La armadura de la luz (Saga Los pilares de la Tierra 4)

Ken Follett

Fragmento

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1

Sal Clitheroe nunca había oído gritar a su marido, hasta ese día. A partir de entonces, no volvería a oírlo gritar jamás, salvo en sueños.

Era mediodía cuando llegó a Brook Field. Sabía qué hora era por la textura de la luz que asomaba tímidamente entre las nubes gris perla que encapotaban el cielo. El campo era una extensión de poco más de hectárea y media de terreno llano y embarrado, con un impetuoso riachuelo que fluía por un lado y una loma baja en el extremo sur. El día era frío y seco, pero había llovido durante toda la semana, y Sal se abrió paso chapoteando entre los charcos, con el pegajoso fango tratando de arrancarle los zapatos hechos con sus propias manos. Le costaba trabajo avanzar por el lodazal, pero era una mujer grande y fuerte y no se cansaba con facilidad.

Había cuatro hombres recogiendo una cosecha invernal de nabos, agachándose, incorporándose y levantando y apilando los tubérculos nudosos de color pardo en unas cestas amplias y bajas llamadas corbes. Cuando el corbe estaba lleno hasta arriba, el jornalero lo llevaba al pie de la loma y volcaba los nabos en el interior de un robusto carro de roble de cuatro ruedas. Sal vio que los hombres casi habían terminado, pues no quedaba ni un solo nabo en la parte más próxima del campo y los jornaleros ya habían alcanzado la ladera del monte.

Todos iban vestidos de igual modo: llevaban camisas sin cuello, calzones cortos hasta la rodilla tejidos a mano por sus mujeres y chalecos que habían comprado de segunda mano o bien heredado de entre la ropa desechada por hombres de las clases más pudientes. Los chalecos nunca se desgastaban. El padre de Sal había tenido uno muy elegante, un chaleco cruzado a rayas rojas y marrones y ribeteado con cordoncillo, sin duda descartado por algún dandi de ciudad. Su hija nunca lo había visto vestido con otra cosa, y lo habían enterrado con él.

Los jornaleros iban calzados con botas usadas y remendadas una y otra vez, y todos llevaban la cabeza cubierta con una prenda distinta: un gorro de pelo de conejo, un sombrero de paja de ala ancha, un sombrero alto de fieltro y un sombrero de tres picos que podía haber pertenecido a un oficial de la armada.

Sal reconoció el gorro de pelo. Era de su marido, Harry, y se lo había hecho ella misma, después de cazar al conejo, matarlo de una pedrada, desollarlo y guisarlo a la cazuela con una cebolla. Aunque habría reconocido a Harry también sin el gorro, incluso de lejos, por la barba pelirroja.

Harry era un hombre delgado pero fibroso, y no aparentaba lo fuerte que era en realidad: podía llenar su cesta de nabos, cargándola hasta arriba como los jornaleros más corpulentos. Solo de mirar aquel cuerpo duro y musculoso al fondo del barrizal, Sal ya sintió una punzada de deseo en su interior, una mezcla perfecta de placer y expectación, como si acabara de percibir el cálido olor de un hogar de leña tras haber pasado frío a la intemperie.

Mientras atravesaba el lodazal, le llegaron sus voces. Cada escasos minutos, un hombre interpelaba a otro y luego seguía un breve intercambio que acababa en un estallido de risas. Sal no alcanzaba a descifrar sus palabras, pero se imaginaba la clase de cosas que estarían diciendo. Seguro que se trataba de las pullas y las chanzas típicas entre peones del campo, joviales exabruptos y desenfadadas obscenidades, bromas destinadas a aliviar la monotonía del trabajo duro y repetitivo.

Había un quinto hombre observándolos, de pie junto al carro y con una fusta corta en la mano. Iba mejor vestido que los otros, con una casaca azul y unas lustrosas botas negras hasta la rodilla. Se llamaba Will Riddick, tenía treinta años y era el hijo mayor del terrateniente de Badford. El campo pertenecía a su padre, al igual que la yegua y el carro. Will lucía una mata espesa de pelo negro que le llegaba a la barbilla, y no parecía muy contento. Sal creía adivinar por qué: supervisar la recolección de la cosecha de nabos no era tarea suya, y creía estar rebajándose por dedicar su tiempo a tan despreciable labor; sin embargo, el administrador del terrateniente se había puesto enfermo y Sal supuso que Will se había visto obligado a sustituirlo, muy a su pesar.

Junto a Sal, el hijo de esta correteaba descalzo por el terreno enfangado, tratando de seguir a su madre y no quedarse atrás, hasta que la mujer se volvió para agacharse y tomarlo en brazos sin ninguna dificultad; luego siguió andando con el niño en brazos, mientras él apoyaba la cabeza en el hombro de ella. Sal estrechaba su cuerpecillo cálido y delgado con más fuerza de lo necesario, simplemente porque lo quería muchísimo.

Le habría gustado tener más hijos, pero había sufrido ya dos abortos y alumbrado a otro hijo sin vida. Había abandonado toda esperanza y empezado a decirse a sí misma que, siendo tan pobres como eran, un niño era más que suficiente. Estaba volcada por completo en su hijo, puede que incluso demasiado, pues con frecuencia los niños pequeños sucumbían a la enfermedad o se los llevaba por delante un accidente, y Sal sabía que le rompería el corazón perderlo para siempre.

Lo había llamado Christopher, pero cuando empezó a balbucear sus primeras palabras él mismo acortó su propio nombre hasta dejarlo en Kit, y así era como lo llamaban ahora. Tenía seis años y era menudo para su edad. Sal esperaba que, al hacerse mayor, llegase a ser como Harry, flaco pero fuerte. Desde luego, había heredado el pelo pelirrojo de su padre.

Era hora de comer, y Sal llevaba un cesto con queso, pan y tres manzanas esmirriadas. Por detrás de ella, un poco rezagada, también iba andando otra de las esposas de los jornaleros, Annie Mann, una mujer enérgica y vigorosa de la edad de Sal; y otras dos se aproximaban desde la dirección opuesta, con el mismo cometido, bajando por la colina con cestas en la mano y un reguero de chiquillos a la zaga. Los hombres dejaron de trabajar, agradecidos por la interrupción, se limpiaron las manos sucias de tierra en los calzones y se dirigieron hacia el arroyo, para poder sentarse en la ribera de hierba.

Sal llegó a la vereda y dejó a Kit en el suelo con cuidado.

Will Riddick se sacó un reloj con cadena del bolsillo de su chaleco y consultó la hora frunciendo el ceño.

—No es mediodía aún —dijo.

Sal estaba segura de que era mentira, pero nadie más tenía ningún reloj.

—Vosotros, seguid trabajando —ordenó. Sal no se sorprendió. Will era una persona mezquina. Su padre, el terrateniente, podía ser un hombre duro, pero Will era peor—. Terminad la faena, y luego podréis comeros vuestra pitanza —añadió. Había cierto dejo de desdén en la forma en que lo dijo, como si la comida de los jornaleros fuese una cosa despreciable. Sal pensó que, al volver a la casa solariega, a Will sin duda lo aguardaría un buen rosbif con patatas, y seguramente una jarra de cerveza fuerte con que acompañarlo.

Tres de los hombres se agacharon de nuevo para seguir trabajando, pero el cuarto no lo hizo. Era Ike Clitheroe, el tío de Harry, un hombre de unos cincuenta años con la barba entreverada de canas.

—Es mejor no cargar en exceso el carro, señor Riddick.

—Déjame a mí la decisión de cargarlo demasiado o no.

—Con todo el respeto, señor —insistió Ike—, pero ese freno está ya muy gastado.

—No le pasa nada al maldito carro —dijo Will—. Lo que pasa es que queréis dejar de trabajar antes de tiempo, siempre hacéis lo mismo.

El marido de Sal intervino entonces. Harry nunca perdía la ocasión de participar en una discusión.

—Debería hacer caso de lo que dice el tío Ike —le recomendó a Will—. De lo contrario, podría perder su carro, su yegua e incluso todos sus puñeteros nabos.

Los otros hombres se echaron a reír, pero nunca era sensato hacer bromas a expensas de los señores del lugar, y Will frunció el ceño y dijo con gesto sombrío:

—Cierra esa bocaza insolente, Harry Clitheroe.

Sal notó que la manita de Kit apretaba la suya con fuerza. Su padre estaba metiéndose en un lío y, pese a su corta edad, el pequeño percibía el peligro.

La insolencia era el punto débil de Harry. Era un hombre honrado y muy trabajador, pero no creía que los señores fuesen mejores que él. Sal lo amaba por su amor propio y porque pensaba por sí mismo, pero eso era justo lo que molestaba de él a los patrones, y muchas veces se veía en apuros por su desobediencia e insubordinación. Sin embargo, esta vez ya había verbalizado lo que pensaba y no añadió nada más, sino que volvió a ponerse a trabajar.

Las mujeres depositaron sus cestas a la orilla del riachuelo. Sal y Annie fueron a ayudar a sus maridos a coger los nabos mientras las otras dos mujeres, que eran mayores, se quedaban junto a las viandas.

Entre todos acabaron enseguida, momento en que se hizo evidente que Will se había equivocado al estacionar el carro al pie de la colina. Debería haberlo dejado cincuenta metros más adelante, separado de la loma, a fin de darle espacio a la yegua para que pudiese tomar carrerilla antes de enfilar la pendiente. Se quedó pensando un momento y anunció:

—Vosotros empujad el carro por detrás, para ayudar a arrancar a la yegua. —A continuación, se subió al asiento, sacó la fusta y dijo—: ¡Arre!

La yegua gris encajó el latigazo.

Los cuatro jornaleros se situaron detrás del carro y empezaron a empujar. Los pies les resbalaban sobre la superficie embarrada del camino. Harry tensó todos los músculos de los hombros. Sal, que era igual de fuerte que cualquiera de los hombres, se sumó a ellos, y el pequeño Kit la imitó, cosa que hizo sonreír a los adultos.

Las ruedas traquetearon, la yegua bajó la testuz y se dispuso a seguir la senda marcada; el látigo restalló y el carro se movió. Los hombres se retiraron y observaron mientras subía la cuesta, pero entonces la yegua aminoró el paso y Will exclamó:

—¡Seguid empujando!

Todos echaron a correr, apoyaron las manos en la parte de atrás del carro y volvieron a empujar. Una vez más, el vehículo cogió velocidad y, durante unos metros, el animal siguió avanzando sin problemas, tensando los poderosos músculos de los cuartos delanteros bajo las guarniciones de cuero, pero no conseguía mantener el paso. Redujo la marcha y luego trastabilló en el barro resbaladizo. Por un momento pareció que recuperaba el equilibrio, pero había perdido impulso y el carro se detuvo por completo. Will siguió fustigando a la yegua y Sal y los hombres empujaron con todas sus fuerzas, pero no conseguían sujetar el carro, y las altísimas ruedas de madera empezaron a girar despacio hacia atrás.

Todos oyeron un fuerte crujido cuando Will tiró de la manivela del freno de zapata y Sal vio las dos mitades partidas del tarugo de madera de un freno salir disparadas de la rueda trasera izquierda.

—Ya se lo advertí a ese malnacido —le oyó decir al tío Ike.

Empujaron con todas sus fuerzas, pero el carro seguía retrocediendo, y Sal tuvo un mal presentimiento ante la inminencia del peligro. El carro cogió velocidad en la dirección opuesta a la que se suponía que tenía que ir.

—¡Empujad, malditos holgazanes! —gritó Will.

Ike apartó las manos de la parte de atrás y exclamó:

—¡No va a aguantar!

La yegua resbaló de nuevo y esta vez perdió el equilibrio por completo. Parte de los arreos de cuero se rompieron, el animal cayó al suelo y el carro la arrastró consigo.

Will se bajó de un salto del asiento. El carro, completamente fuera de control, empezó a coger cada vez más y más velocidad. Sin pensarlo dos veces, Sal cogió a Kit en brazos y saltó a un lado, apartándose del camino de las ruedas.

—¡Quitaos todos de en medio! —gritó Ike.

Los hombres se retiraron justo en el momento en que el carro giraba con brusquedad y se volcaba de lado. Sal vio a Harry chocar contra Ike y ambos cayeron al suelo. Ike salió rodando hacia el margen del camino, pero Harry fue a parar justo en mitad de la trayectoria del carro, que aterrizó sobre él y le aplastó la pierna, de manera que esta quedó atrapada bajo el borde de la pesada plataforma de roble.

Fue entonces cuando Harry gritó.

Sal se quedó paralizada, con el corazón encogido de miedo. Su marido estaba malherido, gravemente malherido. Durante unos segundos, todos permanecieron inmóviles, enmudecidos por el horror. Los nabos del carro salieron rodando por el suelo, y algunos acabaron entre salpicaduras en el agua del riachuelo.

—¡Sal! ¡Sal! —gritó Harry, desgañitándose de dolor.

—¡Quitadle el carro de encima, rápido! —gritó ella.

Todos corrieron a levantar el carro. Consiguieron apartarlo de la pierna de Harry, pero las gigantescas ruedas dificultaban la labor de levantarlo, y Sal dedujo que tenían que subirlo apoyándolo sobre las llantas de las ruedas para poder ponerlo derecho.

—¡Hay que empujar desde abajo con el hombro! —gritó, y todos comprendieron enseguida lo que pretendía. Sin embargo, la madera pesaba mucho y tenían que empujar cuesta arriba. Por un angustioso momento temió que el carro se les cayera y volviese a aplastar a Harry por segunda vez—. ¡Vamos, empujad! —gritó—. ¡Todos a la vez!

—¡Arriba! —dijeron todos a una, y de pronto el carro se inclinó a un lado y se enderezó, al tiempo que las ruedas del extremo aterrizaban en el suelo con gran estrépito.

Entonces Sal vio la pierna de Harry y dio un grito ahogado, horrorizada. La tenía completamente aplastada, desde el muslo hasta la espinilla. Unas astillas de hueso le sobresalían de la piel, y los calzones estaban empapados en sangre. Tenía los ojos cerrados y un pavoroso gemido escapaba de sus labios entreabiertos.

—Dios santo, apiádate de él —oyó Sal decir al tío Ike.

Kit se puso a llorar.

Sal también quería llorar, pero se contuvo: había que buscar ayuda. ¿Quién se daría más prisa? Miró a su alrededor y reparó en Annie.

—Annie, ve corriendo al pueblo, lo más rápido que puedas, y busca a Alec. —Alec Pollock era el cirujano barbero—. Dile que se reúna con nosotros en mi casa. Él sabrá qué hacer.

—Vigila a mis hijos —le pidió Annie, y salió corriendo.

Sal se arrodilló junto a Harry, hincando las rodillas en el barro. El hombre abrió los ojos.

—Ayúdame, Sal —dijo—. Ayúdame.

—Voy a llevarte a casa, amor mío —repuso. Introdujo las manos por debajo del cuerpo de su marido, pero, cuando intentó levantarlo, Harry volvió a gritar de dolor. Sal retiró las manos de inmediato—. Ayúdame, Dios mío —susurró.

—Vosotros —oyó a Will dirigirse a los hombres—, empezad a volver a cargar los nabos en el carro. ¡Vamos! ¡Moveos!

—Que alguien le haga callar antes de que yo misma le cierre la boca —dijo Sal en voz baja.

—¿Y su yegua, señor Riddick? —preguntó Ike—. ¿Podrá levantarse?

Rodeó el carro para atender al pobre animal, desviando así la atención para que Will dejara en paz a Harry.

«Gracias, tío Ike. Qué listo eres», pensó Sal.

Se dirigió entonces al marido de Annie, Jimmy Mann, el dueño del sombrero de tres picos.

—Jimmy, ve al aserradero y pídeles que armen rápidamente una camilla con dos o tres tablones para poder transportar a Harry.

—Ahora mismo voy —contestó Jimmy.

—Ayudadme a levantar a esta yegua —ordenó Will.

Pero Ike señaló:

—No va a poder mantenerse en pie nunca más, señor Riddick.

Hubo una pausa antes de que Will volviera a hablar.

—Creo que tienes razón —dijo.

—¿Por qué no va a buscar un arma? Para poner fin al sufrimiento del pobre animal —le sugirió Ike.

—Sí —respondió Will, pero no parecía muy decidido, y Sal se dio cuenta de que, bajo toda su fanfarronería, estaba conmocionado por lo ocurrido.

—Tómese un buen trago de brandy, si lleva la petaca consigo —le propuso Ike.

—Buena idea.

Mientras el terrateniente bebía, Ike dijo:

—A ese pobre muchacho, con la pierna aplastada, no le vendría mal echar un trago. Podría aliviarle el dolor.

Will no respondió, pero, al cabo de unos minutos, Ike rodeó el carro de nuevo con una petaca de plata en la mano. Al mismo tiempo, Will echaba a andar con brío en la dirección opuesta.

—Bien hecho, Ike —murmuró Sal.

Ike le dio la petaca y ella la acercó a los labios de Harry y le vertió un chorrito en la boca. Él tosió, tragó y abrió los ojos. Sal le dio un poco más y él bebió con ansia.

—Que tome todo lo que pueda —dijo Ike—. No sabemos qué es lo que va a tener que hacerle Alec.

Por un momento Sal se preguntó qué habría querido decir con eso Ike, y entonces se dio cuenta de que su tío pensaba que tal vez habría que amputarle la pierna.

—Oh, no… —musitó ella—. Por favor, Dios mío…

—Tú dale más brandy.

El alcohol devolvió algo de color al rostro de Harry. En un murmullo casi inaudible, dijo:

—Me duele, Sal, me duele mucho…

—Va a venir el cirujano.

Fue lo único que se le ocurrió decir. Su propia impotencia la sacaba de quicio.

Mientras esperaban, las mujeres dieron de comer a los niños. Sal le dio a Kit las manzanas de su cesta. Los hombres se pusieron a recoger los nabos desparramados por el suelo y a colocarlos de nuevo en el carro. Era algo que habría que hacer tarde o temprano.

Jimmy Mann regresó cargado con una puerta de madera que se balanceaba peligrosamente sobre su hombro. La dejó en el suelo con dificultad, jadeando por el esfuerzo de transportar el pesado objeto durante casi un kilómetro.

—Es para esa casa nueva que están construyendo junto a la fábrica —explicó—. Me han dicho que tengamos cuidado y no la rompamos.

Depositó la puerta junto a Harry.

Ahora tenían que subir al herido a la camilla improvisada, y eso iba a dolerle. Sal se arrodilló junto a la cabeza de su marido. El tío Ike dio un paso adelante con la intención de ayudar, pero la mujer lo disuadió con un ademán. Nadie podía intentar hacer aquello con más delicadeza que ella. Sujetó a Harry de los brazos por debajo de las axilas y fue deslizando de lado poco a poco la parte superior del tronco para colocarla encima de la puerta. Él no reaccionó. Siguió arrastrándolo, muy despacio, hasta que la totalidad del torso descansaba sobre la puerta. Sin embargo, al final Sal no tuvo más remedio que moverle las piernas. Se situó de pie a horcajadas sobre él y luego se agachó, lo agarró de las caderas y puso sus piernas encima de la puerta de un solo movimiento súbito y veloz.

Harry gritó por tercera vez.

El grito fue desvaneciéndose y se transformó en un sollozo.

—Ahora vamos a levantar la camilla —dijo Sal. Se arrodilló junto a una esquina de la puerta y tres de los hombres sujetaron las otras esquinas—. Lo mejor es hacerlo despacio —indicó—. Que se mantenga recta. —Agarraron la madera y la levantaron muy, muy despacio para colocarse debajo de ella lo antes posible y, finalmente, la apoyaron sobre sus hombros—. ¿Listos? —preguntó Sal—. Intentad avanzar todos a la vez. Uno, dos, tres… , ¡ya!

Echaron a andar a campo traviesa. Sal miró atrás y vio a Kit, aturdido y triste, pero siguiéndola de cerca y cargado con la cesta. Los dos hijos pequeños de Annie iban detrás de su padre, Jimmy, que soportaba sobre su hombro la esquina inferior izquierda de la camilla.

Badford era un pueblo grande, de un millar de habitantes o más, y la casa de Sal quedaba a kilómetro y medio de distancia. Iba a ser una caminata lenta y larga, pero se sabía tan bien el camino que probablemente podría recorrerlo con los ojos cerrados. Había vivido allí toda su vida, y sus padres estaban enterrados en el camposanto que había junto a la iglesia de St. Matthew. La única otra población que conocía era Kingsbridge, y hacía diez años de la última vez que había estado allí. Pero Badford había cambiado a lo largo del tiempo, y para entonces ya no era tan fácil ir de un extremo del pueblo al otro. Nuevas ideas habían transformado la agricultura y la ganadería, y ahora había vallas y setos que obstaculizaban el paso. El grupo que transportaba a Harry tenía que sortear verjas y caminos serpenteantes entre dominios privados.

Se les fueron sumando más hombres que trabajaban en otros campos, y también mujeres que salían de sus casas para ver qué pasaba, así como niños pequeños, e incluso perros, y todos los siguieron, conversando entre ellos y hablando del pobre Harry y de la desgracia tan grande que acababa de sufrir.

Mientras Sal caminaba, con el hombro dolorido por el peso de Harry y la puerta, recordó que cuando tenía cinco años —en aquel entonces la llamaban Sally— pensaba en las tierras que rodeaban el pueblo como en una especie de periferia indefinida pero estrecha, un poco como el huerto que rodeaba la casa donde vivía. En su imaginación, el mundo entero era poco más grande que Badford. La primera vez que la llevaron a visitar Kingsbridge, la ciudad le había resultado chocante: multitudes de personas, calles abarrotadas, los puestos del mercado llenos de comida, ropa y cosas de las que nunca había oído hablar siquiera, como un loro, un globo terráqueo, un libro en el que se podía escribir, una bandeja de plata… Y luego estaba la catedral, extraordinariamente alta, extrañamente hermosa, fría y silenciosa tras sus muros; era evidente que aquel era el lugar donde vivía Dios.

Kit solo era un poco mayor que ella cuando hizo aquella asombrosa visita a la ciudad. Trató de imaginar qué era lo que pensaría su hijo en ese momento. Suponía que siempre había visto a su padre como a un ser invulnerable —como todos los niños— y ahora estaba intentando hacerse a la idea de que Harry estuviera malherido e imposibilitado. Pensó que Kit debía de estar asustado y confuso. Iba a necesitar que lo confortaran para recuperar su seguridad.

Al fin vislumbraron su casa. Era una de las más humildes del pueblo, hecha de adobe y de un entramado de cañas y ramas. Las ventanas tenían postigos, pero carecían de cristales.

—Kit, adelántate y abre la puerta, ¿quieres? —dijo Sal.

El niño hizo lo que le decía su madre y llevaron a Harry directamente adentro. La multitud se quedó fuera, asomándose de vez en cuando a mirar.

La casa disponía de una sola estancia con dos camastros, uno estrecho y otro más ancho, ambos simples estructuras de tablones sin barnizar que Harry había armado con clavos. Cada uno estaba cubierto por sendos jergones rellenos de paja.

—Dejémoslo en la cama grande —dijo Sal.

A continuación, depositaron a Harry, tumbado aún encima de la puerta, sobre la cama.

Los tres hombres y Sal se enderezaron y empezaron a frotarse las doloridas manos y a estirar la espalda entumecida. Sal miró a Harry, que estaba pálido e inmóvil y apenas respiraba.

—Dios mío, ten piedad y no te lo lleves de mi lado —murmuró ella.

Kit se puso delante de su madre y la abrazó, presionando su carita contra el vientre de ella, que no había recuperado su tersura después de dar a luz. Ella le acarició la cabeza; quiso reconfortarlo diciéndole unas palabras de consuelo, pero no se le ocurría nada. Cualquier cosa que no se alejase de la verdad lo angustiaría sobremanera.

Sal se percató de que los hombres paseaban la mirada por la casa. Era muy pobre, pero las de ellos no serían muy distintas, pues todos eran peones del campo. Su rueca estaba en medio de la habitación. Era muy bonita, tallada con precisión y de madera pulida. La había heredado de su madre. Al lado había una pila de carretes de hilo terminado, a la espera de que el pañero fuera a recogerlos. La rueca costeaba los lujos: té con azúcar, leche para Kit, carne dos veces por semana.

—¡Una biblia! —exclamó Jimmy Mann al ver el único otro objeto caro de la casa. El voluminoso libro ocupaba el centro de la mesa, con el cierre de latón de color verde por el paso de los años y la encuadernación de cuero manchada de tantas manos sucias que la habían sujetado.

—Era de mi padre —dijo Sal.

—Pero ¿sabes leer?

—Él me enseñó.

Se quedaron muy impresionados. Sal dedujo que ninguno sabría leer más que cuatro cosas: sus nombres, probablemente, y tal vez los precios escritos con tiza en los mercados y tabernas.

—¿Pasamos a Harry de la puerta al jergón? —sugirió Jimmy.

—Estará más cómodo —dijo Sal.

—Y yo me quedaré más tranquilo cuando devuelva esa puerta al aserradero intacta.

Sal se desplazó al otro lado de la cama, se arrodilló en el suelo de tierra y extendió los brazos para recibir a Harry cuando resbalase de la puerta. Los tres hombres la agarraron por el otro lado.

—Despacio, con cuidado —dijo Sal. Los tres levantaron el tablón, la puerta se inclinó y Harry se deslizó un par de centímetros y gimió de dolor—. Inclinadla un poco más —indicó la mujer. Esta vez Harry se desplazó hasta el borde de la puerta y Sal deslizó las manos por debajo de su cuerpo—. Más —señaló—, y tirad de la puerta hacia vosotros un par de dedos.

Mientras Harry se movía, Sal deslizó las manos y luego los antebrazos por debajo de su cuerpo. Su propósito era conseguir que el cuerpo en sí permaneciera lo más inmóvil posible, y parecía estar funcionando, porque su marido no emitía ningún ruido. De pronto, a Sal se le ocurrió pensar que tal vez su silencio no presagiara nada bueno.

Al final, los hombres retiraron la puerta demasiado bruscamente y la pierna malherida de Harry aterrizó en el jergón con un golpe sordo. Volvió a gritar de nuevo. Esta vez, Sal lo interpretó como una buena señal, pues indicaba que aún seguía vivo.

Annie Mann llegó acompañada de Alec, el cirujano. Lo primero que hizo la mujer fue comprobar que sus hijos estaban bien. Luego miró a Harry. No dijo nada, pero Sal se dio cuenta de que su mal aspecto la había impresionado.

Alec Pollock era un hombre elegante, ataviado con una casaca y unos calzones ya viejos pero que aún se conservaban en muy buen estado. No tenía más formación médica que la que había recibido de su padre, quien había ejercido de cirujano barbero antes que él y le había legado los afilados cuchillos y otros instrumentos, pues esa era toda la certificación que requería un cirujano.

Llevaba consigo una arqueta con un asa, y la dejó en el suelo junto a la chimenea. Luego miró a Harry.

Sal escudriñó el rostro de Alec en busca de algún indicio, pero su gesto era impenetrable.

—Harry, ¿puedes oírme? —le dijo—. ¿Cómo te encuentras?

No respondió.

Alec examinó la pierna aplastada. Para entonces, el jergón ya estaba empapado en sangre. El cirujano tocó los huesos que asomaban por la piel. Harry lanzó un gemido de dolor, pero no fue tan terrible como sus gritos. Alec inspeccionó la herida con el dedo, y Harry volvió a gemir. Luego el cirujano lo agarró del tobillo y le levantó la pierna, y entonces Harry gritó.

—No pinta bien, ¿verdad que no? —dijo Sal.

Alec la miró y vaciló un instante antes de responder con un simple no.

—¿Puedes hacer algo?

—No puedo arreglarle los huesos rotos —dijo—. A veces sí se puede: cuando solo hay uno roto y no está del todo fuera de su sitio, a veces puedo volver a colocarlo en la posición correcta, inmovilizarlo con una tablilla y darle la oportunidad de que se cure por sí solo, pero la rodilla es demasiado compleja y los daños sufridos por los huesos de Harry demasiado graves.

—¿Y entonces…?

—El mayor peligro es que la herida se infecte y cause la gangrena de la carne. Eso puede ser fatal. La solución entonces es amputar la pierna.

—No —dijo Sal, con la voz trémula de desesperación—. No, no puedes cortarle la pierna, ya ha sufrido bastante agonía.

—Pero eso podría salvarle la vida.

—Tiene que haber alguna alternativa.

—Puedo intentar cauterizar la herida —repuso con aire incierto—, pero, si eso no funciona, la amputación será la única solución.

—Inténtalo, por favor.

—Está bien. —Alec se agachó y abrió la arqueta de madera—. Sal, ¿puedes echar algún leño al fuego? Necesito que arda bien fuerte.

Sal se apresuró a avivar las llamas del hogar.

Alec extrajo un cuenco de loza de la arqueta y una jarra con un tapón.

—No tendrás algo de brandy… —le dijo a Sal.

—No —respondió ella, pero entonces recordó la petaca de Will. Se la había guardado en el bolsillo—. Sí, sí que tengo —rectificó, sacando el frasco.

Alec arqueó las cejas.

—Es de Will Riddick —explicó—. El accidente fue culpa suya, maldito estúpido. Ojalá fuese su rodilla la que hubiese quedado aplastada por ese carro.

Alec hizo como si no hubiese oído el insulto dirigido al hijo del terrateniente.

—Que Harry beba todo lo que pueda. Si se desmaya, mucho mejor.

Sal se sentó en la cama junto a su marido, le levantó la cabeza y le dio a beber el brandy mientras Alec calentaba aceite en el cuenco. Para cuando la petaca se quedó vacía, el aceite ya hervía y burbujeaba en el recipiente, una imagen que a Sal le revolvió el estómago.

El cirujano puso un plato ancho y plano bajo la rodilla de Harry. Un público horrorizado presenciaba la escena junto a la mujer: los tres jornaleros, Annie y sus dos hijos y Kit, con el rostro blanco como el papel.

Cuando llegó el momento, Alec actuó con veloz precisión. Haciendo uso de unas tenazas, apartó el cuenco del fuego y vertió el líquido hirviendo sobre la rodilla de Harry.

Este lanzó el alarido más espeluznante de todos cuantos había proferido hasta entonces y luego se quedó inconsciente.

Todos los niños estallaron en llanto.

Un olor a carne humana chamuscada se esparció por la habitación.

El aceite quedó recogido en el plato llano bajo la rodilla de Harry y Alec lo agitó moviéndolo a un lado y a otro para asegurarse de que también sellaba la parte inferior de la rodilla, cauterizando así la herida por completo. A continuación, retiró el plato, devolvió el aceite a la jarra y le colocó el tapón.

—Le enviaré mi factura al terrateniente —le dijo a Sal.

—Espero que te pague —contestó ella—, porque yo no puedo.

—Es su deber pagarme. Un terrateniente tiene obligaciones que cumplir para con sus trabajadores, pero no hay ninguna ley que lo obligue a hacerlo. En cualquier caso, es un asunto entre él y yo. Tú no te preocupes. Harry no va a querer comer nada, pero intenta que beba algo de líquido si puedes. Lo mejor es el té. La cerveza también está bien, o agua fresca. Y que no coja frío.

Empezó a guardar sus utensilios en la arqueta.

—¿Hay algo más que pueda hacer? —dijo Sal.

Alec se encogió de hombros.

—Rezar por él —le contestó.

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2

Amos Barrowfield se dio cuenta de que algo iba mal en cuanto Badford apareció ante sus ojos.

Había hombres trabajando en los campos, pero no tantos como esperaba. Salvo por un carro vacío, el camino que entraba en el pueblo estaba desierto. Ni siquiera se veía a ningún perro.

Amos era pañero, o más bien capataz de talleres domésticos. El pañero era su padre, para ser exactos, pero Obadiah tenía cincuenta años y a menudo le faltaba el aliento, de manera que era su hijo quien se ocupaba de recorrer la campiña conduciendo una recua de bestias de carga para visitar las casas de campo. Llevaba los caballos cargados con sacos de lana cruda, los vellones de las ovejas esquiladas.

La tarea de transformar esos vellones en tela la realizaban principalmente aldeanos que trabajaban desde sus casas. Primero había que desenredar y limpiar el vellón, procedimiento que recibía el nombre de emborrizar o cardar. Luego se hilaba la lana en interminables longitudes de hilo que se devanaba en carretes. Por último, el hilo se tejía en un telar y se convertía en largos de paño de casi un metro de ancho. El paño era la principal industria del oeste de Inglaterra, y Kingsbridge era su capital.

Amos imaginaba que Adán y Eva, después de morder la fruta del árbol de la ciencia, también debieron de realizar esos diferentes trabajos ellos mismos para fabricarse ropa con la que cubrir su desnudez; aunque la Biblia no decía mucho sobre cardar e hilar, y tampoco sobre cómo debió de construir Adán su telar.

Al llegar al pueblo, Amos vio que no había desaparecido todo el mundo. Algo había entretenido a los jornaleros, pero los trabajadores del paño seguían en sus casas. Se les pagaba según la cantidad que producían, así que no era fácil distraerlos de la faena.

Se dirigió primero a la casa de un cardador que se llamaba Mick Seabrook. En la mano derecha, Mick sostenía un enorme cepillo con púas de hierro; en la izquierda, un bloque de madera sencilla del mismo tamaño. Entre ambos tenía un pelluzgón de lana cruda que iba cepillando con gesto firme e infatigable. Cuando la maraña de rizos sucios mezclados con barro y vegetación se había transformado en una masa de fibras limpias y lisas, las enroscaba formando un cordón holgado que recibía el nombre de mecha.

—¿Se ha enterado de lo de Harry Clitheroe? —fue lo primero que Mick le dijo a Amos.

—No —repuso este—. Acabo de llegar, eres mi primera visita. ¿Qué le ha pasado a Harry?

—Un carro descontrolado le ha aplastado una pierna. Dicen que no podrá volver a trabajar.

—Qué horror. ¿Cómo ha sido?

—La gente cuenta versiones diferentes. Will Riddick dice que Harry estaba fanfarroneando y quería demostrar que era capaz de empujar él solito todo un carro cargado. Pero Ike Clitheroe dice que la culpa ha sido de Will, por cargar demasiado el carro.

—Sal estará destrozada. —Amos conocía a los Clitheroe y pensaba que su matrimonio había sido fruto del amor. Harry era un tipo duro, pero haría cualquier cosa por Sal; ella lo llevaba por donde quería, pero también lo adoraba—. Iré a verlos ahora.

Pagó a Mick, le entregó un nuevo cargamento de vellones y se llevó un saco de mechas terminadas.

No tardó en descubrir adónde habían ido todos los aldeanos que faltaban: alrededor de la humilde casa de los Clitheroe se había formado una muchedumbre.

Sal era hilandera. Al contrario que Mick, ella no podía trabajar doce horas todos los días porque tenía muchos otros deberes que atender: coserles la ropa a Harry y a Kit, cultivar verduras en su huerto, comprar y preparar comida, hacer la colada, limpiar y bregar con todas las faenas domésticas imaginables. A Amos le habría gustado que dispusiera de más tiempo para hilar, porque había escasez de hilo.

La gente le abrió paso cuando llegó. Allí era conocido, ya que ofrecía a muchos vecinos una ocupación alternativa al mal pagado trabajo agrícola. Varios hombres lo saludaron con calidez.

—El cirujano acaba de irse, señor Barrowfield —informó uno.

Amos entró. Harry estaba tendido en la cama, pálido e inmóvil, con los ojos cerrados y respirando de forma superficial. Había varias personas de pie alrededor de la cama. Cuando los ojos de Amos se acostumbraron a la penumbra del interior, las reconoció a casi todas.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó a Sal.

El rostro de la mujer estaba torcido en una mueca de amargura e impotencia.

—El carro se ha descontrolado porque Will Riddick lo ha cargado demasiado. Los hombres han intentado pararlo, pero al volcar le ha aplastado la pierna a Harry.

—¿Qué ha dicho Alec Pollock?

—Quería amputársela, pero le he pedido que intentara cauterizarle la herida con aceite hirviendo. —Miró a su marido, inconsciente en la cama, y añadió con tristeza—: La verdad es que no creo que ningún tratamiento le sirva de nada.

—Pobre Harry —dijo Amos.

—Temo que esté preparándose para cruzar el río Jordán. —La voz de Sal se quebró entonces, y empezó a sollozar.

Amos oyó a un niño y reconoció a Kit.

—¡No llores, mamá! —pidió el pequeño, asustado.

Los sollozos de Sal remitieron cuando le puso a su hijo una mano en el hombro y apretó.

—Está bien, Kit, no lloraré.

Amos no sabía qué decir. Su elocuencia se vio derrotada ante esa terrible escena de dolor familiar en la lúgubre estancia de un hogar pobre, así que se decidió por algo prosaico:

—No te importunaré pidiéndote que hiles esta semana.

—Ay, pídamelo, por favor —dijo ella—. Ahora más que nunca quiero trabajar. Con Harry convaleciente, dependo del dinero que gane hilando.

—El terrateniente debería hacerse cargo de vosotros —dijo uno de los hombres, y Amos reconoció a Ike Clitheroe.

—Sí que debería —coincidió Jimmy Mann con él—, pero eso no quiere decir que vaya a hacerlo.

Muchos terratenientes se sentían responsables de las viudas y los huérfanos, pero no había garantía alguna, y Riddick era un hombre mezquino.

Sal señaló la pila de carretes que tenía junto a su rueca.

—Casi he terminado con lo de la semana pasada. Supongo que se quedará esta noche en Badford, ¿no?

—Sí.

—Acabaré lo que falta por la noche y se lo entregaré todo antes de que se marche.

Amos sabía que trabajaría hasta el alba si hacía falta.

—¿Estás segura?

—Por la Biblia que sí.

—Muy bien.

Amos salió de la casa y desató un saco del lomo del primer caballo. En teoría, una hilandera podía procesar una libra de lana al día, pero pocas de ellas se pasaban la jornada entera sentadas a la rueca; la mayoría, como Sal, combinaba el hilado con otros deberes.

Cargó el saco hasta la casa y lo dejó en el suelo, junto a la rueca. Después se detuvo a mirar a Harry una vez más. El herido no se había movido lo más mínimo. Parecía muerto, pero Amos nunca había visto morir a un hombre, así que en realidad no podía saberlo. Pensó que era mejor no especular.

Se despidió.

Fue entonces a un edificio que no quedaba muy lejos de la casa de Sal, un establo que Roger Riddick, el menor de los tres hijos del terrateniente, había reformado para instalar allí un taller. Amos y Roger tenían la misma edad, diecinueve años, y habían ido juntos a la Escuela de Gramática de Kingsbridge. Roger había sido un alumno aplicado al que no le interesaban los deportes, la bebida ni las chicas, y por ello había soportado burlas de todo tipo hasta que Amos dio un paso al frente para defenderlo; después de eso, se hicieron amigos.

Amos llamó a la puerta y entró. Roger había reformado la edificación con grandes ventanas, y tenía un banco de trabajo colocado contra una de ellas para aprovechar la luz. En la pared había herramientas colgadas de ganchos, y cajas y botes que contenían alambres enrollados, pequeños lingotes de metales diferentes, clavos, tornillos y cola. A Roger le encantaba fabricar juguetes ingeniosos: un ratón que emitía chillidos y movía la cola, o un ataúd cuya tapa se abría a la vez que el cadáver se incorporaba. También había inventado una máquina que desatascaba cañerías aunque la obstrucción estuviera a varios metros de distancia e incluso a la vuelta de algún recodo.

Saludó a Amos con una amplia sonrisa y dejó el formón que estaba usando.

—¡Qué oportuno! —exclamó—. Estaba a punto de irme a casa a comer. Supongo que nos acompañarás, ¿no?

—Esperaba que me lo ofrecieras. Gracias.

Roger tenía el pelo rubio y la tez rosada, al contrario que su padre y sus hermanos, que eran todos morenos, por lo que Amos suponía que debía de parecerse a su difunta madre, fallecida hacía varios años.

Salieron del taller y Roger cerró con llave. De camino a la casa solariega, comentaron el desdichado incidente de Harry Clitheroe mientras Amos llevaba de las riendas su recua de caballos.

—La cerrilidad de mi hermano Will ha provocado el accidente —opinó Roger con franqueza.

Roger había ingresado en el College de Kingsbridge, el que fuera fundado en Oxford por los monjes de Kingsbridge durante la Edad Media. Hacía varias semanas que había empezado a estudiar allí, y era la primera vez que regresaba a casa. A Amos le habría encantado ir a la universidad, pero su padre había insistido en que se metiera en el negocio. «Tal vez las cosas cambien con el paso de las generaciones —se dijo—. Puede que algún hijo mío vaya a Oxford algún día».

—¿Cómo es la universidad? —preguntó.

—Muy divertida —contestó Roger—. Una juerga continua. Aunque por desgracia he perdido algo de dinero jugando a las cartas.

Amos sonrió.

—Bueno, me refería al estudio.

—¡Ah! Pues no está mal. Nada difícil por el momento. No me apasionan la teología ni la retórica. Las matemáticas me gustan, pero los profesores están obsesionados con la astronomía. Tendría que haber ido a Cambridge; por lo visto, las matemáticas son mejores allí.

—Lo tendré en cuenta cuando le toque a mi hijo.

—¿Ya estás pensando en casarte?

—Lo pienso todo el rato, pero no es probable que vaya a suceder pronto. No tengo ni un triste penique, y mi padre no me dará nada hasta que deje atrás mis días de aprendiz.

—No importa. Así tienes tiempo para tantear el terreno.

Tantear el terreno no era el estilo de Amos. Cambió de tema.

—Si puedo abusar de tu amabilidad y no te importa, me iría bien una cama esta noche.

—Por supuesto. Mi padre se alegrará de verte. Sus hijos le aburrimos y tú le caes bien, a pesar de lo que considera tus ideas «radicales». Disfruta discutiendo contigo.

—No soy un radical.

—Desde luego que no. Debería presentarle a algunos hombres que conozco de Oxford. Sus opiniones le abrasarían los oídos.

—Supongo que sí —comentó Amos riendo.

Al imaginar la vida de Roger, que estudiaba libros y discutía sobre ideas con un grupo de jóvenes brillantes, sintió envidia.

La casa solariega era un bonito edificio jacobeo de un tono rojizo que tenía ventanas de vidrieras formadas por muchas hojas pequeñas de cristal emplomadas. Llevaron los caballos de Amos a los establos para que les dieran agua y luego entraron en la casa grande.

Era un hogar compuesto solo por hombres, así que el sitio no estaba demasiado limpio. Se percibía el tufillo del corral, y Amos vio incluso la cola de una rata escabulléndose bajo una puerta. Fueron los primeros en llegar al comedor. Encima de la chimenea había un retrato de la difunta esposa del terrateniente. El cuadro estaba oscurecido por los años y el polvo, como si nadie se tomara ya la molestia de mirarlo.

El señor del lugar hizo su aparición. Era un hombre grande, con el rostro rubicundo, obeso pero aún vigoroso a sus cincuenta y tantos años.

—Este sábado hay un torneo de peleas en Kingsbridge —anunció con entusiasmo—. La Bestia de Bristol se enfrentará a todo el que se atreva con él y ofrece una guinea a cualquiera que consiga mantenerse en pie durante quince minutos.

—Te lo pasarás en grande —dijo Roger. A los hombres de su familia les encantaban los deportes, sobre todo las peleas y las carreras de caballos, y más aún si podían apostar sobre el resultado—. Yo prefiero jugarme el dinero a las cartas —añadió—. Me gusta calcular las probabilidades.

Entonces entró George Riddick, el hermano mediano. Era más alto que la media, tenía el pelo negro y los ojos oscuros, y se parecía a su padre, solo que se peinaba con la raya en medio.

Y por fin llegó Will, seguido de cerca por un mayordomo con un caldero lleno de sopa humeante. El aroma provocó que a Amos se le hiciera la boca agua.

En el aparador había un jamón, un queso y una hogaza de pan. Cada cual se cortó lo que quiso, y el mayordomo sirvió vino de Oporto en sus copas.

Amos siempre saludaba a los criados, así que se dirigió al hombre:

—Hola, Platts, ¿cómo está?

—Bastante bien, señor Barrowfield —contestó el mayordomo a regañadientes.

No todos los criados correspondían a la amabilidad de Amos.

—El lord teniente ha reunido a la Milicia de Shiring —comentó Will tras cortar una gruesa loncha de jamón.

La milicia era la fuerza de defensa del lugar. Los reclutas se elegían por sorteo, y de momento Amos se había librado. Que él recordara, la milicia siempre había estado inactiva, salvo por las seis semanas anuales de instrucción, que consistían en acampar en las colinas del norte de Kingsbridge, marchar y formar cuadros, aprender a cargar un mosquete y a dispararlo. Por lo visto, eso estaba a punto de cambiar.

—También yo lo he oído, pero no es solo en Shiring. Han movilizado a diez condados.

Era una noticia sorprendente. ¿Qué clase de crisis esperaba el gobierno?

—Soy teniente, así que ayudaré a organizar la asamblea de tropas. Seguramente tendré que trasladarme a Kingsbridge una temporada —dijo Will.

Aunque Amos había evitado el reclutamiento hasta la fecha, podían llamarlo a filas si había una nueva leva. No estaba seguro de qué le parecía eso. No deseaba hacerse soldado, pero tal vez fuera mejor que seguir siendo esclavo de su padre.

—¿Quién es el oficial al mando? —preguntó el terrateniente—. Lo he olvidado.

—El coronel Henry Northwood —contestó Will.

Henry, vizconde de Northwood, era el hijo del conde de Shiring. Capitanear la milicia era un deber tradicional del heredero del condado.

—El primer ministro Pitt considera que la situación es grave —dijo el terrateniente.

Comieron y bebieron sumidos en un silencio meditabundo durante un rato, luego Roger apartó su plato.

—La milicia tiene dos funciones: defender el país de una invasión y sofocar los disturbios —comentó con tono reflexivo—. Puede que vayamos a la guerra con Francia… No me sorprendería. Pero, aunque ese fuera el caso, los franceses tardarían meses en preparar una invasión, lo cual nos daría tiempo más que de sobra para reunir a la milicia. Así que no creo que sea ese el motivo. Lo cual quiere decir que el gobierno debe de esperar disturbios. Me pregunto por qué.

—Ya sabes por qué —dijo Will—. Hace apenas una década desde que los norteamericanos derrocaron al rey para fundar una república, y tres años desde que la turba de París asaltó la Bastilla. Y ese demonio de francés, Brissot, dijo: «No descansaremos hasta que Europa entera arda en llamas». La revolución se extiende como la viruela.

—No creo que sea necesario dejarse llevar por el pánico —opinó Roger—. ¿Qué han conseguido los revolucionarios, en realidad? Han otorgado la igualdad a los protestantes, por ejemplo. George, como clérigo protestante, tú sin duda les reconocerás ese mérito, ¿o no?

George era el rector de Badford.

—Ya veremos cuánto dura eso —dijo con aire adusto.

—Han abolido el feudalismo —siguió Roger—, han acabado con el derecho del rey a encerrar a la gente en la Bastilla sin un juicio y han instituido una monarquía constitucional…, que es lo que tenemos en Gran Bretaña.

Todo lo que decía Roger era cierto, pero, aun así, Amos pensó que no lo estaba entendiendo bien. Para Amos, en la Francia revolucionaria no había libertad real: no había libertad de expresión ni libertad de religión. En realidad, Inglaterra era más abierta.

Will tomó la palabra con enojo, señalando ostensiblemente con el dedo índice.

—¿Y qué me dices de las masacres de septiembre en Francia? Los revolucionarios mataron a miles de personas. Sin pruebas, sin jurado, sin juicio. «Yo digo que eres un contrarrevolucionario, y tú también». Pum, pum, muertos los dos. ¡Algunas de las víctimas eran niños!

—Una tragedia, eso te lo concedo —repuso Roger—, y una mancha en la reputación de Francia. Pero ¿de verdad creemos que pasaría lo mismo aquí? Nuestros revolucionarios no asaltan prisiones; escriben panfletos y cartas a los periódicos.

—¡Por ahí se empieza! —Will dio un trago de vino.

—La culpa es de los metodistas —apuntó George.

—¿Y dónde esconden la guillotina? —contestó Roger riendo.

George no hizo caso del comentario.

—En sus escuelas dominicales enseñan a leer a los niños pobres, que luego crecen y leen el libro de Thomas Paine y se indignan, así que acaban apuntándose a algún que otro club de descontentos. Los disturbios son el siguiente paso lógico.

El terrateniente se volvió hacia Amos.

—Estás muy callado esta tarde. Normalmente defiendes ideas nuevas.

—No sé nada de ideas nuevas —contestó Amos—. Me parece que siempre es bueno escuchar a la gente, incluso a los que carecen de educación y son estrechos de miras. Se consigue mejor trabajo de los peones si estos saben que te importa lo que piensan. Así que, si los ingleses creen que habría que cambiar el Parlamento, me parece que deberíamos escuchar lo que tienen que decir.

—Muy bien expresado —dijo Roger.

—Pero tengo trabajo que hacer. —Amos se levantó—. De nuevo, señor, le agradezco su amable hospitalidad. Ahora debo continuar con mis visitas, pero le ruego que me permita regresar esta noche.

—Por supuesto, por supuesto —dijo el terrateniente.

Amos salió.

Se pasó el resto de la tarde visitando a los artesanos en sus casas, recogiendo su trabajo terminado, pagándoles y entregándoles más materia prima para procesar. Después, cuando el sol se puso, regresó a la casa de los Clitheroe.

Oyó la música desde lejos: cuarenta o cincuenta personas cantando a pleno pulmón. Los Clitheroe era metodistas, igual que Amos, y los metodistas no utilizaban instrumentos musicales en sus ceremonias. Por eso, para compensar, se esforzaban más aún en seguir el compás y a menudo cantaban a cuatro voces. El himno era Love Divine, All Loves Excelling, una composición popular de Charles Wesley, hermano y fundador del metodismo. Amos apretó el paso. Le encantaba el sonido del canto sin acompañamiento instrumental y estaba impaciente por unirse a los demás.

Badford, al igual que Kingsbridge, contaba con un grupo metodista muy activo. Por el momento, el metodismo era un movimiento de reforma dentro de la Iglesia de Inglaterra encabezado principalmente por el propio clero anglicano. Se hablaba de una posible escisión, pero la mayoría de los metodistas seguían comulgando en la iglesia anglicana.

Al acercarse más, vio una muchedumbre ante la casa de Sal y Harry. Muchas personas sostenían antorchas encendidas para dar luz, y las llamas proyectaban sombras parpadeantes que bailaban como espíritus malignos. El jefe oficioso de la comunidad metodista era Brian Pikestaff, un granjero independiente que poseía doce hectáreas de terreno. Como era el dueño de su propia tierra, el terrateniente no podía impedirle que celebrara reuniones metodistas en su granero. De haber sido arrendatario, probablemente lo habría desahuciado ya.

El himno terminó y Pikestaff habló del amor entre Harry, Sal y Kit. Dijo que era un amor verdadero, todo lo cerca que un amor humano podía estar del amor divino que el grupo había ensalzado en sus cánticos. La gente se echó a llorar.

Cuando Brian terminó, Jimmy Mann se quitó el sombrero de tres picos y, con él en la mano, empezó a rezar de forma improvisada. Aquello era lo normal en el metodismo. La gente rezaba o proponía un himno siempre que su espíritu se lo pedía. En teoría, todos eran iguales a ojos de Dios, aunque en la práctica era poco frecuente que una mujer alzara su voz.

Jimmy le pidió al Señor que sanara a Harry para que pudiera seguir ocupándose de su familia, pero la oración se vio bruscamente interrumpida. George Riddick apareció de pronto con un farol en la mano y una cruz en el pecho. Se había puesto todos sus hábitos clericales: la sotana, la toga con mangas abombadas y la birreta de Canterbury, un gorro con cuatro puntas angulosas.

—¡Esto es vergonzoso! —exclamó.

Jimmy calló, abrió los ojos, volvió a cerrarlos y prosiguió:

—Oh, Dios padre, escucha esta tarde nuestras plegarias, pues te rogamos…

—¡Ya basta! —vociferó George, y Jimmy se vio obligado a parar.

Brian Pikestaff habló con afabilidad.

—Buenas tardes, rector Riddick. ¿Querría unirse a nuestros rezos? Pedimos al Señor que cure a nuestro hermano Harry Clitheroe.

—Son los clérigos quienes llaman a los feligreses a orar —contestó George con rabia—, ¡no al revés!

—Pero usted no lo ha hecho, ¿verdad, rector? —dijo Brian.

George se quedó perplejo un instante.

—No nos ha llamado a orar por Harry —añadió Brian—, que ahora mismo, mientras hablamos, está en la orilla del gran río oscuro, esperando a saber si la voluntad de Dios es que lo cruce esta noche para acudir ante su divina presencia. Si nos hubiera llamado, rector, habríamos estado encantados de asistir a la iglesia de St. Matthew a rezar con usted. Pero, como no lo ha hecho, aquí estamos.

—Sois unos aldeanos ignorantes —despotricó George—. Por eso Dios dispone que tengáis a un clérigo por encima.

—¿Ignorantes? —Era una voz de mujer, y Amos reconoció a Annie Mann, una de sus hilanderas—. No somos tan ignorantes como para cargar un carro de nabos en exceso.

Se oyeron exclamaciones de aquiescencia, e incluso alguna risa.

—Dios os ha supeditado a aquellos que saben más que vosotros —dijo George—, y vuestro deber es el de obedecer a la autoridad, no desafiarla.

Se hizo un breve silencio, luego todos oyeron un fuerte gemido agónico que salía del interior de la casa.

Amos abrió la puerta y entró.

Sal y Kit estaban arrodillados al otro lado de la cama, con las manos unidas en oración. El cirujano, Alec Pollock, estaba de pie junto al cabecero, sosteniéndole la muñeca a Harry.

El hombre volvió a gritar.

—Se marcha, Sal —dijo Alec—. Nos deja.

—Ay, Dios mío —se lamentó Sal mientras Kit se echaba a llorar.

Amos guardó silencio, aún en la puerta, observando.

—Nos ha dejado, Sal —anunció Alec un minuto después.

La mujer rodeó al pequeño con un brazo, y juntos siguieron llorando.

—Ya ha dejado de sufrir, por fin —añadió Alec—. Ahora está con nuestro señor Jesucristo.

—Amén —repuso Amos.

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3

En los terrenos del palacio episcopal, donde —según contaban las leyendas de Kingsbridge— una vez los monjes cultivaran sus habas y sus coles, Arabella Latimer había creado un jardín de rosas.

Su familia se había mostrado sorprendida, porque ella nunca había expresado interés alguno por cultivar nada. Todos sus deberes estaban orientados hacia su marido, el obispo: llevar su casa, organizar comidas para los clérigos de mayor rango y demás gerifaltes del condado, hacer acto de presencia junto a él ataviada con ropajes caros pero respetables. Y de pronto, un día, anunció que iba a cultivar rosas.

Se trataba de un nuevo entretenimiento que ya había hecho volar la imaginación de unas cuantas damas modernas. No era exactamente el último grito, pero sí causaba bastante furor, y a Arabella, que había leído algo al respecto en The Lady’s Magazine, le había agradado la idea.

Su única hija, Elsie, no había esperado que el entusiasmo le durase mucho. Anticipó que su madre se cansaría enseguida de tanto agacharse y pasar la azada, regar y abonar, y de que las uñas le quedaran tan sucias de tierra que no había manera de limpiarlas del todo. «Se aburrirá en cuatro días», masculló en su momento el obispo, Stephen Latimer, y siguió leyendo The Critical Review.

Ambos se habían equivocado.

Cuando Elsie salió buscando a su madre a las ocho y media de la mañana, la encontró en el jardín, con un guarda trabajando a su lado, amontonando estiércol de los establos alrededor de los troncos de las plantas mientras una lluvia de húmeda aguanieve les caía sobre la cabeza.

—Las estoy protegiendo de la helada —explicó Arabella, que volvió la cabeza por encima del hombro al ver a Elsie, y luego siguió con su trabajo.

A su hija le hizo gracia. Se preguntó si su madre habría sostenido una pala en las manos antes de ese día.

Miró alrededor. En esa época del año, en invierno, los rosales no eran más que palos desnudos, pero la forma del jardín ya era visible. Se entraba a él por un arco de cestería que en verano sostendría una profusión de tallos de rosal trepador. De ahí se llegaba a un cuadrado de rosales bajos que al florecer estallarían en vivos colores. Más allá, una espaldera sujeta a un tramo de muro medio derruido —construido por los antiguos monjes para proteger el huerto, tal vez— servía de apoyo a unas enredaderas que crecían como la mala hierba cuando hacía calor y cuyas flores parecían brillantes explosiones, como si los ángeles del cielo hubieran sido descuidados con su pintura.

Hacía tiempo que Elsie notaba que la vida de su madre estaba tristemente vacía, pero habría deseado para ella una actividad de mayor trascendencia que la jardinería. Sin embargo, ella era una idealista y una intelectual, mientras que Arabella no era ni lo uno ni lo otro. «Todo tiene su tiempo —decía su padre, citando el Eclesiastés—, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora». Las rosas habían llevado la felicidad a la vida de Arabella.

Hacía frío y Elsie tenía algo importante que decir.

—¿Tardará mucho, madre? —preguntó.

—Casi he terminado.

Arabella tenía treinta y ocho años, era mucho más joven que su marido y todavía resultaba una mujer elegante. Era alta y esbelta, con una melena castaño claro entreverada de caoba. Tenía pecas en la nariz, cosa que la gente consideraba una imperfección, aunque de algún modo en ella resultaban encantadoras. Elsie no se parecía a su madre ni en su aspecto físico ni en el carácter. Tenía el pelo oscuro y los ojos color avellana, pero la gente decía que su sonrisa era bonita.

Arabella le pasó la pala al guarda y las dos mujeres se apresuraron a entrar. Mientras Elsie se secaba un poco el pelo mojado con una toalla, su madre se quitó las botas y el manto.

—Esta mañana voy a preguntarle a mi padre sobre la escuela dominical —anunció Elsie.

Era su gran proyecto. Le horrorizaba la forma en que trataban a los niños en su ciudad. A menudo empezaban a trabajar a los siete años y bregaban catorce horas al día de lunes a viernes, más otras doce los sábados. La mayoría jamás aprendía a leer ni a escribir más que unas pocas palabras. Necesitaban una escuela dominical.

Su padre sabía todo eso, pero no parecía importarle. Ella, sin embargo, tenía un plan para ganárselo.

—Espero que esté de buen humor —señaló su madre.

—Me apoyará usted, ¿verdad?

—Desde luego. Me parece un proyecto magnífico.

Elsie quería de ella algo más que una expresión de buena voluntad.

—Sé que tiene recelos, pero… Por favor, no se enfade si le pido que se los guarde para usted, solo por hoy.

—Faltaría más, cariño. Soy muy diplomática, ya lo sabes.

Elsie no lo sabía en absoluto, pero no dijo nada.

—Pondrá objeciones, pero me encargaré de ellas. Solo quiero que murmure usted alguna palabra de aliento de vez en cuando, que diga «Tienes razón» o «Muy buena idea», o alguna otra cosa por el estilo.

A Arabella, la insistencia de su hija parecía divertirle, e irritarla solo ligeramente.

—Cariño, ya te he entendido, no te preocupes. Eres como un actor: no deseas una crítica considerada, quieres un público entregado.

Lo había dicho con ironía, pero Elsie fingió no darse cuenta.

—Gracias.

Entraron en el comedor. El servicio estaba alineado a lo largo de un lateral de la sala en orden de precedencia. Primero los hombres: mayordomo, ayuda de cámara, lacayo, limpiabotas; y luego las mujeres: ama de llaves, cocinera, dos doncellas y la fregona. La mesa estaba puesta con una porcelana decorada con florecillas de ese estilo que estaba tan de moda y recibía el nombre de chinoiserie.

Junto al lugar del obispo había un ejemplar de The Times de hacía dos días. Tardaba un día en viajar de Londres a Bristol por un camino de peaje, y otro día más para llegar a Kingsbridge pasando por caminos rurales llenos de barro húmedo y con un sinfín de surcos. Esa velocidad le parecía milagrosa a la gente de la avanzada edad del obispo, que recordaba cuando se necesitaba una semana entera para cubrir ese trayecto.

El obispo entró. Elsie y Arabella retiraron sus sillas y se arrodillaron en la alfombra apoyando los codos en los asientos y uniendo las manos. La tetera siseó mientras el hombre entonaba las oraciones con reverencia pero sin pausa, impaciente por hincarle el diente a la panceta. Después del último amén, el servicio regresó a sus tareas y enseguida llegó la comida de la cocina.

Elsie comió un poco de pan con mantequilla, dio unos sorbitos de té y esperó el momento oportuno. Estaba tensa; deseaba la escuela dominical con todas sus fuerzas. Le partía el corazón ver que tantos niños de Kingsbridge eran unos completos analfabetos. Estudió con discreción el rostro de su padre al comer, intentando adivinar su estado de ánimo. El hombre tenía cincuenta y cinco años, el pelo gris y cada vez más ralo. Antaño había sido una figura imponente, alto y ancho de espaldas —Elsie aún era capaz de recordarlo—, pero disfrutaba demasiado de la comida, así que había acabado por engordar, tenía la cara bien redonda y la cintura enorme, y caminaba encorvado.

Cuando el obispo quedó agradablemente ahíto de tostadas y té, y antes de que abriera The Times, la doncella, Mason, entró con una jarra de leche fresca y Elsie puso en marcha su jugada. Le dedicó una discreta cabezada a Mason; era la señal que habían acordado de antemano, y la doncella sabía qué hacer.

—Hay algo que querría preguntarle, padre —dijo Elsie. Siempre era mejor camuflar cualquier cosa que tuviera que decir como el ruego de una aclaración: al obispo le gustaba explicar y, en cambio, no que le dijeran lo que tenía que hacer.

—Adelante —contestó con una sonrisa benévola.

—Nuestra ciudad goza de buena reputación en el mundo de la enseñanza. La biblioteca de nuestra catedral atrae a estudiosos de toda Europa occidental. La Escuela de Gramática de Kingsbridge es famosa en todo el país. Y por supuesto también el Col­lege de Kingsbridge, en Oxford, donde usted mismo estudió.

—Muy cierto, querida, pero todo eso ya lo sé.

—Y, sin embargo, hemos fracasado.

—En modo alguno.

Elsie vaciló un momento, pero ya había tomado impulso. Con el corazón desbocado, alzó la voz:

—Adelante, Mason, por favor.

La doncella entró guiando a un niño sucio de unos diez u once años. Un olor desagradable entró con él en la sala. Sorprendentemente, no parecía intimidado por el entorno en el que se encontraba.

—Quisiera presentarle a Jimmy Passfield —le dijo Elsie a su padre.

Me se habían prometido salchichas con mostaza, pero no veo ningunas —soltó el niño, hablando con la arrogancia de un duque, aunque sin su gramática.

—¿Qué demonios significa esto? —preguntó el obispo.

Ella rezó por que el hombre no estallara.

—Por favor, padre, escuche uno o dos minutos. —Sin esperar a su beneplácito, se volvió hacia el niño y preguntó—: ¿Sabes leer, Jimmy?

Contuvo el aliento, pues no estaba segura de lo que respondería el chiquillo.

—No me hace falta —dijo Jimmy, desafiante—. Lo sé todo. Puedo decir los horarios de la diligencia de todos los días de la semana sin mirar ni una sola vez el trozo de papel que hay clavado en la posada Bell.

El obispo carraspeó, pero Elsie no hizo caso y planteó la pregunta crucial:

—¿Conoces a Jesucristo?

—Conozco a todo el mundo, y en Kingsbridge no hay nadie que se llame así. Lo juro. —Dio una palmada y escupió al fuego.

El obispo se quedó mudo de asombro…, tal como Elsie había esperado.

—Sí que hay un gabarrero que sube de vez en cuando por el río desde Combe y que se llama Jason Cryer. —Meneó un dedo en dirección a Elsie con gesto reprobatorio—. Me apuesto lo que sea a que te se ha confundido el nombre.

Elsie insistió.

—¿Vas a la iglesia?

—Fui una vez, pero no quisieron darme ni un trago del vino ese, así que me largué.

—¿No quieres que te perdonen tus pecados?

Jimmy se indignó.

—Yo nunca he pecado, nunca jamás, y ese lechón que le birlaron a la señora Andrews en Well Street no tuvo nada que ver conmigo. Ni siquiera estuve allí.

—Está bien, está bien, Elsie —dijo el obispo—, ya has demostrado lo que querías. Mason, llévate a este niño.

—Y dale unas salchichas —añadió Elsie.

—Con mostaza —exigió Jimmy.

—Con mostaza —repitió ella.

Mason y Jimmy salieron.

Arabella aplaudió y rio.

—¡Qué pillín más maravilloso! ¡No le teme a nadie!

—No hay pocos como él, padre —dijo Elsie, seria—. La mitad de los niños de Kingsbridge son como este. Nunca han visto una escuela por dentro y, si sus padres no los obligan a ir a la iglesia, ni siquiera aprenden lo que es la religión cristiana.

El obispo estaba verdaderamente conmocionado.

—Pero ¿acaso crees que hay algo que podamos hacer al respecto? —preguntó.

Ese era el momento que ella había estado preparando.

—Algunos conciudadanos hablan de fundar una escuela dominical.

No era del todo cierto. La escuela había sido idea de la propia Elsie y, aunque tenía a varias personas que la apoyaban, seguramente no se llevaría a cabo sin ella. Aun así, no quería que su padre supiera lo fácil que le sería frustrar su plan.

—Pero ya hay escuelas para niños en la ciudad —dijo el hombre—. Tengo entendido que la señora Baines, en Fish Street, enseña buenos preceptos cristianos, aunque dudo un poco de ese lugar de Loversfield al que los metodistas envían a sus hijos.

—Esas escuelas cobran cuotas, claro.

—¿Cómo iban a funcionar, si no?

—Yo estoy hablando de una escuela gratuita para los niños pobres los domingos por la tarde.

—Entiendo. —Estaba preparando sus objeciones. Elsie lo intuía—. ¿Y dónde tendría lugar?

—En la Lonja de la Lana, quizá. Nunca se usa los domingos.

—¿Crees que el alcalde permitiría que los hijos de los pobres pisaran el recinto de la Lonja de la Lana? La mitad de ellos no están ni enseñados. Válgame Dios, si hasta en la catedral he visto… Bueno, mejor dejémoslo.

—Estoy segura de que podríamos controlar a esos niños. Pero, si no nos permiten usar la Lonja de la Lana, hay otras posibilidades.

—¿Y quién se encargaría de la enseñanza?

—Tenemos a varios voluntarios, entre ellos Amos Bar­rowfield, que fue a la escuela de gramática.

—Ya sabía yo que Amos saldría en esto de una forma o de otra —murmuró Arabella.

Elsie se sonrojó y fingió no haber oído nada.

El obispo hizo caso omiso del comentario de su mujer y ni se fijó en el azoramiento de Elsie.

—El joven Barrowfield es metodista, tengo entendido —dijo.

—El canónigo Midwinter será el benefactor.

—Otro metodista, aun siendo canónigo de la catedral.

—Me han pedido que esté yo al mando, y yo no soy metodista.

—¡Al mando! Eres muy joven para eso.

—Tengo veinte años y una educación lo suficientemente buena como para enseñar a leer a los niños.

—No me gusta —dijo el obispo con vehemencia.

Elsie no estaba sorprendida, aunque lo definitivo de su tono la desanimó. Había esperado que no desaprobara la idea, y tenía un plan para acabar de convencerlo.

—¿Y por qué no le gusta, si puede saberse? —preguntó entonces.

—Verás, querida, no es bueno que las clases trabajadoras aprendan a leer y a escribir —dijo el hombre adoptando el tono paternalista del anciano que comparte su sabiduría con un joven utópico—. Los libros y los periódicos les llenan la cabeza de ideas que solo entienden a medias. Les hace estar descontentos con la condición que Dios les ha impuesto en esta vida. Tienen necias ocurrencias sobre la igualdad y la democracia.

—Pero deberían leer la Biblia.

—¡Peor aún! Entienden las Escrituras del revés y acusan de falsa doctrina a la institución de la Iglesia. Se convierten en disidentes, en inconformistas, y luego quieren construir sus propias iglesias, como los presbiterianos y los congregacionalistas. Y los metodistas.

—Los metodistas no tienen iglesias propias.

—Dales tiempo.

Su padre era hábil en el toma y daca de la argumentación; había estudiado en Oxford. Elsie solía disfrutar del reto que le suponía, pero ese proyecto era demasiado importante para dejarse vencer en un simple duelo dialéctico. Sin embargo, había preparado una segunda visita, una que tal vez lograra convencer a su padre, y debía continuar con la discusión hasta que esta hiciera acto de presencia.

—¿No cree que leer la Biblia ayudaría a los trabajadores a resistirse a los falsos profetas? —preguntó.

—Es mucho mejor que escuchen a los clérigos.

—Pero no lo hacen, así que me está hablando de un inalcanzable.

Arabella se echó a reír.

—Cómo sois… —dijo—. Discutís como whigs y tories. ¡Ni que estuviéramos hablando de la Revolución francesa! Se trata de una escuela dominical, de niños sentados en el suelo garabateando sus nombres en pequeñas pizarras y cantando We’re Marching to Zion.

La doncella asomó la cabeza por la puerta.

—El señor Shoveller está aquí, ilustrísima —anunció.

—¿Shoveller?

—El dueño de la tejeduría. Lo llaman Spade —explicó Elsie. Spade, «el Pala», porque su apellido significaba «paleador»—. Ha traído un paño para enseñárnoslo a madre y a mí. —Se volvió hacia la doncella—. Que pase, Mason, y sírvele una taza de té.

Un dueño de tejeduría estaba varios peldaños por debajo de la familia del obispo en la escala social, pero Spade era un hombre educado y encantador; había aprendido etiqueta de salón por su cuenta para poder venderles sus telas a las clases más altas. Entró cargado con un rollo de paño. Con su atractivo de hombre curtido, el cabello rebelde y una sonrisa arrebatadora, siempre iba bien vestido gracias a las prendas confeccionadas con sus propios géneros.

—No era mi intención interrumpir el desayuno de su ilustrísima —dijo tras hacer una reverencia.

Elsie reparó en que su padre no estaba muy contento, pero que fingía que no le molestaba.

—Pase, por favor, señor Shoveller.

—Es muy amable, señor. —Spade se quedó de pie donde todos pudieran verlo desenrollar unos palmos de paño—. Esto es lo que la señorita Latimer tenía tantas ganas de contemplar.

A Elsie no le interesaba mucho la ropa —al igual que las rosas de su madre, era algo demasiado frívolo para llamarle la atención—, pero incluso ella se quedó atónita ante los esplendorosos colores del tejido: un rojo tierra y un intenso amarillo mostaza que formaban un estampado de cuadros. Spade rodeó la mesa y lo sostuvo delante de Arabella, con cuidado de no tocarla.

—No todo el mundo puede lucir estos colores, pero son perfectos para usted, señora Latimer —dijo.

La mujer se levantó y se miró en el espejo que había sobre la chimenea.

—Uy, sí. Creo que me quedan muy bien.

—El tejido es una mezcla de seda y lana merina —explicó Spade—. Muy suave… Tóquelo.

Arabella, obediente, acarició la tela.

—Es cálido pero ligero —añadió Spade—. Perfecto para un abrigo o una capa de primavera.

Elsie pensó que también debía de ser caro, pero su padre era rico y nunca parecía importarle que su mujer gastara su dinero.

Spade se colocó detrás de Arabella y le echó la tela alrededor de los hombros. Ella se recogió el género en el cuello y se volvió un poco a la derecha y un poco a la izquierda, para verse desde ángulos diferentes.

Mason le acercó una taza de té a Spade. Él dejó el rollo de tela en una silla para que Arabella pudiera seguir posando con ella, luego se sentó a la mesa a beberse el té.

—Estábamos comentando la idea de abrir una escuela dominical gratuita para los hijos de los pobres —dijo Elsie.

—Siento haberlos interrumpido.

—En modo alguno. Me interesaría mucho conocer su opinión.

—Me parece una idea espléndida.

—Mi padre teme que adoctrine a los niños en el metodismo. El canónigo Charles será el benefactor, y Amos Barrowfield me ayudará con las clases.

—Su ilustrísima es inteligente —opinó Spade. En teoría, debía apoyar a Elsie, no al obispo—. Yo mismo soy metodista —continuó—, pero creo que a los niños se les deberían enseñar las verdades básicas, y no importunarlos con sutilezas doctrinales.

Era un argumento bueno y sencillo, aunque Elsie no vio que conmoviera a su padre.

Spade siguió con su razonamiento:

—Pero, si en su escuela todos son metodistas, Elsie, la Iglesia anglicana debería abrir su propia escuela dominical, para ofrecer una alternativa.

El obispo soltó un gruñido de sorpresa. Esa no la había visto venir.

—Y estoy seguro de que a muchos conciudadanos les encantaría la idea de que el obispo en persona les relatara historias bíblicas a sus hijos —dijo Spade.

Elsie estaba al borde de la risa. El rostro de su padre era la viva imagen del horror. Detestaba la idea de contar historias bíblicas a los sucios hijos de los pobres de Kingsbridge.

—Pero, Spade —repuso—, yo estaría al mando de la escuela, así que podría encargarme de que los niños solo aprendieran los elementos de la fe que la Iglesia anglicana y los reformistas metodistas tienen en común.

—¡Ah! En tal caso, retiro lo dicho. Y, por cierto, me parece que será usted una magnífica maestra.

El obispo parecía aliviado.

—Bueno, pues monta esa escuela dominical si así ha de ser —dijo—. Tengo que ir a ocuparme de mis deberes. Que pase un buen día, señor Shoveller —se despidió antes de salir.

—Elsie, ¿lo habías planeado? —preguntó su madre.

—Por supuesto que sí. Y gracias, Spade. Ha estado magnífico.

—Un placer. —El hombre se volvió hacia Arabella—. Señora Latimer, si se decide a encargar una prenda con esta preciosa tela, mi hermana estará encantada de confeccionarla.

La hermana de Spade, Kate Shoveller, era una costurera muy capaz y tenía una tienda en High Street que regentaba junto a otra mujer, Rebecca Liddle. Sus prendas seguían la última moda del vestir y el negocio les iba muy bien.

—Debería encargar un abrigo, madre. Quedará precioso —dijo Elsie, ya que quería compensar a Spade por el favor que acababa de hacerle.

—Me parece que sí —repuso Arabella—. Por favor, dígale a la señorita Shoveller que iré a verla a la tienda.

—Será un placer, por supuesto —contestó Spade con una reverencia.

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4

La víspera del funeral, Sal pasó la noche en vela, a ratos compungida por la pérdida de Harry y a ratos angustiada pensando en cómo se las arreglaría sin el salario de su esposo.

El cuerpo del difunto yacía en el frío interior de la iglesia, envuelto en una mortaja, y Sal tenía la cama para ella sola. La sentía vacía y no paraba de temblar. La última vez que había dormido sin compañía había sido la noche antes de su boda, ocho años atrás.

Kit ocupaba la cama individual y, por su forma de respirar, su madre sabía que estaba dormido. Al menos él había sido capaz de olvidar la pena durante el sueño.

Vapuleada por los recuerdos agridulces y la ansiedad por el futuro incierto, Sal fue durmiéndose y despertando de forma intermitente hasta que vislumbró la luz por las rendijas de los postigos, momento en que se levantó y encendió el fuego. Se sentó a la rueca y, cuando Kit despertó, preparó el desayuno, consistente en pan de centeno untado con manteca y una taza de té. Sal no tardaría en ser demasiado pobre para comprar la infusión.

El funeral estaba previsto para la tarde. La camisa de Kit tenía la tela casi traslúcida por el desgaste y unos jirones sin remiendo posible. Sal no quería que su hijo pareciera un pordiosero precisamente ese día. Guardaba una vieja camisa de Harry que podía ajustar a la talla del niño, y se sentó a cortar y coser la prenda.

Cuando estaba terminando, oyó unos disparos. Debía de tratarse de Will Riddick, cazando perdices en Mill Field. Él era el culpable de su repentina pobreza y estaba convencida de que el hombre tenía la obligación de hacer algo al respecto. La rabia fue ascendiendo por la garganta de Sal hasta que tomó la decisión de encararse con él.

—No te muevas —le ordenó a Kit—. Barre el suelo.

Y salió a la fría mañana.

Will se encontraba en el campo con su setter blanco y negro. Mientras Sal se acercaba a él por la espalda, se produjo una desbandada de pájaros en el bosque de al lado; Will siguió su vuelo con la escopeta y disparó dos veces. Era un buen tirador, y cayeron al suelo dos aves, grises y de alas rayadas, más o menos del tamaño de una paloma. Otro hombre emergió de entre los árboles, y Sal reconoció el pelo lacio y la complexión huesuda de Platts, el mayordomo de la casa solariega. Resultaba evidente que estaba asustando a las aves para Will.

El perro salió corriendo hacia el lugar donde habían caído las presas. El animal regresó con una de las piezas y luego fue a cobrar la segunda.

—¡Tiro! —le gritó Will a Platts.

En ese momento, Sal ya había llegado al lugar donde se encontraba apostado Will.

Se recordó a sí misma que no valía la pena tratar mal a los poderosos. En ocasiones se los podía disuadir o engatusar, o incluso hacerlos sentir avergonzados e impelidos a actuar con rectitud, pero no se los podía intimidar. Cualquier intento de obligarlos a hacer algo solo conseguía que se aferraran más a su postura.

—¿Qué quieres? —preguntó Will con brusquedad.

—Necesito saber qué piensa hacer por mí… — y añadió, tal vez demasiado tarde—: señor.

Will recargó la escopeta.

—¿Por qué tendría que hacer algo por ti?

—Porque Harry estaba trabajando a sus órdenes. Porque usted ordenó seguir cargando el carro. Porque no quiso escuchar las advertencias del tío Ike. Porque usted mató a mi marido.

Will se puso lívido.

—La culpa fue solo suya.

Sal se obligó a adoptar un tono de voz sereno y razonable.

—A lo mejor hay personas que se creen lo que usted les ha contado, pero yo sé la verdad. Usted estaba allí y yo también.

Will permaneció impasible, sujetando con relajación la escopeta, pero con el cañón apuntando hacia la mujer. A ella le quedó clara la amenaza tácita, aunque no lo creía capaz de apretar el gatillo. Sería difícil hacerlo pasar por un accidente solo dos días después de que él hubiese matado a su marido.

—Supongo que quieres una limosna.

—Quiero lo que usted me ha quitado: el salario de mi esposo, ocho chelines semanales.

Will soltó una risa forzada.

—No puedes obligarme a pagarte ocho chelines a la semana. ¿Por qué no te buscas otro marido? —La miró de pies a cabeza, con el semblante lleno de menosprecio a su humilde vestido y sus zapatos de fabricación casera—. Alguien habrá que quiera quedarse contigo.

Sal no se sintió insultada. Sabía que los hombres la encontraban atractiva. El mismo Will le había dedicado alguna que otra mirada lasciva. Sin embargo, no podía imaginarse casándose de nuevo.

No obstante, ese no era el argumento adecuado a las circunstancias.

—Si eso ocurre, puede dejar de pagarme —replicó en cambio.

—No pienso ni empezar.

Se oyó el aleteo de los pájaros cuando estos volvieron a levantar el vuelo, y Will se volvió y disparó. Otras dos perdices cayeron a tierra. El perro le trajo una y fue a cobrar la otra.

Will recogió la presa depositada a sus pies.

—Toma —le dijo a Sal—. Te doy una perdiz.

El ave tenía el pecho gris claro manchado de sangre, pero seguía viva. Sal se sintió tentada a cogerla. Podría cocinar una rica cena para Kit y ella con la perdiz.

—Como compensación por lo de tu marido; vale más o menos lo mismo —añadió Will.

Sal lanzó un grito ahogado, como si el hombre acabara de pegarle un puñetazo. No lograba recuperar el aliento para hablar. ¿Cómo se atrevía a decir que su marido valía lo que una perdiz? Fuera de sí de rabia, dio media vuelta, se alejó dando grandes zancadas y lo dejó ahí plantado, con el ave en la mano.

Sal estaba que echaba humo, de haberse quedado más tiempo habría soltado alguna barbaridad.

Cruzó el campo pisando con fuerza en dirección a su casa, pero cambió de idea y decidió acudir al terrateniente. No es que fuera un santo, precisamente, pero no era tan malvado como Will. Además, alguien tenía que hacer algo por ella.

El acceso por la puerta principal de la casa solariega estaba prohibido a los aldeanos. Sintió la tentación de incumplir la norma, aunque vaciló. No quería usar la puerta trasera y encontrarse con el personal del servicio, puesto que ellos insistirían en hacerla esperar mientras le preguntaban al terrateniente si podía atenderla, y su respuesta podría ser negativa. No obstante, había una entrada lateral utilizada por los aldeanos el día del pago del arrendamiento. A Sal le constaba que ese acceso conducía, a través de un pasillo corto, al salón principal y el gabinete del terrateniente.

Rodeó la casa hasta la fachada lateral e intentó abrir esa puerta. No estaba cerrada con llave.

Entró.

La puerta del gabinete estaba abierta y llegaba el olor a la humareda del tabaco. Sal asomó la cabeza y vio al terrateniente sentado a su mesa de escritorio, fumando en pipa, mientras escribía en un libro de contabilidad.

—Ruego me disculpe, señor —dijo ella al tiempo que llamaba antes de entrar.

El hombre levantó la vista y se sacó la pipa de la boca.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, molesto—. No es el día del pago del arrendamiento.

—La puerta lateral no estaba cerrada con llave y necesitaba hablar con usted urgentemente.

Sal accedió al gabinete y cerró después de entrar.

—Deberías haber entrado por la puerta de servicio. ¿Quién te has creído que eres?

—Señor, debo saber qué hará por mí ahora que he perdido a mi esposo. Tengo un niño al que alimentar y vestir.

El hombre se mostró vacilante. Sal creía que, si podía, el terrateniente Riddick escurriría el bulto de su responsabilidad. Sin embargo, también suponía que tendría cargo de conciencia. En público, seguramente negaría que Will fuera culpable de la muerte de Harry. No obstante, no era tan malvado como su hijo. Sal percibió la indecisión y el bochorno plasmados en el rostro ruborizado del hombre.

—Para eso está el Auxilio de los Pobres —dijo en cuanto pareció que se le endurecía el corazón.

Los propietarios de la aldea pagaban una cantidad anual para ayudar a los pobres de la parroquia. El fondo era administrado por la Iglesia.

—Consúltalo con el rector —sugirió el terrateniente—. Él es el supervisor de los pobres.

—Señor, el rector Riddick odia a los metodistas.

—Entonces no deberías ser metodista, ¿no te parece? —replicó él como sacándose un as de la manga.

—Se supone que el Auxilio de los Pobres no es solo para las personas que comulgan con el rector.

—La Iglesia de Inglaterra es la que dona el dinero.

—Pero no es el dinero de la Iglesia, ¿verdad? El dinero es de los propietarios. ¿Se equivocan al pensar que la Iglesia obrará con justicia?

El terrateniente se enfureció.

—Eres de esas personas que se creen en el derecho de corregir a sus superiores, ¿verdad?

Sal perdió toda esperanza. Cualquier discusión con un poderoso acababa siempre igual. La aristocracia tenía la razón por el hecho de serlo, al margen de las leyes, las promesas o la lógica. Solo los pobres debían acatar las normas.

A ella ya no le quedaban energías. Tendría que suplicarle al rector Riddick, quien haría todo lo posible por no prestarle ayuda.

Sal abandonó la habitación sin volver a abrir la boca. Salió de la casa por la puerta lateral y regresó caminando a su hogar. Se sentía desesperanzada y abatida.

Terminó los arreglos de la camisa para Kit y cenaron pan con queso. Entonces, la campana empezó a tañer y se encaminaron hacia la iglesia de St. Matthew. Ya había llegado muchísima gente, y la nave estaba abarrotada. El templo era un pequeño edificio medieval y debería haber sido ampliado para albergar a la creciente población local, pero los Riddick no estaban dispuestos a gastar su dinero en las obras.

Algunos de los dolientes no conocían a Harry personalmente, y Sal se preguntó por qué habrían pedido librar en el trabajo para asistir al funeral; entonces se dio cuenta de que la muerte de su esposo era algo especial. No se había producido por enfermedad ni por vejez, ni por un accidente inevitable; ninguna de las causas habituales. Harry había muerto por la inconsciencia y la brutalidad de Will Riddick. Con su asistencia al funeral, los lugareños dejaban claro que la vida de Harry importaba, y que su muerte no podía olvidarse sin más.

Por lo visto, el rector Riddick lo interpretó así. Entró vistiendo el hábito, se quedó mirando sorprendido a la numerosa multitud y adoptó expresión de enfado. Avanzó a toda prisa hacia el altar e inició el oficio. Sal estaba bastante segura de que el rector habría preferido no oficiar el funeral, pero era el único clérigo de la aldea. Por otra parte, lo que cobraba por todos los bautizos, bodas y funerales en una población tan numerosa como aquella sumaba un importante complemento a su salario.

Ofició la liturgia a tal velocidad que la congregación empezó a murmurar disgustada. El rector lo ignoró y aceleró su sermón para llegar al final. A Sal apenas le importó. No dejaba de pensar en que no volvería a ver a Harry nunca más, y llorar era todo cuanto podía hacer.

El tío Ike se había encargado de organizar a los portadores del féretro, y la congregación los siguió en procesión hasta el cementerio. Brian Pikestaff se situó junto a Sal para consolarla y la rodeó con un brazo a la altura de sus hombros trémulos.

El rector pronunció la última oración mientras bajaban el cuerpo a la fosa.

Una vez finalizado el servicio, se acercó a Sal. La viuda se preguntó si le dedicaría unas palabras de fingido consuelo.

—Mi padre me ha hablado de tu visita —le dijo en cambio—. Iré a verte esta tarde, dentro de un rato.

Y se marchó a todo correr.

Cuando se hubo ido, Brian Pikestaff pronunció un breve panegírico. Habló sobre Harry con afecto y respeto, y sus palabras fueron celebradas con gestos de asentimiento y murmullos de «amén», protagonizados por todos cuantos rodeaban la tumba. Dijo una oración y después cantaron todos Love’s Redeeming Work is Done.

Sal estrechó la mano de un par de amigos íntimos y les agradeció su presencia, luego tomó a Kit de la mano y ambos se alejaron a toda prisa.

Poco después de llegar a casa, se presentó Brian, quien le traía una pluma fuente y un frasquito de tinta.

—Se me ha ocurrido que a lo mejor querrías escribir el nombre de Harry en tu biblia —dijo—. No me quedaré. Devuélveme la pluma y el frasquito cuando te vaya bien.

A Sal se le daba mejor la lectura que la escritura, aunque sabía escribir las fechas y copiar cualquier cosa. El nombre de Harry ya estaba en el libro junto a la fecha de su boda y, cuando Sal se sentó a la mesa con el libro delante y la pluma en la mano, rememoró ese día de hacía ocho años. Recordó lo feliz que se había sentido al casarse con él. Entonces estrenó el mismo vestido que llevaba puesto en ese momento. Había pronunciado la frase «hasta que la muerte nos separe», pero jamás imaginó que eso ocurriría tan poco tiempo después de decirlo. Durante unos segundos se permitió sentir todo el peso de la tristeza.

A continuación se enjugó las lágrimas y escribió con trazo lento y cuidadoso: «Harold Clitheroe, fallecido el 4 de diciembre de 1792».

Le habría gustado anotar algo sobre la forma en que murió, pero no sabía cómo escribir «atropellado por un carro» ni «por la estupidez del hijo del terrateniente». De todas formas, seguramente era mejor no dejar constancia escrita sobre esa clase de cosas.

La vida debía volver a la normalidad, así que se sentó a la rueca y trabajó con la luz natural que entraba por la puerta abierta. Kit se acomodó junto a ella, como solía hacer, para ir pasándole los cabos sueltos de lana sin hilar, directamente de sus manos a las de su madre: ella los iba introduciendo por el orificio al tiempo que hacía girar la rueda que, a su vez, rotaba el volante de la rueca y retorcía la lana hasta convertirla en el resistente hilo de un ovillo.

Kit parecía pensativo.

—¿Por qué tenemos que morirnos antes de ir al cielo? —le preguntó a su madre, pasado un rato.

Sal también se había hecho preguntas como esas de niña, aunque recordaba haber sido algo mayor que su hijo, debía de tener unos doce años, y no seis. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que había pocas explicaciones útiles para los aspectos más confusos de la religión, por eso dejó de preguntar. Tenía el pálpito de que Kit iba a ser más insistente.

—No sé por qué, lo siento —respondió—. Nadie lo sabe. Es un misterio.

—¿Alguien ha ido al cielo sin morirse?

Sal estuvo a punto de decir que no, pero de pronto creyó recordar algo; lo pensó unos segundos y supo de qué se trataba.

—Sí, hubo un hombre que lo hizo, se llamaba Elías.

—Entonces ¿no lo enterraron en un cementerio junto a una iglesia?

—No.

Sal estaba bastante segura de que no existían las iglesias en la época de los profetas del Antiguo Testamento, aunque decidió no corregir el error de Kit.

—¿Y cómo fue al cielo?

—Subió arrastrado por un tornado. —Para que el niño no formulara la inevitable pregunta, añadió—: No sé por qué.

Kit se quedó callado, y Sal supuso que estaría pensando en su padre y en cómo había ascendido al cielo junto a Dios y los ángeles.

El pequeño tenía otra pregunta.

—¿Para qué sirve la rueda más grande?

Esa sí la podía responder.

—La rueda es mucho más grande que el volante al que hace girar; eso sí que lo entiendes, ¿verdad?

—Sí.

—Cuando la rueda gira una vez, el volante gira cinco veces. Eso significa que el volante va mucho más deprisa.

—Pero ¿no puedes hacer que solo gire el volante?

—Eso es lo que hacían antes de que se inventara la rueda más grande. Aunque es difícil hacer que el volante gire deprisa. Una se cansa enseguida. Mientras que podrías estar girando la rueda muy despacio todo el día.

El niño se quedó mirando el artilugio, muy pensativo, contemplando su giro. Era una criatura especial. Sal reconocía que todas las madres pensaban lo mismo de sus hijos, sobre todo las que tenían solo uno. No obstante, ella seguía creyendo que Kit era diferente a los demás. De mayor llegaría a ser algo más que jornalero. Además, no quería que viviera como ella, en una casa de turba sin chimenea.

En un pasado, Sal había tenido aspiraciones. Admiraba como a una heroína a su tía Sarah, la hermana mayor de su

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