Ser isla
El sol se hunde en el mar como una galleta.
Hoy he dormido frente a él como un muerto.
Aquel marinero recoge el risón y ondula la cuerda
en eses verticales.
El cielo se llena de colores de uva blanca.
Me quedo quieta hasta que me da frío.
Ahora solo se ve la grupa, la cacha, el cachete, la isla
flotante y efímera
que volverá a salir mañana.
Por el camino de la Abilleira se oyen voces de fondo. Hay ventanas cerradas, hierba que crece salvaje y desordenada entre las piedras. Crece todo en este pueblo con paciencia de leche hervida. Me miro los pies mientras voy recorriendo el pasillo estrecho de losetas y muros nuevos al lado del pozo. Me miro para sentir que soy yo la que camina. Baja una señora cargando la compra, con la cabeza arqueada de un bastón. Subo la calle que lleva a casa y dejo atrás la puesta. Ahí siguen el mar, el barco, la playa y los pájaros de la noche, que hacen brillar los últimos rayos de luz sobre sus nucas.
Al entrar en la cocina, la fruta ya no parece la misma, está como pintada en un cuadro. Desde que murieron mis abuelos la casa se ha quedado esperando a que pasen las horas como si no fuera con ella la vida. Soy la primera que la habita después de tanto tiempo. Mi maleta sigue intacta en la habitación y el vaho entre los cristales empaña la vista del jardín. Es como si lo mirara a través de la niebla que deja un barco. Sobre la mesa de la cocina, una pinza sujeta los cereales al igual que alguien se sujeta el pelo en otra parte. Una taza, una cuchara y solo una silla usada de las cuatro que hay. Todo lo que se apoya en el barniz viejo de la mesa deja su huella de humedad y calor. Se graba el plato, se graba la gota de leche, se graba el paño mojado. Podría volver a describir todo lo que estuvo dentro de la casa de mis abuelos. Las patatas doradas y el olor a pescado. Los pedazos de nécora que saltaban del plato, trozos de pipas. El semicírculo violeta de vino tinto hecho con el compás del vaso. Los huecos todavía templados que dejaban las patelas de abuela en el sofá de cuero marrón mientras espiaba la acera detrás de la cortina cuando oía ruido, y que después intentaba borrar planchando con la mano. Abuela sentada de rodillas con el mirar de una niña curiosa.
Me siento pegada a esta isla como un chicle a la tripa de una mesa. Mi carnet debería certificar que soy un ser acuático, como los mejillones. De noche me colonizan todas las fotos en movimiento que se han quedado en mi cabeza. A veces sueño con soltarme, como los globos de feria, y, convertida en un personaje trucado, flotar por encima de las cabezas de los niños del pueblo, verlos dar saltitos para intentar cogerme, mientras yo, isla completa, me voy en busca de otros mares. Desde el aire vería la casa de Lupe y el pozo tapado por las hortensias, la taberna de Elcinia con las cajas de gaseosas amontonadas en la entrada, las botas de los vecinos secando en el piche de baldosas verdes y azules. A Lolita vendiendo pescado con su carro de dos ruedas y el pelo apretado en un moño brillante. El laberinto de Berta y el limonero. Niños chillando al aire libre. Las cuerdas de la ropa llenas de sábanas y bragas color carne. Las señoras mayores camino de la iglesia con el pelo corto y ahuecado por la laca, haciendo de nido de las palabras que guardan dentro. La huerta de tía Carmen. Patos secándose al sol en Semuiño. El puente, una columna vertebral con escoliosis en su intento de llegar al continente.
Pienso en si se puede desarraigar a alguien de esta tierra. El cuerpo hecho tubérculo, arrancado con la destreza con la que se recogen las zanahorias. O si para ello tendría que subir cada vez más alto, volar, hasta que la isla fuera solo una sombra y no tuviera dónde posarme.
El otro día tía Carmen me enseñó un vídeo de una urraca intentando colarse por la ranura de la ventana del baño. Parece ser que el pájaro va todos los días y llama con el pico como se llama a la puerta. A veces estrella su pecho contra el cristal en un acto desesperado y abre mucho las alas, como si estuviera abriendo mucho los ojos. Me pregunto si en realidad, más que entrar, lo que desea no es salir corriendo.
El futuro de vuelta
Mi futuro medía lo mismo que la huerta de las margaritas. Fue suficiente para pagarme unos estudios en la ciudad que al final de poco sirvieron. Yo creía que el espacio se medía en metros cuadrados y sentía que la isla me apretaba. Que el pueblo me iba a enterrar con todos esos fuegos que tenía adentro. No me dejaría ser volcán, me saldría pelo blanco antes de tiempo y las lumbares cogerían los dolores de agacharme a limpiar el campo, las hierbas de la acera. Y tuve miedo de que se me olvidara lo que me hacía feliz, de tanto enraizamiento que había en el pueblo. Como la hermana de mi amiga Lupe, que se quedó a cuidar de la familia y nunca salió fuera. Cuando murió su madre, dejó de salir hasta de casa.
El día que crucé el puente para marcharme de la isla, el viento era una madre diciendo no te vayas. Soplaba en contra.
Me marché a la ciudad con dieciocho años para intentar vivir del arte y acabé mis últimos meses vendiendo en un puesto en la calle. se busca dependienta para tienda de artesanía. Así decía el anuncio de la farola al que le habían arrancado un par de números cuando lo vi por primera vez. El puesto no era otra cosa que una tabla con dos caballetes y una lona echada encima de cuatro palos frente a la estación del tren. Cuando llovía, la tela hacía balsa y tenía que agacharme para que no me tocase la cabeza. Si no había nadie cerca, la empujaba con cuidado desde abajo y el agua se escurría por los laterales de la lona. Caía en cascada conmigo guarecida dentro, entre carteras bordadas y joyería de chatarra. Era lo más alejado a la visión de ser artista que me había hecho camino a la ciudad, pero lo que ganaba me daba para pagarme el abono transporte y las cenas en el italiano. De postre siempre pedía el volcán de chocolate derretido. 4,99.
No era la única a la que le habían prometido otra vida y se había despertado con los dedos arrugados del frío por hacer horas extra vendiendo en la calle. A mi lado había una carpa con una estructura más sólida en la que trabajaban otras chicas como yo, secuestradas por alguna promesa.
La tarde en la que la prima Nelita murió, lo primero que sentí fue alivio. No por su muerte. Casi no la conocía, aunque era la prima de mi madre y el parentesco hacía que la pena también se extendiera.
Ir al entierro suponía volver a la isla.
Ahora que cruzo el puente, camino de enterrar a Nelita, pienso en mi vida prometida como si hubieran vendido asientos de más en el avión y al llegar a mi sitio ya estuviera ocupado. Un asiento azul, flamante, en el que te imaginan viajando tus padres desde que te perforan las orejas a los dos días de nacer. Una vida que empieza regalándote escoliosis a los diez años por llevar la mochila cargada de libros y deberes que nunca terminas. Te castigas quedándote en casa mientras la vida pasa fuera y se cuela por la ventana que has dejado abierta. Solo un poco, para que no entren los mosquitos, lo suficiente para no ahogarte con tu propio aire. Y te suda la piel, el hueco de las rodillas, las nalgas, de tanto esperar sentada. Pero te repiten que tienes talento, que si te esfuerzas podrás vivir de lo que quieras. Te cuentan promesas que ellos también compran y se te quedan grabadas como la catequesis. Te hablan de un futuro abundante y tú te lo crees. Y al final es como el cerdo de la Elcinia, que llevaba una espiga colgada de un palo para que echara a andar el animal, pero nunca se la daba.
Veo la isla y reconozco el olor como si no me hubiera ido. Meto la mano en el bolsillo furado, repaso el roto con la uña. Ahora ya tengo. En la ciudad me las mordía. Antes de venirme dejé de hacerlo. No me gustaba en lo que me estaba convirtiendo, menos aún quería comer de aquello. Dedos cercenados sobre todo durante las horas en el puesto del mercadillo. Las horas esperando en pisos disfrazados de oficina, pasando fases, recibiendo halagos, esperando alguna contratación. Las prisas de la ciudad, la incertidumbre, demasiada gente buscando, sus caras invadiendo todo como el polen que se desprende. Vivir extrañada, sentir que no dejaba de correr hacia ninguna parte, un boquete en la boca del estómago, un movimiento de batidora, bien adentro.
La mitad de mi dedo se cuela ya por el descosido de la chaqueta. Quiero hacer fuerza y que se haga más grande, colarme toda. Hacer un agujero como hacía mi padrino en la cáscara de los huevos que robaba de los nidos. Con una caña soplaba y lo de adentro salía intacto. Los huevos de jade de los cuervos, los huevos moteados de las pejas, los castaños de las asoras, los blancos de las gaviotas. Que alguien sople y me saque intacta.
El mar está picado y empuja montañas de sal contra las quillas de las dornas donde algunos marineros trabajan con el raño. En la playa las mariscadoras en medialuna entierran las manos buscando almeja roja, san, fina, japónica, sin importar que el viento también las empuje a ellas.
Ya no sé qué busco. Soy un cristal sin punta que brilla en medio de la playa. El futuro me ha devuelto como devuelve la marea lo que no le pertenece.
Detrás de la prima Nelita vamos varios coches en cortejo fúnebre hacia la isla. Parecemos una fila de procesionarias cruzando el puente.
El entierro
Muchos años antes, la noche que abuelo murió, la casa se llenó de flores, olor a sopa y ruido. Yo tenía las gafas empañadas de los nervios y me agarraba a la falda del colegio como si fuera lo único real. La bastilla de la falda engurruñada en la mano como un papel viejo que no era capaz de tirar.
Por las esquinas aparecían mujeres derretidas como cirios. Otras se fundían en las sillas mirando cada detalle, atentas al dolor ajeno. Las vecinas plañideras llevaban el clínex arrugado en la mano o en la manga, siempre seco. A veces lo dejaban suspendido a medio camino de la cara como una bandera de la paz, mientras se entretenían cuchicheando. Habían sacado entradas en primera fila y no querían perderse nada. Algunas no se iban hasta tarde, convirtiendo el velatorio en una verbena. Un teatro lleno de figuras que hacían que te sintieras todavía más lejos de tu cuerpo. Un astronauta persiguiendo un cacahuete.
Las que de verdad penábamos llevábamos la inundación por dentro. Nos convertía en animales pesados, acuáticos. Flotábamos en una pecera a la vista de todo el pueblo. Nuestros cuerpos se movían como las sábanas del patio. Cada pasito era más lento. Las palabras se olvidaban una vez dichas y todo sucedía con la extrañeza que se da en los sueños.
Habían desmontado el cuarto para representar la escena. Donde antes estaba la cama, había una caja abierta. Y dentro guardado, mi abuelo, con una sábana con puntilla que lo cubría como a un santo de los que se levantan en brazos y la gente adora y le acercan niños para darle besos. Eso sí lo hice. Por entonces se podía abrir la caja y al tocar la mejilla su piel todavía era elástica y estaba templada. Pareciera que se hubieran dejado la puerta abierta y por ahí se le escapara el alma de noche. Cuando la cerraron, solo pude apoyarme en el cristal. Me pegué mucho para verlo de cerca y mi cara se reflejó brumosa encima de la suya, como una veladura. Me quedé un rato largo esperando con la ilusión de que abuelo, que parecía un muñequito dormido, moviese alguna ceja, los agujeros de la nariz, las orejas.
Al terminar el entierro nos fuimos a la cama. La casa estaba apaciguada y rara. Abuela respiraba como si se fuera a quedar sin aire. El camisón se inflaba y la cadenita de la virgen subía y bajaba y después se paraba unos segundos. Lloraba bajito y murmuraba cosas. Tenía las manos apretadas contra el pecho y las abrazaba como si estuviera escondiendo algo. Nos quedamos dormidas con las caras de frente, las narices muy cerca, respirando el aire que la otra echaba.
En mitad de la noche me despertó haciéndome una pregunta desconsolada que no recuerdo y me enseñó una pequeña foto de carnet con la cara de abuelo de antes de que se pusiera enfermo. Parecía una de esas madres que salen en la tele agarrando la imagen de algún ser querido al que acaban de perder, reclamando justicia, que se lo devuelvan.
Durante los días siguientes me dediqué a abrir el armario y oler la ropa que le había pertenecido y todavía guardaba su olor. Sus gorros del mar, la bufanda, jerséis enormes que me ponía encima de los míos. Esa ficción de poder llevarlo a la vida durante unos segundos, la punzada entre las costillas que llegaba después tenían algo de adictivo.
Me enluté con mi abuela y empecé a juntarme con ella y sus amigas en la cocina para pasar la tarde escuchándolas hablar de cosas que me sonaban lejanas. Tazas llenas hasta el borde de papas de maicena para merendar, los carrillos llenos de puré blanco, el repiqueteo de las cucharas metálicas en la cerámica. Historias de las que no formé parte contadas en bucle.
De casa de mi abuela al colegio y del colegio al cementerio, de ganchete a cambiar las flores, a dejar todo arreglado.
Al año siguiente repetiría todo esto sin ella.
La ropa ya no sería oscura, solo vieja. El camisón de mi abuela, la bata con la que andaba dentro de casa, la blusa abotonada de los domingos. Me disfrazaba con la ropa de los muertos, pero ellos no decían nada. En el pueblo pensaban que el fuego era la luz de los que ya no podían ver, y yo jugaba a encender una vela cuando mi madre se iba de casa. Me ponía delante de la llama y hablaba con