Identidad

Nora Roberts

Fragmento

Capítulo 1

1

Sus sueños y objetivos eran simples y contados. Como hija de un exmilitar, Morgan Albright se pasó la infancia viajando por varios países y continentes. Sus raíces, dirigidas por el trabajo de su padre, crecían cortas y finas para permitir un fácil trasplante. De una base a otra, de una casa a otra, de un estado a otro, de un país a otro durante sus primeros catorce años, antes de que sus padres se divorciaran.

Nunca había tenido otra opción.

Durante los tres años siguientes al divorcio, su madre la había llevado de aquí para allá. A un pueblecito de por allí, a una gran ciudad de por acá, en busca de… algo de lo que Morgan nunca había estado segura.

Con diecisiete años, a punto de cumplir dieciocho, hundió ella misma esas raíces para plantarse en la universidad. Y fue entonces cuando exploró esos objetivos y sueños y decisiones.

Estudió con ahínco, concentrada en una carrera doble, Empresariales y Hostelería, una decisión que la llevaba directamente a su sueño: el de arraigar en un lugar. Con casa propia, con negocio propio.

Y con vida propia.

Estudió mapas, barrios y climas mientras estrechaba sus opciones y decidía dónde plantar esas raíces cuando hubiera cursado las dos carreras. Deseaba vivir en un barrio, quizá en uno viejo y respetado, cerca de tiendas, restaurantes, bares… De la gente.

Y algún día no solo tendría su propia casa, sino también su propio bar.

Objetivos simples.

Con los títulos en la mano, se instaló en un barrio a las afueras de Baltimore, en Maryland. Allí había casas viejas con jardín y, como todavía no se había gentrificado, eran asequibles.

Mientras estudiaba en la universidad, había trabajado de camarera y luego de encargada de un bar al cumplir los veintiuno. Y había ahorrado bastante.

Su padre, el coronel, no asistió a su graduación. Y aunque ella se había graduado con honores, no le mandó a su hija ninguna nota en la que la felicitara por sus logros.

A Morgan no le sorprendió, ya que sabía que había dejado de existir para su progenitor antes incluso de que se secara la firma de él de los papeles de divorcio.

Su madre y sus abuelos maternos sí asistieron. Morgan no supo que sería la última vez que vería a su abuelo, un hombre en la setentena, activo, fornido y sano, que murió el invierno posterior a la graduación. Se resbaló en una escalera. Un mero resbalón. Y se fue.

Aún embargada por la pena, fue una lección que Morgan se tomó muy en serio.

Su abuelo le dejó veinte mil dólares y recuerdos, igual de valiosos, de cuando hicieron excursiones por las Montañas Verdes de Vermont durante las vacaciones de verano.

Con ese dinero, Morgan se mudó de su diminuto piso a una casita. A su casita. Una que había que reformar, pero que disponía de un jardín… que también había que reformar.

Las tres habitaciones pequeñas y los dos baños minúsculos significaban que podía acoger a una compañera de piso para pagar la hipoteca y también las reformas.

Tenía dos empleos. Era camarera en un bar del barrio cinco o seis noches a la semana, un lugar agradable llamado Otra Ronda. Como era propietaria de una casa, aceptó un segundo trabajo como jefa de personal de una empresa familiar de construcción.

Conoció a su compañera de piso en el vivero local, donde fue a buscar plantas enormes para el jardín. Nina Ramos trabajaba en los invernaderos y era una experta en la cuestión. Mañosa y con un jardín que necesitaba ayuda, Nina convirtió esa búsqueda en un algo divertido, y, en aquella misma primavera, la primera con una casa propia, Nina se mudó con Morgan.

Disfrutaban mucho de su mutua compañía y sabían cuándo darse espacio y silencio.

Con veinticinco años, Morgan había alcanzado su primer sueño, y calculaba que llegaría a su objetivo número dos antes de cumplir los treinta.

Su único capricho lo destinó al estrecho camino de entrada para el coche. Tardaría unos cuantos años en terminar de pagar el Toyota Prius, pero así podría ir y volver del trabajo de forma económica e independiente.

Si hacía buen día, iba en bici a su trabajo diurno, pero si necesitaba un coche, lo tenía. Nina decía que el vehículo era el objetivo secundario de Morgan.

La casita de Newberry Street lucía un bonito jardín, una mano de pintura blanca y una nueva puerta principal que ella había pintado de un suave y alegre azul.

Su jefe de Construcciones Greenwald la ayudó a restaurar los viejos tablones de madera, le vendió la pintura a precio de coste y la guio por el camino de las reformas y del mantenimiento.

Morgan había plantado sus raíces y notaba cómo empezaba a florecer.

Le hacía sonreír ver los narcisos que ondeaban sus coloridas trompetillas junto al camino de entrada recién pavimentado. A finales de marzo, el tiempo fue inestable, pero trajo consigo esos preciosos indicios de primavera. El otoño anterior, Nina y ella habían plantado cerezos silvestres en el patio delantero, y vio cómo los capullos querían estallar.

«Pronto», pensó mientras iba con la bici hasta el soporte y la ataba. Era un buen barrio, pero no le parecía necesario tentar a nadie.

Abrió la puerta de casa y, como el coche poco fiable de Nina estaba en la acera, exclamó:

—Soy yo, llegarás tarde. —Cruzó el comedor y, como siempre, pensó en lo mucho que ganaría ese espacio siendo diáfano cuando tirara la pared que encerraba la cocina.

Ya había conseguido ahorrar el dinero necesario para ese proyecto, así que quizá se pondría durante el otoño. Quizá antes de Navidad. Quizá.

—No llegaré tarde —le respondió Nina—. Y ¡tengo una cita!

Nina siempre tenía una cita. Pero, claro, era guapísima y alegre, y solo tenía un trabajo.

Morgan se detuvo en la puerta abierta del dormitorio.

Varios conjuntos, obviamente descartados, cubrían la cama mientras Nina hacía de modelo con otras prendas delante de un espejo de cuerpo entero. Su pelo negro azabache se derramaba sobre la espalda de un vestido rojo que se ceñía a todas las curvas de su cuerpecillo. Sus ojos oscuros brillaron al clavarse en los de Morgan en el espejo.

—¿Qué te parece?

—A menudo me parece que te odio. Vale, ¿adónde vas y con quién?

—Sam me llevará a cenar al Fresco’s.

—¡Toma! Pues sí, el rojo te queda genial.

Y la envidió un poco por ello. La única gran decepción que se habían llevado las dos compañeras se debía al hecho de que Morgan era alta y flaca, y Nina, bajita y con curvas, de modo que no podían intercambiar ropa.

—Póntelo. ¿No llevas tres semanas seguidas de citas exclusivas con el buenorro de Sam?

—Casi cuatro. —Nina dio media vuelta—. Así que…

—Cuando vuelvas a casa, no hagáis ruido.

—Me gusta de verdad, Morgan.

—A mí también me cae bien.

—No, digo que me gusta de verdad.

—Ah. —Morgan ladeó la cabeza y observó a su amiga—. No tengo ninguna duda de que él busca algo serio, y sobre todo contigo. Lo lleva escrito en la frente. Si vais en esa dirección, te doy toda mi aprobación como amiga.

Después de ondear su estupenda cabellera, Nina soltó uno de sus soñadores suspiros.

—Estoy bastante segura de que yo ya voy en esa dirección.

—Pues aprobación total. Tengo que cambiarme para ir a currar.

—De un curro a otro. Yo tengo que recoger todo esto y ordenar la habitación. No quiero que Sam piense que soy una marrana.

—No eres una marrana. —Caótica, pensaba Morgan, pero Nina conseguía que el caos se limitara a su espacio personal.

A diferencia del caos alegre de Nina, con paredes pintadas de color lavanda, un tocador lleno de maquillaje y productos capilares y solo Dios sabía qué más, la habitación de Morgan era austera.

Usaba la tercera habitación, pequeña como un armario, a modo de despacho, así que su dormitorio era su refugio. Con paredes azul claro, unos cuantos cuadros que compró a artistas callejeros de Baltimore, colcha y almohadas blancas y una silla pequeña pero cómoda para leer.

Se quitó la ropa de jefa de personal —pantalones grises, blusa blanca, americana azul marino— y se puso la de camarera —pantalones negros, camiseta blanca—. En el cuarto de baño, abrió el cajón en el que guardaba su maquillaje, ordenado para poder elegir con facilidad. Y se cambió del día a la noche.

La melena rubia, corta y escalada, era apropiada para los dos empleos, pero la camarera requería más rímel en los ojos y un pintalabios más intenso.

Tras tantos años de práctica, terminó la transición en cuestión de veinte minutos.

Como ella no iba a cenar en el elegante restaurante Fresco’s, corrió hasta la cocina y cogió un yogur de la nevera. Se lo comió de pie mientras se imaginaba haber tirado la pared, nuevas puertas en los armarios y herramientas, algunas estanterías y unos…

—Amiga mía, tienes que ingerir comida.

—El yogur es comida.

Nina, con un albornoz, se puso las manos sobre las caderas.

—Algo que requiera un cuchillo, un tenedor y masticar. Tienes un cuerpo largo y esbelto gracias a la genética, so guarra, pero como no comas estarás muy delgada y demacrada. En serio, una de las dos debería aprender a cocinar. —Levantó un dedo con la uña pintada de color coral y señaló a Morgan—. Estás nominada.

—Claro, sí, me pondré en mi tiempo libre. Además, eres tú la que tiene una madre que cocina como los ángeles.

—Me acompañarás a la cena del domingo. No me digas que tienes que trabajar en tus hojas de cálculo o algo. Sabes que mi madre y mi padre te adoran. Y también estará mi hermano Rick.

Con el yogur en una mano y la cuchara en la otra, Morgan las movió como si borrara una pizarra.

—No pienso salir con tu hermano, me da igual lo guapo que sea. Es una locura. No quiero perderte como compañera de piso porque tu hermano y yo salimos, nos acostamos y rompemos.

Nina sostenía un aro dorado junto a una oreja y un conjunto de tres círculos en la otra.

—¿Cuál?

Morgan señaló los círculos.

—Son más elegantes.

—Vale. Y a lo mejor sales con Rick, os acostáis y os enamoráis.

—No tengo tiempo. Dame dos años, quizá tres, y tendré tiempo.

—A mí también me gustan los horarios y los calendarios, pero no para el amor. Y me has distraído. Tienes que comer.

—Pillaré algo en el bar.

—Cenamos el domingo —insistió Nina cuando Morgan lanzó el envase al contenedor y lavó la cuchara—. Le voy a decir a mi madre que te apuntas, y, en cuanto lo sepa, no habrá marcha atrás.

—Me encantaría ir, en serio. A ver cómo llevo la semana. En Greenwald estamos hasta arriba de trabajo. La primavera hace que todo el mundo quiera remodelar o pintar o construir porches. —Cogió el bolso y siguió hablando—: Pásalo muy bien esta noche.

—Que no te quepa ninguna duda. Llamaré a mi madre antes de ponerme guapa.

—Tú siempre estás guapa.

Morgan corrió hacia el coche. Feliz por haberse ahorrado unos cuantos minutos, condujo cuatro kilómetros y medio hasta el centro.

Las tiendas que formaban lo que los locales llamaban la Milla del Mercado (que en realidad ocupaba algo más de una milla y media) cerrarían al cabo de una hora. Pero los restaurantes y las cafeterías conseguían que Market Street estuviera iluminada y abarrotada hasta bien entrada la noche.

La mayor parte de los edificios, de ladrillos pintados de rosa o de blanco, albergaban un local en la planta baja y pisos en las plantas superiores. Otra Ronda no era ninguna excepción y alquilaba habitaciones a clientes o a empleados que no tuviesen problema en vivir encima de un bar.

Giró en Market Street y pasó junto a la puerta trasera del bar para acceder al aparcamiento. Después de cerrar el coche, cruzó la gravilla hasta la puerta de la cocina y se adentró en el calor y los ruidos.

Otra Ronda ofrecía hamburguesas, almejas al vapor, nachos con patatas fritas, aros de cebolla, pepinillos fritos y tres variedades de alitas de pollo.

Cuando abriera su propia taberna, Morgan aspiraba a plantear una oferta gastronómica mayor y, con suerte, sorprendente.

Pero quizá debería aprender antes a cocinar, porque una nunca sabía cuándo le iba a tocar echar una mano en la cocina.

—Hola, Frankie. —Mientras dejaba la chaqueta en un gancho, saludó a la mujer que se ocupaba de la parrilla—. ¿Cómo va la cosa?

—Bastante bien. —Con su melena de pelo negro remetida en un gorro blanco, Frankie les dio la vuelta a tres hamburguesas enormes—. Roddy y sus hermanos han venido a cenar algo antes del torneo de dardos. Da gracias por no haber estado aquí durante la hora feliz. No cabía ni un alfiler.

—A mí me gusta.

Saludó a dos cocineros, al friegaplatos adolescente y a la camarera que entró a coger una comanda de abundantes nachos.

Aunque faltaban diez minutos para que empezase su turno, cruzó la puerta y se dirigió a la barra.

Allí los ruidos eran distintos, pensó. No el chisporroteo de la carne sobre la parrilla, el chasquido de los cuchillos ni el traqueteo de los platos. Las voces llenaban el amplio local, formado por una alargada barra negra, mesas y reservados. La música salía de la gramola, pero no demasiado alta como para eclipsar las conversaciones.

Vio a Roddy y a sus hermanos, clientes habituales, en el reservado que solían ocupar junto a la diana, donde bebían cerveza y engullían frutos secos. Una Coors para Roddy y para su hermano Mike, supuso, y una Heineken para Ted. Si su padre se les unía, pedía una cerveza de barril.

Se encaminó hacia detrás de la barra, donde trabajaban los camareros.

Relevó a Wayne, que estaba añadiendo una rodaja de lima a una botella de Corona.

—Ahora está un poco más tranquilo —le dijo Wayne, y le dedicó su sonrisa radiante de alto voltaje—. El tío del final de la barra todavía no ha pagado. Lleva dos vodkas con tónica, así que échale un ojo.

Sirvió la Corona a otro cliente y hablaron brevemente antes de que se volviera hacia Morgan.

—Está esperando a su cita de match.com. Es la primera vez que quedan, la tía llega tarde y él está nervioso.

Era mono, decidió Morgan, con pintas de empollón. Apostaría dinero a que había instalado un montón de videoconsolas en su salón.

—Vale.

—Bueno, pues me marcho. Que vaya bien.

Como siempre, Morgan comprobó las provisiones —el hielo, las limas y los limones, las aceitunas, las guindas—. Sirvió un par de comandas en unas mesas y estaba a punto de coger otra Corona cuando vio a una mujer de unos treinta años que entraba en el bar y miraba nerviosa alrededor antes de acercarse al chico de la barra.

—¿Dave? Soy Tandy. Siento mucho llegar un poco tarde.

—Ah, no te preocupes. —El tío se alegró al instante—. Encantado de conocerte. ¿Quieres que vayamos a una mesa?

—Aquí ya estamos bien, ¿no te parece? —Se sentó en el taburete, a su lado.

Morgan se colocó detrás de la barra mientras los dos se sonreían con expresión de ansiedad y esperanza.

—Hola. ¿Qué te pongo?

—Ah. Mmm. ¿Me pones una copa de chardonnay?

—Pues claro. Me encantan tus pendientes.

—Ah. —Tandy se llevó una mano a la oreja izquierda—. Gracias.

—Son muy bonitos —añadió Dave—. Estás muy guapa.

—Gracias. Tú también. —Se rio en tanto Morgan le servía el vino—. Es que no lo sabes, ¿verdad? Estaba tan nerviosa que he dado vueltas a la manzana. Por eso llego un poco tarde.

—Yo estaba tan nervioso que he llegado veinte minutos antes.

Ya habían roto el hielo, pensó Morgan mientras servía la copa.

Y esa era una de las razones por las cuales le encantaba trabajar en un bar, admitió para sus adentros. Una nunca sabía qué podía empezar, qué podía terminar, florecer o romperse en un agradable bar de barrio.

Para cuando Roddy y sus hermanos se hubieron zampado las hamburguesas, el local comenzó a llenarse. La pareja de match.com al final decidió ocupar una mesa y pedir un plato de nachos.

Morgan apostó consigo misma a que asistiría a su segunda cita allí.

El tío de los vodkas con tónica pagó y dejó una mísera propina.

Los dardos se clavaban en la diana ante los gritos de alegría y los abucheos de los mirones.

Entró un hombre de treinta y pocos. Parecía una estrella de cine de incógnito con el pelo rubio oscuro, los rasgos cincelados, el cuerpo fibroso con vaqueros, botas y un jersey azul claro que tal vez fuese de cachemira. Se sentó en un taburete.

—Bienvenido a Otra Ronda. —Morgan se le acercó—. ¿Qué te apetece?

—Muchas cosas. —Le sonrió; era sociable y encantador—. Pero empezaremos con una cerveza. ¿Tenéis alguna artesanal de barril?

—Claro que sí. —Aunque habían imprimido unas listas en unos tarjetones que reposaban sobre la barra, Morgan las recitó.

—A lo mejor puedes elegir tú por mí.

—¿Qué andas buscando?

—Otra pregunta cargada de implicaciones.

Morgan le sonrió. El tío buscaba hablar un poco, supuso, además de beber una copa. Y no había ningún problema.

—En una cerveza.

—Suave pero no sosa, intensa pero no invasiva; más bien tostada.

—Prueba esta. —Cogió un vasito y sirvió un poco.

Mientras él la paladeaba, la contemplaba por encima del vaso.

—Me sirve. Buena elección.

—Es mi trabajo.

Antes de que le respondiera algo, una de las camareras se le acercó.

—Mesa de chicas allí, atrapadas en los noventa. Cuatro cosmopolitan, Morgan.

Y se marchó a la cocina con una bandeja de copas vacías mientras ella se ponía con los cócteles.

—Lo tienes controladísimo —comentó el recién llegado al observarla mezclar los ingredientes.

—Más me vale. ¿Has venido aquí por negocios?

—¿No parezco de aquí?

Bien visto, pensó Morgan. La ropa que llevaba sugería dinero, pero no de forma ostentosa.

—No has venido nunca por aquí.

Unos gritos retumbaron por el local.

—Torneo de dardos —le explicó.

—Ya lo veo. ¿Una competición seria?

—Pues en eso están. ¿Te pongo algo más? ¿Quieres echar un ojo al menú?

—¿La comida está buena?

—Sí. —Cogió una carta y la dejó a su lado—. Mírala y tómate tu tiempo.

Tras haber preparado los cócteles, Morgan se desplazó por la barra. Cogió comandas, sirvió copas y charló con los clientes habituales. Al final, volvió a la otra punta.

—Probaré una hamburguesa Market Street, a no ser que me digas que estoy cometiendo un error.

—Por algo es una clásica. Si te apetece un poco de chispa, acompáñala con las patatas fritas picantes.

—Conmigo siempre aciertas. —Levantó las manos.

Morgan se rio e introdujo la comanda en la máquina.

Roddy, un hombretón de casi dos metros y más de ciento diez kilos, se acercó a la barra.

—Otra ronda, cielo. ¿Cómo va la cosa? —le preguntó sin más al tío atractivo mientras Morgan preparaba las cervezas.

—Cerveza fría, camarera guapa y deporte en directo. Una buena combinación.

—Pues sí. En las semifinales quedé primero. Deséame un poco de suerte para las finales, Morgan.

Ella se inclinó hacia delante y le rozó los labios con los suyos.

—A por ellos.

—Y que lo digas. —Cogió las cervezas y se marchó.

—¿Es tu novio?

—No, no. —Miró hacia el nuevo cliente—. Roddy y sus hermanos, los que juegan a los dardos, son clientes habituales. De hecho, trabajo con su novia en mi otro empleo.

—¿Tienes dos empleos? Qué ambiciosa. ¿De qué es el otro?

—De jefa de personal en una empresa de construcción. ¿Tú a qué te dedicas?

—Me gustaría decir que a lo que me gusta, porque por lo menos lo intento. Trabajo en informática. Estaré por la zona un par de meses para una consultoría.

—¿De dónde eres?

—Viajo mucho. Soy originario de San Francisco, pero ahora vivo en Nueva York; bueno, casi todo el tiempo. ¿Tú eres de aquí?

—Ahora sí.

Se aproximó otra camarera, que recitó del tirón otra comanda.

—Soy hija de exmilitar —dijo mientras la preparaba.

—En ese caso, te suena la vida nómada.

—Pues sí. Y me alegro de haberla dejado atrás.

Cuando le sirvió la hamburguesa, el tío se quedó mirando el plato un buen rato.

—No escatimáis con las porciones.

—La verdad es que no. ¿Quieres ir a una mesa?

El chico le lanzó una encantadora sonrisa.

—Me gustan las vistas desde aquí. Me llamo Luke —añadió—. Luke Hudson.

—Morgan. Encantada de conocerte.

Él comió, pidió una segunda cerveza y presenció el torneo de dardos. Le hizo preguntas, pero no pareció invasivo. Una conversación de bar, en opinión de Morgan. Ella también le hizo preguntas.

Luke se alojaba en un hotel de por allí. Su empresa le podía alquilar una casa, pero a él le gustaban los hoteles, y le encantaba adentrarse en la vida local dondequiera que viajase.

Le preguntó dónde habían destinado a su padre, en qué lugares le gustó más vivir. Una charla trivial mientras Morgan mezclaba bebidas, limpiaba la barra y conversaba con otros clientes.

—Debería irme —le dijo Luke—. No iba a quedarme tanto tiempo, pero me da la impresión de que ya he encontrado mi bareto preferido.

—Es uno muy bueno.

—Nos vemos. —Cuando se levantó, la sorprendió al tenderle una mano para estrechársela. Y la retuvo mirándola a los ojos con una sonrisa—. Ha sido estupendo pasar este rato contigo, Morgan.

—Me ha gustado hablar contigo.

—Lo repetiremos.

Pagó en metálico y dejó una propina muy generosa.

Un par de noches más tarde, Luke llegó cuando ya hacía rato que había empezado el turno de Morgan. Era la noche del juego de preguntas y respuestas, y el nivel de ruido fue haciéndose ensordecedor a medida que las distintas mesas y grupos chillaban las respuestas.

—Escoge otra cerveza artesanal —le pidió a Morgan—. Algo… aventurero. —Miró atrás, hacia los jugadores—. ¿Hoy no hay dardos?

—Hoy toca jugar a preguntas y respuestas. Cualquiera puede participar, así que responde a voz en grito cuando te apetezca.

—¿Cuál es el premio?

—La satisfacción de acertar. —Le ofreció un vaso para probar.

—Interesante y aventurero —decidió—. Percibo cierto regusto a cerezas. Ponme una.

—¿Te apetece algo para acompañarla? —Le sonrió y le sirvió la jarra.

—De momento, solo la cerveza. Ha sido un día muy largo.

—¿Cómo es la vida en el mundo de la informática?

—Como la cerveza, interesante y aventurera. ¿Qué tal va en tu mundo?

—Muy atareada, pero me gusta.

Morgan sirvió comandas, fue de un lado a otro de la barra. Cuando el juego llegó a su apogeo, tuvo un pequeño respiro.

—¿Qué haces cuando no estás atareada? —le preguntó Luke.

—Si algún día consigo dejar de estarlo, te lo diré.

—Hay que descansar un poco. Para la mente, el cuerpo, el espíritu y demás. Descríbeme tu día libre.

—Pues a mi casa le iría muy bien una mano de pintura, pero todavía no. Y como se acerca la primavera, nos pondremos a plantar cosas.

—¿Nos?

—Mi compi de piso y yo.

—¿Es un tío hábil?

—Es una tía, y se le da superbién plantar y embellecer fachadas. Trabaja en un vivero. Dentro de casa, Nina no es tan diestra, pero a mí no se me da mal.

—Trabajas en una empresa de construcción. —La señaló—. Eres diestra.

—Eso ayuda.

—Cuando eres el propietario de una casa, hay que hacer mucho mantenimiento. Supongo que por eso nunca me ha dado por ahí. No soy nada diestro. Y luego está el trabajo. —Volvió a señalarla con un dedo—. Hija de exmilitar, así que te apetecía arraigar en algún sitio.

—Exactamente.

Preparó un cóctel con whisky y sirvió dos jarras de cerveza antes de que Luke le dirigiera la palabra de nuevo.

—¿Qué te hizo elegir esta zona? Si no te importa que te lo pregunte.

—Era exactamente lo que quería. Un sitio con cuatro estaciones; lo bastante cerca de la ciudad sin ser la ciudad en sí; no es un pueblo pequeño ni grande, está justo en el medio.

Le preparó un cuenco lleno de galletitas saladas.

—Es una zona agradable, ideal para las mejoras que por lo visto estás haciendo en tu casa. Por eso estoy aquí. Hay arrendadores y empresas que quieren incrementar la tecnología, un par de proyectos donde la gente que lo desee pueda optar por casas inteligentes. Casas viejas con nuevos compradores que opten por darles una vuelta o actualizarlas. —Se encogió de hombros—. Yo me dedico a la parte de la infraestructura. Hoy en día todo el mundo tiene despachos en casa, y yo ayudo a instalarlos. Seguro que tú tienes uno.

—Sí. No es demasiado inteligente, pero me va bien.

Las preguntas y respuestas terminaron con vítores y abucheos, y con una ronda de bebidas y picoteo. Mientras Morgan trabajaba, se dio cuenta de que Luke había entablado una conversación con otro cliente. Sobre béisbol. Al parecer, sabía lo suficiente como para hablar con claro entusiasmo.

—¿Te pongo otra?

—Sí, claro. ¿Qué me dices, Larry? Yo invito.

—Venga, gracias. ¿Cómo va el coche de Nina?

—Apenas va.

—Debería traérmelo. —Larry negó con la cabeza y se frotó la corta barba.

—Se lo diré. Larry es el mejor mecánico de aquí a Baltimore —le contó a Luke—. Ha conseguido que el coche de Nina funcione después de la fecha de caducidad.

—Hago lo que puedo. ¿Todavía te gusta el Prius?

—Es perfecto.

Morgan dispuso las bebidas delante de ambos y llenó otra ronda para una mesa de seis. La conversación de Larry derivó en coches y motores, y Luke pareció saber también bastante como para no perder el hilo.

—Me tengo que ir. —Larry se puso en pie—. Mi mujer habrá llegado a casa o estará a punto. Es la noche de su club de lectura, que es una excusa para beber vino y cotorrear. Ha sido un placer, Luke. Gracias por la copa.

—De nada.

—¿Otra ronda? —le preguntó Morgan.

—Dos son mi límite. Debería marcharme, mañana me espera un día ajetreado. —Pagó la cuenta y dejó una buena propina—. Te diría que no trabajes demasiado, pero seguro que lo harás. Me ha encantado volver a verte.

—Buena suerte en el mundo de la tecnología.

Luke le lanzó una sonrisa y se fue.

Apareció de nuevo en una abarrotada noche de viernes. Morgan estaba con el camarero de media jornada de los findes, que la ayudaba a controlar a la muchedumbre. Luke se inclinó sobre la barra, ya que no había ningún taburete libre.

—Sorpréndeme. Ha sido una semana muy buena.

—Felicidades. ¿Finde libre?

—Bueno, un poco de papeleo y de organización mañana, pero sí. ¿Alguna sugerencia sobre cómo debería pasar el resto del finde?

—Podrías ir hasta Baltimore. Visitar el centro de Inner Harbor, el acuario, y es el día inaugural de la temporada de béisbol de los Orioles en Camden Yards.

—¿Quieres hacerme compañía y enseñarme la ciudad?

Morgan no podía decir que la propuesta la pillara desprevenida. Sabía cuándo un hombre se interesaba en ella. Le restó importancia; formaba parte del trabajo.

—No puedo. El sábado tengo que hacer cosas por casa y por la noche me toca currar. Y el domingo ya lo tengo a tope. Pero gracias por la propuesta.

Luke probó la cerveza que le ofrecía.

—Me estoy educando en las cervezas artesanales de la zona. Me gusta, ponme una. —Esperó a que se la sirviera—. Oye, si te avasallo o ya estás con alguien, dímelo sin problemas. No pasa nada. Pero ¿te gustaría que fuéramos a cenar juntos algún día? Una noche en la que no te toque trabajar. Sin presión —añadió al verla dudar—. Solo cenar y hablar un poco. ¿Te gusta la pizza?

Por alguna razón, el tono desenfadado la relajó.

—Sospecho de las personas a las que no les gusta.

—La de Luigi’s está muy buena.

—Es que es uno de los mejores sitios de por aquí.

—Pues un poco de pizza y de vino. Podemos quedar allí.

No tenía una cita de verdad desde… Ni siquiera quería hacer las cuentas. Qué coño, ¿por qué no?

—Estoy libre el lunes por la noche.

—¿A las siete en Luigi’s?

—Vale. Suena bien.

—¿Te parece que nos demos el número de móvil? Espero que no cambies de opinión, pero por si al final cambias…

Morgan sacó el móvil del bolsillo y cogió el de él para poder añadirse en la lista de contactos.

—Si tienes pensado quedarte un rato y quieres sentarte, la pareja que está a tres y cuatro taburetes de aquí seguramente se vaya cuando termine las copas y los nachos.

—Gracias. Esperaré.

Morgan le lanzó una sonrisa y volvió al trabajo.

Luke ocupó un taburete, bebió sus dos cervezas y se marchó justo después de medianoche.

—Nos vemos el lunes por la noche —le dijo—. Disfruta del fin de semana.

—Tú también.

—Qué pedazo de tío. —Gracie, la camarera, se lo quedó mirando—. Y te pone ojitos en todo momento, amiga.

—Quizá. Parece majo, tranquilo, y solo estará por la zona durante un par de meses.

—Las oportunidades hay que cazarlas al vuelo.

—Quizá —repitió.

2

Morgan se pasó el sábado por la mañana en casa. Hizo la colada, limpió, soñó con espacios diáfanos, nuevas pinturas y nuevas encimeras. Hizo la compra semanal, incluida la lista de Nina, y dejó el recibo en la mesa de la cocina para que arreglaran cuentas como todos los meses.

Cuando Nina volvió del trabajo por la tarde con unos cuantos pensamientos, bolsas de tierra y de turba, sacaron los tiestos del armario. Algún día, pensó Morgan, querría poner unas jardineras en la ventana. Pero también quería nuevos postigos y un bonito porche delantero.

Según sus cálculos, se lo podría permitir la primavera siguiente. Por el momento, debería conformarse con las macetas de pensamientos.

—Háblame de ese tal Luke.

Con la sudadera abrochada ante aquel aire impropio del mes de abril, Morgan abocó un poco de tierra alrededor de los alegres pensamientos.

—No hay gran cosa que contar. Trabaja en informática, y debe de ser bueno o su empresa no lo mandaría durante semanas y meses para ocuparse de un territorio. O comoquiera que lo llamen. Además, viste bien. No en plan arrogante, sino bien.

—Me dijiste que estaba tremendo.

—Sí, porque es verdad. Es educado y agradable. Y su límite son dos cervezas. Es una cita para comer pizza con un tío, Nina. No estamos escogiendo la vajilla.

—¿Cuándo fue la última vez que quedaste con un tío para comer pizza o para hacer cualquier otra cosa? —Nina se subió la gorra.

—No vayas por ahí.

—Eres tú la que no va por ahí porque siempre sonríes y dices que no. ¿Por qué le has dicho a él que sí? ¿Porque está tremendo?

—Que esté tremendo no hace ningún daño. —Morgan se encogió de hombros con cierta timidez—. A veces soy superficial. Pero es un tío interesante, y no solo habla. También escucha. Es agradable. Creo que es muy majo.

—Y algo temporal.

—Sí, y temporal, y ahora mismo eso es un plus. También será agradable que dentro de…, pongamos, cinco o seis o siete años quizá sea algo estable.

Sus ojos, de color verde botella como los de su padre, se volvieron soñadores.

—Enamorarse, tomarse un tiempo, pensar en construir una familia. Primero tengo que haberme establecido. Dios, ¡estas flores son preciosas! Qué lista fui al escoger a una jardinera como compañera de piso, ¿eh?

—La más lista de todas. Cuando llegue el momento, y está claro que Sam va por ese camino, querré un patio enorme y silvestre para tener un jardín enorme. La casita me da igual, pero que el patio sea muy grande.

Se tumbó sobre la fría hierba.

—Con árboles que den sombra y plantas ornamentales, con caminos que avanzan entre jardines de corte y jardines de mariposas. Con una pajarera y adornos acuáticos. Quiero todo eso.

—Deberíamos comprar una pajarera. —Morgan se estiró a su lado—. No sé qué es un jardín de corte, pero ahora quiero uno.

—Yo me ocupo. —Nina extendió el brazo y le dio un apretón en la mano—. Me encanta vivir aquí. No es el gigantesco patio de mis sueños, pero tiene mucho potencial. Sobre todo porque me dejas a mi bola.

—Cada una se esmera en lo que se le da mejor.

—Deberías invitar al buenorro para cenar.

—No sabemos cocinar.

—Algo podremos preparar. Le puedo pedir a mi madre algo sencillo pero impresionante. Se le ocurrirá algún plato. Limpiaremos esto y luego iremos a decidir qué te pones en tu cita.

—Es solo para comer pizza, Nina.

—Hoy es pizza, mañana ¿quién sabe? Las citas son mi fuerte. Creo que, en una cita para comer pizza con el buenorro viajero, pega un estilo desenfadado y sexy.

—Es probable que no tenga nada de ese estilo.

—De eso también me encargo yo, hazme caso.

Morgan se preguntó si el buenorro viajero se pasaría por la Ronda el sábado por la noche, y luego se preguntó qué significaba que la decepcionara un poco su ausencia.

Se dijo que no pasaba nada, puesto que estaban de nuevo hasta arriba. Y había aceptado un breve turno por la tarde cuando a la camarera del domingo tuvieron que hacerle una apendectomía de emergencia.

Ese domingo, fue directa del trabajo a la cena con la familia de Nina, donde disfrutó de una paella estupenda y de un montón de risas.

El lunes, después de trabajar, volvió a casa en bici. Como se había pasado una parte de su escaso tiempo libre del finde calculando y recalculando su presupuesto personal para decidir cuánto se podía gastar, habló con su jefe de la empresa de construcción acerca del presupuesto para derribar la pared y reformar la cocina: nuevos apliques, nuevas encimeras, nuevos armarios. Obras.

Con ese cálculo en mente, volvió a casa en bici y adaptó sus planes para que encajaran con esas cuentas. Pintaría los armarios en lugar de cambiarlos; por el momento, porque se negaba a renunciar a la isla de la cocina de sus sueños.

Cuando aparcó la bici, Nina apareció en la puerta principal.

—Vas con el tiempo justo.

—Falta una hora y media. Más o menos.

—Entra, amiga mía. Tenemos trabajo que hacer. Me ocuparé de maquillarte.

—Ya sé maquillarme.

—Sabes maquillarte en plan jefa de personal y en plan camarera un poco sexy. Pero ¿sabes maquillarte en plan cita desenfadada y sexy para ir a comer pizza?

—Eso es muy específico, pero es probable que sí.

—Nada de probabilidades. —Nina chasqueó los dedos en el aire—. Ve a mi cuarto de baño. Ya lo tengo todo listo. He cogido un taburete, ya que eres quince centímetros más alta que yo.

—Dieciséis centímetros.

—Eso, tú restriégamelo, jirafa.

Siendo Nina, tardó casi la mitad del tiempo del que disponía Morgan para perfeccionar su labor.

—Creo que la cara me pesa dos kilos más.

—Cada gramo extra merece la pena. Tú mírate. Tienes unos ojos verdes preciosos, pero ¡ahora deslumbran! Qué buena soy.

Morgan no podía rebatírselo porque sus ojos se veían enormes y el verde más intenso, y su piel brillante y lisa a pesar de (¿o gracias a?) la sucesión de capas y a la mezcla de productos.

—El brillo rojo en los labios te queda genial —decidió Nina mientras examinaba los resultados de su obra—. El mate habría sido demasiado sexy. Así está bien. Tienes los labios perfectos, lo bastante carnosos y lo bastante anchos. Ve a vestirte.

—¿Qué vas a hacer esta noche?

—Nada, me quedaré en casa. —Nina la siguió a su habitación para asegurarse de que Morgan se ponía lo que ella ya había seleccionado.

—¿En serio?

—Hay muchas sobras de la cena de ayer de mi madre. Me tomaré una noche de descanso y belleza. Un baño de espuma, una mascarilla en el pelo, otra facial. Un largo baño de espuma con una copa de vino y velas. Una noche de autocuidados. Y luego quiero que me cuentes tu cita con todo lujo de detalles.

—Que solo es un poco de pizza. —Tantos preparativos la ponían nerviosa.

—Por algún sitio hay que empezar. Dios, tienes un culo precioso —añadió cuando Morgan se introdujo en los vaqueros ceñidos—. Unas piernas más largas que un día sin pan rematadas en un culito respingón.

—¿Me estás tirando los tejos? —Morgan miró hacia atrás y meneó el culo.

—Si el buenorro viajero no lo hace, es que tiene algún problema.

—No busco que me tire los tejos. —Morgan se puso el jersey azul claro—. Quizá, depende de cómo vaya, unos cuantos arrumacos estarían bien.

Bajo la mirada atenta de Nina, se cambió los pendientes por unos más grandes, se calzó sus mejores botas y se puso la chaqueta de piel gris, un regalo de Navidad de su madre.

—¿Voy bien?

—La personificación del estilo sexy y desenfadado. —Nina sacó un pequeño aerosol del bolsillo—. Cruza el humo de espray —le ordenó, y pulverizó el aire.

Después de poner los ojos en blanco, Morgan obedeció.

—Perfecto. Y ahora vamos a beber algo.

—Ya tomaré una copa de vino con la cena.

—Ahora vas a tomar un cuarto de copa de vino para calmarte un poco. Y si te vuelves loca y con la cena te bebes un par, vete a dar una vuelta con tu cita por Market Street hasta el parque y el estanque, y luego regresáis. De hecho, necesitas mi fular azul de flores. Será el toque perfecto.

A las siete en punto, a pesar de que Nina le insistió en que no debía llegar puntual, Morgan entró en Luigi’s.

En el establecimiento sonaba el típico rumor de conversaciones que en su opinión debía haber en un buen restaurante, y le llegaron los aromas de salsas y especias y queso fundido.

Sintió alivió al ver a Luke ya sentado en el reservado, y la sonrisa que esbozó al verla no le hirió el ego lo más mínimo.

Salió del reservado cuando Morgan se acercó, le cogió la mano y le dio un suave beso en la mejilla.

—Estás guapísima.

—Gracias. Espero que no hayas tenido que esperar mucho.

—Acabo de llegar. La chaqueta es preciosa —comentó cuando la ayudó a quitársela.

—Un regalo de mi madre.

—Tiene un gusto excelente. Cuando he llegado, he pedido una botella de tinto. Espero que te parezca bien. La podemos cambiar si te apetece otra cosa.

—El tinto me va bien. ¿Qué tal el fin de semana?

—Productivo. Acepté tu consejo y me fui al Inner Harbor. —Le lanzó a la camarera su sonrisa radiante cuando les trajo la botella de vino.

—¿Ya han decidido lo que desean?

—¿Nos podrías dejar unos cuantos minutos?

—Sin problema. Tómense el tiempo que necesiten.

—Por una velada agradable con buena compañía. —Luke levantó la copa—. En realidad, pensaba que a lo mejor cambiabas de opinión.

—Y ¿quedarme sin pizza gratis?

Luke se rio.

—¿Con qué te gusta?

—Con cualquier cosa o con nada. Una pizza siempre está bien.

—Hablamos el mismo idioma. Bueno, ¿qué tal tu finde?

—También productivo. Nina y yo hemos plantado pensamientos. Me arrancan una sonrisa cada vez que entro o salgo de casa.

—La compañera de piso que trabaja en un vivero.

—Exacto.

—Sois buenas amigas.

—Pues sí. —La primera amiga real y permanente que había hecho en su vida nómada—. Es estupendo vivir con alguien que entiende tus ritmos. Por lo general, se levanta y se marcha antes de que yo me despierte para ir a trabajar, y suele estar acostada cuando vuelvo a casa del bar.

—Eso seguro que ayuda. Es decir, las dos tenéis vuestros propios horarios, así que disponer de vuestro propio espacio suma.

—Sí, y cuando estamos juntas, nos lo pasamos bien. ¿Es raro no tener una rutina firme, vecinos ni amigos?

—Ahora mismo, a mí me va de perlas. —Luke se recostó en el asiento; estaba cómodo consigo mismo, irradiaba seguridad. Y a Morgan le pareció muy atractivo—. Algún día supongo que querré asentarme e instalarme en algún sitio. Pero así viajo por casi todo el país y conozco a mucha gente interesante. —Esbozó su rápida y deslumbrante sonrisa—. Como tú.

El ritmo de Luke era el adecuado, decidió Morgan. Coqueteaba lo justo con ella.

—Debe de gustarte el trabajo, y tengo que pensar que se te da muy bien.

—Me encanta. Crear sistemas que encajan con las necesidades de los clientes. Arreglar problemas, facilitar la vida de la gente, expandir sus horizontes. Quizá algún día podrías enseñarme tu casa para que te diese unas cuantas ideas.

—Quizá.

Luke sonrió de nuevo.

—En fin, vamos a por la pizza.

Morgan terminó bebiendo dos copas de vino y disfrutando de cada minuto de la cita. Él le contó unas cuantas historias, como aquella en la que había diseñado el sistema de un rancho en Butte, en Montana, y pudo contemplar a los bisontes pastar en el prado.

Y Luke escuchó los planes de ella sobre una nueva cocina, e incluso le hizo varias sugerencias, que eran lo bastante buenas como para que Morgan las añadiera a su lista de sueños y esperanzas.

Y le propuso ir a dar una vuelta.

La brisa nocturna era algo fría, pero resultaba agradable después del calor del restaurante. Y había pasado mucho tiempo desde la última vez que paseó con alguien cogida de la mano de esa persona.

Ya casi eran las diez, mucho más tarde de lo que había planeado, cuando Luke la acompañó hasta su coche.

—Me gustaría volver a verte así. No es que no me guste sentarme en un taburete en el bar mientras trabajas. Pero me gustaría volver a verte. Mi horario es flexible. Me puedo adaptar al tuyo.

A lo mejor Nina se había metido en su cabeza, pero acabó invitándolo a cenar.

—El lunes que viene en mi casa. Es el día que me va mejor.

—¿Cocinas?

—No. Voy a tener que añadirlo a mi lista de cosas por aprender, pero no.

—Nina cocina, pues.

—No, pero su madre sí, y ya nos echará una mano con alguna receta si estás dispuesto a arriesgarte.

—La aventura es lo mío. ¿A las siete te va bien?

—Claro. A las siete me va genial.

—Ahí estaré. ¿Me das la dirección?

Morgan tendió una mano para que le dejara su móvil y añadió su dirección en su contacto.

—Te puedo indicar cómo llegar, si quieres.

—Me llevo muy bien con el señor Google. Pero seguiré dejándome caer por el bar. Quizá incluso pruebe suerte con los dardos.

—Roddy es invencible.

—Me arriesgaré.

Luke se inclinó hacia delante, y Morgan interpretó ese gesto como un ligero arrumaco. La cantidad justa de arrumaco por la forma en que le rozó los labios con los suyos. No presionó, pero la impactó. Y las mariposillas que hacía muchísimo tiempo que no experimentaba fueron la guinda para aquella velada.

—Buenas noches, Morgan.

—Buenas noches. Me lo he pasado muy bien.

—Yo también. Cuidado con el coche.

Morgan tuvo cuidado con el coche, aunque iba flotando un poco por la emoción del beso de buenas noches.

Y cuando entró en casa flotando, Nina, brillante por sus cremas y cómoda en su pijama, la estaba esperando.

—Vale, nada más verte sé que ha sido una primera cita espectacular. ¡Cuéntame! ¿Te ha tirado los trastos?

—Lo justo y necesario. Me cae muy pero que muy bien. —Con un suspiro de felicidad, se desplomó en una silla—. Es agradable y resulta divertido hablar con él. Ha visitado un montón de sitios y tiene anécdotas muy buenas. Y sabe escuchar.

Irguió los hombros y luego los bajó.

—Y cuando se despidió con un beso, me dio un vuelco el corazón.

—¿Qué clase de beso? Descríbemelo con detalle.

—Pues diré que ha sido suave, y solo un poco soñador. Sin presión, sin oleada de calor. Un roce simple y efectivo. He terminado invitándolo a cenar el lunes que viene.

—¡Hala! —Nina se levantó y se puso a bailotear—. Hostia puta. No te habrá drogado, ¿no? ¿Ha usado algún truco para controlar tu mente?

—Es un tío majo, guapo e interesante. Nada más.

—Es más que suficiente. Le pediremos a mi madre que nos ayude a cocinar algo. ¿O quieres que el lunes me esfume?

—No. —La respuesta fue inmediata y categórica—. Por favor, no te esfumes. No lo habría invitado a no ser que tú también estuvieras.

—¿Se lo propongo a Sam?

—Sí, así compensamos un poco la cosa. Nada elaborado, Nina. Una cena sencilla y agradable. Sigamos por la vía desenfadada.

—Desenfadada y sexy. Lo tenemos controlado, Morgan.

—Y, si no, pues pedimos comida para llevar. —Se levantó—. Tengo que prepararme para acostarme. Tú también deberías. Mañana empiezas a currar a las ocho.

—Ya voy, ya voy, pero antes le voy a mandar un mensaje a mi madre para que piense en lo que podríamos preparar. No te voy a desear que sueñes con los angelitos porque está cantado. Nos vemos mañana. Ay, ¡me muero por conocer al tío al que Morgan Albright ha invitado a cenar!

Luke pasó por el bar el martes por la noche. Entabló enseguida una conversación con ella y con algunos de los clientes habituales. Perfeccionó sus habilidades con los dardos durante un rato, no se le daban demasiado mal. Bebió sus dos cervezas y comió unas cuantas alitas de pollo.

—Conque te has echado novio. —Gracie meneó las cejas.

—No. Solo estará por aquí durante un par de meses.

—No he dicho que fuera para siempre. —Cuando las luces del bar parpadearon para avisar de que iban a cerrar en breve, Gracie irguió los hombros—. Se le ve muy tranquilo. Yo no me fío de los tíos tranquilos. Hace quince años estuve con mi casi primer marido. Era muy tranquilo. Tanto que se escabulló de mi cama y se metió tranquilamente en la de mi prima Bonnie.

—Pues es una suerte que no sea mi casi primer marido.

—Así que vas a disfrutar de la tranquilidad.

Y por qué no, pensó Morgan cuando lo vio aparecer la noche del juego de las preguntas y respuestas. El hecho de que participara en el juego le hizo ganar varios puntos en la tarjeta de puntuaciones de ella.

Había conocido a un tío interesante que obviamente se sentía atraído por ella y, dado su complicado horario, no disfrutaban de demasiado tiempo a solas. Y a los dos les parecía la mar de bien.

Eso no quería decir que no pensara en la noche del lunes con miedo a cocinar de verdad y ansiedad, debido al síndrome de la segunda cita.

El lunes, ahorró algo de tiempo y salió de su empleo diurno una hora antes. Volver en bici a casa, con un tiempo que por fin se había suavizado llegado el mes de abril, la puso de buen humor.

En cuestión de unas pocas semanas, la primavera entraría de lleno y empezarían a estallar los colores por todas partes. Vio que algunas de las forsitias de su vecino ya se habían animado y lucían unos capullos amarillos intensos, y el gran sauce de la esquina de su casa empezaba a cubrirse de verde.

En su propio jardín, los tulipanes florecían con el color del pintalabios rojo y las azaleas, que Nina había aconsejado plantar en la primera reunión de jardinería que tuvieron, habían brotado y tardarían bien poco en presumir de tonos rosados.

Quizá fuera una tontería, pero tener aquellas flores la ayudaba a sentirse parte del barrio.

Aparcó la bici, sonrió a los pensamientos y entró en casa, donde sonaba música a todo volumen.

Obviamente, Nina había llegado antes.

Dejó las llaves en el cuenco de la mesa junto a la puerta, colgó la chaqueta, guardó el bolso en el armario y se dirigió hacia la cocina y el caos.

Nina se había recogido el pelo en una coleta y llevaba un delantal manchado con Dios sabía qué. La madre de Nina le había dado un delantal y le había enviado uno a Morgan.

La pegajosa encimera estaba abarrotada de botellas, tarros, saleros y pimenteros. Desde donde se encontraba Morgan, daba la sensación de que un poco de cada sustancia había salpicado y manchado el nuevo babero de Nina.

—¡Lo he conseguido! —Los ojos de Nina estaban muy abiertos y traslucían su agitación— . He preparado el marinado para las chuletas. Lo he conseguido, Morgan. —Abrió la puerta de la nevera—. ¿Lo ves?

Con cuidado, Morgan se asomó y observó el papel film que cubría el cuenco de cristal que la madre de Nina les había dejado para aquella receta en particular.

—¡Lo he hecho con estas manitas!

—Y tiene la pinta —se inclinó y olisqueó— y el olor que debería. ¿Necesitas sentarte un rato?

—Puede. Las patatas tendrás que hacerlas tú. Al invitar a hombres a cenar, hay que preparar carne con patatas. Y, como estamos en abril, espárragos. Y tenemos que cocinarlo todo, poner la mesa y que quede bonita, y luego arreglarnos para estar guapas.

—¿En qué estábamos pensando?

—Ya es demasiado tarde para eso. Con la mesa no hay problema, ya sabes cómo hacerlo. Pero si ves que te cuesta, te puedo echar una mano. En el canal HGTV siempre enseñan cómo poner una mesa bonita. Y me encargo yo de las malditas patatas, si quieres. Si tú te ves capaz de preparar el marinado, yo me ocupo de las malditas patatas. Déjamelas a mí.

Morgan se puso un delantal. Para cuando hubo frotado las patatas y las hubo cortado en trozos como pedía la receta de la madre de Nina —y se inquietó cuando los trozos no tenían el mismo tamaño, y ¿qué podía significar eso?—, le agradó ver que su mandil no se parecía tanto a un cuadro de Jackson Pollock como el de Nina.

Siguió las indicaciones de la madre de Nina al pie de la letra, que no fue precisamente fácil, ya que, en lugar de medidas precisas, la mujer le pedía que usara los ojos y la nariz.

Y a ello se puso Morgan. Mezcló las especias en un cuenco y olisqueó y observó. Después de juntarlo todo y añadir el aceite, dispuso las patatas en una bandeja de horno y cruzó los dedos.

Al final le dejó la mesa a Nina, tarea en la que su amiga brillaba, y se esmeró en limpiar la cocina, tarea en la que ella brillaba.

Agotada, se cambió la ropa del trabajo y se puso unos pantalones caqui cortados y una camiseta rosa, y se preguntó con la mano en el corazón cómo la gente conseguía hacerlo todos los días.

Y todavía les quedaba lidiar con los espárragos y calentar el pan. Volvió a ponerse el delantal.

Nina, fresca como una lechuga, regresó por el pasillo.

—Aceitunas, queso y crudités de verduras. Eso sí que se nos da bien. Es una pena que la cocina sea tan pequeña, no hay suficiente espacio para que charlemos con calma.

—La primavera que viene —le prometió Morgan—. En realidad, huele muy bien, Nina. Como si supiéramos lo que estamos haciendo. —En la cocina, se pusieron una al lado de la otra para contemplar el horno—. Y tampoco pinta nada mal. ¿Seguro que serán suficientes diez minutos para los espárragos?

—Mi madre controla —le aseguró Nina con voz solemne—. Pero los cortamos antes de que lleguen, que será en breve. Y luego, sobre las siete y cuarto o así, nos ponemos a preparar los espárragos. ¿De qué cinco minutos quieres encargarte? ¿Del salteado o del vapor?

—Por Dios, del vapor.

—De eso quiero encargarme yo. Bueno. —Nina extendió un puño—. A la de tres.

—Mierda —siseó Morgan cuando la piedra de Nina venció a sus tijeras.

A las siete, habían bajado la música, el horno estaba a temperatura baja, las crudités, preparadas.

Llamaron a la puerta a la hora indicada.

—¡Fuera los delantales! —ordenó Nina.

Fueron juntas a abrir la puerta y vieron a dos hombres en el umbral.

—Hemos llegado al mismo tiempo. —El adorable de Sam con sus gafas de carey le dio un ramo de tulipanes rosas a Nina y una botella de vino a Morgan.

—Yo lo haré al revés. —Luke le dio a Morgan unos cuantos jacintos lilas en un jarrón de cristal—. Hola, Nina. Soy Luke. —Y le entregó otra botella de vino.

Y después de tanto trabajo y tanta preocupación, todo fue como la seda.

Abarrotaron la cocina con la excusa de tomar una copa de vino. Parecía que Luke y Sam congeniaban deprisa; el informático y el tío que jugaba a videojuegos tenían muchas cosas de las que hablar.

Con la esperanza de que la buena suerte siguiera acompañándolos, Morgan untó mantequilla en la sartén para los espárragos.

—No hay nada como una buena comida casera cuando estás de viaje. —Luke le dio un beso en la mejilla como si tal cosa—. Te lo agradezco de corazón.

—Esperemos que termine siendo comida casera y no un grito de socorro.

Él se echó a reír.

—Huele delicioso. ¿Te importa si me voy a lavar las manos?

—Claro. En el pasillo a la izquierda del salón, la puerta de la derecha.

—Empieza la cuenta atrás de diez minutos —anunció Nina, y Sam la rodeó con un brazo.

—No me puedo creer que lo hayáis hecho vosotras. Os habéis pasado el día trabajando y después habéis preparado una cena como esta.

—Todavía no la has probado —le recordó Morgan.

—Os habéis pasado el día trabajando —repitió Sam, y le dio un beso a Nina en la coronilla— y además habéis preparado la cena.

Satisfecha, Nina levantó la cabeza para darle un beso.

—Venga, allá vamos. —Morgan metió los espárragos en la mantequilla derretida y cronometró cinco minutos en el móvil. Los removió e intentó usar los ojos y la nariz con la sal y la pimienta.

Mientras se afanaba con la sartén, Sam ayudó a Nina a sacar las chuletas y las patatas del horno y a meter el pan para que se calentara.

—Trabajo en equipo. Ya han pasado mis cinco minutos. Te toca, Nina.

Cambiaron de posición: Morgan colocó las chuletas en una bandeja —de la madre de Nina— y añadió el romero fresco a modo de decoración —como le habían indicado—.

—Lo siento. —Luke volvió a la cocina—. Me han llamado y tenía que cogerlo.

—No pasa nada, estamos ya en la fase final. —Morgan se lo quedó mirando—. ¿Todo bien?

—Sí, sí, era un cambio de horario mínimo para mañana. ¿Puedo ayudar en algo?

—¿Por qué no descorchas el vino? Por si lo necesitamos.

En la mesa, ya con los platos servidos, Sam fue el primero en probar bocado.

—Cielo —le dijo a Nina, y le sonrió a Morgan—. Cielo número dos.

Nina probó un trozo de chuleta.

—Madre mía. Esto se nos da bien, Morg. Y ahora, ¿qué hacemos?

—Viajáis por el país preparando comida casera. Señoritas… —Luke levantó la copa de vino—. Por las chefs.

—Y por mi madre. Estará orgullosa de nosotras, Morgan.

A pesar de ser un día muy largo, Morgan disfrutó de cada minuto. Una cena auténtica, en su casa; la primera que no incluía comida para llevar o a domicilio. Conversación, risas, unas cuantas caricias de la mano de Luke sobre la suya.

Le pareció enternecedor que los chicos insistieran en encargarse de limpiar, y se relajó con una taza de café y una porción de tarta red velvet comprada en una pastelería.

—Me da rabia ser un aguafiestas. Esta noche será una de las mejores de mi viaje, pero el cambio de horario hace que mañana tenga que estar en otro sitio a las ocho.

—¿Adónde te vas? —le preguntó Sam.

—Me llevarán hasta Baltimore. Un especulador ha comprado un par de casas adosadas y quiere conectarlas para formar una y que sea inteligente. Me da la sensación de que tendré que quedarme un par de días. Quizá tres. —Se encogió de hombros—. Al final de la semana pasada me lo colaron en la agenda. Es amigo de uno de los jefes.

—A las ocho en Baltimore. Te tocará madrugar.

—Sí, está claro, pero es un reto interesante. —Asintió en dirección a Nina—. Convertir un par de viejas casas adosadas en una minimansión inteligente… y mantener la historia del lugar. —Miró alrededor—. Me gustaría abordar tu reforma, Morgan. Tu casa tiene una estructura muy buena.

—Eso creo. Cuando haya tirado la pared, quizá añado domótica, además de espacio.

—Cuando lo hagas, llámame. Me aseguraré de poder participar. Te lo prometo. Gracias, Nina, y gracias a tu madre. —Se puso en pie—. Todo estaba delicioso. Y ha sido un placer conocerte, Sam. La semana que viene debería tener tiempo para echar un vistazo a tu sistema. Siempre hay forma de añadir algún detallito valioso.

—Sería fantástico.

Morgan lo acompañó hasta la puerta.

—Me pasaré por el bar cuando haya vuelto. Dentro de un par de días. ¿Te importa si te escribo de vez en cuando desde mi solitaria habitación de hotel de Baltimore?

—Claro.

—¿Podré llevarte a cenar a algún sitio cuando vuelva? Quizá podríamos dejar atrás la pizza e ir a por algo más elaborado.

—Me parece bien.

Cuando la besó, con un poco más de intensidad que la primera vez, con el cuerpo arrimado un poco más al suyo, pensó que en realidad le parecía muy bien.

—Buena suerte en Baltimore.

—Si eres bueno, no necesitas suerte, pero la acepto. Buenas noches, y gracias, muchas gracias, por la cena.

Morgan lo vio irse con el coche por la curva de la calle en una noche de abril en que había empezado a chispear.

En cuanto cerró la puerta de casa, entendió que tal vez, de una forma un tanto extraña, se había echado novio. De manera temporal.

Nina asomó la cabeza.

—He oído que se cerraba la puerta… ¡Me ha caído muy bien!

—A mí también. —Sam se le unió.

—Y a mí, así que es unánime.

—Deberías invitarlo a cenar a casa de mi madre el domingo que viene. Es tu mamá de Maryland, y le encantará conocerlo.

—Quizá. Me lo pensaré. Ahora me voy a la cama ya. ¿Nos vemos por la mañana, Sam?

—Eso apuntan los rumores —respondió Nina, y lo hizo sonreír.

Morgan se preparó para acostarse. En cuanto se sentó en la cama, recibió un mensaje de texto de Luke.

Nos vemos el miércoles, el jueves como muy tarde.

Te echaré de menos hasta entonces.

A pesar de sonreír y de notar cómo la embargaba el calor, dudó. Pero al final negó con la cabeza y resp

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