La atrapó entre sus manos, la miró a los ojos y suspiró—. Mierda, es verdad. No me gusta dejarte sola.
—Lo sé, sé que te estoy pidiendo algo muy difícil. Pero me quedo con Keegan y mi feroz perro.
Botarate se subió al puente de un salto y se sacudió con alegría. El agua voló por todas partes; le brillaban los ojos. Sin embargo, Breen recordaba cómo había irrumpido en el campo de batalla; recordaba la sangre que le manchaba el hocico y la furia del guerrero en aquellos ojos tan felices.
—Y —añadió— resulta que soy una bruja bastante poderosa.
—«Bastante poderosa» es quedarse corta. Me iré, aunque tienes que prometerme que me enviarás un mensaje. Uno al día, Breen; esa es mi condición. Mándame, yo qué sé, un halcón o algo.
—Ayer estuve en la tienda de Ninia Colconnan y te compré un espejo mágico.
—¿Un qué?
—Es un medio para hablar contigo. Además, es bonito. Considéralo como una especie de videoconferencia por Zoom. Te enseñaré cómo funciona. —Metió las manos en los rizos de su melena pelirroja—. Me quitas un peso de encima, en serio. También es más práctico. Si Sally y Derrick intentan ponerse en contacto con nosotros y no nos encuentran, van a preocuparse.
Había calculado que le resultaría útil usar a Sally, a quien ambos consideraban una madre, para darle el empujoncito final.
—Sí. —Marco hundió las manos en los bolsillos—. Sí, he estado pensando en eso.
—Así puedes solucionarlo, llámalos a Filadelfia por videoconferencia cuando vuelvas. Y —añadió pinchándole la barriga con un dedo— ponte de nuevo a trabajar de una vez, por mí.
Breen se agachó para pasar las manos por encima de Botarate y secarlo hasta que los tirabuzones morados recuperaron su aspecto mullido.
—¿Y tú? Sé que no puedes estar escribiendo mucho —dijo Marco.
—Un poco. —Le dio un tironcito cariñoso a la barba de perro de Botarate antes de levantarse—. No he sido capaz de trabajar en la siguiente aventura de Botarate, ahora mismo no puedo escribir cosas alegres. Pero sí estoy trabajando en el segundo borrador de la novela adulta. Ahora comprendo mejor las escenas de batalla.
—Ay, Breen.
Ella se apoyó en Marco. Siempre podía apoyarse en él.
—No pasa nada. Ya hemos hablado del tema. Luchamos contra seres malvados y los matamos. —Le lanzó una mirada gris y dura, y cuadró los hombros—. Cuando llegue el momento, lo haré otra vez. Y otra vez, hasta que esto se termine.
Entonces se ablandó y apretó las manos de su amigo.
—Venga, te ayudaré a hacer la maleta y te daré una clase sobre espejos mágicos.
Envuelta en la niebla del amanecer, lo observó marchar. Su Marco, urbanita de pies a cabeza, montaba en la silla como si hubiera nacido en una. La yegua, juguetona, bailaba bajo él, y lo oyó reírse cuando salió al trote con los guerreros, en dirección oeste. Sobre ellos, un trío de dragones relucientes como gemas a la luz del alba volaban con sus jinetes por aquel cielo gris de noviembre. Un par de hadas aladas los seguían.
La batalla y la sangre regresarían, librada y derramada por culpa del dios caído, Odran. Su abuelo. Sin embargo, Marco estaría a salvo, tan a salvo como podría estarlo cualquiera en una tierra dedicada a la paz y amenazada por un dios decidido a traer la guerra. Y su amigo, el mejor ser humano que hubiera existido nunca, estaría con el hombre a quien amaba. Por ahora, era la mejor situación posible.
—Estará más que bien —le aseguró Keegan, que, a su lado, observaba perderse entre la niebla a los que había enviado al oeste—. Y has hecho bien al animarlo a marcharse.
—Lo sé. Y sé que ayudará a consolar al valle. Es importante.
—Sí que lo es. Tú también ayudarías en ese sentido. Quiero que te quedes por… varias razones, pero sé que allí cumplirías un cometido e igualmente encontrarías consuelo.
—No estoy lista para ese consuelo.
Breen examinó a aquel hombre, a aquel brujo, a aquel guerrero al que había llegado a amar, a desear, a necesitar hasta extremos casi insoportables. Fuerte por fuera y por dentro, con el pelo oscuro alborotado y la trenza de guerrero. Y vio tanto fatiga como rabia en la profundidad de sus ojos verdes.
—Tú tampoco —le dijo.
—No, tampoco. Ni de lejos.
—Y con Odran encerrado de nuevo, aquí y ahora ya no queda nadie contra quien luchar —sentenció Breen.
Él le dedicó una mirada larga y fría.
—Desear la guerra es desear la muerte. Esas no son nuestras costumbres.
—No es eso lo que estoy diciendo, Keegan. Hay que entrenarse para la guerra porque Talamh y el resto de los mundos necesitan protección y defensa. Tú me lo enseñaste, a las malas, tirándome de culo durante los entrenamientos y dejándome dolorida más veces de las que prefiero contar.
Keegan se encogió de hombros y miró hacia uno de los campos de entrenamiento.
—Últimamente no es tan fácil derribarte.
—Porque te contienes. Odio reconocer que siempre lo has hecho. Nunca seré un gran espadachín; bueno, espadachina; ni una Robin Hood con el arco.
—Esas historias son buenas. Las de Robin Hood. Y no, no lo serás.
—Ahora sí que no te has contenido —repuso ella.
Keegan sonrió un poco y se enrolló en el dedo uno de los rizos de Breen.
—¿Por qué mentir cuando la verdad está tan clara? Eres mejor que antes.
—Lo que no es decir mucho.
—Eres mejor que antes después de ser mejor que antes. Tu magia es… formidable. Es y siempre será tu mejor arma. ¿Y esto? —Le levantó la mano, le giró la muñeca y le recorrió con un dedo el tatuaje—. Misneach. Valor, y el tuyo es tan espectacular como tu magia.
—No siempre.
—De sobra. Has alejado a Marco y te has negado ese consuelo por el bien de los demás. Eso es valor. Irías con él, pero te quedas porque necesito que te quedes.
—Por varias razones.
—Por varias razones.
Los más pequeños salieron al campo de entrenamiento, algunos aleteando, otros con velocidad élfica y otros todavía bostezando para espantar el sueño. Breen se percató de que no era día lectivo, ya que Talamh siempre daba prioridad a la educación. Miró a Botarate y sus ojos suplicantes.
—Adelante.
El perro salió disparado mientras ladraba de júbilo.
—No me has preguntado por ellas —comentó Keegan—, por las razones.
—Crees que estaré más segura aquí contigo. Shana intentó matarme dos veces y ahora es suya. Es de Odran.
—Todos los portales están protegidos. No puede cruzarlos. No puede hacerte daño.
—No me va a matar.
Él entornó los ojos.
—¿Lo has visto?
Breen negó con la cabeza.
—Sé que no le voy a dar esa satisfacción. Y está Yseult. Me ha atacado dos veces, no para matarme porque, a diferencia de Shana, no está, como dice Marco, loca de remate, sino para incapacitarme lo suficiente como para conducirme hasta Odran. La primera vez habría tenido éxito de no ser por ti. La segunda fue justo ahí. —Se volvió para señalar—. Me encargué de ella. Pero dejé que mis emociones, mi rabia y mi necesidad de hacerle daño y castigarla, se interpusieran en mi camino, y no logré destruirla. No volveré a cometer el mismo error.
—Te has vuelto implacable, ma bandia.
¿Implacable? No estaba segura. Pero estaba decidida. Resuelta.
—Me consideré una persona corriente, o incluso inferior, durante mucho tiempo. Ahora sé lo que soy, lo que tengo, y lo utilizaré. Que te preocupes por mí te impide concentrarte en lo que precisas hacer. Deberías parar.
Como ella, Keegan observaba a los niños alinearse para el entrenamiento. Todos pequeños, pensó, con una mezcla de orgullo y rencor. Y, tras apoyar la mano en la empuñadura de la espada, recordó que, tiempo atrás, él había sido igual y había hecho lo mismo.
—¿Crees que la única razón por la que quiero que te quedes es porque me preocupo por ti?
—Es un factor, pero aquí también soy útil, y eres consciente de eso.
—Sí, es verdad. Me has ayudado a curar a los heridos y has ofrecido consuelo con tus visitas a los dolientes. Todavía lo haces. Y cargas con parte de su dolor. Se te nota.
—Muchas gracias. Voy a empezar a usar hechizos de glamour.
—Eres preciosa.
Lo dijo de forma tan natural, como si no fuera más que un hecho de la vida, que Breen sintió un absurdo escalofrío de placer.
—Incluso cuando estás cansada —siguió diciendo Keegan— y demasiado pálida, y te veo toda esa tristeza encima.
—A ti te pasa lo mismo. Sí, eres el taoiseach; sí, es tu deber, pero es más que eso. Tú también los lloras, Keegan.
—No me quites eso. —Le agarró la mano antes de que Breen pudiera ponérsela sobre el corazón—. Ni una pizca. Lo necesito, igual que necesito la rabia y la sangre fría. Sé que ayudaste con los fallecidos, que es algo que preferiría que no hubieras tenido que vivir nunca.
—También es mi gente. Soy tan talamhesa como estadounidense. Seguramente más, en el fondo.
—Y, aun así, habría preferido que no lo vivieras. Has enviado a Marco de vuelta y, por ahora, no te puedo ofrecer la misma compañía aquí, en un lugar que no es tu hogar, como puede serlo Irlanda o el valle. Apenas he tenido tiempo para hacer otra cosa contigo que no sea dormir o el amor, y ha habido más sueño que sexo, siento decir. Creo que esta conversación, aquí y ahora, es la más larga que hemos mantenido desde la batalla.
—Eres el taoiseach, tienes reuniones del consejo y juicios. Sé que has hablado con todos los heridos, con todos los que han perdido a alguien. Lo sé porque me lo cuentan. Hay reparaciones, entrenamientos y ni me imagino qué más. ¿Crees que espero que pases más tiempo conmigo cuando tienes tantas otras cosas que hacer y en las que pensar?
Keegan la miró como siempre hacía, con el alma en los ojos. Después apartó la vista de nuevo, y observó el campo de entrenamiento y el pueblo.
—No, no lo esperas, y puede que por eso desee poder dártelo. Todavía eres un misterio para mí, Breen Siobhan. Y también es otro misterio todo lo que siento por ti. No siempre me gusta.
Eso la hizo sonreír de nuevo.
—Lo cual es algo que me has dejado muy claro.
—Te necesito aquí por todas las razones que has mencionado —dijo Keegan—. Sí, por todo eso, pero además por mí. No es algo que tenga que gustarme, pero… te lo estoy explicando lo mejor que puedo.
A Breen, aquellas palabras le llegaron muy hondo; saber que lo estaba intentando.
—Cada vez se te da mejor. El explicarte —le aclaró Breen—. Nunca vas a ser un experto, pero creo que, con la práctica, podrías llegar a ser lo bastante competente.
Keegan esbozó un amago de sonrisa.
—Esa ha sido una pulla muy certera.
—Eso me parecía. Me gusta que me necesiten. —Recorrió con los dedos la trenza de guerrero que recorría el lateral de la cabeza del taoiseach—. Me he pasado mucho tiempo sin que nadie me necesitara. Marco, sí, y Sally y Derrick. Aunque eso es distinto. Así que, ahora mismo, el sueño, el sexo y todo lo demás que consigamos encajar en nuestro tiempo me parece suficiente.
—Y ahora mismo no me queda más tiempo. Una puñetera reunión del consejo.
—No pasa nada. Dentro de poco me toca bajar a entrenar. El puñetero tiro con arco.
—Me dicen que ya no eres tan lamentable como antes.
—Cierra el pico. Ve a ser el líder del mundo.
Keegan le puso las manos bajo los codos y la levantó para mantenerla de puntillas. La besó y siguió besándola mientras la bruma matutina se levantaba y la luz del sol empezaba a bañarlo todo.
—Llévate a Botarate, ¿de acuerdo? Y a alguien, a Kiara, a Brigid o a quien quieras, si vas a la ciudad o de visita.
—Deja de preocuparte.
—Me preocuparía menos si hicieras lo que te digo —insistió él.
—Está bien. Preocúpate menos. Voy por mi arco y a ser menos lamentable. También creo que me lo voy a pasar mejor que tú.
—No me cabe duda. Mantén cerca al perro —repitió él antes de alejarse por el puente hacia el castillo, donde la bandera ondeaba a media asta.
Se mantenía ocupada un día tras otro, entrenando y ayudando con el dolor —tanto de forma mágica como práctica—, y pasaba todo el tiempo posible con la familia de Phelin. También era su familia, pensó, ya que cada vez recuperaba más recuerdos de sus primeros tres años de vida. Las enormes manos de Flynn lanzándola en el aire para que chillara, Sinead glaseando galletas, ella corriendo por los campos con Morena, y tramando aventuras con Seamus y Phelin. Con ellos se sentía tan en casa como en la granja en la que había nacido. Sin embargo, fue Flynn, el guerrero, el miembro del consejo, el padre, quien finalmente rompió la tensa cuerda con la que había estado conteniendo su tristeza.
Ella quería aire y tranquilidad, así que, después de concederse dos horas por la mañana temprano para trabajar en su libro —con la esperanza de poder dedicarle otras dos por la noche—, se llevó a Botarate de paseo. No sería más que un rato, un lapso robado, tal como ella lo veía, para no hacer nada. Después trabajaría con Rowan —miembro del consejo y parte de las sabias— y con unas cuantas brujas jóvenes en pociones y amuletos. Seguirían reponiendo las reservas empleadas después de la batalla. La magia no era cuestión de un abracadabra y ya está, sino de esfuerzo, habilidad, práctica e intención.
También encontraría hueco para ayudar con los cultivos destruidos durante el enfrentamiento. Esperaba convencer a Sinead y Noreen para que fueran a trabajar con ella, y que así les diera el aire y el sol, aunque fuera solo una hora. Después de eso le tocaba entrenamiento, la parte más odiosa del día. Lucha con espada y cuerpo a cuerpo era la tortura de esa tarde, y ya casi podía verse los moratones.
Era sorprendente lo ocupada que estaba, lo rápido que un día se transformaba en el siguiente. Aunque el castillo no dejaba de fascinarla, aunque el salvaje rumor del mar no dejaba de entusiasmarla, echaba de menos su preciosa casa del otro lado, echaba de menos la granja al oeste de Talamh, a sus amigos de allí, a su abuela. Y, para sí, reconocía que también echaba de menos la satisfacción que le reportaba la rutina que seguía desde que se marchó de Filadelfia, hacía ya tantos meses. Sin embargo, allí la necesitaban, por el momento, y había llegado a comprender que el mero hecho de verla realizar sus tareas diarias servía para que los habitantes de la Capital sintieran esperanza, después de tanta pérdida.
Dejó que Botarate jugara en el agua, bajo el puente, y, a través de su vínculo con él, supo que, aunque aquello lo hacía feliz, echaba de menos su bahía, echaba de menos correr por el campo con los hijos de Aisling y jugar con Mab, la lobera irlandesa que los cuidaba. Cuando el perro salió del agua para sacudirse, ella lo secó con un gesto. El viento de noviembre soplaba con brío, y olía a mar y tierra revuelta. Vio a algunas personas trabajando en los huertos de las colinas y los campos, intentando devolverles la vida a los cultivos de invierno. Había trabajado con otras sabias para sanar el suelo quemado y ensangrentado, y ahora contemplaba el fruto de su trabajo en las calabazas naranjas, los calabacines amarillos y los tonos verdes de la col rizada y del repollo.
Las flores y las hierbas aromáticas estaban de nuevo en su esplendor. Vio paja nueva en los tejados de las casas, niños que jugaban en los patios, gente en el pueblo mirando en los puestos y las tiendas, humo brotando de las chimeneas. La vida y la luz eran tozudas, pensó. Tenían que florecer y brillar contra la oscuridad, y lo harían. Nadie las apagaría como una vela, sino que su llama ardería para siempre. Ella formaba parte de eso y haría lo que fuera preciso para mantener aquel fuego encendido.
Botarate brincaba delante de ella y se metió bajo las ramas colgantes de un sauce. Lo siguió y se encontró a Flynn sentado en un banco de piedra, con la cabeza del perro en la rodilla. No le hacía falta atisbar la tristeza de aquel hombre, ya que la percibía como una losa sobre el corazón. Aun así, sonrió al reconocerla y le dio unas palmaditas a Botarate en el copete rizado.
—Este perro es un tesoro.
—Sí que lo es.
—Y pronto será famoso en el mundo entero, gracias a las canciones y las historias. Desde este banco se ve mucho. La aldea y su ajetreo, los campos y las colinas, la sombra de las montañas, y, si prestas atención, se oye el redoble del mar detrás de ti. Tu yaya colocó aquí este banco antes de que yo naciera. La vi aquí sentada muchas veces con tu padre, pensando y buscando la paz. Y allí —añadió señalando algo, así que Breen se le acercó más—, en esa casa, vivía una chica por la que me moría de amor en mi desbocada juventud. Antes de Sinead, claro, porque esa mujer me puso un candado irrompible en el corazón. Pero el anhelo por aquella muchacha fue real mientras duró, y su recuerdo, inofensivo y dulce.
—¿Dónde está ahora esa chica?
—Se casó con un granjero y tuvieron tres hijos…, no, cuatro, creo. Están en las tierras medias, y vienen por aquí para comerciar y hacer trueques. Siéntate un momento conmigo. Necesitaba tomar aire fresco un rato.
Breen vaciló, pero el instinto le dijo que precisaba la compañía tanto como el aire. Cuando se sentó y Flynn le puso una mano sobre la suya, supo que había acertado.
—Cuando tu padre y yo éramos pequeños, en el valle, yo anhelaba la Capital, su bullicio. No tenía madera de granjero, como Eian o mi padre. Tampoco era tan listo como mi progenitor, que tenía un don para construir cosas. Estaba la música, claro. Ah, por eso Eian y yo permanecíamos unidos como siameses. Y me encantaba tocar en los pubs, aquí y al otro lado. Eian, Kavan, Brian y yo… Siempre han sido mis hermanos. Pero ansiaba la vida del soldado, esa es la verdad. Criar una familia con Sinead en el valle fue precioso, una época de alegría y también de paz. Durante un tiempo. —Se volvió para mirarla—. Tu madre hizo feliz a tu padre. Tienes que saberlo.
—Lo sé.
«Durante un tiempo», pensó para sí.
—Pero tú, conejito rojo, tú eras el latido de su corazón, la luz de su alma. Cuando Odran te robó… Un hombre menos fuerte que él se habría vuelto loco y habría permitido que esa locura lo gobernara. Eian era un gran hombre, así que puso freno a su corazón y empleó su mente, su poder y su fuerza. Como hiciste tú, que eras poco más que un bebé. Como hiciste tú —murmuró Flynn.
—Tu madre me trajo de vuelta a casa, volando, y Sinead me acunó y me cantó. Ahora lo recuerdo con toda claridad, lo segura que consiguieron que volviera a sentirme después del miedo que había pasado. Cuando regresé, la yaya me ayudó a ver en el fuego cómo había luchado mi padre aquella noche y cómo había luchado ella. Y… contigo, con tus grandes alas y tu espada. Luchaste por mí, por él. Por Talamh.
—Fue una noche horrenda y brutal, pero deseaba ser guerrero, y habría muerto por ti, por él y por Talamh. Era mi elección. Pero sobreviví. Esa noche perdimos a Kavan.
—Lo sé.
—Era como un hermano para mí. Luego cayó Brian y después Eian. Sus muertes, las muertes de mis hermanos, se llevaron parte de mí, como debe de ocurrir con la muerte. A pesar de todo, yo seguí vivo, seguí siendo un guerrero, un marido, un padre y también un abuelo, mientras aprendía a vivir sin esos trozos que me arrebataba la muerte. A los muertos se los honra viviendo, esforzándose y plantando cara.
—Lo sé.
Ambos miraron al frente. Un conejo, gris como los ojos de Breen, saltaba por un campo, camino de una hilera de coles.
—Es la primera vez que pierdo a alguien cercano. Creía que mi padre me había abandonado, sin más —dijo ella.
—No lo habría hecho jamás.
—Ahora lo sé, y también sé que honráis a los seres queridos fallecidos viviendo, esforzándoos y plantando cara.
—Me siento en el consejo, y allí hago lo que puedo por ser sabio y honrado. Lucho contra lo que nos ataca. Ahora, Breen, ahora abrazo a mi esposa, a la esposa de mi chico, a su hermano, a su hermana y a mis padres. Estos brazos tienen que ser fuertes por ellos, porque esos trozos se pierden en su interior.
»Pero mi niño, el hijo que sostuve en mis manos cuando dio su primer aliento, ya no está. Y el hijo que espera a nacer nunca conocerá a su padre. Su mujer nunca sentirá de nuevo sus brazos rodeándola. Su madre nunca volverá a oír su voz ni a verle la cara. Esas partes han desaparecido y no sé cómo vivir sin ellas.
Breen no tenía palabras de consuelo, así que se limitó a abrazarlo. No podía mitigar su pena, no había poder en el mundo capaz de hacerlo. Sin embargo, permitió que entrara dentro, sintió aquel dolor arrollador para, al menos, compartirlo con él.
—Eres un guerrero —dijo al fin—. Un marido, un padre y un abuelo. Le plantarás cara. Todas esas partes que te robó la muerte están llenas de la luz de las personas que has perdido. La luz de Phelin está dentro de ti y siempre lo estará. —Las lágrimas pugnaban por salir, pero ella no pensaba consentírselo—. Puedo sentir su luz en ti, y la de mi padre. —Se retiró lo suficiente como para ponerle una mano en el corazón y, mirándolo a los ojos, le transmitió sus sentimientos—. Es tan brillante que ni siquiera la muerte es capaz de atenuarla.
Flynn le apoyó la cabeza en el hombro y suspiró una vez.
—Habría estado muy orgulloso de ti.
—Su luz también está dentro de mí —repuso ella.
Flynn levantó la cabeza y le acarició el pelo.
—Lo veo en ti y eso me consuela. Eres un consuelo para mí. —Le dio un beso en la frente—. Doy las gracias al poder que decidiera ponerme aquí, en este momento, y a ti conmigo, conejito rojo —murmuró antes de darle otro beso y dejarla sola bajo el sauce.
Y sola tuvo ganas de temblar bajo el peso de aquella tristeza compartida; simplemente ceder. Pero no allí, donde alguien podría encontrarla o verla. Salió de aquel lugar, se alejó de las ramas y llamó a su dragón. Sí, sí, por Dios, necesitaba aire, distancia y desahogarse.
Cuando aterrizó Lonrach, montó sobre su lomo rojo de puntas doradas.
—Espera —le dijo a Botarate antes de que pudiera subirse corriendo con ella—. Espera un momento.
Y salió disparada con Lonrach. Voló deprisa y alto, con el pelo y la capa al viento. El aire descendió de temperatura al subir cada vez más arriba, a través de las nubes y de la humedad que contenían. Cuando Talamh se extendió bajo ella, convertida por la distancia en el juguete de un niño, Breen gritó. Gritó una y otra vez la rabia que estaba tan estrechamente unida a su tristeza. Sintió que el aire vibraba con ella, oyó que el trueno retumbaba con ella, vio que el relámpago la atravesaba. Y le dio igual.
Aquello era para ella y solo para ella, por cada gota de sangre derramada, por cada lágrima, por toda la pérdida. La oscuridad y la luz, facetas gemelas de su rabia, chocaron de tal modo que el cielo se arremolinó y tembló, que las nubes se rompieron y lloraron. Alzó los brazos con las manos cerradas en un puño y le dio la bienvenida a la tormenta.
—¡Yo te condenaré! —gritó—. Juro por todos los dioses, por mi padre, por Phelin y por todos que te daré muerte.
Bajó con Lonrach cada vez más, enseñándole adónde tenía que ir, el lugar que no había logrado visitar desde aquel maldito día. Cuando aterrizaron en el bosque, con los árboles azotados por el viento y la lluvia cayendo sin parar, desmontó de un salto para colocarse frente al árbol de las serpientes. Su sangre había abierto aquel portal y, a través de él, el infierno había llegado a Talamh; ella, su abuela y Tarryn lo habían cerrado con la suya.
Reunió poder, más y más poder, alzó el rostro a la tormenta y se fundió con ella. Y permaneció allí, encendida como un fuego, tanto dentro como fuera de sí misma.
—Escúchame, Odran el Maldito; escúchame y tiembla. Soy Breen Siobhan O’Ceallaigh. Soy hija de las hadas, de los hombres y de los dioses. Soy la luz y la oscuridad, la esperanza y la desesperación, la paz y la destrucción. Soy la llave, el puente, la respuesta. Y, con todo lo que soy, acabaré contigo. Te hervirá la sangre en las venas, te arderá la carne, y todos los mundos oirán tus gritos de miedo y de dolor. Escúchame, Odran, igual que los dioses te expulsaron antaño, yo te reduciré a cenizas, y ni el mismo infierno las querrá. Y no serás nada. Ese es mi juramento. Ese es mi destino.
De las manos alzadas brotaba luz, y sus ojos eran tan oscuros y feroces como la tormenta.
—Breen. Breen, aléjate de ahí.
Volvió la cabeza de golpe, y el poder con ella. Keegan tuvo que bloquearlo con ambas manos para no caer.
—Da un paso atrás —repitió él—. ¿Quieres arriesgarte a abrirlo con tu furia?
—No se abrirá. Pero me oye.
—Pues ya has dicho lo que tenías que decir. Ahora retrocede.
Como Breen estaba demasiado cerca del árbol y emitía poder —una oleada tras otra de fuerza mágica—, él se le aproximó. Cuando la tomó del brazo, la descarga lo estremeció hasta los huesos, pero la apartó del árbol. Botarate esperaba, mojado y gimiendo, mientras Breen miraba a los ojos a Keegan, que rebosaba poder y furia.
—¿Crees que puedes detenerme?
—Si debo hacerlo… —El joven se colocó entre el portal y ella, y vio que parte de su genio se transformaba en desconcierto—. Tienes que soltarla ya.
—¿El qué? ¿Soltar el qué?
—Has traído la tormenta. Ahora suéltala.
—Ay, Dios mío. —Breen se llevó una mano a la cara, estremecida—. Lo siento. Lo siento. —Temblando, se dejó caer en el suelo—. Lo siento mucho.
El viento se cortó de golpe; la lluvia cesó. El poder que vibraba en el aire empezó a disiparse.
—No tenías que haber venido aquí tú sola —empezó a decir Keegan, pero ella se hizo un ovillo y se echó a llorar.
Tras vaciarse de rabia, solo le quedaban lágrimas.
Keegan se agachó a su lado, y Botarate corrió hacia ella y se puso a gimotear.
—Vale, ya pasó —dijo el joven mientras le acariciaba el pelo, la espalda y los hombros para calentarla y secarla. Después la abrazó e intentó encontrar las palabras adecuadas, pero lo único que le salía era—: Vale, ya pasó.
—Lo siento.
—Ya lo has dicho. Ha terminado. Llora si lo precisas, hasta que termine también.
—He estado un rato con Flynn y… Ya no podía aguantarlo más. No podía seguir guardándomelo dentro. Necesitaba…
—Gritarles a los dioses.
Cuando Breen levantó la cabeza, él agachó la suya.
—Supongo que te habrán oído hasta en el extremo occidental.
—Ay, qué estúpida soy. —Se tapó la cara con las manos—. No debería… Asusté a todo el mundo cuando…
—¿Asustar? Mujer, somos talamheses, no papanatas sin carácter; no nos asustamos cuando una de los nuestros libera su poder. Y un poder como el tuyo, bueno, es para celebrarlo. Eso sí, la tormenta ha sido un poco excesiva; la gente se va a pasar algún tiempo persiguiendo la ropa que ha salido volando de los tendederos y demás.
—Lo…
—No lo digas otra vez, por los dioses; es agotador. Me prometiste que no vendrías aquí tú sola.
—No pretendía hacerlo. —Tras otro sollozo, sacudió la cabeza—. Quiero decir que no pensaba hacerlo. Creo que me he vuelto un poco loca durante un momento.
—Durante una puñetera hora, como mínimo. Me ha costado encontrarte y me habría costado más sin este de aquí. —Acarició a Botarate—. Vino a buscarme. Estaba a punto de dar contigo cuando los cielos se abrieron. Supongo que estarás cansada después de descargar tanta energía y unos cuantos litros de lágrimas. Podemos partir por la mañana, en vez de esta tarde.
—¿Partir? ¿Adónde?
—Al valle.
Se levantó y le ofreció una mano para ayudarla a ponerse en pie.
—No. —Breen se levantó deprisa—. Keegan, necesitaba desahogarme o, por lo menos… —Miró de nuevo el portal—. Necesitaba hacérselo saber. Pero no puedes enviarme de vuelta solo porque haya tenido un… episodio.
—¿Así se llama? Es mi primera experiencia con ovejas que vuelan.
—Ay, Dios.
—No les ha pasado nada. Y, aunque es bien cierto que preferiría hacerte regresar (y soy el taoiseach, así que podría hacerlo), me requieren en otra parte y ya he dedicado a la Capital todo el tiempo que le debía. Por ahora. Vendrás conmigo porque lo necesito y estoy muy seguro de que tú también.
—Sí. —Se arrimó y le apoyó la cabeza en el hombro—. Sí, lo necesito. ¿Podemos irnos ya?
—Podemos. Después de limpiarnos un poco, tienes tiempo de despedirte y reunir lo que tengas que llevarte. Y no me importaría que avisaras a Marco por el espejo mágico para que nos preparase algo. Sus albóndigas no me vendrían nada mal esta noche.
—Vale —respondió Breen, exhalando—. Deja que haga un glamour para que no se note que he estado llorando.
—No —le dijo Keegan, y le cogió la mano—. Te han oído lamentarte, deja que lo vean. Deja que te vean. Y que sepas que Odran no tiene absolutamente nada que hacer, ni en el cielo ni en el infierno, contra la mujer que he visto aquí, ardiendo como mil velas. Nada que hacer. Y ahora vámonos. No hay tiempo que perder.
2
Se despidió de todos, y metió en la bolsa de viaje mensajes de la madre de Morena y de la de Keegan para sus hijas. Cuando se sentó en el amplio lomo de Lonrach con Botarate, pensó en el apresurado vuelo a la Capital, en la urgencia y el miedo que la habían enviado al este. Ahora volaba de vuelta a casa, aunque cambiada para siempre.
Conocía lo que se extendía bajo ella, a la sombra de las alas de Lonrach. Conocía las verdes colinas y los fértiles valles, el aroma de los bosques tupidos, la majestad de los picos montañosos. Las aldeas, casas y cuevas, y a todos los que las habitaban.
Allí, bajo las nubes, un caballo y su jinete iban al galope, y una mujer con capa llevaba una cesta al brazo. Había un ciervo tan regio como un rey en la linde del bosque y una mujer en la orilla de un arroyo, con el sedal en el agua y un bebé envuelto en un arrullo y tumbado en una manta, a su lado.
Habría troles trabajando en las minas de las cuevas, en lo más profundo de las montañas, y niños en las aulas, aburridos de las clases y soñando con aventuras. Los granjeros vigilarían su cosecha de invierno y afilarían los arados; las madres acostarían a los más pequeños para que se echaran la siesta. Y los guerreros entrenarían sin parar para perfeccionar todas y cada una de sus habilidades, y proteger así las colinas y los valles, las montañas y los arroyos, y a todos los que allí moraban.
Ahora ella también formaba parte de todo eso, porque, hasta entonces, a pesar de la magia, de la sangre compartida y del conocimiento, no había sido del todo cierto. Porque ahora había luchado, matado y sangrado por Talamh.
Miró a Keegan, tan alerta, tan intenso. Un hombre impaciente que, de algún modo, contaba con un pozo infinito de paciencia. Un hombre duro que, en esencia, era pura bondad. Una contradicción viviente. Al final llegó a la conclusión de que encajaba, porque Keegan lucharía, mataría y sangraría por el objetivo más vital de su mundo: la paz.
Acercó a Lonrach un poco más a Cróga, su cabalgadura, para poder hablar con él por encima del ruido del viento.
—¿Qué pasará ahora?
Él la miró, aunque brevemente, antes de seguir examinando la tierra, el aire y el mar lejano.
—Entrenarás para el combate y con la magia, como antes.
—No, me refiero a ahora.
—Eso es ahora, mañana y pasado mañana. Tenemos tiempo, pero no podemos desperdiciarlo. Aunque Odran ha perdido más que nosotros, él no se dedicará a llorar a sus muertos, ya que los demonios y las criaturas oscuras que envió a destruirnos no significan nada para él. Pero ha perdido poder.
—Tiene que reunirlo de nuevo. Podría tardar semanas, meses o incluso años.
—Años no. Esta vez no —dijo Keegan.
—Porque estoy aquí.
—Cree estar muy cerca de conseguirte, de arrebatarte cuanto eres. Eres la llave, el puente, la hija de hombres, hadas y dioses que tiene lo que él ansía. Cree estar muy cerca de conseguir cuanto quiere y de vengarse de los mundos. —Keegan la miró de nuevo—. Pero se equivoca. Está más lejos que nunca.
—¿Por qué?
—Por todo lo que eres. Ahora, ¿quieres que vayamos al valle o a tu casa? Te llevaré donde quieras ir antes de partir al sur.
—¿Te vas al sur?
—Tengo deberes a los que no podía atender mientras me necesitaran en la Capital. Mahon se ha estado encargando de las reparaciones por allí, de la demolición de la Casa de los Rezos y de la construcción del monumento conmemorativo.
—Entonces quiero ir al sur.
—Llevas varias semanas sin pasar por casa.
—Igual que tú. No, no soy la taoiseach —añadió antes de que él la interrumpiera—, pero me pediste que los dejara ver mi pena. Que dejara que me vieran. ¿Te referías solo a los habitantes de la Capital?
Keegan guardó silencio un momento y se limitó a observarla. Entonces asintió y viró al sur.
—Será agradable cambiar a un clima más cálido —comentó como si nada.
—No te digo que no, pero me gusta el frío. Me gusta ver lo que les hace a los árboles. El verde de los pinos parece más intenso con los colores que brotan de los robles, los castaños y los arces. La luz cambia y las noches son largas. Los ciervos se cubren con sus abrigos de invierno. No esperaba ver aquí el otoño, ni el invierno, que se acerca tan deprisa. No cuando llegué a Irlanda, ni cuando crucé el portal a Talamh por primera vez.
Breen señaló a un par de jinetes de dragón que surcaban el cielo, más al norte.
—Son nuestros —dijo Keegan—. Patrullan.
—Nuestros. Odran no tiene dragones —repuso ella, que acababa de caer en la cuenta.
—No. No puede atraerlos a su bando ni esclavizarlos, como hace con algunos seres feéricos. Son puros.
—¿Y si convierte a su jinete?
—Los dragones no se doblegarán, ni siquiera por su jinete. Lo lloran y, a menudo, se mueren de pena. Si Odran esclaviza a un jinete contra su voluntad, lo esperan.
Keegan acarició las suaves escamas de Cróga.
—Los destruiría a todos si pudiera porque nunca serán suyos. Ahí —añadió, señalando—. El sur y su mar.
Todavía estaba lejos, pero Breen vio que las aguas más azules del mundo se alargaban hacia la eternidad, delimitadas por unas playas de color dorado. Había hadas volando, ovejas en los pastos, colinas verdes que se elevaban y ondulaban hacia el sol, y bosques tupidos que se extendían más allá de la arena.
En una colina, sobre las playas y la aldea, vio un dolmen enorme, blanco como la cal.
—¿Es ese el monumento?
Él lo sobrevoló en círculos para examinarlo por todas partes. Y, sí, recordó.
—Aquí se irguió durante muchos años la Casa de los Rezos, concedida a los píos después de que muchos de los de su fe… En realidad, no creo que fe sea la palabra correcta, ya que no