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EDICIÓNILUSTRADAPORAyesha L. RubioTRADUCCIÓNDEMiguel Sáenz
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Michael Ende

Título original: Die unendliche Geschichte Primera edición: mayo de 2024La primera edición del libro fue publicada en 1979.Ende, DieunendlicheGeschichte© 2004, ieneman Verlag(ienemann Verlag), Stutgart/WienEdición original en castellano: Santillana Infantil y Juvenil, S. L.© 2015, de la presente edición en castellano para todo el mundo:© 2024, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U. Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona© 1982, Miguel Sáenz, por la traducción© 2024, Ayesha López Rubio, por las ilustracionesDiseño de interior y portada: Penguin Random House Grupo Editorial / Manuel EsclapezPenguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright.El copyrightestimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyrightal no reproducir ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores y permitiendo que PRHGE continúe publicando libros para todos los lectores.Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.ISBN: 978-84-10190-04-7Compuesto en Punktokomo, S. L.Composición digital: www.acatia.es


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E
sta era la inscripción que había en la puerta de cristal de una tiendecita, pero naturalmente solo se veía así cuando se miraba a la calle, a través del cristal, desde el interior en penumbra.Fuera hacía una mañana fría y gris de noviembre,yllovía a cántaros. Las gotas correteaban por el cristal ysobre las adornadas letras. Lo único que podía verse porla puerta era una pared manchada de lluvia, al otro ladode la calle.La puerta se abrió de pronto con tal violencia que un pequeño racimo de campanillas de latón que colgaba sobre ella, asustado, se puso a repiquetear, sin poder tranquilizarse en un buen rato.El causante del alboroto era un muchacho pequeño yfrancamente gordo, de unos diez u once años. Su pelo,castaño oscuro, le caía chorreando sobre la cara; tenía elabrigo empapado de lluvia y, colgada de una correa, llevaba a la espalda una cartera de colegial. Estaba un pocoLIBROS DE OCASIÓNPropietario: Karl Konrad Koreander

8pálido y sin aliento pero, en contraste con la prisa queacababa de darse, se quedó en la puerta abierta como clavado en el suelo.Ante él tenía una habitación larga y estrecha, que seperdía al fondo en penumbra. En las paredes había estantes que llegaban hasta el techo, abarrotados de libros detodo tipo y tamaño. En el suelo se apilaban montonesdemamotretos y en algunas mesitas había montañas delibros más pequeños, encuadernados en cuero, cuyoscantos brillaban como el oro. Detrás de una pared de libros tan alta como un hombre, que se alzaba al otro extremo de la habitación, se veía el resplandor de una lámpara. De esa zona iluminada se elevaba de vez en cuandoun anillo de humo, que iba aumentando de tamaño y sedesvanecía luego más arriba, en la oscuridad. Era comoesas señales con que los indios se comunican noticias decolina en colina. Evidentemente, allí había alguien y, enefecto, el muchacho oyó una voz bastante brusca que,desde detrás de la pared de libros, decía:—Quédese pasmado dentro o fuera, pero cierre la puerta. Hay corriente.El muchacho obedeció, cerrando con suavidad la puerta. Luego se acercó a la pared de libros y miró con precaución al otro lado. Allí estaba sentado, en un sillón de orejas de cuero desgastado, un hombre grueso y rechoncho. Llevaba un traje negro arrugado, que parecía muy usado y como polvoriento. Un chaleco floreado le sujetaba el vientre. El hombre era calvo y solo por encima de las orejas le brotaban mechones de pelos blancos. Tenía una cara roja que recordaba la de un buldog de


9esos que muerden. Sobre la nariz, llena de bultos, llevaba unas gafas pequeñas y doradas, y fumaba en una pipa curva, que le colgaba de la comisura de los labios torciéndole toda la boca. Sobre las rodillas tenía un libro en el que, evidentemente, había estado leyendo, porque al cerrarlo había dejado entre sus páginas el gordo dedo índice de la mano izquierda… como señal de lectura, por decirlo así.El hombre se quitó las gafas con la mano derecha, contempló al muchacho pequeño y gordo que estaba ante él chorreando, frunciendo al hacerlo los ojos, lo que aumentó la impresión de que iba a morder, y se limitó a musitar: «¡Vaya por Dios!». Luego volvió a abrir su libro y siguió leyendo.El muchacho no sabía muy bien qué hacer, y por esose quedó simplemente allí, mirando al hombre con losojos muy abiertos. Finalmente, el hombre cerró el librootra vez —dejando el dedo, como antes, entre sus páginas— y gruñó: —Mira, chico, yo no puedo soportar a los niños.Ya sé que está de moda hacer muchos aspavientos cuando se trata de vosotros…, ¡pero eso no reza conmigo! No me gustan los niños en absoluto. Para mí no son más que unos estúpidos llorones y unos pesados que lo destrozan todo, manchan los libros de mermelada y les rasgan las páginas y a los que les importa un pimiento que los mayores tengan también sus preocupaciones y sus problemas. Te lo digo solo para que sepas a qué atenerte. Además, no tengo libros para niños y los otros no te los vendo. ¿Está claro?


10Todo eso lo había dicho sin quitarse la pipa de la boca. Luego abrió el libro otra vez y continuó leyendo.El muchacho asintió en silencio y se dio la vuelta para marcharse, pero de algún modo le pareció que no debía aceptar sin protesta aquel sermón, y por eso se volvió otra vez y dijo en voz baja:—No todos son así.El hombre levantó despacio la vista y se quitó de nuevo las gafas. —¿Todavía estás ahí? ¿Qué hay que hacer para librarse de ti, me lo quieres decir? ¿Qué era eso tan importantísimo que has dicho?—No era importante —respondió el muchacho en voz más baja todavía—. Solo que… no todos los niños son como usted dice.—¡Vaya! —El hombre enarcó las cejas fingiendo asombro—. Entonces, tú eres sin duda una excepción, ¿no?El muchacho gordo no supo qué responder. Solo se encogió ligeramente de hombros y se volvió otra vez para irse.—¡Vaya educación! —oyó decir a sus espaldas a aquella voz refunfuñona—. Desde luego no te sobra, porque, si no, te hubieras presentado por lo menos.—Me llamo Bastian —dijo el muchacho—. Bastian Baltasar Bux.—Un nombre bastante raro —gruñó el hombre—, con esas tres bes. Bueno, de eso no tienes la culpa porque no te bautizaste tú. Yo me llamo Karl Konrad Koreander.


11—Tres kas —dijo el muchacho seriamente.—Mmm —refunfuñó el viejo—. ¡Es verdad! —Lanzó unas nubecillas de humo—. Bueno, da igual cómo nos llamemos porque no nos vamos a ver más. Ahora solo quisiera saber una cosa y es por qué has entrado en mi tienda con tanta prisa. Daba la impresión de que huías de algo. ¿Es cierto?Bastian asintió. Su cara redonda se puso de pronto un poco más pálida y sus ojos se hicieron aún mayores.—Probablemente habrás asaltado un banco —sugirió el señor Koreander—, o matado a alguna vieja o alguna de esas cosas que hacéis ahora. ¿Te persigue lapolicía, hijo?Bastian negó con la cabeza.—Vamos, habla —dijo el señor Koreander—. ¿De quién huyes?—De los otros.—¿De qué otros?—Los niños de mi clase.—¿Por qué?—Porque… no me dejan en paz.—¿Qué te hacen?—Me esperan delante del colegio.—¿Y qué?—Me llaman cosas. Me dan empujones y se ríende mí.—¿Y tú te dejas? —el señor Koreander miró al muchacho un momento con desaprobación y preguntó luego—: ¿Y por qué no les partes la boca?Bastian lo miró asombrado.


12—No…, no quiero. Además… no soy muy bueno boxeando.—¿Y qué tal la lucha? —quiso saber el señor Koreander—. Correr, nadar, fútbol, gimnasia… ¿No se te da bien nada de eso?El muchacho dijo que no con la cabeza.—En otras palabras —dijo el señor Koreander—, que eres un flojucho, ¿no?Bastian se encogió de hombros.—Pero hablar sí que sabes —dijo el señor Koreander—. ¿Por qué no les contestas cuando se metencontigo?—Ya lo hice una vez…—¿Y qué pasó?—Me metieron en un cacharro de basura y ataronlatapa. Estuve dos horas llamando hasta que me oyó alguien.—Mmm —refunfuñó el señor Koreander—, y ahora ya no te atreves.Bastian asintió.—O sea —dedujo el señor Koreander—, que además eres un gallina.Bastian bajó la cabeza.—Y seguramente un pelota también, ¿no? El mejor de la clase con todo sobresalientes, y enchufado contodos los profesores, ¿verdad?—No —dijo Bastian conservando la vista baja—.El año pasado se me cargaron.—¡Santo cielo! —exclamó el señor Koreander—. Una nulidad en toda la línea.


13Bastian no dijo nada. Solo siguió allí. Con los brazos colgantes y el abrigo chorreando.—¿Qué te llaman para burlarse de ti?—No sé… Todo lo que se les ocurre.—¿Por ejemplo?—¡Gordo! ¡Gordote! ¡Sentado en un bote! Si el bote se hunde, el Gordo se funde. ¡Bueno está que abunde!—No es muy ingenioso —opinó el señor Koreander—. ¿Y qué más?Bastian titubeó antes de hacer una enumeración.—Chiflado, bólido, cuentista, bolero…—¿Chiflado? ¿Por qué?—Porque a veces hablo solo.—¿De qué, por ejemplo?—Me imagino historias, invento nombres y palabras que no existen, y cosas así.—¿Y te lo cuentas a ti mismo? ¿Por qué?—Bueno, porque no le interesa a nadie. El señor Koreander se quedó un rato pensativo. —¿Qué dicen a eso tus padres?Bastian no respondió enseguida. Solo al cabo de un rato musitó: —Mi padre nunca dice nada. Le da todo igual.—¿Y tu madre?—No tengo.—¿Están separados tus padres?—No —dijo Bastian—. Mi madre está muerta.En aquel momento sonó el teléfono. El señor Koreander se levantó con cierto esfuerzo de su sillón y en


14tró arrastrando los pies en una pequeña habitación quehabía en la parte de atrás de la tienda. Descolgó el teléfono y Bastian oyó confusamente cómo el señor Koreander pronunciaba su nombre. Luego la puerta deldespacho se cerró y solamente alcanzó a oír un murmullo apagado.Bastian se puso en pie sin saber muy bien lo que le había pasado ni por qué había contado y confesado todo aquello. Le molestaba que le hicieran preguntas. De repente se dio cuenta con horror de que iba a llegar tarde al colegio; era verdad, tenía que darse prisa, correr… pero se quedó donde estaba, sin poder decidirse. Algo lo detenía, no sabía qué.En el despacho seguía oyéndose la voz apagada. Fue una larga conversación telefónica.Bastian se dio cuenta de que, durante todo el tiempo, había estado mirando fijamente el libro que el señor Koreander había tenido en las manos y ahora estaba en el sillón de cuero. Era como si el libro tuviera una especie de magnetismo que lo atrajera irresistiblemente.Lo cogió y lo miró por todos lados. Las tapas eran de color cobre y brillaban al mover el libro. Al hojearlo por encima, vio que el texto estaba impreso en dos colores. No parecía tener ilustraciones, pero sí unas letras iniciales de capítulo grandes y hermosas. Mirando con más atención la portada, descubrió en ella dos serpientes, una clara y otra oscura, que se mordían mutuamente la cola formando un óvalo. Y en ese óvalo, en letras caprichosamente entrelazadas, estaba el título:


15la Histsrg InterinblLas pasiones humanas son un misterio, y a los niños les pasa lo mismo que a los mayores. Los que se dejan llevar por ellas no pueden explicárselas, y los que no las han vivido no pueden comprenderlas. Hay hombres que se juegan la vida para subir a una montaña. Nadie, ni siquiera ellos, puede explicar realmente por qué. Otros se arruinan para conquistar el corazón de una persona que no quiere saber nada de ellos. Otros se destruyen a sí mismos por no saber resistir los placeres de la mesa… o de la botella. Algunos pierden cuanto tienen para ganar en un juego de azar, o lo sacrifican todo a una idea fija que jamás podrá realizarse. Unos cuantos creen que solo serán felices en algún lugar distinto, y recorren el mundo durante toda su vida. Y unos pocos no descansan hasta que consiguen ser poderosos. En resumen: existen tantas pasiones distintas como hombres distintos hay.La pasión de Bastian Baltasar Bux eran los libros.Quien no haya pasado nunca tardes enterasdelante de un libro, conlas orejas ardiéndole y elpelo caído por la cara,leyendo y leyendo,olvidado del mundo


16y sin darse cuenta de que tenía hambre o se estaba quedando helado…Quien nunca haya leído en secreto a la luz de una linterna, bajo la manta, porque papá o mamá o alguna otra persona solícita le ha apagado la luz con el argumento bienintencionado de que tiene que dormir, porque mañana hay que levantarse tempranito…Quien nunca haya llorado abierta o disimuladamente lágrimas amargas, porque una historia maravillosa acababa y había que decir adiós a personajesconlos que había corrido tantas aventuras, a los quequería y admiraba, por los que había temido y rezado,y sin cuya compañía la vida le parecería vacía y sinsentido…Quien no conozca todo eso por propia experiencia no podrá comprender probablemente lo que Bastian hizo entonces.Miró fijamente el título del libro y sintió frío y calor a un tiempo. Eso era, justo, lo que había soñado tan a menudo y lo que, desde que se había entregado a su pasión, venía deseando: ¡una historia que no acabase nunca! ¡El libro de todos los libros!¡Tenía que conseguirlo, costase lo que costase!¿Costase lo que costase? ¡Eso era muy fácil de decir!Aunque hubiera podido ofrecerle más de los tres marcosy cincuenta pfennig que le quedaban de su paga…, aquelantipático señor Koreander le había dado a entender con toda claridad que no le vendería ningún libro. Y, desde luego, no se lo iba a regalar. La cosa no tenía solución…


17Y, sin embargo, Bastian sabía que no podría marcharse sin él. Ahora se daba cuenta de que precisamente por aquel libro había entrado allí, de que el libro lohabía llamado de una forma misteriosa porque queríaser suyo, porque, en realidad, ¡le había pertenecidosiempre!Bastian escuchó atentamente el murmullo que, lo mismo que antes, venía del despacho.Antes de darse cuenta de lo que hacía, se había metido muy deprisa el libro bajo el abrigo y lo sujetaba contra el cuerpo con ambos brazos. Sin hacer ningún ruido, se dirigió a la puerta de la tienda andando hacia atrás y mirando entretanto temerosamente a la otra puerta, la del despacho. Levantó el picaporte con cautela. Quería evitar que las campanillas de latón sonaran y abrió la puerta de cristal solo lo suficiente para poder deslizarse por ella. Silenciosa y cuidadosamente, cerró la puerta por fuera.Y solo entonces comenzó a correr.Los cuadernos, los libros del colegio y la caja delápices saltaban y tableteaban en su cartera al ritmode sus piernas. Le dio una punzada en el costado, pero siguió corriendo.La lluvia le resbalaba por la cara, metiéndosele porel cuello. El frío y la humedad le calaban el abrigo,pero Bastian no lo notaba. Sentía calor, y no era solo decorrer.Su conciencia, que antes, en la tienda, no había dicho esta boca es mía, se había despertado de repente. Todas las razones que habían sido tan convincentes le


18parecieron de pronto totalmente increíbles, y se fundieron como monigotes de nieve bajo el aliento de undragón.Había robado. ¡Era un ladrón!Lo que había hecho era peor incluso que un robocorriente. Aquel libro era seguramente un ejemplarúnico e insustituible. Sin duda había sido el mayor delos tesoros del señor Koreander. Quitarle a un violinista el violín o a un rey su corona era peor que llevarse eldinero de un banco.Mientras corría, apretaba contra su cuerpo el libro, pordebajo del abrigo. No quería perderlo por muy caro que le costara. Era todo lo que le quedaba en el mundo.Porque a casa, naturalmente, no podía volver.Intentó imaginarse a su padre, sentado en la amplia habitación arreglada como laboratorio y trabajando. A su alrededor había docenas de vaciados en escayola de dentaduras humanas, porque era protésicodental. Bastian no había pensado nunca si a su padrele gustaba realmente aquel trabajo. Ahora se le ocurrió por primera vez, pero ya no podría preguntárselojamás.Si volviera a casa ahora, su padre saldría del taller con su bata blanca y, quizá, con una dentadura de escayola en la mano, y le preguntaría: «¿Ya de vuelta?», «Sí», diría Bastian. «¿No hay colegio hoy?». Bastian vio ante sí la cara tranquila y triste de su padre y se dio cuentade que le sería imposible mentir. Pero tampoco podía decirle la verdad. No, lo único que podía hacer era marcharse; a cualquier parte, muy lejos. Su padre no debía


19saber nunca que su hijo se había vuelto ladrón. Y quizá ni se diera cuenta de que Bastian no estaba ya. La idea resultaba incluso un tanto consoladora.Bastian había dejado de correr. Ahora andaba despacio y, al final de la calle, vio el edificio del colegio. Sin darse cuenta, había tomado su camino habitual. La calle le pareció vacía, aunque había personas aquí y allá. Pero, a quien llega tarde al colegio el mundo que lo rodea le parece siempre muerto. De todas formas, le daba miedo el colegio, escenario de sus fracasos diarios; le daban miedo los profesores, que le reñían amablemente odescargaban sobre él sus iras; miedo los otros niños,que se reían de él y no perdían oportunidad de demostrarle lo torpe y lo débil que era. El colegio le habíaparecido siempre como una pena de prisión larguísima, que duraría hasta que creciera y que él tenía quecumplir con muda resignación.Pero cuando iba ahora por sus pasillos llenos deecos, que olían a cera de pisos y a abrigo mojado, cuando el siniestro silencio del edificio le taponó de prontolos oídos como un trozo de algodón y cuando, finalmente, estuvo delante de la puerta de su clase, pintadadel mismo color espinaca seca que las paredes, comprendió que tampoco allí se le había perdido nada. Tenía que irse. Y lo mejor era hacerlo ya.¿Pero adónde?Bastian había leído en los libros historias de muchachos que se enrolan en un buque y se van a correr mundo para hacer fortuna. Algunos se hacían también piratas o héroes, y otros volvían ricos a su patria,


20unos años más tarde, sin que nadie sospechase quiénes eran.Pero una cosa así no se atrevía a hacerla Bastian. Ni siquiera podía imaginarse que lo aceptaran como grumete. Además, no tenía la menor idea de cómo llegar a un puerto donde hubiera buques apropiados para esas arriesgadas empresas.Entonces ¿adónde?Y de pronto se le ocurrió el lugar adecuado, el único en donde —por lo menos, de momento— no lo buscarían y encontrarían.El desván era grande y oscuro. Olía a polvo y naftalina. No se oía ningún ruido, salvo el suave tamborileo de la lluvia sobre las planchas de cobre del gigantesco tejado. Fuertes vigas, ennegrecidas por el tiempo, salían a intervalos regulares del entarimado, uniéndose más arriba a otras vigas del armazón del tejado y perdiéndose en algún lado en la oscuridad. Aquí y allá colgaban telas de araña, grandes como hamacas, que se columpiaban suave y fantasmalmente en el aire. De lo alto, donde había un tragaluz, bajaba un resplandor lechoso.La única cosa viva en aquel entorno, en donde el tiempo parecía detenerse, era un ratoncito que saltaba sobre el entarimado, dejando en el polvo huellas diminutas. Allí donde la colita le arrastraba, quedaba entre las impresiones de sus patas una raya delgada. De pronto se enderezó y escuchó. Y luego —¡hush!— desapareció en un agujero de las tablas.


21Se oyó el ruido de una llave en la gran cerradura. La puerta del desván se abrió despacio y rechinando y, por un instante, una larga franja de luz atravesó el cuarto. Bastian se metió dentro y cerró luego empujando la puerta, que rechinó otra vez. Metió una gran llave enlacerradura y la hizo girar. Luego echó además el cerrojo y dio un suspiro de alivio. Ahora sí que no podrían encontrarlo. Nadie lo buscaría allí. Solo muy raras veces venía alguien —¡de eso estaba bastante seguro!— e, incluso si la casualidad quería que precisamente hoy o mañana alguien tuviera algo que hacer allí, quien fuera se encontraría con la puerta cerrada. Y la llave no estaría. En el caso de que, a pesar de todo, abrieran la puerta, Bastian tendría tiempo suficiente para esconderse entre los cachivaches.Poco a poco, sus ojos se iban acostumbrando a la penumbra. Conocía el lugar. Seis meses antes, el portero del colegio le había pedido que lo ayudase a transportar un gran cesto de ropa lleno de viejos formularios y papeles que había que dejar en el desván. Entonces Bastian había visto dónde se guardaba la llave de la puerta: en un armarito que había en la pared, junto al tramo superior de la escalera. Desde entonces no había vuelto a pensar en ello. Pero ahora se había acordado otra vez.Bastian comenzó a tiritar, porque tenía el abrigo empapado y allí arriba hacía mucho frío. Por de pronto, tenía que buscar un lugar en donde ponerse un poco más cómodo. Al fin y al cabo, tendría que estar allí mucho tiempo. Cuánto… En eso no quería pensar de momento, ni tampoco en que pronto tendría hambre y sed.


22Anduvo un poco por allí.Había toda clase de trastos, tumbados o de pie; estantes llenos de archivadores y de legajos no utilizadoshacía tiempo, pupitres manchados de tinta y amontonados, un bastidor del que colgaba una docena de mapasantiguos, varias pizarras con la capa negra desconchada, estufas de hierro oxidadas, aparatos gimnásticos inservibles, balones medicinales pinchados y un montónde colchonetas de gimnasia viejas y manchadas, amén dealgunos animales disecados, medio comidos por la polilla, entre ellos una gran lechuza, un águila real y unzorro, toda clase de retortas y probetas rajadas, una máquina electrostática, un esqueleto humano que colgabade una especie de armario de ropa y muchas cajas ycajones llenos de viejos cuadernos y libros escolares.Bastian se decidió finalmente a hacer habitable el montón de colchonetas viejas. Cuando uno se echaba encima, se sentía casi como en un sofá. Las arrastró hastadebajo del tragaluz, donde la claridad era mayor. Cercahabía, apiladas, unas mantas militares de color gris,desde luego muy polvorientas y rotas, pero plenamenteaprovechables. Bastian las cogió. Se quitó el abrigo mojado y lo colgó junto al esqueleto en el ropero. El esqueleto se columpió un poco, pero a Bastian no le dabamiedo. Quizá porque estaba acostumbrado a ver en sucasa cosas parecidas. Se quitó también las botas empapadas. En calcetines, se sentó al estilo árabe sobre lascolchonetas y, como un indio, se echó las mantas grisessobre los hombros. Junto a él tenía su cartera… y el libro de color cobre.


23Pensó que los otros, en la clase de abajo, debían deestar dando precisamente Lengua. Quizá tuvieran que escribir una redacción sobre algún tema aburridísimo.Bastian miró el libro.«Me gustaría saber —se dijo— qué pasa realmente enun libro cuando está cerrado. Naturalmente, dentro hay solo letras impresas sobre el papel, pero sin embargo… Algo debe de pasar, porque cuando lo abro aparece de pronto una historia entera. Dentro hay personas que no conozco todavía, y todas las aventuras, hazañas y peleas posibles… y a veces se producen tormentas en el mar o se llega a países o ciudades exóticos. Todo eso está en el libro de algún modo. Para vivirlo hay que leerlo, eso está claro. Pero está dentro ya antes. Me gustaría saber de qué modo».Y de pronto sintió que el momento era casi solemne.Se sentó derecho, cogió el libro, lo abrió por la primera página y comenzó a leerla Histsrg Interinbl


24I FantasiaEn pEligro sus agujeros, nidos y madrigueras se dirigían todos los animales del Bosque de Haule.Era medianoche, y en las copas de los viejísimos y gigantescos árboles rugía un viento tempestuoso. Los troncos, gruesos como torres, rechinaban y gemían.De pronto, un resplandor suave cruzó en zigzag por el bosque, se quedó temblando aquí o allá, levantó el vuelo, se posó en una rama y se apresuró a continuar. Era una esfera luminosa, aproximadamente del tamaño de una pelota, que daba grandes saltos, rebotaba de vez en cuando en el suelo y volvía a flotar en el aire. Perono era una pelota.Era un fuego fatuo. Y se había extraviado. Un fuego fatuo infatuado, lo que resulta bastante raro, incluso en Fantasia. Normalmente son los fuegos fatuos los que hacen que otros se infatúen.En el interior del redondo resplandor se veía una figura pequeña y muy viva, que saltaba y corría a más no
a


25poder. No era un hombrecito ni una mujercita, porque esas diferencias no existen entre los fuegos fatuos. Llevaba en la mano derecha una diminuta bandera blanca, que tremolaba a sus espaldas. Se trataba, pues, de un mensajero o de un parlamentario.No había peligro de que, en sus grandes saltos aéreosen la oscuridad, se diera contra el tronco de algún árbol,porque los fuegos fatuos son increíblemente ágiles y ligeros y pueden cambiar de dirección en mitad de un salto. A eso se debía su ruta en zigzag, porque, en general, semovía siempre en una dirección determinada.Hasta que llegó a un saliente rocoso y retrocedió asustado. Jadeando como un perrito, se sentó en la oquedad de un árbol y reflexionó un rato, antes de atreverse a asomar de nuevo y mirar con precaución al otro lado de la roca.


26Ante él se extendía un claro del bosque y allí, a laluz de una hoguera, había tres personajes de clase y tamaño muy distintos. Un gigante que parecía hecho depiedra gris y que tenía casi diez pies de largo estabaechado sobre el vientre. Apoyaba en los codos la partesuperior de su cuerpo y miraba a la hoguera. En su rostro de piedra erosionada, que resultaba extrañamentepequeño sobre sus hombros poderosos, la dentadurasobresalía como una hilera de cinceles de acero. El fuego fatuo se dio cuenta de que el gigante pertenecía a laespecie de los comerrocas. Eran seres que vivían inconcebiblemente lejos del Bosque de Haule, en unamontaña… pero no solo vivían en esa montaña, sinotambién de ella, porque se la iban comiendo poco apoco.Sealimentaban de rocas. Afortunadamente, eran muyfrugales y un solo bocado de ese alimento, paraellossumamente nutritivo, les bastaba para semanas y meses. Además, no había muchos comerrocas y, por otraparte, la montaña era muy grande. Pero como aquellosseres vivían allí desde hacía mucho tiempo —eran mucho más viejos que la mayoría de las criaturas de Fantasia—, la montaña, con el paso de los años, había adquirido un aspecto muy raro. Parecía un gigantesco quesode emmental lleno de agujeros y cavernas. Sin duda poreso la llamaban la Montaña de los Túneles.Pero los comerrocas no solo se alimentaban de piedra, sino que hacían de ella todo lo que necesitaban: muebles, sombreros, zapatos, herramientas…, hasta relojes de cuco. Y por eso no resultaba muy sorprendente que aquel comerrocas tuviera detrás una especie de bi


27cicleta totalmente hecha del material citado, con dos ruedas que asemejaban robustas piedras de molino. En conjunto, la bicicleta parecía una apisonadora con pedales.El segundo personaje que se sentaba a la derecha de la hoguera era un pequeño silfo nocturno. Como mucho, era dos veces mayor que el fuego fatuo y parecía una oruga negra como la pez, cubierta de piel, que se hubiera puesto de pie. Gesticulaba vivamente al hablar, con sus dos diminutas manitas de color rosa, y allí donde, bajo unos pelos negros y revueltos, debía de tener la cara, ardían dos grandes ojos, redondos como lunas.Silfos nocturnos, de las formas y los tamaños más variados, había en Fantasia por todas partes y, por eso, no sepodía saber a primera vista si aquel había llegado de cercao de lejos. De todos modos, parecía estar también de viaje, porque la montura habitual de los silfos nocturnos —un gran murciélago— colgaba boca abajo, envuelta ensus alas como un paraguas cerrado, de una rama situadadetrás de él.Al tercer personaje del lado izquierdo de la hoguera solo lo descubrió el fuego fatuo al cabo de un rato, porque era tan pequeño que, desde aquella distancia, solo podía verse con dificultad. Pertenecía a la especie de los diminutenses, y era un tipejo muy fino, con un trajecito de colores y un sombrero de copa rojo en la cabeza.Sobre los diminutenses el fuego fatuo no sabía casi nada. Solo una vez había oído decir que ese pueblo construía ciudades enteras en las ramas de los árboles, en las que las casitas estaban unidas entre sí por escale


28rillas, escalas de cuerda y toboganes. Sin embargo, esas gentes vivían en una parte totalmente distinta del reino sin fronteras de Fantasia, más lejos, mucho más lejos aún que los comerrocas. Por eso era tanto más extraño que la cabalgadura que aquel diminutense tenía a su lado fuera precisamente un caracol. Estaba detrás de él. Sobre su concha de color rosa brillaba una sillita de montar plateada, y también el bocado y las riendas que sujetaban sus cuernos brillaban como hilos de plata.El fuego fatuo se maravilló de que aquellos serestan diversos se sentasen juntos armoniosamente, porque por lo común, en Fantasia, no todas las especiesvivían en paz y armonía. A menudo había luchas y guerras; existían también rivalidades de siglos entre determinadas especies, y además no solo había criaturas buenas y honradas, sino también rapaces, perversas ycrueles. El propio fuego fatuo pertenecía a una familiaa la que podían ponerse reparos en materia de credibilidad y fiabilidad.Solo después de haber contemplado un rato la escena se dio cuenta el fuego fatuo de que los tres personajes llevaban una banderita blanca o una banda también blanca cruzada en el pecho. Así pues, eran igualmente mensajeros o parlamentarios, y eso explicaba, desde luego, que se comportasen de manera tan pacífica.¿No estarían de viaje, a fin de cuentas, por las mismas razones que el fuego fatuo?Lo que hablaban no se podía entender desde lejos, a causa del rugiente viento que sacudía las copas de los árboles. Pero, como se respetaban mutuamente en cali


29dad de mensajeros, quizá reconocerían también como tal al fuego fatuo y no le harían nada. Y, al fin y al cabo, tenía que preguntar a alguien el camino. Sería difícil que se presentara una oportunidad mejor en pleno bosque y en plena noche. Así pues, se decidió, salió de su escondite agitando la banderita blanca y se quedó temblando en el aire.El comerrocas, que tenía el rostro vuelto en su dirección, fue el primero que lo vio.—Hay muchísimo tráfico esta noche —dijo con voz rechinante—. Ahí llega otro.—¡Huyhuy, un fuego fatuo! —cuchicheó el silfo nocturno, y sus ojos de luna se encendieron—. ¡Me alegro, me alegro!El diminutense se puso en pie, dio unos pasitos hacia el recién llegado y gorjeó: —Si no me equivoco, ¿usted está aquí también en calidad de mensajero?—Sí —dijo el fuego fatuo.El diminutense se quitó el rojo sombrero de copa, hizo una pequeña reverencia y trinó: —En tal caso, acérquese por favor. También nosotrossomos mensajeros. Siéntese.Y, con un gesto de invitación, señaló con el sombrerito el sitio libre que quedaba junto a la hoguera.—Muchas gracias —dijo el fuego fatuo acercándose más, tímidamente—, perdonen la libertad. Permítanme que me presente: me llamo Blubb.—Encantado —respondió el diminutense—. Yo me llamo Úckuck.


30El silfo nocturno se inclinó sin levantarse. —Mi nombre es Vúschvusul.—Mucho gusto en conocerlo —rechinó el comerrocas—. Yo soy Pyernrajzark.Los tres miraron al fuego fatuo, que desvió la mirada nervioso. A estos les resulta muy desagradable que los miren descaradamente.—¿No quiere sentarse, amigo Blubb? —preguntó el diminutense.—La verdad es que tengo mucha prisa —respondió el fuego fatuo— y solo quería preguntarles cómo llegar desde aquí a la Torre de Marfil.—¡Huyhuy! —dijo el silfo nocturno—. ¿Quieres ver a la Emperatriz Infantil?—Exacto —dijo el fuego fatuo—. Tengo un mensaje muy importante que transmitirle.—¿Qué mensaje? —rechinó el comerrocas.—Bueno… —el fuego fatuo cambió el peso de su cuerpo de una pierna a otra—, es un mensaje secreto.—Los tres tenemos la misma misión que tú… ¡Huyhuy! —respondió Vúschvusul, el silfo nocturno—. Estamos entre colegas.—Es posible que incluso llevemos el mismo mensaje —opinó Úckuck, el diminutense.—¡Siéntate y cuéntanos! —rechinó Pyernrajzark.El fuego fatuo se instaló en el sitio libre.—Mi patria —comenzó a decir después de reflexionar un poco— se encuentra bastante lejos de aquí… No sé si alguno de los presentes la conoce. Se llama Podrepantano.


31—¡Huyhuy! —suspiró encantado el silfo nocturno—. ¡Un lugar maravilloso!El fuego fatuo sonrió débilmente.—¿Verdad que sí?—¿Y qué más? —rechinó Pyernrajzark—. ¿Por qué estás aquí, Blubb?—En Podrepantano, nuestro país —siguió diciendo entrecortadamente el fuego fatuo—, ha ocurrido algo… algo incomprensible… Es decir, está ocurriendo aún… Es difícil describirlo… Empezó por, es decir… Bueno, al este de nuestro país hay un lago… o, mejor dicho, había… llamado Cálidocaldo. Y todo empezó porque, un día, el lago de Cálidocaldo no estaba ya allí… Simplemente había desaparecido, ¿comprendéis?—¿Quiere usted decir —preguntó Úckuck— que se secó?—No —repuso el fuego fatuo—, en tal caso habría ahora allí un lago seco. Pero no es así. Donde estaba el lago no hay nada… Simplemente nada, ¿comprendéis?—¿Un agujero? —gruñó el comerrocas.—No, tampoco un agujero —el fuego fatuo parecía cada vez más desamparado—. Un agujero es algo. Y allí no hay nada.Los otros tres mensajeros intercambiaron miradas.—¿Qué aspecto tiene… huyhuy… esa nada? —preguntó el silfo nocturno.—Eso es precisamente lo que es tan difícil de describir —aseguró el fuego fatuo con tristeza—. En realidad, no se parece a nada. Es como… como… Bueno, ¡no hay palabras para describirlo!


32—¿Como si uno se quedara ciego al mirar ese lugar, no? —se le ocurrió al diminutense.El fuego fatuo lo contempló con la boca abierta.—¡Eso es exactamente! —exclamó—. Pero ¿de dónde… quiero decir, cómo… o es que también conocéis ese…? —¡Un momento! —rechinó el comerrocas interviniendo—. ¿Eso ha ocurrido en un solo lugar?—Al principio sí —explicó el fuego fatuo—; es decir, el lugar se hizo cada vez mayor. Cada vez faltaba algo más en la región. El Supersapo Sumpf, que vivía con su pueblo en el lago de Cálidocaldo, desapareció de repente. Otros habitantes comenzaron a huir. Pero poco a poco empezó también en otros lugares de Podrepantano. A veces era al principio muy pequeño, una cosa de nada, del tamaño de un huevo de gallineta. Pero esos lugares se ensanchaban. Si alguien, por descuido, ponía el pie en ellos, el pie… o la mano… o lo que hubiese entrado allí desaparecía también. Por lo demás, no es doloroso… Lo único que pasa es que, al que sea, le falta de pronto un pedazo. Algunos hasta se han tirado dentro intencionadamente, al ver que la nada se les acercaba demasiado. Tiene una fuerza de atracción irresistible, que se hace tanto más intensa cuanto mayor es el lugar. Ninguno de nosotros podía explicarse qué era esa cosa horrible, de dónde venía ni qué se podía hacer contra ella. Y, como por sí sola no desaparecía, sino que se extendía cada vez más, finalmente se decidió enviar un mensajero a la Emperatriz Infantil para pedirle consejo y ayuda. Y ese mensajero soy yo.


33Los otros tres miraban ante sí en silencio.—¡Huyhuy! —se oyó decir al cabo de un rato a la voz lastimera del silfo nocturno—. Allí de donde yo vengo ocurre exactamente lo mismo. Y estoy aquí con la misma misión… ¡Huyhuy!El diminutense volvió el rostro hacia el fuego fatuo.—Cada uno de nosotros —gorjeó— viene de un paísdistinto de Fantasia. Nos hemos encontrado aquí por pura casualidad. Pero todos traemos el mismo mensaje para la Emperatriz Infantil.—Lo que quiere decir —gimió el comerrocas— es que Fantasia entera está en peligro.El fuego fatuo los miró uno tras otro, con un susto de muerte.—Entonces —exclamó poniéndose en pie de un salto—, ¡no hay un segundo que perder!—De todas formas, íbamos a marcharnos ya —explicó el diminutense—. Solo habíamos hecho un alto a causa de la impenetrable oscuridad de este Bosque de Haule. Pero ahora que está con nosotros, Blubb, podrá iluminarnos.—¡Imposible! —exclamó el fuego fatuo—. No puedo esperar a alguien que monta en un caracol.—¡Pero si es un caracol de carreras! —dijo el diminutense un tanto molesto.—Y además… ¡Huyhuy! —cuchicheó el silfo nocturno—. ¡Si no, no te diremos la dirección!—¿Con quién estáis hablando? —gruñó el comerrocas.


34Porque la verdad era que el fuego fatuo no había oído ya las últimas palabras de los otros mensajeros, sino que se alejaba por el bosque a grandes saltos.—Bueno —dijo Úckuck, el diminutense, echándose el sombrero de copa rojo hacia atrás—, como alumbradode carretera, un fuego fatuo quizá no hubiera sido de todas formas lo adecuado.Al mismo tiempo saltó a la silla de su caracol de carreras.—También yo —declaró el silfo nocturno llamando con un suave ¡huyhuy! a su murciélago— preferiríaquecada uno viajara por su cuenta. ¡Al fin y al cabo, voy por el aire!Y, ¡zas!, desapareció.El comerrocas apagó el fuego de la hoguera golpeándola simplemente unas cuantas veces con la palma de la mano.—También yo lo prefiero —se le oyó rechinar en la oscuridad—. Así no tendré que preocuparme de no aplastar cualquier cosa diminuta.Y se le oyó penetrar en el bosquecillo sobre su potente bicicleta, con toda clase de crujidos y chasquidos. De vez en cuando chocaba sordamente contra algún gigante arbóreo y se le oía rechinar y gruñir. Poco a poco, el estrépito se alejó en la oscuridad.Úckuck, el diminutense, se quedó solo. Cogió las riendas de hilo de plata y dijo:—Bueno, veremos quién llega antes. ¡Vamos, viejo, vamos!Y chasqueó la lengua.


35Y luego no se oyó nada más que el viento tempestuoso, que rugía en las copas de los árboles del Bosque de Haule.El reloj de la torre próxima dio las nueve.Solo de mala gana volvieron a la realidad los pensamientos de Bastian. Le alegraba que la Historia Interminable no tuviera nada que ver con esa realidad.No le gustaban los libros en que, con malhumor y de forma avinagrada, se contaban acontecimientos totalmente corrientes de la vida totalmente corriente de personas totalmente corrientes. De eso había ya bastante en la realidad y, ¿por qué había que leer además sobre ello? Por otra parte, le daba cien patadas cuando se daba cuenta de que lo querían convencer de algo. Y en esa clasede libros, más o menos claramente, siempre lo querían convencer a uno de algo.Bastian prefería los libros apasionantes, o divertidos, o que hacían soñar; libros en los que personajes inventados vivían aventuras fabulosas y en los que uno podía imaginárselo todo.Porque eso sabía hacerlo…, quizá fuera lo únicoque de verdad sabía hacer: imaginarse algo tan claramente que casi podía verlo y oírlo. Cuando se contabaa sí mismo sus historias, a menudo olvidaba todo loque le rodeaba y se despertaba solo al final, como deun sueño. ¡Y aquel libro era exactamente de la mismaclase que sus propias historias! Al leerlo, no solo habíaoído el rechinar de los gruesos troncos y el rugido


36delviento en las copas de los árboles, sino también las distintas voces de los cuatro extraños mensajeros, y hasta se había imaginado percibir el olor del musgo y del suelo del bosque.Abajo, en la clase, comenzaría pronto la hora de Ciencias, que consistía sobre todo en contar pistilos y estambres a las flores. Bastian se alegró de estar en su escondite y poder leer. ¡Era exactamente el libro apropiado para él, pensó, exactamente el apropiado!Una semana más tarde, Vúschvusul, el pequeño silfo nocturno, llegó a la meta el primero. O, más bien, estaba convencido de ser el primero, porque había llegado por los aires.Era la hora de la puesta de sol, y las nubes del cielo de la tarde parecían de oro líquido, cuando se dio cuenta de que su murciélago se cernía ya sobre el Laberinto. Ese era el nombre de una gran llanura que se extendía de horizonte a horizonte, y que no era otra cosa que un jardín inmenso, lleno de perfumes turbadores y colores de sueño. Entre arbustos, setos, prados y macizos con las flores más extrañas y extraordinarias, discurrían anchos caminos y estrechas veredas de forma tan artística y complicada, que el jardín entero formaba un laberintode increíble extensión. Naturalmente, aquel laberinto solo se había construido para jugar y divertirse, y no paraponer seriamente en peligro a nadie ni para defenderse contra ningún atacante. Para ello no hubiera servido y tampoco la Emperatriz Infantil necesitaba esa protec


37ción. En todo el reino sin fronteras de Fantasia no había nadie de quien tuviera que guardarse. Eso se debía a algoque pronto sabremos.Mientras el pequeño silfo nocturno planeaba con su murciélago, sin hacer ruido alguno, sobre aquel laberintode flores, pudo observar toda clase de extraños animales. En un pequeño claro, entre lilas y lluvias de oro,jugaba una manada de jóvenes unicornios al sol crepuscular, y una vez hasta le pareció haber visto, bajo una gigantesca campánula azul, a la famosa ave fénix en su nido, pero no estaba totalmente seguro y tampoco quiso volver para comprobarlo, a fin de no perder tiempo. Porque ahora aparecía ya ante él, en medio del Laberinto y reluciendo en forma maravillosa, la Torre de Marfil: el corazón de Fantasia y la residencia de la Emperatriz Infantil.La palabra «torre» podría dar quizá, a alguien que no haya visto nunca el lugar, una falsa impresión, como si se tratase de la torre de una iglesia o de un castillo. La Torre de Marfil era tan grande como una ciudad. Desde lejos, parecía un picacho alto y puntiagudo, retorcido sobre sí mismo como una concha de caracol, y cuyo punto más alto llegaba a las nubes. Solo al acercarse se veía que aquel inmenso pilón de azúcar se componía de innumerables torres, torreones, cúpulas, tejados, miradores, terrazas, arcos, escaleras y balaustradas, que se entrecruzaban y entrelazaban. Todo era del marfil más blanco de Fantasia, y cada detalle estaba tan soberbiamente tallado, que se hubiera podido tomar por el más fino encaje.


38En todos aquellos edificios vivía la corte que rodeaba a la Emperatriz Infantil: tesoreros y sirvientas, sabias y astrólogos, magos y bufones, mensajeros, cocineros yacróbatas, funámbulas y narradores de historias, heraldos, jardineros, guardianes, sastres, zapateros y alquimistas. Y arriba del todo, en la punta más alta de lamajestuosa torre, vivía la Emperatriz Infantil en unpabellón que tenía la forma de un capullo de magnolia. Algunas noches, cuando la luna llena brillaba enel cielo estrellado de forma especialmente grandiosa,las hojas de marfil se abrían convirtiéndose en una espléndida flor en cuyo centro estaba la Emperatriz Infantil.El pequeño silfo nocturno aterrizó con su murciélago en una de las terrazas bajas, donde estaban las caballerizas. Al parecer, alguien debía de haber anunciadosullegada, porque lo esperaban ya cinco cuidadores imperiales de animales, que lo ayudaron a bajar de la silla, se inclinaron ante él y luego, en silencio, le ofrecieron la libación ceremonial de bienvenida. Vúschvusul probó apenas del vaso de marfil, para guardar las formas, y luego lo devolvió. Cada uno de los cuidadores bebió igualmente un trago, y luego todos se inclinaron de nuevo y llevaron al murciélago a los establos. Todo se desarrolló en silencio.Cuando el murciélago llegó al lugar que le estabadestinado, no tocó la bebida ni la comida, sino que seenrolló enseguida sobre sí mismo, se colgó de su gancho cabeza abajo y cayó en un profundo sueño de agotamiento. Lo que había exigido de él el pequeño silfo


39nocturno había sido un poco excesivo. Los cuidadoreslo dejaron en paz y se marcharon de puntillas.En aquel establo, por cierto, había muchas cabalgaduras: un elefante rosa y uno azul, un gigantesco grifo, cuya parte superior parecía de águila y la inferiorde león, un caballo blanco alado, cuyo nombre fue conocido en otro tiempo fuera de Fantasia, pero ahora sehabía olvidado, algunos perros voladores, otros murciélagos también y hasta libélulas y mariposas para jinetes especialmente pequeños. En otros establos habíaademás otras cabalgaduras que no volaban, sinoque corrían, reptaban, saltaban o nadaban. Y cada unade ellas tenía cuidadores especiales para su servicio yaseo.Lo normal hubiera sido que se oyera una considerable confusión de voces: bramidos, chillidos, silbidos, gorjeos, cantos de rana y graznidos. Pero reinaba un silencio total.El pequeño silfo nocturno estaba aún en el sitio enque el cuidador lo había dejado. De repente se sintióabatido y desanimado, sin saber muy bien por qué.Pero también él estaba agotado por el largo, larguísimo viaje. Y ni siquiera el hecho de haber sido el primero lo animaba.—Hola —oyó decir de pronto a una vocecita gorjeante—, ¿no es nuestro amigo Vúschvusul? ¡Qué bien que haya llegado usted por fin!El silfo nocturno miró a su alrededor y sus ojos de luna se encendieron porque, en una balaustrada, apoyado negligentemente contra un tiesto de flores, estaba


40Úckuck, el diminutense, agitando su rojo sombrero de copa.—¡Huyhuy! —dijo el silfo nocturno desconcertado, y, al cabo de un rato, repitió otra vez—: ¡Huyhuy! —Simplemente no se le ocurría nada más inteligente.—Los otros dos —explicó el diminutense— no han llegado aún. Yo estoy aquí desde ayer por la mañana.—¿Cómo… ¡huyhuy!… es posible? —preguntó el silfo nocturno.—Bueno —dijo el diminutense, sonriendo con un poco de condescendencia—, ya se lo dije: tengo un caracol de carreras.El silfo nocturno se rascó con su manita rosa la negra maraña de piel de la cabeza.—Tengo que ver enseguida a la Emperatriz Infantil —dijo lloriqueando.El diminutense lo miró pensativo.—Mmm —dijo—, bueno, yo solicité audiencia ya ayer.—¿Audiencia? —preguntó el silfo nocturno—. ¿No se la puede ver enseguida?—Me temo que no —gorjeó el diminutense—, hay que esperar mucho. Hay… cómo diría… una enorme afluencia de mensajeros.—Huyhuy —gimió el silfo nocturno—, ¿por qué?—Lo mejor —trinó el diminutense— es que lo vea usted por sí mismo. Venga, amigo Vúschvusul, ¡venga!Los dos se pusieron en camino.La calle principal, que ascendía por la Torre de Marfil en una espiral cada vez más estrecha, estaba llena de


41una densa multitud de extraños personajes. Gigantescos yinnis, ataviados con turbantes, diminutos duendes, trolls de tres cabezas, enanos barbudos, hadas luminosas, faunos de pies de cabra, mujercitas salvajes con piel de vellón do