El puente
Diez días después de terminar la guerra mi hermana Laura se despeñó con el coche desde un puente en reparación: se llevó por delante la señal de peligro. El coche se precipitó unos treinta metros por el barranco, atravesó las mullidas copas de los árboles, cubiertos de hojas nuevas, y a continuación se incendió y rodó hasta el riachuelo del fondo. Sobre el coche cayeron varios cascotes del puente. De Laura no quedaron más que restos calcinados.
Del accidente me informó un policía: el coche era mío y habían comprobado la licencia. Su tono era respetuoso: sin duda había reconocido el nombre de Richard. Me dijo que probablemente los neumáticos hubiesen resbalado en las vías del tranvía, o que al coche le hubieran fallado los frenos, pero también se sintió obligado a comunicarme que dos testigos —un abogado retirado y el cajero de un banco, gente fiable— habían declarado haberlo visto todo. De acuerdo con su testimonio, Laura había dado un volantazo deliberado y había caído por el puente sin más sobresalto que si se hubiera bajado de la acera. Se habían fijado en las manos que sujetaban el volante porque llevaba guantes blancos.
No fueron los frenos, pensé. Tenía sus motivos. No se trataba de los mismos motivos que tienen todos los demás. En este sentido, era completamente inflexible.
—Supongo que quieren que alguien la identifique —dije—. Iré lo antes posible.
Percibí el tono calmo de mi propia voz, como si me llegara desde lejos. En realidad apenas si podía pronunciar palabra; tenía la boca entumecida, la cara rígida de dolor. Me sentía como si hubiera ido al dentista. Estaba furiosa con Laura por lo que había hecho, pero también con el policía por insinuar que lo había hecho. Notaba alrededor de la cabeza un aire caliente que me erizaba los cabellos uno a uno, como cuando se vierte tinta en el agua.
—Me temo que se llevará a cabo una investigación, señora Griffen —anunció el policía.
—Por supuesto. Pero ha sido un accidente. Mi hermana nunca fue buena conductora.
Se me apareció la cara ligeramente ovalada de Laura, el cabello recogido en un moño perfecto, el vestido que debía de llevar en el momento de la caída: un camisero de cuello cerrado, de un color sobrio, penitenciario, azul marino, gris acero o verde de pasillo de hospital. El tipo de ropa que no se elige sino que una se encuentra metida en ella. Su solemne media sonrisa. Sus cejas enarcadas en una expresión de sorpresa, como si admirase el panorama.
Los guantes blancos: un gesto de Poncio Pilatos. Se lavaba las manos respecto de mí. De todos nosotros.
¿En qué debió de pensar cuando el coche saltó del puente, cuando quedó suspendido en la luz de la tarde, resplandeciente como una libélula en aquel instante de respiración contenida, antes de la caída en picado? En Alex, en Richard, en la mala fe, en nuestro padre y su ruina; acaso en Dios, y en su fatídica relación triangular. O en el montón de cuadernos de ejercicios escolares que debió de esconder aquella misma mañana en el cajón de la cómoda donde yo guardaba las medias, con el convencimiento de que los encontraría.
Cuando el policía se hubo ido subí al piso de arriba para cambiarme. Para ir al depósito de cadáveres necesitaba guantes y un sombrero con velo, algo que me tapase los ojos. Seguramente habría periodistas. Tenía que pedir un taxi. También debía llamar a Richard a su despacho: imaginé que querría preparar una nota de pésame. Fui al vestidor; precisaba ropa negra y un pañuelo.
Abrí el cajón y vi los cuadernos. Quité la goma que los sujetaba. Noté que me castañeteaban los dientes y tenía todo el cuerpo helado. «Debe de ser la impresión», decidí.
Entonces me acordé de Reenie, de cuando éramos pequeñas. Era Reenie quien nos ponía tiritas en los arañazos, cortes y pequeñas lesiones; mi madre podía encontrarse descansando o haciendo buenas obras en otra parte, pero Reenie siempre estaba allí. Ella nos cogía en brazos y nos sentaba en la mesa de formica blanca de la cocina, junto a la masa que estaba extendiendo, el pollo a medio cortar o el pescado a medio destripar, y nos daba un trozo de azúcar moreno para que nos callásemos. «Dime dónde te duele —decía—. Deja de berrear. Cálmate y dime dónde.»
Hay personas, empero, que son incapaces de decir dónde les duele. No pueden calmarse. Ni siquiera pueden dejar de berrear.
The Toronto Star, 26 de mayo de 1945
UN ACCIDENTE EN LA CIUDAD
PLANTEA INTERROGANTES
ESPECIAL PARA THE STAR
La investigación del juez de instrucción ha concluido que el accidente mortal que ocurrió la semana pasada en la avenida St. Clair se debió a causas fortuitas. Laura Chase, de veinticinco años de edad, se dirigía hacia el oeste la tarde del 18 de mayo cuando su coche dio un brusco viraje hacia las barreras que protegían las obras de reparación del puente, se precipitó al vacío y se incendió. La señorita Chase murió en el acto. Su hermana, la esposa del prominente industrial Richard E. Griffen, declaró que la señorita Chase sufría de graves dolores de cabeza que le afectaban la visión. En respuesta a las preguntas, negó la posibilidad de intoxicación etílica, puesto que la señorita Chase no bebía.
La policía apuntó como factor decisivo el que los neumáticos patinaran en los raíles del tranvía. Tras el testimonio pericial del ingeniero municipal Gordon Perkins, se desestimó que existieran fallos en las medidas de seguridad adoptadas por la ciudad.
El accidente ha propiciado que se renovaran las protestas por el estado de las vías en ese tramo de la calzada. Herb T. Jolliffe, representante local de los contribuyentes, ha comunicado a los periodistas del Star que no se trataba del primer percance provocado por las vías en desuso. Rogamos encarecidamente al Ayuntamiento que tome nota.
El asesino ciego. Por Laura Chase
Reingold, Jaynes & Moreau, Nueva York, 1947
Prólogo: Plantas perennes para el jardín rocoso
Tiene una sola fotografía de él. La ha metido en un sobre marrón en el que había escrito «recortes» y ha escondido el sobre entre las páginas de Plantas perennes para el jardín rocoso, donde nadie miraría jamás.
Ha guardado celosamente esta foto porque es casi lo único que le queda de él. Es en blanco y negro, tomada con una de aquellas cámaras de flash de antes de la guerra que eran como una caja voluminosa, con fuelles y fundas de piel que parecían bozales, provista de tiras y complicadas hebillas. En la fotografía aparecen los dos, ella y su hombre, en un pícnic. Detrás pone «pícnic», con lápiz: ni el nombre de él ni el de ella, sólo «pícnic». Sabe los nombres, no le hace falta escribirlos.
Están sentados debajo de un árbol, posiblemente un manzano; no se fijó mucho en el árbol en aquel momento. Ella lleva una blusa blanca con las mangas recogidas hasta el codo y una falda holgada metida debajo de las rodillas. Debía de soplar un poco de brisa, porque la blusa parece hinchársele alrededor del cuerpo; o a lo mejor sólo se le pegaba, porque hacía calor. Si pone la mano sobre la fotografía, aún puede sentir el calor, semejante al que emite a medianoche una piedra calentada por el sol durante el día.
El hombre luce un sombrero de color claro. Lo lleva ladeado y le oculta parcialmente la cara. Debe de tenerla más bronceada que ella, que está medio vuelta hacia él y le sonríe como no recuerda haber sonreído a nadie desde entonces. En la fotografía se lo ve muy joven, demasiado, aunque en aquel momento a ella no se lo parecía. Él también sonríe —la blancura de sus dientes reluce igual que el destello de una cerilla al encenderse—, pero levanta la mano, como si la empujara jugando, o para protegerse de la cámara, de la persona que debía de estar allí tomando la fotografía, o de quienes lo mirasen en el futuro, de quienes lo mirasen a través de esta ventana cuadrada e iluminada de papel glaseado. Para protegerse de ella. Para protegerla a ella. En su mano, tendida en ademán bienhechor, se ve la colilla de un cigarrillo.
Cuando está sola toma el sobre marrón y saca la foto de entre los recortes de periódico. La pone encima de la mesa y la mira igual que si mirara dentro de un pozo o de un charco, buscando, más allá de su propio reflejo, algo que pudiera habérsele caído o perdido, fuera de su alcance pero todavía visible, resplandeciente como una joya sobre la arena. Examina cada detalle. Los dedos de él blanqueados por el flash o por el resplandor del sol, los pliegues de la ropa, las hojas de los árboles y las pequeñas formas redondas que cuelgan: ¿son manzanas, después de todo? La hierba tosca en primer plano, amarilla a causa de la sequía.
En un extremo —al principio no se ve— hay una mano, cortada por el margen hasta la muñeca, como por unas tijeras, que se apoya sobre la hierba como si fuera un desecho. Abandonada a su suerte.
La nube que atraviesa el brillante cielo deja una estela que parece helado fundido sobre cromo. Sus dedos manchados de humo. El destello distante del agua. Todo ahogado.
Ahogado, pero reluciente.
II
El asesino ciego: El huevo duro
¿Qué será, entonces?, dice. ¿Esmóquines y romance, o naufragio en una costa yerma? Puedes elegir lo que quieras: selvas, islas tropicales, montañas. O bien otra dimensión del espacio: es lo que me sale mejor.
¿Otra dimensión del espacio? Oh, vaya.
No te rías, es una buena dirección. Allí puede pasar todo lo que quieras. Naves espaciales y uniformes ajustados, pistolas de rayos, marcianos con cuerpos de calamar gigante, esa clase de cosas.
Tú eliges, dice ella. Tú eres el profesional. ¿Qué tal un desierto? Siempre he querido viajar a un desierto. Con oasis, claro. Y algunas palmeras datileras también. Está descortezando el bocadillo. No le gusta la corteza del pan.
En los desiertos no hay muchas posibilidades. Ni rasgos distintivos, a menos que pongamos algunas tumbas. Así podríamos tener un grupo de mujeres desnudas que llevan tres mil años muertas, de figuras ágiles y curvilíneas, labios de rojo rubí, cabellos azulados con una espumosa cascada de rizos y ojos como hoyos llenos de serpientes. Pero no creo que se las pueda engatusar. Lo morboso no es tu estilo.
Nunca se sabe. A lo mejor me gustan.
Lo dudo. Son para gente del montón. Aunque tienen éxito en las portadas: se retuercen alrededor de quien sea y hay que golpearlas con la culata del fusil.
¿Podría ser otra dimensión del espacio, y también las tumbas y las mujeres muertas, por favor?
Es mucho pedir, pero veré si existe alguna posibilidad. También podría poner algunas vírgenes expiatorias, con petos de metal, cadenas de plata en los tobillos y túnicas transparentes. Y una manada de lobos voraces, también.
Veo que no te arredras ante nada.
¿Prefieres los esmóquines? ¿Cruceros, ropa de cama blanca, besamanos y sensiblería hipócrita?
No. Está bien. Lo que te parezca mejor.
¿Un cigarrillo?
Ella rehúsa la invitación con un movimiento de la cabeza. Él enciende el suyo, rascando la cerilla con la uña del pulgar.
Te vas a quemar, dice ella.
Hasta ahora nunca me he quemado.
Ella le mira la manga de la camisa, blanca o azul claro, luego la muñeca, la piel más morena de la mano. Él emite un resplandor, debe de tratarse del reflejo del sol. ¿Cómo es que no lo está mirando todo el mundo? Aun así llama demasiado la atención para estar aquí fuera... al aire libre. Hay otras personas alrededor, sentadas en la hierba o medio tumbadas sobre un codo: otros domingueros, con sus ropas claras de verano. Todo es muy correcto. Y sin embargo ella tiene la sensación de que están los dos solos; como si el manzano bajo el que se han sentado no fuera un manzano sino una tienda; como si en torno a ellos hubiese una línea marcada con tiza. Detrás de esa línea, son invisibles.
Pues el espacio, entonces, dice él. Con tumbas, vírgenes y lobos... pero a plazos. ¿De acuerdo?
¿A plazos?
Sí, como los muebles. Ella se ríe.
No, hablo en serio. ¿Cómo vas a negármelo? Podría durar días. Tenemos que volver a vernos.
Ella duda. Muy bien, concede. Si consigo arreglarlo. Bien, dice él. Ahora he de pensar, añade en tono de despreocupación. Un exceso de apremio podría desanimarla.
En el planeta de... a ver. Saturno no, se encuentra demasiado cerca. En el planeta Zicrón, localizado en otra dimensión del espacio, hay una llanura sembrada de escombros. Al norte está el océano, que es de color violeta. Al oeste se alza una cadena de montañas donde se dice que a la puesta del sol las voraces mujeres no muertas salen de sus tumbas desmoronadas. Ya ves, he puesto las tumbas de buenas a primeras.
Muy aplicado por tu parte, dice ella.
Me atengo a lo acordado. Hacia el sur hay una ardiente extensión de arena y, hacia el este, varios valles profundos que en otro tiempo tal vez fueron ríos.
Supongo que se trata de canales, como en Marte.
Oh, canales y toda clase de cosas. Restos de una civilización antigua y altamente desarrollada, aunque ahora la región está apenas habitada por grupos de nómadas primitivos. En medio de la llanura hay un gran cúmulo de piedras. La tierra de alrededor es árida, con algunos matojos; no exactamente un desierto, pero casi. ¿Queda algún bocadillo de queso?
Ella hurga en la bolsa de papel. No, responde, pero hay un huevo duro. Nunca se había sentido tan feliz. Todo vuelve a empezar, todo está por representarse.
Justo lo que me recetó el médico, señala él. Una botella de limonada, un huevo duro y tú. Frota el huevo con las palmas, rompe la cáscara y lo pela. Ella le mira la boca, la mandíbula, los dientes.
Junto a mí, cantando en el parque público, dice. Toma la sal.
Gracias. Estás en todo.
Nadie reclama la propiedad de esta árida llanura, prosigue él. O más bien la reclaman cinco tribus diferentes, pero ninguna lo bastante fuerte para aniquilar a las demás. Todas ellas pasan por delante de esta montaña de piedra de vez en cuando, arreando a sus thulks —unos animales azules, parecidos a ovejas, pero sanguinarios—, o transportando mercancías de poco valor sobre sus bestias de carga, una especie de camellos de tres ojos.
El montón de piedras se llama, en sus distintas lenguas, la Guarida de las Serpientes Voladoras, la Pila de Escombros, la Morada de las Madres que Aúllan, la Puerta del Olvido y el Pozo de los Huesos Roídos. Cada tribu cuenta una historia similar acerca de él. Debajo de las rocas, afirman, hay enterrado un rey sin nombre. No sólo el rey, sino los restos de la magnífica ciudad que en su tiempo gobernó. La ciudad quedó destruida en una batalla y el rey fue capturado y colgado de una palmera datilera en señal de triunfo. A la luz de la luna lo descuartizaron, lo enterraron y apilaron las piedras para marcar el lugar. En cuanto a los demás habitantes de la ciudad, todos, hombres, mujeres, niños, bebés, hasta los animales, murieron asesinados. Pasados por la espada, cortados a tajos. No quedó ni un ser vivo.
Es espantoso.
Hundes una pala en la tierra, prácticamente en cualquier parte, y lo que sale a la luz siempre es horrible. Buen material para negociar: los huesos nos ayudan a prosperar; sin ellos no habría historias. ¿Queda un poco de limonada?
No, responde ella. Nos la hemos bebido toda. Sigue.
Los conquistadores borraron de la memoria el verdadero nombre de la ciudad, por eso, aseguran los que cuentan la historia, ahora el lugar sólo se conoce por el nombre de su destrucción. Así el montón de piedras representa al mismo tiempo un acto de recuerdo deliberado y un acto de olvido intencional. En esta región cultivan las paradojas. Cada una de las tribus afirma haberse alzado con la victoria. Las cinco recuerdan la matanza con entusiasmo, convencidas de que la decretó su propio dios en venganza, por lo demás justificada, por las prácticas pecaminosas que se llevaban a cabo en la ciudad. El mal debe lavarse con sangre, dicen. Aquel día la sangre fluyó como el agua, de modo que la ciudad debió de quedar muy limpia.
Cada pastor o mercader que pasa por delante añade una piedra al montón. Es una antigua costumbre —se hace en recuerdo de los muertos, de los muertos propios, se entiende—, pero como nadie sabe quiénes son en realidad los muertos que hay debajo del montón, todos ponen piedras por si acaso. Lo resuelven diciendo que lo que pasó aquí debió de ser voluntad de su dios y que, dejándole una piedra, la honran.
También hay una historia según la cual la ciudad no fue destruida en absoluto, sino que, por medio de un hechizo que sólo conocía el rey, la ciudad y sus habitantes fueron ahuyentados y sustituidos por fantasmas de ellos mismos, y que éstos fueron quemados y masacrados. La ciudad real se encogió hasta hacerse diminuta, y la metieron en una cueva bajo el gran cúmulo de piedras. Todo lo que existió una vez sigue allí, incluidos los palacios y jardines llenos de árboles y flores, y hasta las personas, que son del tamaño de hormigas aunque siguen con sus vidas de antes, vestidas con sus ropitas, celebrando diminutos banquetes, entonando canciones...
El rey sabe lo que ha ocurrido, y le provoca pesadillas, pero el resto no sabe nada. Ignoran que se han vuelto tan pequeños. Ignoran que se los da por muertos. Ignoran incluso que han sido salvados. El techo de piedra les parece el cielo: la luz se filtra por un agujerito abierto entre las piedras, y ellos creen que se trata del sol.
Las hojas del manzano crujen. Ella levanta los ojos al cielo y luego mira el reloj. Tengo frío, dice. Además, llego tarde.
¿Podrías deshacerte de las pruebas? Ella misma recoge las cáscaras de huevo y hace una bola con el papel encerado.
No hay urgencia, ¿verdad? Aquí no hace frío.
Sopla una brisa procedente del agua, dice ella. Debe de haber cambiado el viento. Se inclina hacia delante y se dispone a levantarse.
No te vayas todavía, le pide él, demasiado rápido.
Tengo que hacerlo. Estarán buscándome. Si llego tarde, querrán saber dónde he estado.
Se alisa la falda, se cruza de brazos, da media vuelta; las pequeñas manzanas verdes la miran como si fuesen ojos.
The Globe and Mail, 4 de junio de 1947
ENCUENTRAN A GRIFFEN EN UN VELERO
ESPECIAL PARA THE GLOBE AND MAIL
Tras una ausencia inexplicable de varios días, el cuerpo del industrial Richard E. Griffen, de cuarenta y siete años, cuya candidatura conservadora progresista en la campaña de St. David, en Toronto, parecía tener grandes posibilidades, fue descubierto cerca de Avilion, su residencia de verano, en Port Ticonderoga, donde pasaba sus vacaciones. El señor Griffen fue encontrado en su velero, el Water Nixie, que estaba amarrado en su malecón privado del río Jogues. Las apariencias indican que sufrió una hemorragia cerebral. La policía ha informado de que no hay indicios de violencia.
El señor Griffen tuvo una distinguida carrera como cabeza de un imperio comercial que abarcaba sectores tan diversos como la industria de la confección y la fabricación de armamento ligero, y durante la guerra recibió elogios por sus esfuerzos para abastecer a los ejércitos aliados con piezas de uniforme y componentes de armas. Fue un participante asiduo de las Conferencias Pugwash y personaje destacado tanto del Empire Club como del Granite Club, así como buen jugador de golf y conocido miembro del Royal Canadian Yacht Club. El primer ministro, localizado por teléfono en Kingsmere, su residencia privada, comentó: «El señor Griffen era uno de los hombres más capaces de este país. Sentiremos profundamente su pérdida.»
El señor Griffen era cuñado de la difunta Laura Chase, que publicó póstumamente su primera novela esta primavera, y le sobreviven su hermana, Winifred (Griffen) Prior, famosa en los círculos de la alta sociedad, y su esposa Iris (Chase) Griffen, además de su hija de diez años, Aimee. El funeral se celebrará en la iglesia del Apóstol San Simón, en Toronto, el próximo miércoles.
El asesino ciego: El banco del parque
¿Por qué había gente en Zicrón? Me refiero a seres humanos como nosotros. Si se trata de otra dimensión del espacio, ¿los habitantes no deberían ser lagartos parlantes o algo así?
Sólo en la literatura barata, responde él. Son un invento. En realidad fue así: los zicronitas, que ejercitaron la capacidad de viajar de una dimensión espacial a otra en un periodo varios milenios posterior a la época de que hablamos, colonizaron la Tierra. Llegaron aquí hace ocho mil años. Trajeron muchas semillas con ellos, y por eso tenemos manzanas y naranjas, por no hablar de los plátanos: sólo con echarle un vistazo a un plátano reconoces al instante que vino del espacio exterior. También trajeron animales, como caballos, perros, cabras, etcétera. Fueron los constructores de la Atlántida. Pero eran demasiado inteligentes, por esa razón todo saltó por los aires. Nosotros somos descendientes de los rezagados.
Oh, dice ella. Así se explica. Qué conveniente para ti.
Servirá si es necesario. En cuanto a las otras peculiaridades de Zicrón, tiene siete mares, cinco lunas y tres soles, de distintas potencias y colores.
¿Qué colores? ¿Chocolate, vainilla y fresa?
No me tomas en serio.
Lo siento. Inclina la cabeza hacia él. Ahora te escucho. ¿Lo ves?
• • • •
Antes de su destrucción, dice él, la ciudad —llamémosla por su antiguo nombre, Sakiel-Norn, que traducido aproximadamente es la Perla del Destino— estaba considerada la maravilla del mundo. Incluso quienes proclamaban que sus antepasados la habían arrasado, describían admirados su belleza. De las fuentes esculpidas en los patios embaldosados y los jardines de sus numerosos palacios fluían manantiales. Abundaban las flores, y el aire estaba lleno del canto de los pájaros. Alrededor había llanuras exuberantes donde pastaban rebaños de cebados gnarr, y huertos, y bosques de altos árboles que ningún mercader había talado todavía ni ningún enemigo malicioso había quemado. Los cañones ahora secos entonces eran ríos; los canales que salían de ellos regaban los campos que rodeaban la ciudad, y la tierra era tan rica que, se afirmaba, una semilla podía medir hasta ocho centímetros. Los aristócratas de Sakiel-Norn recibían el nombre de snilfardos. Eran metalúrgicos experimentados e inventores de ingenios mecánicos cuyos secretos guardaban celosamente. Por aquella época habían inventado el reloj, la ballesta y la bomba de mano, aunque no habían llegado al motor de combustión interna y aún empleaban animales para el transporte.
Los hombres llevaban máscaras de malla de platino, las cuales, si bien se adaptaban perfectamente a la cara, les servían para ocultar sus verdaderas emociones. Las mujeres se cubrían el rostro con una tela parecida a la seda hecha con el capullo de la mosca chaz. Quienes no eran snilfardos tenían prohibido, so pena de muerte, cubrirse la cara, porque la inmunidad y el subterfugio eran patrimonio de la nobleza. Los snilfardos se vestían con todo lujo, cultivaban la música y tocaban distintos instrumentos para exhibir su buen gusto y habilidad. Se permitían intrigas cortesanas, ofrecían magníficos festines y se enamoraban de forma exagerada de la mujer del prójimo. Se batían en duelo por motivos como éste, aunque era más aceptable que el marido simulase no saber nada.
A los pequeños agricultores, siervos y esclavos se los conocía con el nombre de «ygnirodos». Vestían gastadas túnicas grises que dejaban un hombro al descubierto, y también un pecho en el caso de las mujeres, que eran —huelga decirlo— presa fácil para los snilfardos. Los ygnirodos estaban descontentos con su suerte, pero lo ocultaban simulando estupidez. De vez en cuando organizaban una revuelta, que de inmediato era brutalmente reprimida. El estamento más bajo estaba formado por los esclavos, a quienes se podía comprar, intercambiar y matar a voluntad. La ley les prohibía leer, pero tenían códigos secretos que inscribían en la tierra valiéndose de piedras. Los snilfardos los ataban a los arados.
Si un snilfardo iba a la bancarrota, era degradado a ygnirodo, lo que podía evitar vendiendo a su esposa o hijos a fin de redimir la deuda. Mucho más raro era que un ygnirodo alcanzara la condición de snilfardo, ya que suele ser más arduo ascender por un camino que lo contrario; aunque fuese capaz de amasar la fortuna necesaria y adquirir una novia snilfarda para él o para su hijo, precisaría cierta cantidad para destinarla a sobornos, y pasaría mucho tiempo antes de que la sociedad de los snilfardos acabara por aceptarlo.
Supongo que el que habla es el bolchevique que llevas dentro, dice ella. Sabía que llegarías a esto, tarde o temprano.
Al contrario. La cultura que describo se basa en la antigua Mesopotamia. Está en el código de Hammurabi, las leyes de los hititas y todo eso. O parte de ello. La referente al velo, como mínimo, y lo de vender la esposa. Podría darte capítulo y verso.
Hoy no, por favor, responde ella. No tengo fuerzas. Estoy languideciendo.
Es agosto, hace un calor excesivo. La humedad los envuelve en una niebla invisible. A las cuatro de la tarde la luz es como mantequilla fundida. Están sentados en el banco de un parque, no muy cerca el uno del otro; por encima de ellos las hojas exhaustas de un arce; bajo sus pies, la tierra agrietada; nada más que hierba alrededor. Un mendrugo picoteado por gorriones, papeles arrugados. No es la mejor zona. Cerca, una fuente de agua potable que gotea; tres niños mugrientos, una niña en bañador y dos niños en pantalón corto, conspiran junto a la fuente.
Ella luce un vestido amarillo pálido; un vello rubio cubre sus brazos, desnudos por debajo del codo. Se ha quitado los guantes de algodón y, con manos nerviosas, ha hecho con ellos una bola. A él no le importan sus nervios; le gusta pensar que le cuesta algún esfuerzo. Lleva también un sombrero de paja redondo, como de colegiala, y el cabello recogido, a excepción de un mechón. La gente solía cortarse mechones, los guardaba y los llevaba en un guardapelo; o, si se trataba de un hombre, cerca del corazón. Él no entendía por qué, claro que eso era antes.
¿Adónde has dicho que ibas?, pregunta él.
A comprar. Mira la bolsa de la compra. Me he comprado unas medias, son muy buenas... de la mejor seda. Es como no llevar nada. Apunta una sonrisa. Sólo tengo quince minutos. Se le ha caído un guante, junto al pie. Él no le quita el ojo. Si se va y lo olvida, se lo quedará. Lo olerá en su ausencia.
¿Cuándo puedo verte?, inquiere él. La brisa caliente acaricia las hojas, la luz se filtra, hay polen a su alrededor, una nube dorada. Polvo, en realidad.
Me estás viendo ahora, dice ella.
No seas así. Dime cuándo. Una película de sudor hace que la piel del escote resplandezca.
Todavía no lo sé, responde ella. Vuelve la cabeza y recorre el parque con la mirada.
No hay nadie por aquí, comenta él. Al menos nadie que conozcas.
Nunca se sabe cuándo aparecerán, dice ella. Nunca se sabe a quién conoces y a quién no.
Deberías comprarte un perro, sugiere él.
Ella se ríe. ¿Un perro? ¿Por qué?
De ese modo tendrías una excusa. Podrías llevarlo a pasear. A él y a mí.
El perro se pondría celoso. Y tú pensarías que lo prefiero a ti.
Pero no sería así, dice él. ¿Verdad que no?
Ella abre más los ojos. ¿Por qué no?
Los perros no hablan, responde él.
The Toronto Star, 25 de agosto de 1975
SOBRINA DE NOVELISTA VÍCTIMA DE UNA CAÍDA
ESPECIAL PARA THE STAR
Aimee Griffen, de treinta y ocho años de edad, hija del eminente industrial, ya fallecido, Richard E. Griffen, y sobrina de la renombrada autora Laura Chase, fue hallada el miércoles con el cuello roto, como resultado de una caída, en su apartamento de Church Street, ubicado en un sótano. Parece ser que llevaba al menos un día muerta. Los vecinos Jos y Beatrice Kelley fueron alertados por la hija de cuatro años de Aimee Griffen, Sabrina, que a menudo iba a comer a su casa cuando no conseguían dar con su madre.
Se rumorea que Aimee Griffen libró una larga lucha contra la adicción a las drogas y el alcohol, motivo por el que debió ser hospitalizada en varias ocasiones. Su hija ha quedado al cuidado de Winifred Prior, su tía abuela, hasta que se obtengan los resultados de la investigación que se lleva a cabo. Tanto la señora Prior como la madre de Aimee Griffen, la señora Iris Griffen, de Port Ticonderoga, declinaron hacer comentarios.
Este lamentable suceso es un ejemplo más de la relajación actual de nuestros servicios sociales y de la necesidad de mejorar la legislación para aumentar la protección de los niños en situación de riesgo.
El asesino ciego: Las alfombras
La línea emite zumbidos y crujidos. Se oyen truenos, ¿o es que alguien escucha? Pero no pueden seguirle el rastro porque se trata de un teléfono público.
¿Dónde estás?, pregunta ella. No deberías llamarme aquí.
Él no la oye respirar. Ella quiere ponerse el auricular contra el cuello, pero él no se lo pedirá, todavía. Estoy en la esquina. A un par de manzanas. Puedo ir al parque, el pequeño, el que tiene el reloj de sol.
Oh, no creo...
Sal un momento. Di que necesitas tomar el aire. Él espera.
Lo intentaré.
A la entrada del parque hay dos grandes columnas de piedra, de cuatro lados, biseladas en lo alto, de estilo egipcio. Sin embargo, no hay inscripciones triunfales ni bajorrelieves de enemigos encadenados, de rodillas. Sólo pone PROHIBIDO HOLGAZANEAR y PERROS SUELTOS, NO.
Ven aquí, le pide él. Lejos de la luz de la calle.
No puedo quedarme mucho.
Ya lo sé. Ven aquí detrás. La toma por el brazo y la guía; ella tiembla como un alambre.
Ahí, indica él. Nadie nos verá. No hay viejas damas paseando a sus caniches.
Ni policías con porras, dice ella. Suelta una risita. La luz de la farola se filtra entre las hojas y se refleja en el blanco de sus ojos. No debería estar aquí, añade. Es demasiado arriesgado.
Hay un banco de piedra protegido por unas matas. Él le pone la chaqueta alrededor de los hombros. Viejo tweed, tabaco viejo, olor a chamuscado. Un trasfondo de sal. La piel de él ha estado allí, cerca de la tela, y ahora lo está la de ella.
Así te sentirás más arropada. Desacataremos la ley. Holgazanearemos.
¿Y lo de «Perros sueltos, no»?
También lo desacataremos. No le pasa el brazo por los hombros. Él sabe que ella quiere que lo haga. Lo espera; presiente el tacto de antemano, como los pájaros presienten la sombra. Él tiene el cigarrillo encendido. Le ofrece uno; esta vez ella lo acepta. Una llama breve entre sus manos. Las puntas de los dedos se vuelven rojas.
Con un poco más de llama veríamos los huesos, piensa ella. Es como los rayos X. No somos más que una especie de bruma, pura agua de color. El agua hace lo que quiere. Siempre va hacia abajo. Se le llena la garganta de humo.
Ahora te hablaré de los niños, anuncia él.
¿Los niños? ¿Qué niños?
La próxima entrega. Sobre Zicrón, sobre Sakiel-Norn.
Ah. Sí.
Hay niños allí.
No dijimos nada de niños.
Se trata de niños esclavos. Son necesarios. No puedo seguir sin ellos.
Me parece que no quiero que haya niños, dice ella.
Siempre estás a tiempo de pedirme que pare. Nadie te obliga. Eres libre de irte, como dice la policía si tienes suerte. Él habla en voz baja. Ella no se va.
Sakiel-Norn es ahora un montón de piedras, dice él, pero en otros tiempos fue un floreciente centro de comercio e intercambio. Estaba en el cruce de tres carreteras, una que llegaba por el este, otra por el oeste y la tercera por el sur. Hacia el norte, un ancho canal la conectaba con el mar, donde se erguía un puente bien fortificado. De esas excavaciones y muros defensivos no quedaba ni rastro; después de su destrucción los enemigos o extranjeros se llevaron los bloques de piedra tallada para usarlos en sus corrales, abrevaderos y fuertes rudimentarios, o las olas y el viento los enterraron bajo la arena.
El canal y el puerto fueron construidos por esclavos, lo que no es sorprendente: Sakiel-Norn había conseguido su esplendor y poder gracias a ellos, aunque también era famosa por sus artesanías, en especial por los tejidos. El secreto de los tintes utilizados en su fabricación se guardaba celosamente; sus telas brillaban igual que la miel líquida, igual que el zumo de la uva púrpura, que la sangre de toro vertida al sol. Sus delicados velos eran suaves como telas de araña y sus alfombras tan blandas y finas que uno creía andar por el aire, un aire que parecía de flores y cursos de agua.
Eso es muy poético, dice ella. Me sorprende.
Piensa en unos almacenes, le propone él. Si lo analizas a fondo, eran objetos comerciales de lujo. Entonces resulta menos poético.
Los esclavos que tejían las alfombras debían ser, invariablemente, niños, ya que sólo éstos poseían unos dedos lo bastante pequeños para una labor tan compleja. Pero el trabajo que se les exigía era tan meticuloso, a la vez que incesante, que hacia los ocho o nueve años de edad, los niños perdían la vista. La ceguera constituía el indicador según el cual los vendedores de alfombras valoraban y ensalzaban su mercancía. «Esta alfombra volvió ciegos a diez niños»; decían. «Ésta a quince... Ésta a veinte.» Como el precio subía en consecuencia, siempre exageraban. Era costumbre que el comprador se mofara de lo que le pedían. «Seguro que no fueron más de siete... más de nueve... más de dieciséis», replicaban mientras palpaban la alfombra. «Es más ordinario que un trapo de cocina. Es una simple manta de pobre. La hizo un gnarr.»
Cuando se quedaban sin vista, los pequeños artesanos, de uno y otro sexo, eran vendidos a los amos del burdel. Los servicios de los niños que habían quedado ciegos de ese modo reportaban grandes sumas; se decía que poseían un tacto tan suave y diestro que bajo sus dedos parecían abrirse las flores y brotar agua de la piel.
También eran muy hábiles a la hora de forzar cerraduras. Los que lograban escapar ejercían la profesión de degolladores en la oscuridad, y tenían gran demanda como asesinos a sueldo. Su sentido del oído se agudizaba y eran capaces de andar sin hacer ruido y de colarse por la abertura más pequeña; por el olor sabían reconocer la diferencia entre el que dormía profundamente y el que soñaba inquieto. Mataban con la suavidad de la mosca que roza el cuello. Se los consideraba seres sin piedad. Eran muy temidos.
Las historias que los niños se contaban los unos a los otros —al tiempo que tejían sus interminables alfombras, antes de que perdieran la vista— trataban sobre esa vida futura posible. Tenían un dicho según el cual sólo los ciegos son libres.
Esto es demasiado triste, susurra ella. ¿Por qué me cuentas una historia tan triste?
Las sombras los envuelven por momentos. Al fin él la rodea con los brazos. Tranquilo, piensa mientras lo hace. Nada de movimientos súbitos. Se concentra en su propia respiración.
Te cuento las historias que sé contar, explica él. Que son también las que te creerás. No te creerías una tontería blandengue, ¿a que no?
No. No me la creería.
Además, no es una historia triste del todo... Algunos se salvaron.
Pero se convirtieron en degolladores.
No tenían muchas opciones, la verdad. No podían convertirse en comerciantes de alfombras, ni en propietarios de burdeles. Carecían de capital. Por eso se veían obligados a hacer el trabajo sucio. Mala suerte.
No, dice ella. No es culpa mía.
Ni mía. Digamos que estamos atrapados por los pecados de nuestros padres.
Eso es de una crueldad innecesaria, replica ella con frialdad.
¿Cuándo es necesaria la crueldad?, dice él. ¿Y cuánta? Lee los periódicos, yo no he inventado el mundo. En cualquier caso, estoy del lado de los degolladores. Si tuvieras que degollar o morirte de hambre, ¿qué harías? Claro que siempre queda follar para vivir.
Ahora se ha pasado. Ha dejado traslucir su rabia. Ella se aleja de él. Vale, dice. Tengo que volver. Las hojas revolotean a su alrededor. Abre la mano, con la palma hacia arriba: caen unas gotas de lluvia. El trueno se acerca. Se desliza la chaqueta sobre los hombros. Él no la ha besado; esta noche no la besará. Ella lo siente como un insulto.
Ponte delante de la ventana, le indica él. En la ventana de tu habitación. Deja la luz encendida. Sólo ponte delante de la ventana.
La ha asustado. ¿Por qué? ¿Por qué demonios?
Quiero que lo hagas. Quiero asegurarme de que estás a salvo, añade, aunque la seguridad no tiene nada que ver con eso.
Lo intentaré, dice. Sólo un minuto. ¿Dónde estarás?
Bajo el árbol. El castaño. No me verás, pero estaré allí.
Sabe dónde está la ventana, piensa ella. Sabe qué tipo de árbol es. Debe de haber merodeado por ahí. Mirándola. Tiembla por un instante.
Está lloviendo, le advierte ella. Va a caer un chaparrón. Te mojarás.
No hace frío, dice él, esperaré.
The Globe and Mail, 19 de febrero de 1998
Prior, Winifred Griffen. Falleció a los noventa y dos años, en su casa de Rosedale, tras una prolongada enfermedad. Con la desaparición de tan destacada filántropa, la ciudad de Toronto ha perdido a una de sus más antiguas y leales benefactoras. Hermana del industrial fallecido Richard Griffen y cuñada de la eminente novelista Laura Chase, la señora Prior fue miembro del comité de la Orquesta Sinfónica de Toronto durante los años de su formación y, en años más recientes, del Comité Voluntario de la Galería de Arte de Ontario y la Sociedad Canadiense del Cáncer. También fue miembro activo del Granite Club, el Heliconian Club, la Liga Juvenil y el Festival de Teatro Dominion. La sobrevive su sobrina nieta Sabrina Griffen, que actualmente se encuentra de viaje por la India.
El funeral tendrá lugar el martes por la mañana en la iglesia de San Simón el Apóstol, e irá seguido del sepelio en el cementerio Mount Pleasant. Se ruega efectuar donaciones al hospital Princesa Margarita en lugar de enviar flores.
El asesino ciego: El corazón del pintalabios
¿Cuánto tiempo tenemos?, pregunta él.
Mucho, responde ella. Dos o tres horas. Todos se han ido a alguna parte.
¿Para qué?
No lo sé. Para ganar dinero. Para comprar cosas. Para hacer obras de caridad. Lo que sea. Ella se mete un mechón de pelo detrás de la oreja y se yergue en la silla. Se siente en guardia, como si alguien le silbase. Es una sensación rastrera. ¿De quién es el coche?, pregunta.
De un amigo, responde él. Soy una persona importante, tengo un amigo con coche.
Te burlas de mí, dice ella. Él no contesta. Ella juguetea con los dedos de un guante. ¿Y si nos ve alguien?
Sólo verán el coche. Este coche es de pobre, una ruina. Aunque te miren a la cara no te verán, porque no es normal que una mujer como tú aparezca muerta en un coche como éste.
A veces no te gusto mucho, dice ella.
Últimamente casi no pienso en otra cosa. Pero lo de gustar es diferente. Se necesita tiempo, y no tengo tiempo para que me gustes. No puedo concentrarme en ello.
Ahí no, le advierte ella. Mira la señal.
Las señales son para otros, dice él. Aquí... Por aquí.
El camino es poco más que un surco. Pañuelos de papel arrugados, envoltorios de chicle, preservativos usados semejantes a vejigas de peces. Botellas y piedras, fango seco, fracturado y cubierto de surcos.
Lleva unos zapatos inadecuados, con tacones inadecuados. Él le ofrece el brazo, la sujeta. Ella se aleja.
Prácticamente es campo abierto. Va a vernos alguien.
¿Alguien? ¿Quién? Estamos debajo del puente.
La policía. No. Todavía no.
La policía no husmea a plena luz del día, dice él. Sólo de noche, con linternas, en busca de pervertidos impíos.
Vagabundos, entonces, puntualiza ella. Maníacos.
Aquí, dice él. Aquí abajo. A la sombra.
¿Hay zumaque?
En absoluto. Te lo prometo. Tampoco hay más vagabundos ni maníacos que yo.
¿Cómo lo sabes? Me refiero a lo del zumaque. ¿Has estado aquí antes?
No te preocupes tanto, dice él. Échate hacia atrás.
No. Lo romperás. Espera un momento.
Ella oye su propia voz. No, no es su voz, suena demasiado entrecortada.
Sobre el cemento hay un corazón rojo trazado con pintalabios que encierra cuatro iniciales. En el centro hay una A: una A de amor. Sólo los implicados saben quién ha hecho esas iniciales, sólo ellos saben que han estado aquí, que han hecho eso. Proclamar el amor, ocultando los detalles.
Fuera del corazón, cuatro letras más, como los cuatro puntos cardinales:
J O
D E
La palabra desgranada, expuesta: la topografía implacable del sexo.
La boca le sabe a humo, a su propia sal; a su alrededor, olor de hierbas aplastadas y de felinos, de rincones ignorados. Humedad y fertilidad, tierra en las rodillas, sucias y lozanas; dientes de león zanquilargos que se estiran hacia la luz.
Debajo de donde yacen, las ondulaciones de un torrente. Encima, ramas frondosas, finas enredaderas con flores púrpuras; las altas columnas del puente que se elevan, las vigas de hierro, las ruedas que pasan por encima; el cielo azul astillado. Tierra dura bajo la espalda.
Él le acaricia la frente, le recorre la mejilla con un dedo. No deberías adorarme, dice. No tengo la única polla del mundo. Algún día lo descubrirás.
No se trata de eso, responde ella. En todo caso, no te adoro. Él ya empieza a empujarla, hacia el futuro.
Bueno, lo que sea; en cuanto yo desaparezca de tus cabellos encontrarás más de lo mismo.
¿Qué quieres decir, exactamente? No estás en mis cabellos.
Que hay vida después de la vida, contesta él. Después de nuestra vida.
Hablemos de otra cosa.
Muy bien. Tumbémonos de nuevo. Apoya la cabeza aquí. Aparta la camisa húmeda a un lado. Con un brazo alrededor de ella, busca con la otra mano los cigarrillos en el bolsillo y luego enciende la cerilla con el pulgar. Ella pone la oreja en el hueco de su hombro.
Bueno, ¿dónde estaba?, dice él.
Los tejedores de alfombras. Los niños ciegos.
Ah sí, ya me acuerdo.
La riqueza de Sakiel-Norn se basaba en los esclavos, dice, y sobre todo en los niños esclavos que tejían sus famosas alfombras. Pero hablar de ello traía mala suerte. Los snilfardos estaban seguros de que su riqueza no dependía de los esclavos, sino de su propia virtud y de su pensamiento correcto, es decir, de los sacrificios adecuados que hacían a los dioses.
Había muchos dioses. Los dioses siempre van bien, justifican casi cualquier cosa, y los dioses de Sakiel-Norn no constituían una excepción. Todos ellos eran carnívoros; les gustaban los sacrificios animales, pero nada valoraban más que la sangre humana. Cuentan que cuando se fundó la ciudad, tanto tiempo atrás que ya formaba parte de la leyenda, nueve padres devotos ofrecieron a sus propios hijos para que los enterraran bajo las nueve puertas como guardianes sagrados.
Cada una de las cuatro direcciones tenía dos puertas de ésas, una para salir y otra para entrar; salir por la misma puerta por la que se había entrado significaba una muerte temprana. La puerta de la novena entrada era una losa horizontal de mármol sobre una colina que se alzaba en el centro de la ciudad; se abría sin moverse y oscilaba entre la vida y la muerte, entre la carne y el espíritu. Se trataba de la puerta por la que entraban y salían los dioses; a diferencia de los mortales, ellos no necesitaban dos puertas, porque podían estar a ambos lados al mismo tiempo. Los profetas de Sakiel-Norn tenían un dicho: «¿Cuándo respira verdaderamente un hombre, cuando espira o cuando inspira?» Tal era la naturaleza de los dioses.
Esta novena puerta hacía también las veces de altar sobre el que se asperjaba la sangre del sacrificio. Se ofrecían niños varones al Dios de los Tres Soles, que regía el día, las luces brillantes, los palacios, las fiestas, las calderas, las guerras, el licor, los ingresos y las palabras; las niñas se ofrecían a la Diosa de las Cinco Lunas, patrona de la noche, la niebla, las sombras, el hambre, las cuevas, los partos, las retiradas y los silencios. Tras romperles la cabeza con un palo, echaban a los niños a la boca del dios, que conducía a un horno enfurecido. En cuanto a las niñas, les cortaban la garganta y con la sangre llenaban las cinco lunas menguantes, para evitar que se debilitaran y desapareciesen para siempre.
Se ofrecían nueve niñas al año, en honor de las nueve niñas enterradas en las puertas de la ciudad. A las sacrificadas, conocidas como «las doncellas de la diosa», se les ofrecían oraciones, flores e incienso para que intercedieran en nombre de los vivos. Se decía que los últimos tres meses del año eran «meses sin rostro»; en ellos no crecían los cultivos y la diosa parecía estar en ayunas. Durante ese tiempo dominaba el dios Sol en su modalidad de guerra y caldera, y las madres vestían a los niños con ropas de niña para protegerlos.
Según la ley, las familias de snilfardos más nobles debían sacrificar al menos a una de sus hijas. Como para la diosa suponía un insulto el que se le ofreciera a alguien que estuviese manchado o tuviera algún defecto, con el paso del tiempo los snilfardos empezaron a mutilar a sus niñas para no tener que sacrificarlas: les cortaban un pedazo de dedo o de oreja, u otra pequeña parte del cuerpo. Pronto la mutilación adoptó un carácter simbólico: un tatuaje azul alargado en el escote. El que una mujer que no fuese snilfarda poseyese esas señales de casta representaba una ofensa capital, pero los propietarios del burdel, siempre atentos al negocio, se las pintaban con tinta a aquellas de sus jóvenes putas que eran capaces de simular altivez. A los clientes les encantaba, pues imaginaban que estaban violando a una princesa snilfarda de sangre azul.
Al mismo tiempo los snilfardos se pusieron a adoptar expósitas —sobre todo aquellos niños que eran fruto de la relación de una esclava con su amo— y los utilizaban para sustituir a sus hijas legítimas. Constituía una trampa, pero como las familias nobles eran poderosas, las autoridades cerraban los ojos.
Las familias nobles se volvían cada vez más perezosas. Cansadas ya del engorro que significaba criar a las niñas en sus casas, las entregaban al Templo de la Diosa y pagaban buenas sumas por su mantenimiento. Como la niña llevaba el nombre de la familia, en el momento del sacrificio el mérito se le adjudicaba a ésta. Era como tener un caballo de carreras. Esta práctica constituía una versión degradada del altruismo original, pero en aquella época todo estaba en venta en Sakiel-Norn.
Las niñas entregadas quedaban encerradas en el recinto del Templo, recibían los mejores alimentos para que se conservaran pulcras y sanas y se las preparaba con rigor para que cuando llegara el gran día cumplieran con su deber con decoro y sin temblar. En teoría, el sacrificio ideal debía ser como un baile: majestuoso y lírico, armonioso y delicado. No se trataba de animales a los que pudiera matarse de modo rudimentario; tenían que ofrecer sus vidas libremente. Muchas creían lo que les decían: que el bienestar de todo el reino dependía de su entrega desinteresada. Pasaban muchas horas rezando, intentando alcanzar el estado mental adecuado; les enseñaban a andar con la mirada baja, a sonreír con amable melancolía y a entonar las canciones de la diosa, que trataban de la ausencia y el silencio, del amor no satisfecho y el pesar nunca expresado, y de la mudez; eran canciones sobre la imposibilidad de cantar.
Pasó el tiempo. Ya sólo unas cuantas personas se tomaban en serio a los dioses, y se tildaba de chiflado a cualquiera que fuera demasiado piadoso y observante. Los ciudadanos seguían realizando los antiguos rituales porque siempre lo habían hecho, pero éstos ya no constituían la verdadera ocupación de la ciudad.
A pesar de su aislamiento, algunas niñas empezaron a darse cuenta de que las asesinaban en cumplimiento de un concepto anticuado. Algunas intentaban huir cuando veían el cuchillo. Otras se ponían a chillar cuando las agarraban por los pelos y las inclinaban sobre el altar, y las había incluso que maldecían al mismísimo rey, que en tales ocasiones ejercía de sumo sacerdote. Una hasta llegó a morderlo. Esas muestras intermitentes de pánico y furia molestaban al populacho, porque traían mala suerte. O podían traerla en el supuesto de que la diosa existiese. En cualquier caso, esos arrebatos malograban las celebraciones, y a todo el mundo le gustaban los sacrificios, aun a los ygnirodos y los esclavos, porque se les permitía tomarse el día libre, lo que aprovechaban para emborracharse.
Así pues, se instauró la práctica de cortar la lengua a las niñas tres meses antes del sacrificio. Los sacerdotes argumentaban que no se trataba de una mutilación sino de una mejora: ¿acaso había algo más adecuado para los sirvientes de la Diosa del Silencio?
Así, sin lengua, y henchida de palabras que nunca volvería a pronunciar, cada una de las niñas era llevada en procesión al son de la música solemne, envuelta en velos y engalanada con flores, hacia las escaleras que, trazando una curva, conducían a la novena puerta de la ciudad. Para emplear un símil actual, podría decirse que era como una novia de la alta sociedad.
Ella se sienta. Eso, francamente, no hacía ninguna falta, declara. Quieres incordiarme. Te encanta la idea de matar a esas pobres chicas con sus velos nupciales. Apuesto a que eran rubias.
A ti no, dice él. No como tal. En cualquier caso, no me lo estoy inventando todo, tiene una base histórica firme. Los hititas...
Estoy segura, pero no dejas de lamerte los labios por ello. Eres vengativo... no, eres celoso, Dios sabe por qué. No me importan los hititas ni la historia ni nada de eso... Es sólo una excusa.
Aguarda un momento. Estuviste de acuerdo en lo de las vírgenes sacrificadas, tú misma las incluiste en el orden del día. Yo me limito a obedecer. ¿Qué objeción tienes, el vestuario? ¿Demasiado tul?
No nos peleemos, pide ella. Está a punto de llorar y cierra los puños para impedirlo.
No quería incordiarte. Venga.
Ella le aparta el brazo. Sí que querías incordiarme. Te encanta saber que puedes hacerlo.
Pensaba que lo encontrabas divertido. Escuchar mi actuación, quiero decir. Mis malabarismos con los adjetivos. Tenerme de bufón.
Ella se baja la falda, se arregla la blusa. Niñas muertas con velos nupciales, ¿cómo pretendes que lo encuentre divertido? Con la lengua cortada... Debes de pensar que soy una bestia.
Retiraré lo dicho. Lo cambiaré. Volveré a escribir la historia para ti. ¿Qué te parece?
No puedes, replica ella. Se le ha escapado la palabra. No puedes eliminar ni media línea. Me voy. Ya está de rodillas, a punto de levantarse.
Tenemos mucho tiempo. Túmbate. La agarra por la muñeca.
No. Déjame. Mira dónde está ya el sol. Volverán. Puedo tener problemas, aunque supongo que para ti esa clase de problemas no son problemas en absoluto; no importa. Te da igual, lo único que quieres es un... un...
Venga, escúpelo.
Ya sabes a qué me refiero, dice ella con voz cansada.
No es verdad. Lo siento. Soy yo el bestia, me he dejado llevar. En todo caso, no es más que una historia.
Apoya la cabeza en las rodillas de ella. Al cabo de un minuto ella dice: ¿Qué voy a hacer? ¿Después... cuando ya no estés aquí?
Lo superarás, responde él. Vivirás. Mira, te sacudiré.
No se irá sólo sacudiendo.
Te abrocharé los botones, dice él. No estés triste.
Boletín del Instituto Coronel Henry Parkman y de la Asociación de Alumnos del Instituto, Port Ticonderoga, mayo de 1998
PRESENTACIÓN DEL PREMIO EN MEMORIA
DE LAURA CHASE
POR MYRA STURGESS, VICEPRESIDENTA
DE LA ASOCIACIÓN DE ALUMNOS
El Instituto Coronel Henry Parkman ha sido galardonado con un valioso premio por el generoso legado de la difunta señora Winifred Griffen Prior, de Toronto, a cuyo célebre hermano Richard E. Griffen recordamos, pues a menudo pasaba sus vacaciones en Port Ticonderoga. Se trata del Premio de Escritura Creativa en memoria de Laura Chase, con un valor de doscientos dólares, que se concederá a un estudiante de último año por el mejor cuento y tendrá como jueces a tres miembros de la Asociación de Alumnos, que tomarán en consideración tanto los valores literarios como los morales. Nuestro director, el señor Eph Evans, declara: «Agradecemos a la señora Prior que nos haya incluido en sus numerosos actos de beneficencia.»
En su primera convocatoria, el premio, bautizado en honor de la famosa autora local Laura Chase, se presentará en la ceremonia de graduación que tendrá lugar en junio. La hermana de la señora Chase, la señora Iris Griffen, que tantas contribuciones hizo a nuestra ciudad en sus primeros tiempos, ha accedido amablemente a entregar el premio al ganador. Como todavía quedan varias semanas para el evento, les invitamos a convencer a sus hijos de que pongan manos a la obra y den rienda suelta a su creatividad.
La Asociación de Alumnos ofrecerá un té en el gimnasio inmediatamente después del acto de graduación, cuyas entradas pueden solicitarse a Myra Sturgess, de The Gingerbread House. Los beneficios se dedicarán a la compra de nuevos uniformes de fútbol, sin duda necesarios. Se agradecerá la donación de productos caseros, con los ingredientes claramente señalados.
III
La presentación
Esta mañana desperté con una sensación de terror. Al principio ignoraba el motivo, pero después lo recordé: había llegado el día de la ceremonia.
El sol estaba alto y hacía demasiado calor en la habitación. La luz se filtraba por las cortinas de encaje y quedaba suspendida en el aire, igual que el sedimento en un charco. Tenía la cabeza como un saco de pulpa. Todavía en camisón, pringosa del miedo que me había sacudido como si fuera una hoja, me incorporé y me levanté de la cama enmarañada, para obligarme a continuación a seguir los rituales matutinos habituales, las ceremonias que realizamos con el fin de procurarnos un aspecto sano y aceptable para los demás. Se impone peinarse después de las apariciones de cualquier tipo que durante la noche han hecho erizarse los cabellos. Lavarse la expresión de incredulidad de los ojos. Cepillarse los dientes, para dejarlos como son. Dios sabe los huesos que debí de haber roído mientras dormía.
A continuación me metí en la ducha, agarrada a la barra que Myra me hizo comprar, por si pisaba el jabón: me da aprensión resbalar. A pesar de todo, tengo que regarme el cuerpo, eliminar de la piel el olor de la oscuridad nocturna. Sospecho que despido un olor que ni yo misma soy capaz de detectar: una peste a carne podrida y orín turbio y viejo.
Una vez seca, tras aplicarme la loción y los polvos, y rociarme como si tuviera moho, me sentí restaurada en cierto sentido de la palabra, sólo que seguía teniendo una sensación de ligereza, o más bien de estar a punto de saltar a un precipicio. Cada vez que levantaba un pie, volvía a apoyarlo tentativamente en el suelo, como si éste fuera a desaparecer en cualquier momento debajo de mí. Sólo me mantenía en el sitio la tensión de la superficie.
El hecho de vestirme fue de gran ayuda. Sin esta suerte de andamio soy incapaz de mejorar. (Aunque, ¿qué se ha hecho de mis verdaderas prendas? Lo más probable es que esos vestidos sin forma, en tonos pastel, y esos zapatos ortopédicos pertenezcan a otra persona. Sin embargo son míos; peor todavía, ahora me quedan bien.)
Luego vienen las escaleras. Me da mucho miedo caer rodando por ellas, romperme el cuello, quedarme tendida en ropa interior y luego fundirme en un charco purulento hasta que a alguien se le ocurra ir a buscarme. ¡Sería una manera tan torpe de morir! Abordo los escalones uno a uno, agarrada al pasamanos; luego atravieso el vestíbulo hasta la cocina, rozando la pared con los dedos de la mano izquierda, como el bigote de un gato. (Aún veo bien, en general. Aún soy capaz de andar. «Hay que agradecer los pequeños favores», diría Reenie. «¿Por qué? —preguntaría Laura—. ¿Por qué son tan pequeños?»)
No me apetecía desayunar. Bebí un vaso de agua y esperé con inquietud a que pasara el tiempo. A las nueve y media Walter vino a buscarme.
—¿Hace suficiente calor para ti? —preguntó; se trata de su frase habitual. En invierno es «suficiente frío». O «húmedo» o «seco», si es primavera u otoño.
—¿Cómo estás hoy, Walter? —pregunté, como siempre.
—Libre de daños —respondió, también como siempre.
—No podemos esperar nada mejor de ninguno de los dos —apunté. Él me ofreció su versión de una sonrisa, una fina hendedura en la cara, como cuando se seca el barro, me abrió la puerta del coche y me ayudó a instalarme en el asiento del acompañante—. Hoy es un gran día —comentó—. Ponte el cinturón de seguridad, que si no me arrestarán.
Lo dijo como si hiciera un chiste; es lo bastante viejo para recordar otros tiempos, más libres. Había sido de esos jóvenes que conducen con el codo apoyado en la ventanilla y la otra mano en la rodilla de su novia. Asombra pensar que ésta era, en realidad, Myra.
Alejó el coche de la acera con delicadeza y avanzamos en silencio. Walter es un hombre grande, cuadrado, como un plinto, con un cuello que tiene menos aspecto de cuello que de hombro adicional; despide un olor nada desagradable de botas de piel gastadas y gasolina. Al ver su camisa a cuadros y su gorra de béisbol deduje que no tenía previsto asistir a la ceremonia de graduación. No lee libros, lo que hace que ambos nos sintamos más cómodos; para él Laura es mi hermana, y lamenta que esté muerta, eso es todo.
Debería haberme casado con alguien como Walter. Hábil con las manos.
No: no debería de haberme casado con nadie. Me habría evitado muchos problemas.
Walter detuvo el coche delante del instituto. Es un edificio moderno, de la posguerra, y aunque tiene cincuenta años, a mí todavía me parece nuevo: no consigo acostumbrarme a su monotonía, a su insulsez. Parece un cajón lleno. Por la acera y el césped llegaban, acompañados de sus padres, muchos jóvenes que franqueaban las puertas principales con ropas estivales, de todos los colores. Myra, que estaba esperándonos, nos saludó desde la escalera. Llevaba un vestido blanco estampado de grandes rosas rojas. Las mujeres con un trasero semejante no deberían usar estampados de flores grandes. Las fajas tienen su razón de ser, lo que no significa que desee que vuelvan. Había ido a la peluquería y lucía unos rizos grises y tan rígidos como si se los hubieran cocinado, los cuales recordaban la peluca de un abogado inglés.
—Llegas tarde —le dijo a Walter.
—De eso, nada —replicó él—. Lo que ocurre es que los demás han llegado pronto. No me ha parecido razonable tenerla aquí esperando, impacientándose.
Han adquirido la costumbre de hablar de mí en tercera persona, igual que si fuera una niña o un animal doméstico.
Walter puso mi brazo bajo la custodia de Myra y juntas subimos por las escaleras centrales como si lleváramos dos piernas atadas para participar en una carrera de tres pies. Por un instante sentí lo que debía de sentir la mano de Myra: un radio frágil cubierto flojamente de gachas y cuerdas. Debería haber llevado el bastón, pero no habría sabido cómo manejarlo mientras avanzaba hacia el escenario. Alguien podría haber tropezado y caído.
Myra me condujo hasta detrás del escenario y me preguntó si quería ir al lavabo —fue un detalle que se le ocurriera— y luego me dejó sentada en el vestidor. «Te llamamos en cualquier momento», dijo. Luego salió corriendo —su trasero daba botes—, para comprobar que todo estuviera en orden. El espejo del vestidor estaba rodeado de bombillas pequeñas, como en los camerinos de los teatros, que proyectan una luz favorecedora. Sin embargo, yo no me veía para nada favorecida; parecía enferma, con la piel cubierta de manchas rojas, como carne empapada de agua. ¿Era producto del temor o estaba enferma de verdad? Desde luego, no me sentía al cien por cien.
Busqué el peine y me retoqué el peinado. Myra no deja de amenazarme con llevarme a «su chica», la de lo que ella todavía llama «salón de belleza» —Hair Port es el nombre oficial, con la palabra «unisex» a modo de reclamo añadido—, pero yo sigo resistiéndome. Al menos, aún puedo decir que mi pelo es mío, aunque se me encrespa como si me hubieran electrocutado. Por debajo se ven pedazos de cráneo de un rosa grisáceo, como las patas de un ratón. Si alguna vez sopla un viento violento, mis pelos volarán como la pelusa del diente de león y mi cráneo, cubierto de marcas de viruela, quedará calvo por completo.
Myra me dejó uno de los bizcochos especiales que había preparado para el Té del Alumnado —un bloque de masa recubierto de chocolate— y un jarro de plástico con tapón de rosca lleno de su café con sabor a ácido de batería. No tenía ganas de beber ni de comer, pero ¿para qué hizo Dios los lavabos? Dejé unas cuantas migas marrones para demostrar que había comido.
Al cabo de unos minutos Myra entró precipitadamente, me obligó a levantarme y me llevó de la mano hasta donde se encontraba el director, quien me agradeció el que hubiese ido. Luego me presentaron al subdirector, al presidente de la Asociación de Alumnos, a la jefa del Departamento de Lengua —una mujer con traje pantalón—, a la representante de la Cámara Juvenil de Comercio y, finalmente, al miembro local del Parlamento, gente que por nada del mundo se perdería un acto así. No había visto semejante exhibición de dientes blancos desde los días en que Richard se dedicaba a la política.
Myra me acompañó hasta la silla y me susurró al oído:
—Me quedaré aquí, a un lado.
La orquesta del instituto arrancó con chirridos y notas desafinadas, y cantamos ¡Oh, Canadá!, cuya letra no consigo memorizar porque siempre están cambiándola. En la actualidad incluso cantan un trozo en francés, un hecho impensable en otros tiempos. Tras afirmar nuestro orgullo colectivo en algo que no podemos pronunciar, nos sentamos.
A continuación el capellán del instituto elevó una plegaria a Dios para comunicarle los muchos desafíos sin precedentes a los que se enfrentan los jóvenes de hoy en día. Seguramente no es la primera vez que Dios oye esta clase de cosas, y es probable que le aburran tanto como a nosotros. El capellán fue expresándolos uno a uno por turnos: el fin del siglo XX, dejar atrás lo antiguo, apuntarse a lo nuevo, ciudadanos del futuro, a ti acudimos con las manos vacías, etcétera. Me puse a divagar: era del todo consciente de que lo único que se esperaba de mí era que no me desacreditase a mí misma. Era como cuando años atrás estaba junto al estrado, o en una de esas cenas interminables, sentada al lado de Richard, callada. Si me preguntaban algo, lo que ocurría rara vez, solía responder que lo que más me gustaba era dedicarme a cuidar el jardín. Se trataba de una verdad a medias, en el mejor de los casos, aunque lo bastante aburrida para no tener que decir más.
Luego llegó el momento de entregar los diplomas a los graduados. Comenzaron a avanzar hacia nosotros, solemnes y radiantes. Los había de todas las medidas, y poseían, invariablemente, esa belleza que sólo es propia de los jóvenes. Hasta los feos eran bellos, hasta los hoscos, los gordos, los cubiertos de granos. Ninguno de ellos entiende lo bellos que son. Pero aun así los jóvenes son irritantes. Por lo general su pose resulta atroz y, a juzgar por las canciones que berrean y bailan, ponen cara de circunstancias y lo soportan como si vivieran en la época del fox trot. No saben la suerte que tienen.
Apenas me miran. Debo de parecerles rara, aunque supongo que verse reducido a objeto de curiosidad por parte de quienes son más jóvenes que uno es el destino de todos. A menos que haya sangre en el suelo, claro está. La guerra, la peste, el asesinato, cualquier tipo de prueba dura o violenta, eso es lo que respetan. La sangre significa que íbamos en serio.
Seguidamente venían los premios: Informática, Física, murmullo, Técnica de Negocios, Literatura inglesa, algo que no pillé. Después el representante de la Asociación de Alumnos se aclaró la garganta y nos ofreció una pía perorata sobre Winifred Griffen Prior, auténtica santa en vida. ¡Cómo miente la gente cuando se trata de dinero! Supongo que la vieja bruja previó todo eso cuando redactó su testamento, mezquino donde los haya. Sabía que solicitarían mi presencia; quería que me retorciese ante los ojos de la ciudad mientras elogiaban su munificencia. Era como si hubiese dicho: «Gasten este dinero en mi recuerdo.» Me parecía detestable darle esa satisfacción, pero no tenía modo de eludir el compromiso sin que creyesen que estaba asustada o era culpable, o en todo caso indiferente. O peor aún: desmemoriada.
Enseguida llegó el turno de Laura. El político se encargó de hacerle los honores: había que ir con mucho tacto. Se habló de los orígenes locales de Laura, de su valentía, de su «dedicación a un objetivo elegido», que a saber lo que significa. Nada sobre el modo en que murió, cuando todo el mundo en esta ciudad considera —a pesar de las conclusiones de la investigación judicial— que se pareció tanto a un suicidio como maldecir se parece a jurar. Y nada en absoluto sobre el libro, que en opinión de la mayoría, seguramente, era mejor olvidar. Pero no lo era, no aquí, al menos; a pesar de que han transcurrido cincuenta años, conserva su aura de azufre y tabú. Difícil de entender, en mi opinión; tal como va lo de la carnalidad, no hay nada nuevo en él, el lenguaje no suena más soez que el que se oye en cualquier esquina y el sexo es tan decoroso como las bailarinas de cancán: caprichoso casi, como los ligueros.
Entonces, claro, la historia era diferente. Lo que la gente recuerda no es tanto el libro en sí como las reacciones que provocó: los clérigos lo denunciaron en las iglesias por obsceno, y no sólo aquí; se obligó a la biblioteca pública a retirarlo de sus estantes; la única librería local se negó a venderlo. Corría el rumor de que lo censurarían. La gente iba a comprarlo disimuladamente a Stratford o a London, incluso a Toronto, y conseguían ejemplares a hurtadillas, como solía ocurrir entonces con los condones. De regreso a casa, corrían las cortinas y leían, con desaprobación, con fruición, con avidez y júbilo... incluidos aquellos que jamás habían pensado en leer una novela. No hay nada como una palada de mierda para promover la alfabetización.
(Sin duda se expresaron unos cuantos sentimientos amables. «No pude soportarlo... La historia no me decía nada. Pero la pobre chica era tan joven. Seguro que, de no haberse ido, habría escrito libros mejores.» Eso era lo mejor que se veían con ánimos de comentar acerca del libro.)
¿Qué querían encontrar? Lascivia, indecencia, la confirmación de sus peores sospechas. Pero tal vez había algunos que, a pesar de sí mismos, querían ser seducidos. Quizá buscaban pasión, quizá se sumergieron en el libro como si se tratara de un paquete misterioso, una caja de regalo al fondo de la cual, oculto tras varias capas de papel crujiente, estaba lo que siempre habían deseado pero nunca habían logrado alcanzar.
No obstante, también querían reconocer a las personas reales que salían, además de Laura, claro. Tomaban por cierto su realismo. Querían cuerpos reales que encajaran con los cuerpos que las palabras evocaban. Querían una lujuria real. Por encima de todo querían saber: «¿Quién era el hombre?» El que se metió en la cama con la mujer joven, la mujer joven, encantadora y muerta, Laura. Algunos de ellos creían saberlo, claro. Habían corrido rumores. Para los que eran capaces de atar cabos todo formaba parte de lo mismo. «Se comportaba como si fuese pura cual la nieve que cae. Como si no hubiera roto un plato en su vida. Lo cual sólo viene a demostrar que no es oro todo lo que reluce.»
Por entonces, sin embargo, Laura ya estaba fuera del mapa. Yo era la única que podía sentirse afectada. Empezaron las cartas anónimas. ¿Por qué había decidido yo que publicaran tanta mugre? Y encima en Nueva York, la Gran Sodoma. ¡Tanto estiércol! ¿Acaso no tenía vergüenza? Había permitido que mi familia —¡tan respetada!— fuese deshonrada, y con ella toda la ciudad. Laura nunca había estado bien de la cabeza, eso todo el mundo lo había sospechado siempre, y el libro lo demostraba. Debería haber protegido su recuerdo. Debería haber prendido fuego al manuscrito. Mirando la neblina de cabezas allí abajo, entre el público —las más viejas—, me imaginé que brotaba de ellas un miasma de maldad, de envidia y condena, como si se tratara de un pantano helado.
En cuanto al libro en sí, aún era innombrable, continuaba apartado de la vista cual un pariente mezquino y vergonzoso. Un libro tan pobre, tan inútil... Como comensal al que nadie había invitado a esa extraña fiesta, aleteaba en las esquinas del escenario igual que una inútil mariposa nocturna.
Mientras seguía soñando despierta, alguien me agarró del brazo, me levantó y me puso en las manos un sobre con bordes dorados que contenía el cheque. Anunciaron a la ganadora. No entendí su nombre.
Se acercó a mí; sus tacones retumbaban sobre el escenario. Era alta —todas las chicas jóvenes son muy altas hoy en día; debe de ser por la alimentación—, llevaba un vestido negro, austero entre tantos colores veraniegos, con hilos de plata intercalados, o perlas..., algo que brillaba en cualquier caso. Tenía una melena larga y oscura, el rostro ovalado y la boca pintada de color cereza, levemente apretada en gesto de concentración, decidido. La piel presentaba un matiz amarillento o cobrizo... ¿sería india, árabe o china? Hasta en Port Ticonderoga era eso posible: hoy en día todo el mundo está en todas partes.
El corazón me dio un vuelco: sentí una oleada de ansiedad, semejante a un calambre. Quizá mi nieta... Quizá Sabrina tenga ahora este aspecto, pensé. Quizá, o quizá no, ¿cómo saberlo? Es probable que ni siquiera la reconociese. ¡La han mantenido alejada de mí tanto tiempo! Y sigue lejos. ¿Qué puedo hacer?
—Señora Griffen —murmuró el político.
Me tambaleé y recuperé el equilibrio. ¿Qué era lo que tenía previsto decir?
—Mi hermana Laura se sentiría muy complacida. —A través del micrófono mi voz sonaba atiplada; temí que fuera a desmayarme—. Le gustaba ayudar a la gente. —Eso era verdad, había jurado no decir nada que no fuese cierto—. Le gustaba leer y le gustaban los libros. —También verdadero, hasta cierto punto—. Seguro que os habría deseado lo mejor para el futuro. —Igualmente exacto.
Me las compuse para entregarle el sobre; la chica tuvo que agacharse. Le susurré al oído, o pensé en hacerlo: «Que tengas suerte. Ve con cuidado.» Cualquier persona que pretenda lidiar con las palabras necesita una bendición, una advertencia. ¿Había hablado realmente, o me había limitado a abrir y cerrar la boca igual que un pez?
La chica sonrió y, al hacerlo, las pequeñas lentejuelas resplandecieron en su cara y sus cabellos. Era un efecto óptico debido a las luces del escenario, demasiado brillante