Los amigos de mi vida

Hisham Matar

Fragmento

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Nadie puede saber con certeza lo que alberga el corazón de un ser humano, menos aún el nuestro o el de quienes conocemos bien, tal vez sobre todo el de quienes mejor conocemos, pero, al detenerme aquí, en la primera planta de la estación de King’s Cross, desde donde puedo observar a mi viejo amigo Husam Zowa mientras cruza el vestíbulo, siento que estoy viendo en su interior, percibiéndolo con más claridad que nunca, como si todo este tiempo, a lo largo de las dos décadas que hace que nos conocemos, nuestra amistad hubiera sido un esbozo y sólo ahora, paradójicamente, justo cuando acabamos de despedirnos, su retrato empezara por fin a cobrar nitidez. Y tal vez es natural que sea así, que cuando una amistad llega a un final inexplicable o entra en decadencia o simplemente se disuelve en la nada, el cambio que advertimos en ese momento nos parezca inexorable, un destino que se vislumbraba desde el principio, como al­guien que camina hacia nosotros desde la lejanía, reconocible tan sólo cuando es demasiado tarde para evitarlo. Nunca me he sentido tan cerca de otra persona. Mientras lo veo irse a tomar su tren a París, la ciudad donde nos conocimos hace tanto tiempo y de la manera más fortuita, diría que en el centro del pecho lleva un peso invisible, que creo discernir desde esta distancia.

Cuando él vivía aún en Londres, apenas pasaba una semana sin que diéramos un paseo juntos, por el parque o siguiendo el río. A menudo nos enzarzábamos en un debate, normalmente sobre alguna intrincada cuestión literaria, discusiones que, tal vez como todas, ocultaban desavenencias más profundas. Algunas veces, a mi pesar, porque el gesto siempre me ha desagradado, le daba unos toquecitos con el dedo índice en el pecho y apoyaba la mano allí un instante fugaz, como para guardar a buen recaudo el poso que creía haberle dejado, y palpaba una vez más la nítida marca de sus costillas, el extraño modo en que sus huesos sobresalían, como en constante expectativa de un ataque.

No sabe que aún sigo aquí. Cree que me he marchado, que me he ido a toda prisa a una cena a la que le dije que llegaba tarde. No estoy seguro de por qué le mentí.

— ¿Con quién has quedado? — me preguntó.

— Nadie que conozcas — contesté.

Me miró entonces como si nuestros caminos ya se hubieran separado y el presente fuera el pasado: yo de pie en la orilla y él a bordo de un barco navegando hacia el futuro.

Camina con los hombros un poco hacia atrás, por ese peso en el pecho, proyectando las caderas para compensar y no caerse de bruces al menor empujón. Y aun así, desde esta distancia, parece un hombre rebosante de ímpetu, que avanza de frente, un hombre decidido a emprender su nueva vida.

Estos últimos tres años desde 2011, desde la revolución libia y todo lo que ha venido después — los incontables fracasos y oportunidades perdidas, los secuestros y asesinatos, la guerra civil, barrios enteros arrasados, el dominio de las milicias— , han cambiado a Husam. Se delata en su postura, pero también en sus gestos: el leve temblor de las manos, perceptible cada vez que se lleva un cigarrillo a la boca, la duda que ronda en sus ojos, el aire cauto de su mirada, y un rostro vulnerable, como un paisaje a merced de las inclemencias del tiempo.

Poco después del comienzo de la revolución, Husam volvió a casa y, tal vez de forma natural, se abrió una distancia entre nosotros. En las raras ocasiones que visitaba Londres, nos sentíamos cómodos en nuestra mutua compañía, aunque quizá no con la misma confianza plena. Estoy seguro de que Husam también lo notaba. A veces se quedaba a dormir en el sofá del estudio donde vivo, compartiendo la misma habitación, y hablábamos a oscuras hasta que uno de los dos se quedaba dormido. La mayoría de las veces, sin embargo, se alojaba en un hotelito de Paddington. Nos reu­níamos allí, y el barrio, dispuesto en torno a la estación del tren, que llena las calles de los alrededores de una atmósfera transitoria, nos hacía sentir forasteros a ambos y acentuaba la impresión de que nuestra amistad se había convertido en una réplica del pasado, cuando él vivía aquí y compartíamos la ciudad como los trabajadores honestos comparten las herramientas. Pero ahora, cuando hablaba, a menudo volvía la mirada hacia otro lado, como si pensara en voz alta o se hubiera enfrascado en una conversación consigo mismo. Y yo, mientras le contaba una historia, advertía que mi cuerpo acababa ligeramente vencido hacia delante y captaba un timbre casi lastimero en mi voz, como si intentara convencerlo de una proposición descabellada. Nadie depende tanto de las mentiras como aquellos que no querrían separarse nunca.

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Husam llegó anoche de Bengasi. Nos quedamos hablando hasta el amanecer. Durmió en el sofá y no se ha desper­tado hasta primera hora de la tarde. Enseguida hemos tenido que irnos a la estación de Saint Pancras para que tomara el tren a París, donde estará dos noches, y de ahí volará a San Francisco. Londres es donde ha vivido más tiempo. «Tengo que verte antes de marcharme a Nunca Jamás», decía el mensaje que me envió desde Bengasi. París es donde, veintiún años antes, tan joven como para sostener la fantasía de inventarse a sí mismo, se había afincado durante una temporada. «Quiero ver la ciudad una última vez», dijo ayer, al entrar en mi apartamento.

Había ido a buscarlo al aeropuerto y, durante todo el trayecto a casa, en el metro de Heathrow a Shepherd’s Bush, habló en inglés de poco más aparte de su nueva vida en Estados Unidos. No mencionó nada de los últimos cin­co años que había pasado en Libia, cuando a mí era lo único que me interesaba.

— Es una locura. Estoy tan sorprendido como tú. Voy a irme a vivir indefinidamente a un país donde nunca he estado, a una casa que nunca he visto; la casa que mi padre compró de joven, por capricho, mucho antes de que yo naciera. Y ahora me propongo criar a mi hijo allí, en Estados Unidos. — Y, tras una breve pausa, mientras el tren pasaba como una bala por el túnel, añadió, refiriéndose a su difunto padre— : Pobre hombre.

Iban pasando las estaciones, las puertas se abrían y cerraban, unos pasajeros salían y otros entraban, y me volvió a contar cómo su padre se había enamorado del norte de California.

— Él pensaba ir todos los veranos, sólo que entonces le prohibieron tajantemente viajar, y así fue para el resto de su vida.

Se rió, y me sentí obligado a reír también.

Había una familia joven al otro lado del pasillo. El hombre era negro y guapo, con un brillo desafiante en los ojos. La mujer, blanca y rubia, hablaba prácticamente en susurros con su hijo, que iba a su lado. El niño debía de rondar los nueve años, y tenía un ovillo de pelo rizado que doblaba el tamaño de su cabeza y relucía con destellos castaños y dorados. Su madre lo peinaba con los dedos de vez en cuando. El crío estaba de pie frente a nosotros, con una mano en la rodilla de su madre y otra en la de su padre. Se balanceaba un poco con el movimiento del tren. Daban una ligera impresión de teatralidad, conscientes de ser una familia preciosa. Los tres nos miraban fijamente y parecían atentos a lo que iba diciendo Husam. Él solía causar ese efecto en la gente.

— ¿Te imaginas comprar una casa por impulso y tener que pasar el resto de tu vida sin poder volver a verla? Incluso en los momentos más difíciles mi padre se negó a alquilarla. Hasta que Punta Reyes, así se llamaba el pueblo cercano, pasó a ser un lugar alegórico, símbolo de la pérdida, un im­posible, la Atlántida de mi familia...

Salimos a la superficie y el vagón se llenó de luz. La bella familia miraba el paisaje por la ventanilla que teníamos detrás.

Como había mandado por barco todas sus pertenencias a California, Husam viajaba ligero de equipaje. Reconocí el viejo macuto. Compacto, azul y baqueteado. Era el mismo que había traído al volver de París, y que siempre llevaba cuando iba con Claire, su novia, a bañarse al río Dart, en Devon, lo que solían hacer de tanto en tanto. Al ver aquel objeto tan familiar añoré los viejos tiempos, cuando Husam vivía en Londres y durante una buena temporada en el piso de debajo del mío, que ocupaba toda la planta baja de la casa adosada, con un jardín descuidado atrás. Mi dormitorio estaba justo encima de su salón y muchas noches me dormía con los suaves murmullos de su voz y la de Claire.

Las cosas se habían dado así con naturalidad. Husam acababa de volver a Londres y el piso de abajo estaba libre. Al principio dudó y supe no presionar. El bajo alquiler zanjó la cuestión. Poco después, Claire se fue a vivir con él. Era irlandesa, delicada, inteligente, y con un punto de dureza que dejaba claro que no debías preocuparte por ella, que lo último que quería eran tus desvelos. Recuerdo que una vez estábamos esperándola en una cafetería y se retrasó. Husam no dejaba de mirar el teléfono. Le pregunté si estaba preocupado.

— ¿Preocupado? Nunca me preocupo por Claire — dijo.

Se habían conocido en el Trinity College de Dublín, donde Husam estaba dando clases de literatura y Claire de historia. A ella le gustaba recalcarnos que también era una exiliada aquí.

— Pero te diré — continuó Husam, ahora más discretamente, acercándose un poco, pero hablando todavía en inglés—  que estas últimas semanas, mientras recogíamos y organizábamos la mudanza, no me he quitado de la cabeza a mi viejo, Dios se apiade de su alma. Sé que sonará a locura, pero estoy convencido de que él sabía que este momento llegaría, que su oveja negra, el hijo que, como le dijo a mi madre, estaba destinado o a grandes logros o al más rotundo fracaso, un día daría la espalda a todo y se iría a Estados Unidos, el país de donde nadie vuelve.

Llegamos a nuestra estación y, caminando hacia la dirección donde había vivido en el pasado, se fijó en algunas de las cosas que habían cambiado desde su última visita: un supermercado en lugar de la antigua panadería, la tentativa de mejorar el parque de Shepherd’s Bush, ese gran triángulo de césped que ha estado siempre rodeado de tráfico desde todos los flancos.

Se quedó callado cuando llegamos a nuestra calle, con una hilera de casas a cada lado. Fui rápido con las llaves, siempre lo he sido, y en todos los años que llevo viviendo aquí nunca me las he dejado dentro ni las he perdido, y tampoco la cartera, ni una sola vez. Las zonas comunes seguían igual, con el correo desperdigado en la moqueta descolorida y las luces que se apagaban antes de llegar al rellano de arriba.

— París, en cambio — dijo de repente, mientras subíamos las escaleras— , es pura nostalgia.

Dejó el equipaje en la cocina y fue directamente al cuarto de baño. Con la puerta abierta de par en par, se enjabonó las manos y la cara, sin dejar de hablar de sus planes: quería volver a pasear por las calles de antaño, visitar el Jardin Sauvage Saint-Vincent, adonde me llevó aquella vez hace tanto. Y a medida que transcurría la tarde se fue reflejando una expresión nueva en su rostro. Sentado allí en mi cocina, junto a su macuto, que parecía más su corazón que su equipaje, soportando las distancias entre Libia y Estados Unidos, entre el pasado y el futuro. Tal vez ahora que estaba en Londres, en el punto intermedio, y se había oído a sí mismo contarme sus planes y sin duda había detectado mi falta de entusiasmo, la verdadera naturaleza del paso que iba a dar había quedado de repente expuesta: la fantasía de que podría ir a Estados Unidos como si fuera un planeta distinto donde sus fantasmas no podrían seguirlo. Saltaba a la vista que este recorrido por sus dos antiguas ciudades era en parte un duelo por la vida que había disfrutado an­tes de que todo cambiara, antes de que el viento libio que nos empujó al norte volviera para arrastrar a sus hijos a casa.

«Nos arrastra una marea. Somos esa marea. Tan absurdo es pensar que vivimos ajenos a las tensiones de la historia como a la fuerza de la gravedad», había dicho durante aquellos apasionantes días de la Primavera Árabe, cuando intentaba convencerme de que volviera con él a Bengasi.

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Anoche apenas dormí. Husam se despertó tarde, se tomó un café y nos marchamos sin hacer la cama, como si fuéramos a volver en cualquier momento para seguir durmiendo.

Subimos al autobús 94 hasta Marble Arch y allí cogimos el 30. Nos sentamos en el piso de arriba, él junto a la ventanilla mirando hacia fuera, y yo, enfrente, observándolo. Pensé en todas las líneas que Husam había cruzado desde la última vez que vivió aquí. Después de más de tres décadas de ausencia, por fin había vuelto a casa para ver a su familia. Se había enamorado de su prima Malak, que, según me dijo en un correo electrónico, «apareció para encarnar mi destino», y se había unido a la revolución. De pronto se vio empuñando un arma y participando en batallas clave, hasta que llegó a Sirte, la ciudad natal del dictador. Allí, junto a otros bregados combatientes, participó en el enfrentamiento decisivo contra las fuerzas del régimen. Tras un ataque aéreo, dieron con el mayor de los trofeos, con Muammar al-Gadafi, el coronel en persona, o, como decía Husam en el correo electrónico que me envió horas más tarde, a las dos de la madrugada de allí, «con la semilla de nuestro sufrimiento», escondido en un conducto en la arena. «Estaba tembloroso, frágil como un pariente anciano. ¿Y no era eso para nosotros: el loco de la familia más que un político?», escribió Husam.

Leí el correo electrónico en cuanto me llegó, hacia las tres de la madrugada. Aquellos días el sueño a menudo me era esquivo. Lo imaginé en ese cuarto prestado en la casa de Misrata, con la cara iluminada por el reflejo azul del teléfono. Misrata, a doscientos cuarenta kilómetros al noroeste de Sirte, fue donde, según me contó, él y los demás combatientes habían arrastrado el cadáver del dictador.

Unos días después, cuando ya estaba de vuelta con su familia en Bengasi, Husam me envió un mensaje de texto:

¿Te acuerdas de Faetón? Estaba obsesionado con demostrar que su padre era realmente su padre. «El joven, dondequiera que volvía la mirada, / contemplaba atónito arder el universo alrededor... / Y así la tierra de Libia, seca y agotada, / se convirtió en un yermo, un páramo de arena.»

Según Ovidio, nuestro país ardió por la disputa entre un padre y un hijo.

En estos últimos meses de incesantes combates, de noches sin dormir, siempre en movimiento, he pensado a menudo en esa historia.

Y sólo para al final encontrar a nuestro padre enajenado escondido en un tubo de desagüe en ese mismo páramo de arena.

No mucho después de eso, Husam se casó con Malak. Tuvieron una niña. Él trabajaba para el nuevo Ministerio de Cultura, pero, cuando todo se desmoronó y los distintos bandos en pugna por el poder empezaron a apuntarse con sus armas unos a otros, se retiró de la vida pública, y un buen día, cinco años después de su regreso a Libia, Malak y él decidieron emigrar con Angelica, su hija de cuatro años, a Estados Unidos.

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«Acabamos de aterrizar en San Francisco y ya me he enamorado», le dijo Malak a Husam en un mensaje de texto anoche, cuando nos disponíamos a cenar. Me leyó el res­­to del mensaje y entonces, más para sí mismo, añadió mirando el teléfono:

— Es mediodía allá. Me pregunto qué van a almorzar.

Dentro de tres días se reunirá con ellas, y harán juntos el trayecto de dos horas en coche hacia el norte, hasta Punta Reyes. Todo se ha puesto en marcha.

— No he estado nunca en Estados Unidos — me recordó cuando estábamos en el autobús— . Pero estas últimas semanas no he parado de verla en mi imaginación. El norte de California. Los cipreses los conozco, pero ¿a qué huele una secuoya?

Un poco después, cuando el autobús giró hacia Marylebone Road, preguntó:

— ¿A ti te parece buena idea? Estados Unidos, quiero decir, para vivir allí.

Prefería no decir nada, ser neutral, en parte por cariño y en parte como venganza por las veces que me había dicho lo que tenía que hacer, que debía vivir «una vida más plena y activa», como en una ocasión me aconsejó, y regresar a Libia.

— Es un buen lugar para criar a una niña — dije al final, aunque no tenía ni idea de si Estados Unidos era un buen lugar para los niños, o ni siquiera cómo sería un lugar así, los elementos y atributos que lo caracterizaban— . Especialmente California: «el estado del sol».

Husam se rió.

— Por el amor de Dios, espero que no vayas a Florida pensando que me encontrarás allí — dijo— . Vendrás a vernos, ¿no? Ya sé que para ti lo de volar es todo un tema.

Sólo he ido en avión una vez en mi vida, de Bengasi a Londres, y eso fue en septiembre de 1983. En 2011, poco después de la revolución del 17 de febrero, cuando consideré la posibilidad de volver a casa, planifiqué un viaje por tierra. Husam dijo que me acompañaría: «Para volver a pisar nuestra tierra a la vez.» Hubieran sido tres días de trayecto, en varios trenes y un transbordador a Sicilia, otro a Malta y de ahí un aerodeslizador, que en apenas un par de horas habría llegado a Trípoli. Me lo había imaginado todo: el antiguo pai­saje de la costa acercándose, el viento ensordecedor impidiéndonos oír nada de lo que decíamos...

— Es cierto. El estado del sol es Florida. Me encantaría ir a visitaros a California.

Pareció creerme.

— ¿Quién sabe? — dijo intentando sonar motivado— . A lo mejor te gustaría tanto que querrías quedarte. Un billete de ida. Seríamos vecinos otra vez. Y Angelica tendría a su tío cerca.

Me vi subiendo al avión con somníferos en el bolsillo.

Llegamos a la estación de Saint Pancras con bastante antelación. Sugerí que fuésemos a sentarnos a la cafetería de la primera planta de la estación de King’s Cross.

— Hay menos bullicio — le dije.

La verdadera razón era que quería estar rodeado de los viajeros que iban o venían del trabajo, que salían de fin de semana o regresaban a casa, porque parecían más conformes y sus alegrías más modestas. Después de mis asiduas visitas a la Biblioteca Británica, justo al lado, antes de volver a casa venía un rato aquí, a esta misma cafetería, y dejaba vagar la mirada por este espectáculo carente de dramatismo, que contrastaba aún más cuando alguien corría a abrazar a otra persona o se secaba las lágrimas de camino al tren.

Pedimos los cafés y nos sentamos, no cara a cara sino del mismo lado de la mesita redonda, como ancianos viendo el mundo pasar, o tal vez esperando que Mustafá, el tercer vértice de nuestro triángulo, apareciera milagrosamente y se uniera a nosotros. Pero Mustafá estaba en Libia y era poco probable que se marchara de allí. Mis dos amigos más íntimos han avanzado en direcciones opuestas: Mustafá de regreso al pasado y Husam rumbo al futuro.

Sospechaba que Husam, con su macuto a punto, se sentía también un poco lastrado, deseoso de dejar atrás este momento y emprender su viaje. Tomamos el café expreso y nos abrazamos, posiblemente, pensé, por última vez.

Nos habíamos conocido en 1995, cuando él tenía treinta y cinco años y yo veintinueve, y, aunque desde entonces han pasado veintiún años, me sorprendió oírlo susurrar: «Mi único verdadero amigo», atropellando las palabras y con una profunda emoción, como si lo reconociera a su pesar, como si en ese instante, y en contra de las leyes comunes del discurso, el habla hubiese precedido al pensamiento y estuviera asimilando, tanto como yo, aquellas palabras por primera vez y, quizá, también tanto como yo, sintiendo el poso alegre y triste que dejaban, no sólo porque habían lle­gado en el momento de nuestra despedida, sino también porque hacían más deplorable aún aquel carácter ilusorio de nuestra amistad, una amistad marcada por un gran afecto y lealtad, pero también por la ausencia y el recelo, por un vínculo poderoso y natural y, sin embargo, un silencio insondable que siempre había parecido, incluso cuando estábamos juntos, un escollo insalvable. No dudo de que ambos somos responsables de esa distancia, pero en mi fuero interno sigo culpándolo, convencido de que una parte de él había optado por el desapego. Percibía su frialdad incluso en los momentos más impetuosos. Ahora, sin embargo, esas palabras eran el veredicto final.

Entonces, justo antes de echar a andar, dijo: «Quédate aquí», dando a entender, supongo, que no lo acompañara. Pero el modo en que recalcó aquellas dos palabras me recordó la época en que él había vuelto a Libia y yo no quise acompañarlo, reacio o incapaz de regresar. «Khaled, el reticente», les dio por llamarme, a él y a Mustafá, en el fragor de las pasiones desatadas aquellos días de la revolución, cuando mis únicos dos amigos libios se convirtieron en hombres de acción.

«Quédate aquí», me pidió de nuevo, y esta vez sonó aún más a súplica; como si en el fondo lo que quisiera decir fuera: prométeme que estarás siempre aquí.

Y aquí estoy, todavía en King’s Cross, viéndolo caminar a través del concurrido vestíbulo con ese aire de indiferencia, como si, en caso de chocar con alguien, simplemente pudiera atravesarlo.

Ve tras él, me digo.

Me quedo en mi sitio, dentro de mi abrigo y de este momento, mientras el pasado lo envuelve todo a mi alrededor. La historia de nuestra amistad concentrada en este instante.

Londres, la ciudad que he intentado hacer mi hogar a lo largo de estas tres últimas décadas, piensa en términos absolutos. Se recrea en las clasificaciones. Aquí la línea que separa la calzada de la acera, un individuo de otro, pretende ser tan categórica como un hecho científico. Hasta las sombras tienen asignado su lugar, y Londres es una ciudad de sombras, una ciudad diseñada para las sombras, para perso­nas que como yo pueden pasar aquí una vida entera y seguir siendo tan invisibles como fantasmas. Veo su luz y sus piedras, sus puños prietos y sus céspedes ociosos, sus bocas hambrientas y sus extensiones de secretos impronunciables, un músculo que se cierra a mi alrededor. Estoy viendo a mi viejo amigo, a medida que la distancia crece entre nosotros, apresado en su interior.

Ve, corre tras él.

O ve corriendo directamente al mostrador de billetes y sorpréndelo en el tren.

O quédate en otro vagón, y dentro de unas horas, cuando el tren llegue a París, llámalo, dile que tomaste el siguiente tren y queda con él en la vieja cafetería de la esquina del Carr de l’Odéon, donde pasasteis juntos tantas tardes y no pocas noches hace veintiún años, cuando os conocisteis y se forjó vuestra amistad. Despediros en el mismo lugar que empezó todo.

Pero me quedo donde estoy, mientras el momento pasa de largo y la soledad se cierne sobre mí como una losa imponente. Siento la presión de la piedra fría en la espalda. Husam es ya sólo una mota en una selva de cabezas. Tal vez si lo sigo seré libre. O estaré perdido y a la deriva. Aprender a vivir exige mucha práctica.

Ve, oigo la orden de nuevo, y esta vez echo a correr. Estoy ya en la escalera, saltando los escalones de tres en tres, sobresaltando a la gente a mi alrededor, pasajeros que van y vienen de lugares que seguirán abiertos para ellos. Voy sorteando a la multitud y me sorprende lo rápido que consigo acortar la distancia. Ahí está, su espalda inocente tan cerca que bastaría con alargar el brazo para ponerle una mano en el hombro. Dejo que nos espaciemos un poco, siguiéndolo hasta salir de la estación. Se detiene, espera a que el semáforo se ponga en verde para cruzar la calle hasta Saint Pancras. Si ahora se diera la vuelta, ¿qué excusa le daría? Aunque ¿desde cuándo he sentido necesidad de darle explicaciones? De todos modos, tengo la sensación de que ya se ha ido, de que ya está en otra parte, claramente embelesado en sus planes. «Para comprometerme por fin con lo particular», como dijo anoche mientras cenábamos en mi cocina, sentados a la mesita junto a la ventana que mira a lo que en otro tiempo fue su jardín y el de los vecinos. Lo alenté con una sonrisa y sonreí con más ganas cuando me enseñó una fotografía de su hija en el teléfono. Nur, aunque la llama Angelica. Se la veía pequeña y con arrojo, no como si el mundo fuera suyo sino como si ella, por una mágica confluencia, encarnara el mundo. Se rió y me dio un abrazo.

— ¿Por qué Angelica? — pregunté sin pensar.

— ¿Y por qué no? — dijo ruborizándose de orgullo.

— Claro, por qué no — dije.

Cambia el semáforo y lo sigo hasta Saint Pancras. Cuando llega al mostrador, me quedo merodeando a cierta distancia. Pasa la barrera y, justo antes de que desaparezca por la esquina, mira hacia atrás. No da la impresión de haberme visto, sigue su camino. O tal vez me ha visto y esa mirada vacua sólo refleja el vacío que en el fondo nos dejan aquellos a quienes amamos.

Aguardo de pie junto al panel de «Salidas». Tal vez su tren se retrase, o incluso podría cancelarse. Después de varios anuncios por megafonía, llamando a los viajeros a bordo, llega el momento decisivo. Imagino que sube al tren, las puertas se cierran y los vagones empiezan a moverse pesadamente.

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Salgo de Saint Pancras y me dirijo hacia el oeste por Euston Road. Son las seis de la tarde del 18 de noviembre de 2016 y el sol de finales de otoño ya se ha puesto. El crepúsculo tiñe el cielo de un azul intenso. Las calles están muy luminosas y animadas, como si la luz no viniera del cielo sino que asciende en rayos desde la tierra, rayos que ahora se desvanecen entre las nubes rosadas. Es viernes. La acera está atestada de peatones, sus cabezas forman un río oscuro y cambiante. El tráfico es denso y satura el aire con un triste olor metálico. El leve aroma de las hojas caídas aún se percibe de fondo. Decido caminar. Quizá los ocho o diez kilómetros de trayecto me cansen lo suficiente para dormir.

De repente me alegro de que Husam se haya marchado. Estar solo se presta a ilusiones reconfortantes. Podría ser un recién llegado que acaba de bajarse de un tren por primera vez, un visitante, un hombre disfrutando de una «escapada urbana», como las anuncia la industria turística, o uno que empieza de nuevo, adentrándose en calles limpias de recuerdos.

En marzo de 1980, muchos años antes de conocer a Husam Zowa o incluso de saber que era una persona de carne y hueso, oí su nombre en la radio y escuché, totalmente embelesado, sentado a la mesa de nuestra cocina de Bengasi, un breve cuento que había escrito. Fue más impactante todavía oírlo en la voz del legendario locutor y periodista Mohammed Mustafá Ramadán, natural de nuestra ciudad y presentador estrella del Servicio Árabe Internacio­nal de la BBC. Yo tenía catorce años, acababa de almorzar con mis padres y mi hermana de trece años, Souad, y estábamos los cuatro todavía sentados alrededor de la mesa de la cocina comiendo naranjas. Eran de temporada y perfumaban el aire con su aroma. Las cáscaras, que mi madre pelaba en un tirabuzón, se esparcían enrolladas encima de la mesa. La radio susurraba de fondo, sintonizada como a todas horas en la emisora en árabe del servicio internacional de la BBC. El Big Ben dio sombríamente las campanadas. Como tantos otros en el mundo árabe y las antiguas colonias de entonces, oí Londres mucho antes de verlo. Imaginaba la famosa torre del reloj justo en el centro y toda la ciudad, sus edificios, sus plazas y sus calles, dispuesta para deambular alrededor.

— Huna Londres — decía Mohammed Mustafá Ramadán, «Aquí Londres», palabras que siempre seguían a la señal horaria y abrían el boletín de noticias.

Al reconocer su voz, madre se acercó a subir el volumen. Considerábamos a Mohammed Mustafá Ramadán uno de los nuestros, y coincidíamos en que la ligera cadencia de Bengasi endulzaba su voz. Sin embargo, a pesar de la estructura social modesta y familiar de nuestra ciudad, mis padres no conseguían identificar su parentesco, y aquella singular identidad, formada por tres nombres de pila, resultaba aún más enigmática. Así ganaba peso la teoría de mi padre de que era un seudónimo que el insobornable periodista había adoptado para mantenerse en el anonimato. Pero más allá de su destacada posición en la BBC, que irritaba a la dictadura, y de su columna semanal en el periódico Al Arab, donde con frecuencia denunciaba las prácticas opresivas del régimen libio y de otros regímenes árabes, lo que Mohammed Mustafá Ramadán iba a hacer a continuación no se había hecho nunca antes ni después en la BBC, y sigue siendo, sobre todo viendo los trágicos acontecimientos que se sucedieron, su gesto más desafiante. Fue sin duda el momento a partir del cual nada volvió a ser igual, ni para él ni para mí, aunque entonces yo no lo sabía.

Cuando vuelvo la vista atrás intentando precisar cuál fue mi primer encuentro con Husam, mi memoria regresa a aquella profética tarde en la cocina de mi familia en Bengasi — en una casa que ya no existe, ahora que hasta el último de sus antiguos ladrillos está reducido a escombros, pero que aún puedo ver con claridad en mis recuerdos, entrando en ella como en un lugar real—  donde, en compañía de mi familia, escuché una historia que jamás pude dejar de oír y que, hoy lo comprendo, ha orientado mi vida hacia el momento presente.

«Mis colegas y yo, con el permiso de nuestra amable audiencia, haremos algo que nunca se ha hecho antes», co­menzó Mohammed Mustafá Ramadán.

Padre subió más aún el volumen de la radio y, aunque todos escuchábamos con atención, nos pidió que por favor guardásemos silencio, lo que hizo reír a madre y que él tuviera que repetirlo.

«Hemos decidido que, antes de leer las noticias de la forma habitual, compartiremos un cuento con ustedes. Sí, un relato de ficción. Somos conscientes de que es algo inusual. Sin embargo, creemos que a veces una obra de la imaginación es más pertinente que el simple relato de los hechos.»

Aquí, ya fuera por un efecto dramático o porque alguien intentaba hacerle cambiar de opinión, Mohammed Mustafá Ramadán hizo una pausa de unos cuatro o cinco segundos, que nos parecieron una eternidad.

«El autor es un joven alumno libio del Trinity College de Dublín, la venerable universidad irlandesa donde estudiaron Oscar Wilde y Samuel Beckett», continuó. Luego pronunció el nombre despacio, con cuidado, como si las letras fueran cristales rotos: «Husam Zowa.»

Aquí se hizo otra pausa.

— Nunca lo he oído nombrar — dijo madre.

Le preguntó a padre si le sonaba y él negó con la cabeza.

Mohammed Mustafá Ramadán prosiguió: «Para que no haya lugar a dudas, el señor Zowa no sólo es mi compatriota sino también mi amigo. Me honra que lo sea, pero les aseguro, queridos oyentes, que eso no me ha influido. El cuento se ha publicado hoy en un periódico que no mencionaré y que seguro que ustedes conocen muy bien.»

— Al Arab — dijo mi madre adivinando el nombre del periódico.

Padre parpadeó lentamente, como dando a entender que era obvio.

«Se edita y se imprime aquí, en Londres», añadió Mohammed Mustafá Ramadán.

— ¿Lo ves? — dijo madre.

«Pero, debido a su postura libre y abierta, está prohibido en casi todos los países árabes. Así son las cosas en nuestro presente, nuestro lamentable presente.»

La palabra «presente», repetida dos veces, quedó suspendida un instante sobre nosotros.

Mohammed Mustafá Ramadán anunció el título del cuento, «Toma y daca», y empezó a leer. Mi padre miraba al vacío, sumamente concentrado. Souad levantaba de vez en cuando la vista de la mesa para mirarnos. Madre no me quitaba ojo.

Antes de ponerse los calcetines, el hombre se tumbó boca arriba en medio de la habitación y trató de recordar dónde se suponía que estaba. Un gato se paseaba alrededor de su cuerpo. Notó el roce húmedo de su nariz en el dedo gordo del pie izquierdo. Y que empezaba a lamerlo. No era desagradable. Sintió el rápido aliento del animal cuando, con ternura, casi con cariño, se puso a mordisquearle la piel. El refinamiento de la vida moderna, pensó, mientras consideraba hasta qué punto los calcetines de algodón, los zapatos y las pantuflas habían hecho de sus pies un manjar. Entonces el gato le mordió, rasgándole la piel. Le atravesó un dolor agudo y punzante, pero empezó a remitir en cuanto el animal lamió la sangre. Se detuvo un momento y ronroneó, descansó y volvió a ronronear. El hombre compartió su deleite con una inesperada satisfacción. Pensó que él también descansaría un rato. Al despertar, el aliento del animal aún seguía allí, junto al pie, rítmico como el tictac de un reloj. El gato pasó la lengua por la zona dolorida antes de ponerse a lamer su propia pata, a restregarla y mordisquearla. Se quedó contemplando el pie con indiferencia antes de volver a clavarle los dientes en el dedo y arrancarle un trozo de carne. El hombre lo miró y vio que en sus ojos no había indignación ni remordimiento, sólo lo observaba fijamente. Bajó la cabeza. El dolor resultaba insoportable y atroz; sin embargo, pensó, «insoportable» no era la palabra adecuada. En realidad, sorprendía que fuera tan soportable. Permaneció tumbado en el suelo mientras el gato seguía a lo suyo con ahínco y parsimonia. Cada vez que lamía y restañaba una herida, arrancaba otro pedazo de carne, hasta que acabó con el dedo. Pasó al siguiente.

Lo extraño fue que, mientras el gato lo devoraba, el hombre empezó a ver, tan vívidamente como si se tratara de la proyección de una película, la historia de sus dedos, desde que se gestaron en el seno materno hasta ese mismo día; sus aventuras y desventuras, que eran también las suyas, pero representadas en proporciones burlonamente heroicas, de modo que, mientras el animal se lo comía, sentía que también lo lloraba, aunque con cierto sarcasmo. El grotesco espectáculo de su vida se volvía tanto más hipnótico cuanto más avanzaba el gato en su diabólico plan. Seguía adelante con incuestionable determinación. Le devoró las piernas y los brazos mientras él contemplaba maravillado la historia de la vida de sus extremidades, los recuerdos perdidos y ahora atrapados todos a la vez como en una red, en una minuciosa versión de una vida modesta. A pesar de que el gato parecía tener un apetito insaciable, y más para una criatura de su tamaño, no se precipitaba ni apresuraba en saciarlo, y esa confianza audaz demostró ser al final su mejor arma. Ahora el hombre no era más que cabeza y torso. La cabeza, lo único que consideraba de veras imprescindible, continuaba intacta. El gato se acercó lentamente y se detuvo junto a su oreja izquierda, como si tuviera la intención de decirle algo de suma importancia. En lugar de eso, el hombre oyó su propia voz.

Hasta este punto de la historia, Mohammed Mustafá Ramadán leyó sobriamente, con el tono desapasionado de un periodista informativo, pero ahora un leve temblor, como una pluma atrapada en un túnel, caló en su voz. Hizo una pausa y repitió la última frase: «En lugar de eso, el hombre oyó su propia voz.» Fue en vano, porque no consiguió librarse de la emoción.

Abrió la boca y dijo: «No.» La palabra llenó la estancia. Sonó asombrosamente clara. El hombre supo que no hablaba sólo para sí mismo. El gato levantó la cabeza y se marchó, dejando que el hombre siguiera por fin con su vida.

Era un cuento tan breve que Mohammed Mustafá Ramadán no debió de tardar más de un minuto en leerlo. No supe muy bien cómo interpretar la historia, pero me dejó una profunda huella. A pesar de que estuve días y semanas intentando quitármela de la cabeza, permanecía siempre ahí, en las profundidades, y emergía en los momentos más insospechados: cuando esperaba el autobús de la escuela, en la oscuridad de esa hora indecisa en que empieza el día pero no ha amanecido todavía, o cuando me tocaba lavar el patio, situado en el centro de la casa como un secreto a voces, expuesto a la intemperie pero a resguardo de los vecinos, con lo que podías quitarte la ropa y nadie se enteraba. Entonces me descubría de pronto pensando en la forma en que Husam Zowa había representado una derrota que era también una victoria. En esos momentos no podía ignorar la atmósfera claustrofóbica del relato, que tan es­pantosamente se manifiesta en la inexplicable falta de espíritu del hombre, plasmada de un modo aún más sobrecogedor por la eficacia de su protesta cuando finalmente llega. La historia se colaba en mis sueños, donde a veces me veía como aquella figura desmembrada, con la necesidad de que alguien cuidara de mí. De aquellos sueños recuerdo, por encima de todo, la ferocidad de mi propio desamparo. Y eso, sumado a lo que le ocurrió a Mohammed Mustafá Ramadán poco después de haber leído el relato, me aterraba. Tomé conciencia, en secreto y con una certeza íntima, de la fragilidad de todo cuanto atesoraba: mi familia, el sentido de mi propia existencia, el futuro que me permitía imaginar.

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6

El misterio que rodeaba la identidad de Husam Zowa despertó la curiosidad de mi madre y, en particular, de mi padre. Era historiador. Pertenecía a la primera generación que había ingresado en la universidad tras la independencia; es decir, que, a pesar de las restricciones que impuso la ocupación italiana en nuestro país, fue de los primeros libios en cursar estudios superiores. Se doctoró en la Universidad de El Cairo.

En plena adolescencia, mi padre me inspiraba esa confianza digna de quienes creen en el poder del tiempo, en la capacidad del ser humano para medirlo, pero también en la supremacía con que se impone sobre los asuntos mundanos; que todos los individuos, sus logros y su carácter, no sólo cederán ante el paso tiempo sino que será el tiempo el que los sacará a la luz, que la verdadera naturaleza de las cosas está oculta y la función de los días es ir arrancando esas capas.

Después de 1969, el año en que Gadafi tomó el poder, mi padre rechazó discretamente varios puestos académicos y lucrativos cargos en diversos comités patrocinados por el Estado y se refugió en un trabajo que no se ajustaba ni a su talento ni a su ambición: se conformó con ser profesor de historia en una modesta escuela de un barrio popular de Bengasi. Con el tiempo, lo ascendieron a director. Aceptó sólo porque negarse habría levantado sospechas. Recuerdo que una vez lo oí hablar con mi madre sobre un conflicto entre los profesores, uno que venía de largo y estaba intentando resolver, y que al final se interrumpió un segundo antes de dictaminar con resignación que «Casi siempre es mejor dejar las cosas estar. La mayoría de los problemas suelen resolverse solos». Ése fue también el consejo que nos dio a mi hermana Souad y a mí en más de una ocasión. Quedaba descartado matricularnos en su escuela, para evitar que lo acusaran de darnos trato de favor. A pesar de toda su prudencia, sin embargo, de vez en cuando se sumía en una difusa nube de paranoia y se convencía de que alguien, en algún lugar, conspiraba para desacreditarlo.

Estaba obsesionado con la historia política del mundo árabe, con un énfasis especial en el auge del nacionalismo, que le gustaba describir como «el regalo de despedida de los colonizadores». Llevaba a cabo sus investigaciones en secreto, en su tiempo libre, y nunca publicó una sola palabra. Así su vocación se convirtió en un pasatiempo y un refugio. Las paredes de su estudio en casa estaban atestadas de libros sobre el Imperio otomano, la invasión italiana de Libia o el Mandato británico de Palestina. Las pilas, dispuestas en columnas de suelo a techo, se alzaban con la misma precariedad que una de esas antiguas ciudades fortificadas de Yemen.

Veía en aquel entonces a mi padre como un hombre que vive en la creencia de que el mundo no lo necesitaba. A veces lo acusaba no tanto de falta de valor como de algo peor: falta de fe. Más de tres años después de que escucháramos juntos el cuento de Husam Zowa, me fui a estudiar a Gran Bretaña y cargué conmigo esa sombra corrupta, como lo son todas las falsas impresiones, que había pintado de mi padre. La llevaba conmigo cuando llegué frente a la embajada libia en Saint James Square, en el corazón de Londres, para participar en la primera manifestación política de mi vida. ¿Ves?, me dije, ahora sabes que no eres igual que él. E incluso minutos después, cuando sonaron los disparos y se desató el caos, pensé en mi padre, ese hombre que aún creía que «casi siempre es mejor dejar estar las cosas», como el telón de fondo plácido, silencioso y descolorido con­tra el que debía animarse mi vida.

Antes de todo eso, sin embargo, y a raíz de escuchar la lectura del cuento por la radio, mi padre empezó a indagar sobre la identidad del misterioso autor, por eso las primeras cosas que supe sobre Husam Zowa me las contó él.

— Los Zowa son una familia muy conocida — nos dijo— . Sidi Rayab Zowa trabajaba para el rey Idris. Era el consejero personal de su majestad, apodado «el Radar» por sus dotes intuitivas. Se decía que no había idea que a Idris se le ocurriera que no hubiera vaticinado Sidi Rayab. Comprendía a la perfección la reticencia política del anciano, sus modales humildes, su preferencia por las resoluciones discretas. Ligados al destino infausto de nuestro rey, los Zowa sufrieron cuando Gadafi llegó al poder. Les congelaron sus bienes. Les prohibieron viajar. Sin embargo, uno de sus hijos escapó justo a tiempo — dijo padre— . Estaba en la escuela en Inglaterra cuando llegó la orden, así que se quedó allí. Tal vez sea el autor.

Intentamos hacernos a la idea de lo que debía de sentir al no poder volver a casa. Recuerdo a mi madre con la mirada perdida diciendo, a nadie en particular, «Qué pesadilla». Y entonces lo imaginamos yendo a Irlanda para estudiar en la universidad.

Una tarde, un par de días después, padre nos anunció que tenía una noticia especial.

— He averiguado dónde viven los Zowa y no os lo vais a creer. Están en el centro de Bengasi y además su casa está en una esquina de la calle paralela a la nuestra.

Recuerdo la emoción que nos embargó a todos. Inmediatamente después de comer, sin avisar a nadie, fui a buscar la casa. Mis pasos se hacían más lentos a medida que me acercaba. Era esa hora de la tarde en que el calor ha empezado a menguar, subiendo hacia el abierto cielo azul, dejando el aire abajo perceptiblemente más ligero. Las ventanas del segundo piso estaban abiertas de par en par. De vez en cuando veía una sombra moviéndose por el techo blanco, la luz reflejándose en algún objeto, y captaba el débil tintineo de cubiertos, las pisadas de unos zapatos rígidos en las baldosas, voces de mujeres. Para mi mente ingenua, era extraño pensar que una historia tan peculiar pudiera surgir de la imaginación de alguien que se había criado en un hogar tan corriente.

Años más tarde, cuando Husam regresó al Líbano, fue aquí adonde vino, donde vivió y desde donde visitó a mis padres, con los que pronto estrechó lazos, llenando un poco el vacío que les dejé.

Pero, mientras yo miraba al futuro, aunque fuese vagamente y de forma abstracta, a mi padre le preocupaba mucho más el pasado. Cuanto más descubría sobre los Zowa, más fascinado estaba con ellos.

«Una familia curiosa. A la vez honorable y con un don para la picaresca, una casa condenada y reivindicada por todos los bandos en liza. En cierto modo, los Zowa encarnan a la propia Libia. Es difícil saber a quién apoyan o qué son en el fondo», declaró padre al cabo de una semana de pesquisas.

Seguíamos pasando las tardes sentados alrededor de la mesa de la cocina. Aquel relato, que, al parecer, no tenía nada que ver con el pasado, nos había metido de lleno en la historia de nuestro país. Cada día padre traía libros y nos los leía. A menudo nos quedábamos allí hasta la hora de cenar, sin que nadie pronunciara ni una sola queja. Nos enteramos de que, cuando Italia invadió Libia en 1911, los Zowa fueron de los primeros en unirse a la resistencia y lucharon con arrojo durante quince años, hasta que, sin dar explicaciones, asistieron al desfile de bienvenida a Benito Mussolini en su primera visita, en 1926.

— El italiano iba a caballo — contó padre— , mientras que los caciques de los clanes regionales desfilaban en procesión, exhibiendo sus espadas al sol y haciendo el saludo fascista, con ese aire absurdo inherente a todo acto de mímica, que en sus manos de piel oscura parecía un gesto irónico, como si se burlaran del conquistador imperial. Además, el semental de Mussolini, un caballo árabe enjuto y nervioso, no paraba quieto — continuó— . A cada momento piafaba con los cascos y movía la cola sin parar, haciendo que el «pequeño italiano», como los libios gustaban de referirse a Mussolini, se viera zarandeado de un lado a otro. Los Zowa se negaron a unirse al desfile o incluso a desmontar. Se quedaron a lomos de sus espléndidos caballos, oscuros y musculosos, que, en contraste con el de Mussolini, permanecían firmes como rocas. Contemplaron todo el espectáculo como si estuviera destinado a su disfrute y el invasor italiano hubiera venido hasta Libia para entretenerlos. Mussolini, con la barbilla alta y esa característica expresión desdeñosa que un historiador había descrito como «curiosamente coqueta», se quedó perplejo e intrigado — nos dijo padre— . Durante los preparativos de la visita, le habían hablado de los Zowa, de las eficaces campañas que habían liderado contra su ejército, de su valentía, pero también de que estaban dispuestos a cambiar de bando. Se concertó una reunión. Uno de los edecanes de Mussolini lo documentó en su autobiografía. «Estos hombres pertenecen a una tribu ancestral. No saludaron al Duce. Aguardaron inmóviles y en silencio a que diéramos el primer paso. No se puede negar que detecté en esos salvajes una nobleza indómita», escribió. A continuación el oficial italiano comentaba que una vez que acabó la reunión «un olor, que al principio era penetrante, persistió largo rato después de que se marcharan, hasta suavizarse y convertirse en una deli­ciosa fragancia. Era un almizcle típico de la zona, nos dijeron. Al día siguiente le trajeron un frasco al Duce, pero había un abismo entre aquel perfume y el que llevaban los Zowa, como entre las primeras flores del jazmín y las de los días posteriores, cuando el aroma, al agotarse, se vuelve denso y dulzón por la decrepitud».

Mi padre quedó muy satisfecho, y lo felicitamos por haber encontrado la cita.

— La traducción es mía, pero es bastante exacta — dijo.

— ¡Bravo! — exclamó mi madre, orgullosa y divertida.

Los Zowa demostraron ser colaboradores valiosos, y proporcionaron información tan terriblemente precisa que en 1931, cinco años después de su reunión con Benito Mussolini, Omar al-Mukhtar, el cabecilla de la resistencia libia, el hombre al que habían sido leales hasta entonces, fue capturado y ahorcado en público. Mussolini los recompensó generosamente. Los Zowa lograron amasar una inmensa riqueza y empezaron a tejer su escudo de armas en hilo de oro en el dobladillo de los gorros que lucían con su uniforme. Mi padre encontró una foto de la insignia en uno de los libros de su biblioteca. Mostraba un olivo con una luna creciente y tres estrellas punteadas por encima.

— Qué horror — dijo Souad.

— Traidores — afirmó madre.

— Y eso no fue todo — dijo padre— . Diez años más tarde, viendo cómo les iba a los británicos en la guerra, los Zowa viraron de nuevo, «igual que los girasoles siguen al sol», en palabras de uno de nuestros historiadores más lí­ricos, y se aliaron con los Al-Sanussi, afirmando que la raíz etimológica del apellido de la familia era «zawiyya», los centros educativos y de bienestar que Al-Sanussi había fundado y mantenido desde el siglo XIX, desde Tobruk hasta Lagos. Además, eligieron el momento oportuno — añadió padre— , porque en 1951 el patriarca de los Al-Sanussi se convirtió en monarca del Reino Unido de Libia.

— No tienen principios — declaró madre cruzándose de brazos.

Padre sonrió, como si fuéramos sus alumnos y esperara una reacción así.

— Cada vez... — intentó continuar, pero madre lo interrumpió.

— Mercenarios — sentenció.

Ahí tenía que pasar algo. Alguien tenía que preparar té o inventar una excusa para que el silencio, el silencio que todos necesitábamos, se prolongara un poco más. Madre sacó un cigarrillo. Padre le dio fuego y se encendió uno tam­bién. Fui a buscar un cenicero.

— Pero cada vez sus maniobras estaban tan perfectamente calculadas — dijo padre dirigiéndose ahora a mi madre— que resulta difícil asegurar que los motivara únicamente el oportunismo. Se unieron a los italianos cuando la resistencia libia era todavía fuerte, y luego se unieron a los Al-Sanussi cuando no estaba claro que Italia y su aliada Alemania perdieran la guerra.

— Traidores — volvió a decir ella.

— Quizá. Siempre guardaron silencio y nunca se justificaron.

— ¿Y qué? — le dijo ella.

— 

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