El cartero de Neruda

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Entonces trabajaba yo como redactor cultural de un diario de quinta categoría. La sección a mi cargo se guiaba por el concepto de arte del director, quien, ufano de sus amistades en el ambiente, me obligaba a incurrir en entrevistas a vedettes de compañías frívolas, reseñas de libros escritos por ex detectives, notas a circos ambulantes o alabanzas desmedidas al hit de la semana que pudiera pergeñar cualquier hijo de vecino.

En las oficinas húmedas de esa redacción agonizaban cada noche mis ilusiones de ser escritor. Permanecía hasta la madrugada empezando nuevas novelas que dejaba a mitad de camino desilusionado de mi talento y mi pereza. Otros escritores de mi edad obtenían considerable éxito en el país y hasta premios en el extranjero: el de Casa de las Américas, el de la Biblioteca Breve Seix-Barral, el de Sudamericana y Primera Plana. La envidia, más que un acicate para terminar algún día una obra, operaba en mí como una ducha fría.

Por aquellos días en que cronológicamente comienza esta historia —que como los hipotéticos lectores advertirán parte entusiasta y termina bajo el efecto de una honda depresión— el director advirtió que mi tránsito por la bohemia había perfeccionado peligrosamente mi palidez y decidió encargarme una nota a orillas del mar, que me permitiera una semana de sol, viento salino, mariscos, pescados frescos, y de paso importantes contactos para mi futuro. Se trataba de asaltar la paz costeña del poeta Pablo Neruda, y a través de entrevistas con él, lograr para los depravados lectores de nuestro pasquín algo así, palabras de mi director, «como la geografía erótica del poeta». En buenas cuentas, y en chileno, hacerle hablar del modo más gráfico posible sobre las mujeres que se había tirado.

Hospedaje en la hostería de isla Negra, viático de príncipe, auto arrendado en Hertz, préstamo de su portátil Olivetti, fueron los satánicos argumentos con que el director me convenció de llevar a cabo la innoble faena. A estas argumentaciones, y con ese idealismo de la juventud, yo agregaba otra acariciando un manuscrito interrumpido en la página 28: durante las tardes iba a escribir la crónica sobre Neruda y por las noches, oyendo el rumor del mar, avanzaría mi novela hasta terminarla. Más aún, me propuse algo que concluyó en obsesión, y que me permitió además sentir una gran afinidad con Mario Jiménez, mi héroe: conseguir que Pablo Neruda prologara mi texto. Con ese valioso trofeo golpearía las puertas de Editorial Nascimento y conseguiría ipso facto la publicación de mi libro dolorosamente postergado.

Para no hacer este prólogo eterno y evitar falsas expectativas en mis remotos lectores, concluyo aclarando desde ya algunos puntos. Primero, la novela que el lector tiene en su mano no es la que quise escribir en isla Negra ni ninguna otra que hubiera comenzado en aquella época, sino un producto lateral de mi fracasado asalto periodístico a Neruda. Segundo, a pesar de que varios escritores chilenos siguieron libando en la copa del éxito (entre otras cosas por frases como éstas, me dijo un editor) yo permanecí —y permanezco— rigurosamente inédito. En tanto otros son maestros del relato lírico en primera persona, de la novela dentro de la novela, del metalenguaje, de la distorsión de tiempos y espacios, yo seguí adscrito a metaforones trajinados en el periodismo, lugares comunes cosechados de los criollistas, adjetivos chillantes malentendidos en Borges, y sobre todo aferrado a lo que un profesor de literatura designó con asco: un narrador omnisciente. Tercero y último, el sabroso reportaje a Neruda que con toda seguridad el lector preferiría tener en sus manos en vez de la inminente novela que lo acosa desde la próxima página y que acaso me hubiera sacado en otro rubro de mi anonimato, no fue viable debido a principios del vate y no a mi falta de impertinencia. Con una amabilidad que no merecía la bajeza de mis propósitos me dijo que su gran amor era su esposa actual, Matilde Urrutia, y que no sentía ni entusiasmo ni interés por revolver ese «pálido pasado», y con una ironía que sí merecía mi audacia de pedirle un prólogo para un libro que aún no existía, me dijo poniéndome de patitas en la puerta: «con todo gusto, cuando lo escriba».

En la esperanza de hacerlo, me quedé largo tiempo en isla Negra, y para apoyar la pereza que me invadía todas las noches, tardes y mañanas frente a la página en blanco, decidí merodear la casa del poeta y de paso merodear a los que la merodeaban. Así fue como conocí a los personajes de esta novela.

Sé que más de un lector impaciente se estará preguntando cómo un flojo rematado como yo pudo terminar este libro, por pequeño que sea. Una explicación plausible es que tardé catorce años en escribirlo. Si se piensa que en ese lapso, Vargas Llosa, por ejemplo, publicó Conversación en la Catedral, La tía Julia y el Escribidor, Pantaleón y las visitadoras y La guerra del fin del mundo, es francamente un récord del cual no me enorgullezco.

Pero también hay una explicación complementaria de índole sentimental. Beatriz González, con quien almorcé varias veces durante sus visitas a los tribunales de Santiago, quiso que yo contara para ella la historia de Mario, «no importa cuánto tardase ni cuánto inventara». Así de excusado por ella, incurrí en ambos defectos.

El cartero de Neruda

En junio de 1969 dos motivos tan afortunados como triviales condujeron a Mario Jiménez a cambiar de oficio. Primero, su desafecto por las faenas de la pesca que lo sacaban de la cama antes del amanecer, y casi siempre, cuando soñaba con amores audaces, protagonizados por heroínas tan abrasadoras como las que veía en la pantalla del rotativo de San Antonio. Este talento, unido a su consecuente simpatía por los resfríos, reales o fingidos, con que se excusaba día por medio de preparar los aparejos del bote de su padre, le permitía retozar bajo las nutridas mantas chilotas, perfeccionando sus oníricos idilios, hasta que el pescador José Jiménez volvía de alta mar, empapado y hambriento, y él mitigaba su complejo de culpa sazonándole un almuerzo de crujiente pan, bulliciosas ensaladas de tomate con cebolla, más perejil y cilantro, y una dramática aspirina que engullía cuando el sarcasmo de su progenitor lo penetraba hasta los huesos.

—Búscate un trabajo —era la escueta y feroz frase con que el hombre concluía una mirada acusadora, que podía alcanzar hasta los diez minutos, y que en todo caso nunca duró menos de cinco.

—Sí, papá —respondía Mario, limpiándose las narices con la manga del chaleco.

Si este motivo fuera el trivial, el afortunado fue la posesión de una alegre bicicleta marca Legnano, valiéndose de la cual Mario trocaba a diario al menguado horizonte de la caleta de pescadores por el algo mínimo puerto de San Antonio, pero que en comparación con su caserío lo impresionaba como fastuoso y babilónico. La mera contemplación de los afiches del cine con mujeres de bocas turbulentas y durísimos tíos de habanos masticados entre dientes impecables, lo metía en un trance del que sólo salía tras dos horas de celuloide, para pedalear desconsolado de vuelta a su rutina, a veces bajo una lluvia costeña que le inspiraba resfríos épicos. La generosidad de su padre no alcanzaba a tanto como para fomentar la molicie, de modo que varios días de la semana, carente de dinero, Mario Jiménez tenía que conformarse con incursiones a las tiendas de revistas usadas, donde contribuía a manosear las fotos de sus actrices predilectas.

Fue uno de aquellos días de desconsolado vagabundeo, cuando descubrió un aviso en la ventana de la oficina de correos que, a pesar de estar escrito a mano y sobre una modesta hoja de cuaderno de matemáticas, asignatura en la que no había destacado durante la escuela primaria, no pudo resistir.

Mario Jiménez jamás había usado corbata, pero antes de entrar se arregló el cuello de la camisa como si llevara una y trató, con algún éxito, de abreviar con dos golpes de peineta su melena heredada de fotos de los Beatles.

—Vengo por el aviso —declamó al funcionario, con una sonrisa que emulaba la de Burt Lancaster.

—¿Tiene bicicleta? —preguntó aburrido el funcionario.

Su corazón y sus labios dijeron al unísono.

—Sí.

—Bueno —dijo el oficinista, limpiándose los lentes—, se trata de un puesto de cartero para isla Negra.

—Qué casualidad —dijo Mario—. Yo vivo al lado, en la caleta.

—Eso está muy bien. Pero lo que está mal es que hay un solo cliente.

—¿Uno nada más?

—Sí, pues. En la caleta todos son analfabetos. No pueden leer ni las cuentas.

—¿Y quién es el cliente?

—Pablo Neruda.

Mario Jiménez tragó lo que le pareció un litro de saliva.

—Pero eso es formidable.

—¿Formidable? Recibe kilos de correspondencia diariamente. Pedalear con la bolsa sobre tu lomo es igual que cargar un elefante sobre los hombros. El cartero que lo atendía se jubiló jorobado como un camello.

—Pero yo tengo sólo diecisiete años.

—¿Y estás sano?

—¿Yo? Soy de fierro. ¡Ni un resfrío en mi vida!

El funcionario deslizó los lentes sobre el tabique de la nariz y lo miró por encima del marco.

—El sueldo es una mierda. Los otros carteros se las arreglan con las propinas. Pero con un cliente, apenas te alcanzará para el cine una vez por semana.

—Quiero el puesto.

—Está bien. Me llamo Cosme.

—Cosme.

—Me debes decir «don Cosme».

—Sí, don Cosme.

—Soy tu jefe.

—Sí, jefe.

El hombre levantó un bolígrafo azul, le sopló su aliento para entibiar la tinta, y preguntó sin mirarlo:

—¿Nombre?

—Mario Jiménez —respondió Mario Jiménez solemnemente.

Y en cuanto terminó de emitir ese vital comunicado, fue hasta la ventana, desprendió el aviso, y lo hizo recalar en lo más profundo del bolsillo trasero de su pantalón.

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