Mi seductor e insolente canalla (Serie La Tentación 1)

Zahara C. Ordóñez

Fragmento

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Capítulo 1

Mayo de 1860

Nada en el destino de las hermanas Beltrán auguraba fatalidad el día de su nacimiento. En ellas confluían los más absolutos signos de la suerte: belleza desde la cuna, una robusta salud, una familia unida y los ingresos suficientes como para que las niñas tuvieran una infancia llena de caprichos. En casa de los Beltrán, siendo el padre un reputado miembro de la sociedad, emparentado con un conde y dedicado en cuerpo y alma a la política, no faltaba una buena torta que comer ni una mullida colcha con la que calentarse. Eran los mejores palcos de los teatros de Madrid lugar predilecto de la familia, y no perdonaban los paseos por la ciudad para lucir los nuevos vestidos, ya fuera verano o invierno. No hubo enfermedad que los quebrase, más allá de un resfriado, y las tres niñas alcanzaron la edad de ocho años siendo chiquillas lozanas de brillantes cabellos y mejillas sonrojadas. Con una existencia así, ¿quién podría augurar lo que sucedería? Quién podría imaginar que la Parca había estado vigilando su destino para retorcerlo de una forma cruel. Quién podría imaginar que un 10 de mayo, el día de su cumpleaños, la muerte haría acto de presencia para marcar sus vidas como solo la marcan las cosas que hacen heridas en el alma.

Las hermanas Elisa, Violeta y Carmen —de mayor a menor con apenas minutos de diferencia— jugaban a recortar los vestidos de una publicación para damas ya pasada de moda que su madre guardaba para tales menesteres. Elisa, con una predisposición para el dibujo sin igual desde que era pequeña, garabateaba una figura femenina en un papel, a la que jugaban a vestir. Violeta era la que recortaba, porque tenía el pulso digno de un cirujano; profesión que, por su condición de mujer, difícilmente podría ejercer, pero en la que podría haber destacado de ser otro su sexo. Carmen, que amaba la música por encima de todas las cosas, canturreaba mientras miraba a sus entretenidas hermanas y liaba en el dedo índice uno de los bucles de su cabello. Decían que iba a ser la más hermosa de las tres, porque tenía en los ojos el brillo del firmamento nocturno y en su pelo un jardín de flores negras. Pero Elisa y Violeta no se quedaban atrás en hermosura. La primera, rubia; y la segunda, castaña. De ojos verdes las dos. Más parecidas entre ellas de lo que se parecían a Carmen. Pero las tres hijas de su padre, a juzgar por la finura del puente de la nariz y lo carnoso de sus mofletes. Unos mofletes que, después de los acontecimientos que tendrían lugar, tardarían mucho en alzarse impulsados por una sonrisa.

Ese día, el día en el que todo se torció, rebosaban las tres de felicidad. No en vano, había una fiesta preparada para ellas. Sin embargo, a eso de las cuatro de la tarde, hora prevista de regreso de sus padres de un largo viaje, fue la mala suerte quien tocó a su puerta. Fermina, la doncella de las niñas, cosía junto al ventanal la puntilla de una manga que se había deshilachado en uno de los juegos de las muchachas. Era de una manufactura muy delicada y solo unas manos tan expertas como las suyas podrían remendarlo convenientemente. Cuando escuchó que tocaban a la puerta de entrada, dejó de lado la costura y se puso en pie de inmediato.

—Niñas, ya han llegado vuestros padres. Poneos en pie y dejad que os revise.

Violeta tardó más en obedecer. Ya era un poco rebelde por aquel entonces, pero terminó, al igual que sus hermanas, de pie en línea delante de la buena mujer. Fermina observó con ojo crítico a las tres mozas. Brillaban como diamantes con sus peinados bien hechos y los lazos de sus vestidos convenientemente colocados, así que dio el visto bueno.

Dejaron la habitación para ir al gran zaguán de entrada y recibir a sus padres. Tal fue la sorpresa al ver que no eran ellos quienes estaban allí, sino dos hombres uniformados que hablaban con el mayordomo.

—Avisaré al señor de Vera de inmediato —estaba diciéndoles.

Tanto las niñas como Fermina sabían a quién se refería cuando mencionaba al señor de Vera. Era Alonso, el hermano menor de don Federico, el padre de las niñas. Había emprendido la carrera militar siendo muy joven y a causa de sus grandes logros se le había concedido el título de conde de Vera, así como unas tierras en el sur del país donde se asentaba una casa señorial de varios siglos rodeada de tierras de labranza y viñedos. El tío Alonso no había visto a las niñas más que en un par de ocasiones. Siempre ocupado con su carrera militar, tampoco se había casado ni tenía pensamiento de ello, pero aún era joven para eso, decían, pues no tenía nada más que veintiocho años, cinco menos que su hermano Federico. De haber sido una señorita, el pensamiento habría sido distinto, considerándola ya una solterona, pero esa era otra de las ventajas que el sexo masculino tenía sobre el femenino, los años no eran amenaza tan grave para el matrimonio.

Que quisieran avisar a su tío, que tan distante de su hermano vivía, solo podía significar que alguna tragedia había acontecido. Por ello, Fermina se persignó en cuanto lo escuchó y llevó a las niñas de vuelta a su dormitorio.

—¿No vienen padre y madre? —preguntó Carmen, con vocecilla curiosa.

La doncella no supo qué decir.

—¿Queréis tomar un chocolate mientras esperamos? —Se le ocurrió con tal de poder contestar a la chiquilla.

—Con picatostes —pidió Carmen, golosa por naturaleza.

—Y unos roscos fritos —apuntó Elisa, pues le encantaban.

Fermina las miró por un segundo, dudando, pero luego asintió y las dejó a solas, sospechando que en adelante tendría que darles muchos más caprichos de la cuenta para hacerles pasar el mal trago que preveía. Aunque igual estaba exagerando, pensó, igual era solo un retraso en el viaje. Con el fin de despejar toda duda, bajó las escaleras aprisa. Apenas llevaba la mitad cuando se topó con el mayordomo. Quedaron los dos quietos, en su escalón, mirándose a los ojos. Los años de confianza les permitían hacerlo. Los dos llevaban años sirviendo en casa de los Beltrán. Antes siquiera de que Fermina dijera una palabra, el mayordomo se pronunció:

—Los señores han muerto en un accidente en Despeñaperros. El transporte se ha precipitado por uno de los barrancos.

Fermina tragó saliva. Apretó contra la madera la mano que tenía posada sobre la decorada baranda. La otra se la llevó al pecho, sintiendo una terrible punzada de desolación.

—No es posible, Macías.

—Lo siento, Fermina. No han podido hacer nada por ellos.

La mujer se persignó y rogó a Dios por el alma de sus señores.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —musitó con el aliento cercenado por la impresión—. ¿Qué les diremos a las niñas?

—La verdad, Fermina. La verdad. Que sus padres se han ido al Cielo y no volverán.

—Dios mío... —susurró, aún lejos de recuperar el ánimo—. Las tres criaturitas solas.

—No estarán solas. Su tío se hará cargo de ellas. Así lo dejó el señor escrito en su testamento.

Fermina sabía que Macías y Federico tenían una relación muy estrecha y que era natural que el señor le hubiera confesado eso al mayordomo.

—Pero su tío apenas las conoce. No las ha visto más que dos veces en ocho años. Además, es un hombre de guerra, sin esposa, ¿cómo va a criar a tres mocitas?

—Tendrás que ayudarle.

—¿Y si no quiere quedarse con ellas?

—La última vez que estuvo aquí le prometió a su hermano que lo haría.

—Pero porque de seguro pensaba que don Federico no se iba a morir tan joven. —Fermina soltó un largo suspiro—. Por Dios. Esto es lo peor que podría pasar.

—Lo es. —El mayordomo subió un escalón más y puso la mano sobre el antebrazo de la doncella, con afecto. Ella no se sintió mal por ese gesto, pues la profunda amistad de ambos y el trato de años lo admitían—. Pero saldremos de esta como hemos salido de todas, Fermina. Con coraje, valor y cariño. Porque queremos a esas niñas como si fueran nuestras.

—Nuestras... —musitó ella, ruborizándose.

Entre Macías y Fermina nunca se habían dado palabras de amor; sin embargo, a ella ese hombretón de anchas espaldas y cabeza clareada de pelo le gustaba desde siempre, pero había estado muy ocupada criando a las niñas. Se preguntó cómo sería morirse sin decírselo, si penaría como un fantasma con aquello en la mente.

—Ya me entiendes. —Él carraspeó.

—Y tú me entiendes a mí —soltó ella, decidida a confesar.

Macías sonrió y apretó su antebrazo.

—Cuando las cosas se calmen, te saco a tomar una leche merengada y hablamos.

—Muy bien —dijo ella con igual sonrisa.

Ese gesto duró poco, porque volvió la sombra de lo que estaba sucediendo.

—¿Se lo dices a las niñas? —preguntó Macías—. Yo tengo que mandar aviso urgente al señor de Vera. La última vez que supe de él estaba en Cádiz. Espero poder localizarlo allí.

—Y yo espero que lo consigas. Ese hombre no tiene los pies quietos desde que lo conozco. —Lanzó otro suspiro adolecido—. Sí, se lo diré a las niñas. No sé cómo, pero lo haré.

—Mucha fuerza, Fermina. Vienen días difíciles.

La doncella asintió compungida y luego bajó a las cocinas. Con ayuda de la cocinera, que recibió la noticia quedándose impresionada, preparó chocolate, picatostes y una bandeja de dulces. Las niñas los iban a necesitar en aquella tarde sombría. Cuando subió con la merienda, acompañada de un sirviente, las halló sentadas de nuevo jugando con los recortables. Quiso atesorar esa estampa de por vida, pues sabía que las pequeñas no volverían a ser las mismas cuando supieran de la noticia. Las dejó jugar un rato más, se sentó a su lado mientras merendaban y reían contando cualquier chiquillería que se les ocurría y, luego de darles un baño, las metió en la cama. Dormían en tres camitas dispuestas de forma perpendicular a una larga pared decorada con un precioso papel en muchos colores con figuras de pájaros y flores.

Carmen, tapada hasta el pecho, pues las noches de aquel mayo seguían siendo frías, volvió a preguntar por sus padres. Fermina, sentada al filo de la cama, cogió su pequeña manita entre las de ella y dijo:

—Papá y mamá no pueden volver porque Dios los ha llamado al Cielo.

Tanto la chiquilla como sus hermanas la miraron con el semblante confuso. Ninguna supo qué decir. Trataban de racionalizar lo que esa frase significaba. Aquello que le habían enseñado de que las personas, cuando no regresaban, era porque iban a un lugar mejor junto a Dios. Igual que se fueron sus abuelos. Igual que aquel perrito que tuvieron cuando tenían cinco años. Igual que ese joven muchacho que llevaba la leche, al que un día no volvieron a ver más por la ventana. A veces, los mayores hablaban de fiebres, otras de dolores, otras de que el corazón se quebraba, otras de una cosa que llamaban «accidentes». Y en todas ellas siempre pasaba lo mismo: jamás regresaban de ese otro lugar.

Elisa, preocupada por lo que les hubiera sucedido a sus padres, dijo muy seria:

—¿Se les ha quebrado el corazón? —No quería eso para ellos, sonaba doloroso y los amaba demasiado como para pensarlos en esa situación.

Fermina la miró y trató de contestar de la mejor manera posible.

—Su corazón está bien. Ellos estarán bien. —Forzó una sonrisa.

—¿Seguro? —preguntó Violeta, con la voz rota—. Yo no sé cómo es el Cielo y tú tampoco. ¿Y si es un lugar feo?

—No es feo. Es más bonito que esta tierra. Está todo lleno de preciosos jardines y cada día se celebran fiestas.

Carmen esbozó una ligera sonrisa.

—A madre le encantan las fiestas. Como a mí.

—Pues ahora podrá ir a todas las que quiera. —Fermina miró a la niña con cariño.

—¿Y no puedo acompañarla? —Quiso saber la chiquilla.

—No. Nosotros tenemos que quedarnos aquí un poco más, pero algún día iremos con ellos y podrás ir a esas fiestas con tu madre.

Las niñas se miraron entre ellas. A Elisa se le habían saltado las lágrimas. Violeta, que siempre andaba preocupada por sus hermanas, dijo:

—No llores, hermanita. A papá no le gusta vernos llorar.

—Ya da igual, porque papá no puede vernos —pronunció Elisa entre llantos.

—Sí puede —la reprendió Carmen, molesta—. Porque Dios nos ve, y si él está con Dios nos estará viendo también.

Elisa miró a su hermana poco convencida mientras se sorbía las lágrimas. Frunció los labios y agachó la mirada, triste, mas no dijo nada.

Fermina tragó saliva, al borde del llanto también.

—Ellos os ven y os cuidan desde el Cielo. Os prometo que estarán bien y que algún día volveréis a verlos —dijo apretando la mano de Carmen.

Las tres muchachitas asintieron.

—Cuando la gente se va al Cielo hay que rezar por ellos —dijo entonces la pequeña—. Cuando los abuelos se fueron rezamos muchísimo.

—Eso es verdad —anotó su hermana Violeta.

—Entonces eso haremos —dijo la doncella—. Rezaremos hasta quedarnos dormidas.

Las niñas, junto con Fermina, se lanzaron a orar en un murmullo, con los ojos cerrados y el corazón puesto en Dios, para que cuidase del alma de Adela y Federico, tan queridos padres. Amados como ningunos otros. Pronto, Carmen y Elisa rompieron a llorar desconsoladas. Su hermana, que siempre había sido más resistente a los sentimientos, las miró con tristeza. Fermina las juntó a las tres en una sola cama y las acunó hasta que se quedaron dormidas. Tuvieron un sueño muy agitado, lleno de pesadillas. La doncella no se separó de ellas en toda la noche y, a la mañana siguiente, las dejó dormir hasta muy tarde. Tenía miedo de que, al despertar, la realidad las golpease de forma aún más dura.

En cuanto Violeta abrió los ojos, miró a Fermina y dijo:

—¿Y quién cuidará de nosotras ahora?

En su voz había un dolor sin igual que quebró el corazón de la doncella. Las otras dos niñas se despertaron con la voz de su hermana. Tras frotarse los ojos, prestaron atención a la mujer, expectantes.

—Vuestro tío Alonso.

—No me gusta el tío Alonso —soltó Carmen tras un largo silencio en el que Fermina pensó que las niñas no volverían a pronunciar palabra en su vida—. Lleva unos trajes muy feos.

—Son uniformes militares —anotó Violeta tras chasquear la lengua—. Y yo creo que son bonitos.

—Porque a ti te gustan las cosas de guerra —le dijo su hermana—. Siempre le robas el periódico a papá para leer lo que pone.

Violeta pensó que jamás podría volver a coger los periódicos de su padre, esos que siempre arrugaba por la esquina y que olían a tabaco, y una súbita tristeza la invadió de nuevo, haciéndola fruncir los labios y aguantar las lágrimas. Su hermana, entretanto, miró a Fermina sospechando haber metido la pata por haber contado aquello.

—Ya sé que tu hermana le coge los periódicos a vuestro padre, no me mires así. —Estuvo a punto de reír en medio de aquella atmósfera tan densa—. Y no pasa nada. Así se hará una mujer de mundo que sabrá muchas más cosas aparte de moda.

Violeta se recompuso y miró a Carmen con gesto burlón.

—Una mujer de mundo. ¿Lo has oído?

La otra le sacó la lengua y se arrebujó en las sábanas.

—No quiero ir con el tío Alonso —dijo muy convencida.

—A mí me gusta —intervino Elisa—. Siempre que viene a vernos nos trae regalos.

—Dirás las dos veces que ha venido a vernos. —Otra cosa no, pero Carmen tenía muy buena memoria.

—¿Y qué? Es un hombre ocupado —rebatió su hermana mayor.

—Como todos los hombres —dijo la pequeña.

—Sois muy niñas como para andar hablando de lo que hacen los hombres —regañó Fermina—. Ahora, rezad otro poco y luego os pondré un vestido bonito y bajaremos a desayunar.

—Me escaparé esta noche por la ventana —refunfuñó Carmen—. No pienso irme con el tío.

—Eres tonta. ¿Y adónde vas a ir? —soltó Violeta saliendo de la cama—. Eres una niña y el mundo es peligroso. ¿Vas a ponerte a vender cerillas?

—Haré lo que sea —dijo la otra—. ¡No quiero irme de esta casa!

Fermina soltó de nuevo otro suspiro y sacudió la cabeza.

—Niñas... —pronunció con la cadencia de un regaño—. Calmaos, por favor. No sé si nos iremos o nos quedaremos. No sé qué vamos a hacer.

—¿Vendrás con nosotras? —preguntó esperanzada Elisa, sentada en su lecho.

—A donde vayáis, mis niñas —habló con firmeza la doncella, a pesar de que tampoco lo sabía con seguridad.

—Si Fermina va yo voy —dijo entonces Elisa, a lo que Violeta asintió.

Carmen las miró una a una y luego apretó la boca.

—¿Dónde vive el tío?

—Tiene una finca muy bonita en el sur, cerca del mar —explicó Fermina—. Podríais ir a la playa algún día a buscar conchas e incluso llevar un traje de baño.

—Un traje de baño... —dijo Elisa con aire soñador, gesto al que Carmen se le unió.

Violeta se imaginó con uno de los que había visto en las revistas y le pareció que era demasiada tela para meterse en el mar. Había leído que las olas tenían mucha fuerza y podían tumbar un barco: ¿cómo no iban a tumbar a una niña con un traje de baño? Poco convencida, se dejó asear y vestir por Fermina mientras sus hermanas aguardaban su turno.

—¿Y sabéis qué más hay en la finca? —dijo entonces la doncella tratando de animarlas.

Las niñas negaron con la cabeza y esperaron que se lo dijera.

—Caballos —informó entonces Fermina.

El rostro de Violeta se iluminó. No había otros seres sobre la Tierra que le gustasen más. Su padre la había enseñado a montar desde bien niña y a menudo paseaba con él a caballo.

—Podré llevarme a Apolo.

—Podrás hacerlo.

Y a Violeta le pareció que irse a vivir con el tío ya no era tan malo. Que echaría mucho de menos a sus padres, pero que al menos tendría a Apolo. Y eso, para un corazón tan pequeño y tan poco consciente de la realidad de la vida, era decir mucho.

Elisa, sentada al filo de la cama, volvió a llorar como la noche anterior. Carmen se sentó a su lado y la abrazó. Violeta no tardó en ir a abrazarlas también. Fermina las observó con el corazón en un puño, pero orgullosa del amor que se profesaban. Así habrían de estar toda la vida, juntas, pues de ahora en adelante, solo se tenían a ellas. No era capaz de aseverar si su tío sería el más adecuado para criar a tres muchachas, ni tampoco si les daría el cariño que necesitaban, el cariño de una madre que ya no estaba. Pero el destino así lo había querido y ya no había marcha atrás. Fermina lanzó una mirada al Cielo y rezó en silencio porque las cosas fueran bien. Luego se acercó a las niñas y las abrazó también. Por un instante, todas se sintieron reconfortadas.

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Capítulo 2

Cuando Alonso recibió la noticia de la muerte de su hermano y Adela, no tuvo más remedio que sentarse de golpe. Se encontraba en el despacho de su casa de Cádiz, desde donde atendía sus asuntos personales cuando estaba en la ciudad. Llevaba allí unos meses, convaleciente por una herida en la pierna, a causa de una bala, en la última contienda en la que había participado, en África. Era un hombre de guerra. Nada lo apasionaba más que adentrarse en los campos del enemigo y vivir el fragor de una batalla. Sin embargo, su herida lo estaba postrando más tiempo del que habría esperado. Una herida que a priori no habría significado nada, pero que a causa del calor y las malas condiciones bajo las que lucharon se había agravado hasta infectarse. Tuvo suerte, al menos, de que la pierna no le fuera amputada. El día en el que llegó la carta con tan malas nuevas, esperaba la visita del médico para que le confirmase si algún día podría andar con normalidad y regresar al campo de batalla. Algo en su interior le decía que jamás podría volver a hacerlo. Y los pinchazos que le daba la herida no ayudaban a cambiar ese pensamiento.

Miró la carta entre las manos con la negrura en la mente. Federico era su único hermano y lo quería muchísimo. Habían afrontado juntos la muerte de sus padres, los tiempos convulsos que se vivían en el país, las diferencias de opiniones. Ya desde pequeños tenían visiones muy distintas de la vida. A Federico le interesaba la política y pensaba que las guerras se libraban en los despachos. Creía en formar una familia y en prosperar en el ámbito doméstico. En tener muchos hijos. Su hermano tenía otro pensamiento. Era más bien un hombre solitario que gustaba de algún encuentro furtivo con alguna íntima amistad. Mujeres casadas en su mayoría, a quienes sus esposos no hacían demasiado caso. Pero Alonso sabía que algún día eso se acabaría. Que para que un hombre fuera respetable tenía que sentar cabeza. Lo que no imaginaba era que la vida lo obligaría a sentarla con la fuerza de un huracán. Un huracán que eran tres niñas pequeñas a las que había visto dos veces en su vida. No es que no les tuviera aprecio. Las quería, por supuesto, eran sangre de su sangre, pero no era muy dado a los niños. ¿Cómo iba a hacerse cargo de tres muchachas?

Sacudió la cabeza y dejó caer la espalda en el respaldo de la silla. Alzó la mirada al techo y suspiró al tiempo en que llamaban a la puerta. Dio paso y por ella apareció Bernardo, su mayordomo. Alonso se preguntaba a menudo qué haría sin él, porque se hacía cargo de cuidar aquella casa en Cádiz y lo trataba muy bien cuando estaba en ella. Nada le faltaba. Era un hombre mayor, muy diligente, ágil para su edad y avispado en asuntos domésticos. Podía confiar en él más que en sí mismo.

—Señor, el médico ha venido a verlo.

—Hágalo pasar.

Bernardo se retiró diligente y al poco llegó el doctor. Intercambiaron unos saludos cordiales y el médico procedió a inspeccionarle la herida, como de costumbre.

—Ha sanado, pero sospecho que no podrá volver a andar con normalidad.

Alonso, sentado al filo de la mesa, con las piernas colgando, miró la herida y después a él, sin terminar de asumir lo que le acababa de decir.

—¿Me he quedado cojo para toda la vida?

El médico, tras un segundo de reflexión, asintió.

—Será una cojera leve, le permitirá caminar con un bastón y también bailar si es que se lo propone —l

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