Powerless

Lauren Roberts

Fragmento

Powerless-1

El líquido cálido y espeso me corre por el brazo.

Sangre.

Qué raro, no recuerdo que el guardia me hiriera con la espada antes de que le acertara con el puño en la cara. Es un rayo, pero por lo visto no pudo moverse más deprisa que mi gancho de derecha hacia su mandíbula.

El olor del hollín me pica en la nariz, me obliga a apretármela con los dedos sucios para que no se me escape un estornudo.

«Que sería una manera patética de dejarme pillar».

Cuando estoy segura de que la nariz no me va a delatar a los imperiales que acechan bajo mi escondite, vuelvo a poner la mano contra la pared mugrienta en la que tengo apoyada la espalda, con los pies bien plantados en la que tengo enfrente, y me fuerzo a seguir subiendo mientras contengo el estornudo.

No había planeado pasarme la tarde trepando por el interior de una chimenea. El espacio es tan reducido que no paro de sudar, y me tengo que tragar el miedo para seguir subiendo por el estrecho espacio, ansiosa por cambiar las paredes sucias por la noche estrellada. Cuando por fin asomo la cabeza, respiro con ansia el aire pegajoso, salgo y, de inmediato, me bombardea una nueva mezcla de olores, mucho más desagradable que el del hollín que se me ha pegado al cuerpo, a la ropa, al pelo. Sudor, pescado, especias, seguro que algunos fluidos corporales. Todo se junta para crear el hedor que envuelve a Saqueo.

Sobre la chimenea, en equilibrio, fuerzo la vista en la penumbra del tejado para inspeccionarme el brazo. Casi me he olvidado de examinarlo, no me lo ha recordado el habitual dolor mordiente de un tajo de espada.

Me arranco una tira de tela de la camiseta sudada que llevo pegada al cuerpo y me limpio el corte con cuidado.

«Adena me va a matar, le he echado a perder las puntadas. Otra vez».

Me sorprende que no me duela, así que me froto el brazo con el tejido basto para limpiar la sustancia pegajosa.

Y entonces me llega su olor.

Miel.

La misma miel que rezuman los bollos que llevo en los bolsillos del andrajoso chaleco y que ahora me corre por el brazo. La he confundido con sangre. Suelto un suspiro de reproche contra mí misma.

Pero es una grata sorpresa. Es más fácil quitar de la ropa las manchas de miel que las de sangre.

Respiro hondo y contemplo los edificios que amenazan de convertirse en ruina, entre las sombras que proyectan las farolas titubeantes de la calle. Aquí, en los barrios bajos, no hay mucha electricidad, pero el rey nos ha cedido generosamente unas cuantas farolas. Los voltios y los eruditos utilizan sus habilidades para crear una red eléctrica permanente, así que por su culpa me cuesta más refugiarme entre las sombras.

A medida que se sale de los barrios bajos, las hileras de casas y tiendas van mejorando en tamaño y estado. Las chabolas se convierten en casitas, las casitas en mansiones, y así hasta llegar arriba, a la edificación más intimidante. Entorno los ojos y escudriño la oscuridad, y apenas alcanzo a ver las torres imponentes del castillo real y la bóveda de la Arena que se alza cerca.

Vuelvo a centrarme en la calle ancha que se abre ante mí y examino los edificios de los alrededores. Saqueo es el corazón de los barrios bajos, el lugar desde donde se bombea el crimen y el comercio hacia el resto de la ciudad. De ahí salen docenas de calles y callejones que forman el laberinto de la ciudad; sonrío y dejo escapar un suspiro ante la calle conocida que veo a mis pies.

Mi casa. Bueno, más o menos. Para ser una casa de verdad, un hogar, tendría que tener techo.

«Pero es más divertido mirar las estrellas que un techo».

Lo sé muy bien, porque antes tenía un techo al que mirar por las noches. Era cuando no me hacía falta la compañía de las estrellas.

La mirada se desvía sin pedir permiso hacia donde estaba antes mi hogar, entre las calles Mercader y Olmo. Hacia donde seguro que hay una familia sentada en torno a la mesa, compartiendo cena y risas, hablando de cómo les ha ido el día…

Oigo un golpe y a continuación un murmullo de voces que me arrancan de la amargura de mis pensamientos. Escucho, pero apenas distingo la voz ahogada y grave del guardia al que dejé fuera de servicio hace un rato.

—Se me acercó por detrás, sin el menor ruido, como un ratón, y luego…, cuando me quise dar cuenta, un golpecito en el hombro, un puñetazo en la cara.

Una voz femenina, aguda y enojada, resuena por la chimenea.

—Por la plaga, eres un rayo, lo tuyo es la velocidad, ¿no? —Se para y respira hondo—. ¿Al menos le viste la cara antes de dejar que me robara? ¿Que me robara otra vez?

—Solo le vi los ojos —masculla el guardia—. Azules. Muy azules.

La mujer suelta un bufido de irritación.

—Menuda ayuda. Voy a parar a todo el que pase por Saqueo a ver si sus ojos encajan con esa descripción tan precisa, «muy azules».

Casi se me escapa la risa, pero en ese momento se oyen crujidos y una serie de pisadas. El gemido de la madera medio podrida bajo varios pares de botas me dice de inmediato que tres guardias más van a unirse a la búsqueda.

«Así que mutis por el foro».

Bajo de la chimenea, me agarro a la baranda del tejado y paso las piernas hacia el otro lado para quedar suspendida sobre la calle. Dejo escapar el aire, me suelto y aprieto los dientes para no gritar cuando la gravedad tira de mí hacia el suelo. Aterrizo sin la menor elegancia en el carro de heno de un mercader. La paja seca y dura me pincha la ropa como si fuera uno de los alfileteros de Adena, y una nube de hollín y heno se alza en la brisa de la noche cuando salto a la calle.

Mientras me quito la paja del pelo enmarañado, echo a andar de vuelta al Fuerte, entre los carros destartalados de los mercaderes, abandonados durante la noche, y esquivando la basura y los restos. Oigo al pasar los susurros de los saqueños que pasan la noche en los callejones, escondidos entre los edificios.

Noto el peso del puñal que llevo metido en la bota y me relajo con el contacto del acero frío al pasar junto a un grupo de gente como yo, sin techo, que pasan la noche juntos para darse calor. Algunos están cobijados por un tenue campo de fuerza de un tono purpúreo, mientras que otros no tienen un poder tan fuerte que les permita dormir con tranquilidad, y precisamente por eso han de vivir en los barrios bajos.

Sigo caminando con paso rápido y seguro, sin dejar de lanzar miradas hacia los callejones, sin bajar la guardia en ningún momento. Los pobres no discriminan. Un chelín es un chelín, y no les importa quitárselo a quien está aún peor que ellos.

Me cruzo con varios guardias al recorrer las callejas, lo que me obliga a ir más despacio para mantenerme lo más lejos posible de ellos. No hay tienda, esquina o calle que no haya recibido el regalo de un agente del orden con uniforme blanco y ojos crueles. Gracias a un decreto del rey, fruto de la ola de crímenes, los brutales imperiales están por doquier en Saqueo.

Una ola de crímenes que no tiene nada que ver conmigo, claro.

Me meto por un callejón más estrecho y voy hacia la pared del fondo. Allí, contra el rincón, hay una barricada de carretas rotas, cartones, sábanas viejas y la plaga sabe qué más cosas. No he recorrido ni la mitad del camino que me separa del montón de basura que es nuestro hogar cuando una cabeza con pelo rizado que le llega al cuello asoma del Fuerte.

—¿Lo has conseguido?

Descruza las largas piernas para levantarse sin esfuerzo y atraviesa el metro de basura que forma la pared de nuestra barricada sin pensárselo dos veces antes de correr hacia mí con tanta esperanza en los ojos como si le fuera a ofrecer un techo de verdad y una buena cena caliente. Y no le puedo dar nada de eso, pero tengo algo que le parece mucho mejor.

Dejo escapar un suspiro.

—Me ofende que dudes de mí, Adena. Con los años que llevamos así ya podrías tener un poco más de fe en mis habilidades. —Me descuelgo el paquete del hombro y saco de dentro la seda arrugada sin poder disimular la sonrisa cuando veo la expresión de admiración que se le dibuja en la cara.

Me arranca la seda de las manos con codicia y pasa los dedos por los pliegues suaves del tejido. Me mira con los ojos color avellana, bajo el flequillo de rizos, como si hubiera erradicado la plaga yo sola, en lugar de robarle una tela a una mujer que no tiene mucho más que nosotras.

Ahora mismo soy la heroína, no la villana.

La sonrisa de Adena es más luminosa que el sol sobre el desierto de las Brasas.

—Pae, es una maravilla lo que consigues, es cosa de magia.

Me echa los brazos al cuello y me da un abrazo de oso que hace que se vierta más miel por los bolsillos del chaleco.

—Por cierto…

Consigo apartarme de ella y rebusco en los bolsillos. Saco seis bollos de miel medio aplastados y con restos de heno, muy poco apetitosos.

Adena abre los ojos como platos y me arranca uno de la mano con tanta codicia como hizo con la tela. Entre bocado y bocado, se da media vuelta y vuelve a entrar en nuestro Fuerte, se deja caer sobre las alfombras bastas y descoloridas, y da unas palmaditas en el suelo, junto a ella. Por mi parte, tengo que salvar el muro con muy poca elegancia antes de sentarme.

—Pobre Maria, espero que no se haya llevado un disgusto muy grande con el robo de la tienda. Con el nuevo robo. La verdad, tendría que poner más seguridad —dice Adena entre mordisco y mordisco al bollo. Sonríe en medio de las migas.

Llevo años robándole al menos una vez al mes, y todavía sigue pensando que se trata de un chico. La pobre. Al menos lo intenta.

—La verdad es que había dos imperiales más que de costumbre en los alrededores de la tienda. Debe de estar harta de que le roben bollos de miel.

Adena entrecierra los ojos color avellana al verme sonreír.

—Gracias a la plaga que no te han cogido, Pae. —En cuanto se da cuenta de que se le ha escapado, se para en seco, y yo aprieto los dientes. Casi veo cómo se encoge. Frunce el ceño y carraspea—. Perdona. Es la fuerza de la costumbre.

Se me van los dedos hacia el grueso anillo que llevo en el pulgar y le doy vueltas sin pensar. Me las arreglo para esbozar una sonrisa. Por lo general, tratamos de no hablar de este tema, y es culpa mía que el tema sea tan escabroso.

Todo por culpa de un momento de debilidad por el que me gustaría no sentir tanto alivio.

—Ya sabes que las palabras no son lo que me molesta. Es…

—Es lo que significan, ya —me interrumpe con una sonrisa y una imitación muy buena de mi voz.

Casi me atraganto entre la risa y un trozo de bollo.

—¿Me estás repitiendo mis propias palabras, A?

Le da otro mordisco al bollo de miel.

—Lo que te enferma no es la plaga, es lo que viene después —declara mientras mastica.

Asiento al tiempo que paso el dedo por la alfombra, distraída. La sola idea de dar las gracias a la plaga que mató a miles de ilynos me quita las ganas hasta de bollos de miel. Dar las gracias a algo que ha causado tanto dolor, tanta muerte y discriminación…

Pero ahora a nadie le importa, solo piensan en aquellos a los que la plaga no mató. El reino estuvo años aislado para que la enfermedad no se transmitiera a las ciudades próximas, y solo los más fuertes sobrevivieron a una afección que alteraba la estructura misma de las personas. Los que eran rápidos se volvieron increíblemente rápidos, los fuertes se volvieron imbatibles, los que sabían esconderse entre las sombras se volvieron sombras. Los ilynos, solo los ilynos, consiguieron docenas de poderes sobrenaturales diferentes y en distintos grados.

Una especie de recompensa por haber sobrevivido.

Son los élites. Son extraordinarios. Son excepcionales.

—Oye… —Adena se interrumpe, le da vueltas al bollo. Por una vez, no le salen las palabras—. Ten cuidado, Pae. Si te atrapan y no consigues escapar a base de labia…

—No me pasará nada —respondo en tono demasiado ligero para no prestar atención a la preocupación que me invade—. Siempre lo consigo, A. Ya lo sabes.

Suspira, sonríe y hace un ademán de indiferencia.

—Ya, ya. Te las apañas entre los élites.

Vuelvo a notar la oleada de alivio que me hace sentir a la vez culpable y agradecida de que me conozca de verdad. Porque no todos los que sobrevivieron a la plaga tuvieron la suerte de recibir poderes. No, los vulgares se quedaron así: vulgares. Y, en las décadas que siguieron a la plaga, los vulgares y los élites convivieron en paz.

Hasta que el rey Edric decretó que los vulgares no tenían sitio en su reino.

Habían pasado treinta años desde que la enfermedad asoló las tierras. Tras el brote de lo que probablemente era una dolencia común, los curanderos del rey aprovecharon la ocasión para declarar que los vulgares eran portadores de una enfermedad indetectable, y que por eso no habían desarrollado ninguna habilidad especial. Una exposición prolongada a ellos era dañina para los élites y para sus poderes. Con el tiempo, los vulgares estaban socavando las habilidades que los élites querían proteger a toda costa.

A mi padre eso le parecía una tontería, y yo pienso lo mismo. Pero, aunque tuviera pruebas de que el rey estaba mintiendo, ¿quién iba a creer a una chica de los barrios bajos?

Pero el rey no iba a permitir que los vulgares debilitaran, o algo peor, su sociedad de élites. Los extraordinarios no se podían enfrentar a la extinción.

Y así empezó la Purga.

Han pasado décadas, pero en torno a las hogueras se siguen contando historias sobre los cadáveres tirados por la arena, bajo el sol abrasador. Son cuentos de miedo que los niños se transmiten en susurros.

Unos dedos pegajosos se cierran sobre los míos. La sonrisa de Adena es tan dulce como la miel que le cubre las manos. Mi secreto está a salvo en el brillo de sus ojos, en la lealtad de su expresión. Me había pasado casi toda la vida resignada a que nada fuera real. A que todas las amistades fueran falsas. A calcular cada gesto amable.

«Oculta lo que sientes, oculta tus miedos. Sobre todo, ocúltate bajo tu fachada. Nadie debe saberlo, Paedy. No confíes en nadie, solo en tus instintos».

La voz amable de mi padre me resulta chocante cuando me recuerda que no hay momento en mi vida en que no deba mentir, que la chica que tengo delante debería estar tan engañada como el resto del reino.

El egoísmo me nubló la razón solo una noche, pero con eso ha bastado para ponernos en peligro a las dos.

—Venga, ya vale de hablar sobre la plaga —dice Adena con tono alegre. Mira a su alrededor antes de añadir nada—. Y de tu… situación.

Ni me molesto en disimular el bufido.

—En dos años no has aprendido nada de sutileza, A.

Dudo que me haya escuchado. Dudo que preste atención a nada que no sea el tejido que desliza entre sus dedos. Los ojos avellana recorren nuestros artículos de costura, y Adena se olvida de la conversación anterior para pasar a divagar sobre las prendas que va a hacer con la seda. Sus manos cálidas y oscuras hurgan entre los retales a la escasa luz de las farolas y empieza a hilvanar dobladillos, poner alfileres, pincharse los dedos, soltar tacos.

Nos deslizamos hacia ese tipo de conversaciones que solo pueden entenderse tras años de sobrevivir juntas en las calles, que es lo que me permite comprender lo que Adena farfulla con alfileres entre los labios. Al final, me quedo en silencio para observar sus dedos seguros, su ceño fruncido, la concentración que no la va a dejar dormir.

Un dolor punzante en el costado me hace abrir los ojos de golpe, espabilada de repente. Hay una piedra que sobresale en el suelo del callejón.

—Un día de estos voy a robar un catre —digo, adormilada.

Adena pone los ojos en blanco, como cada noche cuando hago la misma promesa inútil.

—Tendré que verlo para creerlo, Pae —canturrea.

Doy veinte vueltas antes de dar con la cabeza contra una manta basta hecha una bola.

—Como no pares de moverte te voy a coser al suelo —me dice Adena con la dulzura de un bollo de miel.

—Tendré que verlo para creerlo, A.

La bola de fuego me pasa rozando la cara y casi me chamusca el pelo. Apenas me da tiempo a esquivarla cuando ya noto una segunda oleada de calor que se me viene encima.

«Por la plaga, menudo humor tiene Kitt hoy».

Me incorporo a toda prisa y veo una esfera de fuego que viene volando hacia mí, y me recorre la habitual oleada de adrenalina. Lanzo un escudo de agua y oigo cómo el fuego sisea antes de convertirse en una nube de vapor denso. Kitt entorna los ojos para tratar de verme a través del humo, y los abre mucho cuando choco contra él. Rodamos por el suelo y le impido levantarse al tiempo que alzo un puño llameante por encima de su cara.

—¿Te rindes?

No consigo disimular la sonrisa. Se le escapa una carcajada y me mira a los ojos, luego al puño.

—Si digo que no, ¿de verdad me vas a dar, hermanito?

Pese al fuego que le arde a pocos centímetros, los ojos verdes de Kitt brillan de diversión.

—Creía que, a estas alturas, ya sabrías la respuesta.

Sonrío y echo el puño hacia atrás, listo para golpear.

—¡Vale, vale, me rindo! —se apresura a gritar Kitt—. Pero solo porque no quiero que Eli nos tenga que arreglar otra vez la nariz rota.

Se me escapa la risa al imaginarme la cara del médico real si acudíamos a él con otro hueso roto. Me pongo de pie y le tiendo la mano a Kitt, que sigue tirado en el suelo.

Me dedica una sonrisa, pero es desganada.

—Por la plaga, Kai, mis poderes se te dan a ti mejor que a mí.

—Por eso tú gobernarás el país, mientras que yo estaré en el campo de batalla, distrayendo al enemigo con mi atractivo irresistible.

—¿Insinúas que yo no podría distraer al enemigo con mi atractivo irresistible? —Esta vez la carcajada es sincera.

—Lo que digo es que solo somos medio hermanos, así que únicamente tienes la mitad de mi encanto.

Kitt se echa a reír de nuevo.

—Según esta lógica, tú solo tienes la mitad de mi cerebro.

—Gracias sean dadas a la plaga.

Casi no he terminado de decirlo cuando ya me está dando un empujón mientras sonríe.

Caminamos por el frecuentado camino que une los círculos de tierra para entrenar que hay en los terrenos del castillo. Vemos al pasar a los imperiales que practican y a otros élites de alto nivel que se enfrentan, unos con sus habilidades, otros con armas.

Todas las cabezas se vuelven hacia nosotros y las miradas se me clavan en la piel al tiempo que el sol nos abrasa desde el cielo. Hago caso omiso y respiro hondo para llenarme de los olores familiares del campo de entrenamiento, a sangre, sudor y lágrimas. Al llegar al estante de las armas, cojo una espada y se la lanzo a Kitt, que pone cara de exasperación.

—Ya sabes que me encanta luchar con armas, es mucho mejor que con habilidades —digo como respuesta a su mirada torva, al tiempo que sopeso el equilibrio de la espada que he elegido para mí.

Kitt se adentra en el círculo de tierra. Solo le falta poner los ojos en blanco.

—Sí, ya sé que te encanta darme una paliza con la espada.

Giro la muñeca y muevo la espada mientras nos desplazamos en círculo, el uno en torno al otro.

—Es una de mis aficiones preferidas, cierto. —Avanzo sin previo aviso y descargo un golpe contra su espada, y noto las reverberaciones del impacto por todo el brazo—. ¿Ves? ¿A que es divertido?

Kitt aprieta los dientes.

—Desternillante.

Me dejo llevar hacia el habitual trance: los pies se me van solos por el círculo mientras luchamos, me dejo llevar por el ritmo. Mi mente se despeja, mi cuerpo vibra de energía. Nunca me siento más vivo que al pelear. Es para lo que nací, es lo que me ha mantenido cuerdo durante tantos años de entrenamientos y lecciones.

«Un rey lerdo es un rey muerto».

Las palabras de mi padre me resuenan en la mente. Me las grabaron a fuego cada vez que de niño me quejaba de las aburridas lecciones. Pero yo no tengo que preocuparme por ser un rey lerdo, o muerto, porque no voy a ser rey. Y, cuando se lo señalé a mi padre, tuvo la amabilidad de crear un nuevo dicho para mí.

«Un ejecutor lerdo es un reino derrotado».

Qué alentador por su parte.

Un dolor agudo me recorre el brazo y me saca de mis ensoñaciones.

—Presta atención, Kai, o esta vez te voy a ganar. —Kitt tiene una expresión de triunfo que me muero por borrarle de la cara—. No quiero que mi futuro ejecutor se duerma en…

No le dejo ni terminar la frase: le aparto la espada hacia el suelo y se la inmovilizo con la mía, pivoto y me coloco detrás de él. Con un movimiento rápido, me saco el puñal de la bota y le pongo la punta contra la espalda.

—Perdona, majestad, ¿qué decías?

Lo suelto y le hago una reverencia burlona mientras se vuelve, al tiempo que me coloco el puñal otra vez dentro de la bota. Eso le da ocasión de propinarme un empujón que casi me tira hacia atrás, y que le devuelvo por duplicado. Kitt no para de reírse.

Tiene el pelo rubio sucio, ahora mismo mucho más sucio que rubio, embarrado de tanto rodar por el círculo de tierra. Hace rato que nos hemos quitado la camisa bajo el sol estival, y su pecho está bronceado brillante de sudor, igual que el mío.

Es obvio que solo somos medio hermanos. Aparte de las diferencias físicas, yo carezco de la compasión de Kitt, mientras que a él le falta mi insensibilidad. Es paciente, agradable, perfecto para el trono, mientras que yo soy perfecto para el campo de batalla.

Es un rey, y yo soy un asesino.

—Kai, ¿me estás escuchando? —Kitt chasquea los dedos delante de la cara. Parece preocupado y divertido a la vez—. Plagas, ¡cuánta sangre has perdido!

Sigo la dirección de su mirada y veo el reguero de sangre que me brota de la herida del brazo, me baja hasta los nudillos y me gotea de los dedos.

—Mira lo que has hecho. Al final, Eli no va a tener el día libre. —Alzo la vista hacia Kitt, a la espera de su respuesta, pero no me está mirando—. Vaya, no soy el único que no presta atención.

Me vuelvo hacia la figura que camina hacia nosotros, con las prendas de cuero de entrenamiento marcando cada una de sus curvas, la melena color lila al viento.

—Anda, mira quién viene. La bruja Blair —digo entre dientes antes de que se acerque a nosotros, con lo que Kitt tiene que contener la carcajada.

—Hola, chicos. —Tiene la voz como el hielo, fría y suave—. ¿Qué tal el entrenamiento? —Nos examina con desinterés antes de volver a mirarnos a la cara. Hay una sombra de sonrisa burlona en los labios—. ¿Te estás preparando para las Pruebas, Kai?

—Aunque no me haga falta.

Esboza una sonrisa.

—Creía que el futuro ejecutor querría ganar para causar una buena impresión ante todo el reino. —Se mira las uñas para mostrar su indiferencia.

Me paso la mano por el pelo y dejo escapar un suspiro de aburrimiento.

—Es lo que pienso hacer.

Me dedica una sonrisa que es cualquier cosa menos dulce.

—Es lo que cabría esperar, ya que eres el mejor élite que ha aparecido en décadas. O eso dicen.

«Por todas las plagas, allá vamos otra vez».

—Aaay, Blair. Me has hecho daño. Recordaré ese comentario cuando sea rey.

—Oooh, ¿he lastimado tu orgullo, Kitt? —Frunce los labios en un gesto burlón de pesar antes de volver a concentrarse en mí—. Además, creo que las Pruebas las ganaré yo.

Dejo escapar una risita carente de humor mientras miro desde arriba su figura menuda.

—¿Qué te hace pensar que vas a competir siquiera? —digo, sabiendo muy bien que estará en las Pruebas.

Apenas tiene que hacer un movimiento con la muñeca y, como respuesta a mi comentario, un puñal sale volando del estante de las armas. Antes de que me dé tiempo a parpadear, me lo encuentro suspendido en el aire, con la punta contra la yugular.

—Soy la hija del general. —Se acerca a mí hasta que apenas nos separan unos centímetros—. Es muy probable que entre en los juegos, ¿no te parece? —me susurra.

Deja escapar una risita y me presiona más contra el cuello el cuchillo flotante para subrayar lo que dice.

El zumbido de docenas de poderes, los de todos los que se están entrenando a mi alrededor, me palpita en la sangre. Hago callar al resto de las habilidades y me concentro en el poder de Blair, lo noto susurrar bajo mi piel, me pide que lo coja. Es una tele muy poderosa, y la exhibición con el puñal es lo más básico que puede hacer con la mente. Busco esa sensación cosquilleante que es su habilidad y dejo que me invada, que suba a la superficie.

Y me convierto en esa habilidad.

Igual que hice con el poder dual de fuego y agua, igual que puedo hacer con cualquier habilidad que tenga cerca.

Sonrío con frialdad al tiempo que hago girar el puñal flotante en el aire y lo lanzo contra el cuero curtido con el que se cubre el pecho, solo con el poder de mi mente.

—Entonces, vas a tener que entrenar mucho —digo con calma antes de soltar su habilidad y dejar que el puñal caiga al suelo.

No me molesto en añadir nada, sino que me doy media vuelta para volver al castillo.

Kitt, en silencio, me da alcance, y cruzamos las puertas del castillo inmersos en nuestros respectivos pensamientos. Solo faltan dos semanas para las Pruebas, así que ya no puedo seguir haciendo como si no fueran conmigo.

El olor a pollo asado y patatas que llega de la cocina basta para distraerme. Miro de reojo a Kitt, que está más callado que de costumbre, antes de cruzar la puerta de la estancia donde las mujeres preparan la cena.

—Buenas tardes, señoras. —Sonrío a las cocineras y criadas que se afanan por la cocina—. ¿Me habéis echado de menos? —ronroneo. Me siento en la mesa y me apoyo en las palmas de las manos. Pillo a un par de criadas jovencitas mirándome, y se ponen rojas y vuelven a su trabajo mientras intercambian susurros y risitas.

El calor de la cocina me golpea como una ola, me baña y me cubre la piel de…

La piel.

Me paso la mano por el pelo y por la cara, sin que me preocupe caer en la cuenta de que he ido andando por ahí sin camisa tras quitármela en el círculo. Es una costumbre que ni mi padre me ha conseguido enmendar.

Kitt asoma la cabeza con una sonrisa de oreja a oreja.

—Me ha llegado el olor de mi plato favorito. Eres una maravilla, Gail.

Se dirige hacia la cocinera, que tiene la piel oscura brillante de sudor mientras remueve un caldero de patatas cremosas sobre el fogón. Gail no puede evitar sonreír.

—Ni te pienses que lo he hecho por ti, Kitty. El puré de patatas también es mi plato favorito. —Le sonríe y le da una palmadita en la mejilla antes de seguir removiendo. Luego me mira a los ojos, y de inmediato al brazo y a la herida de la que me había olvidado. Sacude la cabeza—. No me llenes la mesa de sangre, Kai —dice, severa.

—No sería la primera vez. —Sonrío.

La cocinera niega con la cabeza y trata de no reírse. Gail nos ha estado dando golosinas y bocaditos selectos desde que éramos unos niños que iban por el castillo medio desnudos…, cosa que, obviamente, seguimos haciendo. Ha presenciado más de una pelea por el último bollo de miel en esta misma cocina.

—Hace tiempo que no veníais a verme —dice al tiempo que sazona las patatas—. Ya os habéis hartado de mí, ¿eh?

—De ti, sí. De tu comida, jamás.

Casi no he terminado de decirlo cuando un pegote de puré sale volando hacia mi rostro. No tengo tiempo ni fuerzas para esquivarlo, y el puré se une a las manchas de tierra y barro.

—Con nosotros aquí no te aburres —comenta Kitt, apoyado en una repisa, mientras yo me quito el puré de patatas del pelo.

Bajo de la mesa, voy hacia la cocinera y le doy un beso en la mejilla.

—Siempre es un placer, Gail. —Estiro el brazo y cojo una manzana de la cesta—. Tenemos que repetir esto de tirarnos comida. —Le lanzo la manzana a Kitt, cojo otra, la limpio contra mis pantalones y le doy un mordisco.

—¿Príncipe Kai?

Me tenso, suspiro y me vuelvo hacia la voz que ha sonado a mi espalda. Hay un niño que me mira nervioso mientras juguetea con el dobladillo de la camisa. Arqueo las cejas con impaciencia evidente.

—El rey quiere verte en el salón del trono.

La rueda del carro de un mercader me pasa por encima del pie. Contengo el grito, pero no el insulto contra el hombre distraído que va por ahí lisiando a la gente.

«Empieza bien el día».

Esta noche he dormido a ratos, sin parar de dar vueltas y con las pesadillas habituales. Imágenes de mi padre moribundo mientras no puedo hacer más que sostenerle la mano; trepar por el interior de una chimenea y encontrarme la salida tapada con tablones; ver cómo se llevan a rastras a Adena, la única persona que me queda en el mundo.

A veces, entre las pesadillas, Adena hacía algún intento desganado de sacudirme para que me despertara. Yo me daba la vuelta con un gemido y trataba de aferrarme a la brizna de sueño tranquilo que podía robar. Soy una ladrona, pero a mí me han robado el descanso.

Adena, con su habitual perseverancia, cambió de estrategia y pasó a tirarme trozos de tela basta, hasta que hice ondear un trapo blanco en señal de rendición.

El sol, tan perezoso como de costumbre, trata poco a poco de asomar entre los edificios ruinosos y envuelve Saqueo en sombras matinales mientras voy por el empedrado. La calle va cobrando vida con el ajetreo de los comerciantes, y los mendigos suplican a todo el que los mire. No me cuesta nada fundirme en el caos de los barrios bajos.

Me arden las manos de ganas de robar algo de comida que acalle los rugidos de mi estómago y llevarle una parte a Adena. Escudriño la calle en busca del próximo desdichado que será mi víctima, y…

«Algo no va bien».

Catorce. Solo hay catorce imperiales a ambos lados de la calle.

«Hoy tendría que haber dieciséis como mínimo».

Lo sé muy bien. He memorizado sus turnos.

Veo a Cabeza de Huevo y Nariz Ganchuda en su sitio habitual, ante la tienda de Maria, junto con otros imperiales con nombres iguales de adecuados. La máscara de cuero blanco que les cubre el rostro no me deja verles la cara, así que es difícil asignar un nombre creativo a esos canallas. Estoy muy orgullosa de los pocos que he inventado.

En condiciones normales, sería un alivio ver menos guardias de lo previsto, y puede que mis habilidades de mental hayan entrado en acción, pero esto me preocupa.

El estómago me ruge, impaciente, como siempre.

«Primero, comer; luego, las sensaciones raras».

Camino sin rumbo entre la multitud y me apodero de unas manzanas del carro que me ha pasado por encima del pie. La venganza es tan dulce como la fruta firme a la que voy dando mordiscos. Me apoyo contra la pared de una tienda y veo a un joven aprendiz que regatea con un comerciante. Los observo llegar a un acuerdo. El chico tira unas monedas y coge un fardo que parece de cuero negro. Cuento los chelines que ruedan por el carro y creo que son demasiados por esa mercancía.

«Va con prisa. Por eso no le importa pagar el doble de lo que vale en vez de perder el tiempo negociando un precio mejor. Y le sobra el dinero».

Es el objetivo perfecto.

Me vuelvo a poner en marcha, ahora tras el chico, que se abre camino entre la gente a empujones. Yo me quito el cordón de cuero con el que me sujeto el pelo, que me cae sobre la cara y el cuello en una cascada revuelta de plata. Maldito calor, que ya me ha dejado el cuello pegajoso de sudor. Con el pelo suelto sobre los hombros, me transformo en la viva imagen de la inocencia.

«Consigue que te subestimen. Consigue que no te miren a menos que quieras ser vista».

Ha pasado tanto tiempo desde que oí la voz de mi padre que ese sonido acariciador se me está escapando de la memoria, se disuelve hacia la muerte, con él.

Los pensamientos saltan en pedazos cuando chocamos.

Me tambaleo y me agarro al desconcertado aprendiz al caer. Con una mano me aferro a su camisa mientras deslizo la otra en el bolsillo del chaleco donde le he visto guardar las monedas. Palpo seis chelines, y me resisto al deseo de cogerlos todos. Me conformo con tres.

La codicia es una emoción difícil de controlar. Sé que no puedo quitarle todas las monedas. Lo más probable es que notara el cambio de peso en el bolsillo. Y ya tengo suficientes cicatrices en la espalda, de las anteriores veces que me han atrapado.

Pero, justo cuando voy a sacar la mano y mascullar una disculpa por casi derribarlo, rozo con los dedos el forro interior del chaleco. No, no es el forro. Es un bolsillo secreto. Palpo un trozo de pergamino doblado dentro y, por puro impulso que no sabría explicar ni justificar, lo cojo también antes de sacar la mano y mirar al aprendiz a la cara con gesto tímido.

Tiene los ojos marrones muy abiertos cuando lo miro entre los mechones de pelo que me caen sobre el rostro. Compongo una expresión avergonzada y le suelto la camisa a toda velocidad.

Me aparto el pelo de la cara y doy un paso atrás para poner algo de distancia entre nosotros.

—Lo siento mucho, señor. —Hago lo posible por sonar jadeante, tímida, inofensiva—. Soy la única persona de Ilya capaz de tropezar con el aire.

«Venga. Subestímame. Quítame importancia».

Él se pasa los dedos por el pelo rizado y suelta una risita.

—Tranquila. Ese debe de ser tu talento, ¿eh?

Esboza una sonrisa, pero me mira más de lo que me gustaría. Así que le devuelvo la sonrisa, asiento con la cabeza y me doy media vuelta para perderme entre la gente que abarrota la calle.

El olor almibarado de los bollos de miel llena el aire cuando paso junto a la tienda de Maria y me meto en uno de los callejones que se ramifican en Saqueo. La nota que he robado se empapa con el sudor de mi mano. ¿Qué puede llevar escrito en este trocito de papel para guardarlo tan escondido?

Eso es lo que pienso averiguar.

Pego la espalda contra los ladrillos sucios de la pared y desdoblo el papel para ver la nota garabateada.

La reunión empieza quince minutos después de medianoche. Casa blanca, entre Mercader y Olmo. Trae los suministros.

Me quedo mirando la nota y parpadeo, confusa, con el corazón acelerado por la expectación.

Es mi casa.

«Bueno, era mi casa».

Por lo apresurado de la letra y los borrones de tinta, veo que la persona que escribió esta nota iba con prisa y quería ocultarla de las miradas curiosas.

Como la mía.

Una docena de preguntas se me acumulan en la cabeza, cada una más desconcertante que la anterior. Por la plaga, ¿por qué se celebran reuniones en mi casa?

«Antigua casa. Te marchaste de allí».

A medianoche, y con los suministros…

«El cuero».

Tropiezo en el empedrado irregular, lo que me devuelve a la realidad y me hace darme cuenta de que todo el rato he estado caminando por el callejón. Me meto la nota arrugada en el chaleco y salgo a la calle llena de gente, ahora bañada por el sol, mientras los pensamientos se atropellan en mi mente. Sacudo la cabeza para despejarme y paso entre la multitud que regatea, chismorrea, maldice.

Vuelvo a serpentear entre los carros de los mercaderes, de nuevo inmersa en el ritmo habitual de mi ocupación: el robo. Mi mente vaga mientras trabajo. ¿Estará teniendo suerte Adena con la venta de la ropa, en la otra punta de la calle?

Yo robo; ella cose.

Así ha sido nuestra vida estos cinco últimos años. Yo acababa de cumplir los trece y estaba sola en el mundo cuando Adena tropezó conmigo. Bueno, para ser exactos, me atravesó. Nunca se me olvidará la cara del imperial que corría tras ella gritando no sé qué de unos pasteles robados. No me lo pensé dos veces: estiré una pierna al paso del guardia. En cuanto lo vi estrellarse de bruces contra el pavimento, salí corriendo tras la chica larguirucha de pelo rizado que me había atravesado.

Aquel día nació una alianza incierta, que es como debería haber seguido.

Un grito agudo rasga el caos de Saqueo y me quedo paralizada con la mano a poca distancia de un hermoso pomelo. Me olvido de la fruta y me doy la vuelta para buscar el origen del sonido entre la marea de cuerpos. Escudriño la multitud con los ojos antes de dar con una figura menuda, desplomada contra un poste de madera manchado de rojo, en el centro de la calle. Un imperial se alza sobre el niño, látigo en mano, con cara de evidente satisfacción. Conozco muy bien esa mirada. He sido muchas veces ese niño ensangrentado.

Lo han atrapado.

¿Qué ha robado? ¿Qué puede justificar una paliza así? ¿Una fruta? ¿Unos chelines de la bolsa de un comerciante? Me recuerdo derrumbada contra el poste de madera, temblorosa de dolor con cada restallido del látigo, mientras me muerdo la lengua para no gritar. El dolor se pasa, pero las cicatrices se quedan para recordarte que lo tienes que hacer mejor.

A los pequeños los atrapan siempre. Están desesperados. No han aprendido a controlar la codicia ni a convivir con el hambre, con lo que son un blanco fácil que los imperiales utilizan para dar ejemplo.

«No puedes hacer nada por él».

Tengo que grabarme esas palabras para asegurarme de que los pies no me van a llevar hacia el niño. Porque en una ocasión lo intenté. Intenté intervenir y ayudar a una niña que me recordaba a mí misma. Tan asustada, y a la vez tan decidida a que no se le notara… Cuando alzó la vista hacia mí, el fuego de su mirada rivalizaba con el de la mía. Al final, el intento de ayudarla solo consiguió una ración extra de latigazos para las dos.

Hago una mueca y me doy media vuelta para no ver la espantosa escena… solo para chocar de bruces contra un uniforme arrugado y el canalla que lo viste.

El imperial me mira con un brillo de diversión en los ojos rodeados por la máscara blanca. Tiene por lo menos diez años más que yo y le asoman de la máscara mechones de pelo rubio desgreñados, pero se toma su tiempo para examinar todo mi cuerpo. Me muerdo la lengua para no decir algo que me costaría caro.

Los imperiales no son famosos por su comportamiento cortés con las chicas jóvenes, ni con nadie, y no pienso quedarme a averiguar si este es la excepción que confirma la regla.

—Lo siento, señor. Hoy estoy de lo más torpe —digo mientras planeo cómo escabullirme entre la gente.

Una mano pegajosa me agarra por la cintura y me obliga a darme la vuelta. Tengo que usar todo mi control para contenerme y no darle un rodillazo en la entrepierna antes de estamparle la cabeza contra el empedrado.

—¿A qué viene tanta prisa?

La sonrisa llena de dientes y los ojos negros me provocan un escalofrío, y la peste a alcohol de su aliento me intranquiliza aún más.

Sonrío y me obligo a ser educada mientras me suelto.

—Tengo que hacer unos recados antes de que el mercado se llene de gente.

—Hum —gruñe, y me mira escéptico—. Dime, chica, ¿qué poder tienes? —Me controlo para no ponerme rígida. Me sigue sonriendo—. Por decreto del rey, tengo que interrogar a quien…, a quien me parezca.

«Le encanta sentirse poderoso. Estar al mando».

—Soy una mundana —digo para dejar claro mi nivel en la cadena alimentaria de los élites y demostrarle que carezco de importancia para él—. Mental.

Lo miro a los ojos negros, con la esperanza de que me crea.

—¿De verdad? Nunca he conocido a un mental. —Deja escapar una risita, se adelanta y se inclina sobre mí de manera que me llega otra vaharada del alcohol que lo envuelve—. Venga, demuéstralo.

«Me estoy cansando de que me lo pidan».

Miro al imperial a los ojos para no darle la satisfacción de pensar que estoy preocupada, aunque mi pulso acelerado dice que sí lo estoy.

—Siento en ti rabia… y pesar. Te has… Te acabas de separar de tu esposa. Bueno, es ella la que te ha abandonado. —Su cara de conmoción me hace sonreír—. Y si quieres que concrete… Bueno, claro, me has dicho que lo demuestre… Ha sido porque… —Me detengo a media frase, cierro los ojos y me pongo los dedos contra la sien para que el espectáculo sea convincente—. Porque la engañaste. Espera, veo una cosa más… —Lo miro a la cara mientras me sigo frotando la sien. Está rojo de rabia—. Quieres… Quieres que vuelva. Pero ella no quiere…

Estoy preparada para la bofetada antes de sentir el escozor de su mano contra la cara. Me sale sangre de la boca, y no me vuelvo hacia él cuando se inclina todavía más hacia mí.

—Eres una bruja, eso eres. Fuera de mi vista, mundana.

Me doy media vuelta y sonrío con la boca llena de sangre que me corre por la barbilla. Me obligo a dar un traspié contra un carro y coger de espaldas una tela que cuelga por el borde. Aprieto el fardo contra mi pecho y arranco un trozo con los dientes para limpiarme la sangre de la cara. El resto de la tela será para Adena. Dos pájaros de un tiro.

Meto el tejido en la bolsa, llena ahora de comida, monedas y objetos robados, y me dirijo hacia el Fuerte mientras repaso en mi imaginación los cinco últimos minutos.

No me ha costado nada poner nervioso al imperial. Sabía que, cuando lo lograra, me daría una bofetada y me dejaría marchar. No es la primera vez que lo hago. Y demostrar mis poderes de «mental» no ha sido difícil. El imperial lo llevaba escrito por todo el cuerpo.

La fina línea clara en el anular fue la primera pista de que había estado casado. Luego estaba el hecho de que se había cambiado el anillo de mano en lugar de empeñarlo, señal de que aún sentía algo por su exmujer y probablemente seguía suspirando por ella. El pelo alborotado, el uniforme arrugado y el olor a whisky del aliento eran pruebas adicionales de que se trataba de un hombre solo, sin una mujer que lo pusiera presentable.

«Sin mujeres que los cuidaran, los hombres se extinguirían».

En cuanto a lo de que engañó a su esposa, ha sido una suposición bien fundamentada, basada en su manera de mirarme y en la reputación de los imperiales. Es obvio que le ha sentado como una bofetada. Y por eso me ha dado otra a mí.

El sol de mediodía me cae de plano cuando camino hacia el Fuerte para comer con Adena, como siempre. Doy una vuelta por Saqueo y mordisqueo una manzana mientras el hambre me mordisquea a mí.

El aire huele al pescado en salazón que se achicharra al sol en los carros de los mercaderes. Los niños corretean y se me cruzan mientras juegan a perseguirse por la calle. El sonido de las voces que regatean y maldicen es un coro que me resulta familiar.

Un gran cartel me llama la atención cuando empieza a alzarse sobre el gentío. Un araña lo está colgando entre dos tiendas. Sube por la pared con facilidad, como si tuviera pegamento en los pies y en las manos. Cuando ata un lado del cartel a la pared, me concentro en el texto escrito en grandes letras negras sobre fondo verde.

Comienzan las sextas Pruebas de la Purga.

Recordad la Purga. Dad las gracias a la plaga.

Honra al reino, a tu familia, a ti mismo.

Tú puedes ser el próximo élite victorioso.

Casi se me atraganta un trozo de manzana cuando suelto un bufido de desprecio. Las Pruebas de la Purga no tienen ninguna gracia, pero me parece cómico que se consideren una «celebración». Las Pruebas se crearon en honor de la Gran Purga de hace tres décadas para exhibir las habilidades sobrenaturales de la gente, en honor del único reino de élite.

Yo no diría que el asesinato de inocentes sea una honra para mí, mi reino o mi familia, aunque tampoco me queda familia que honrar. Pese a eso, cada cinco años se elige a los élites jóvenes que competirán en los juegos por la gloria y por una cantidad de chelines que basta para construirte un buen castillo en el que refugiarte del trauma que te han causado las Pruebas.

Pero lo que me provoca risa y rabia es que hacen creer a los élites inferiores, los que tienen habilidades defensivas y mundanas, que pueden competir y ganar en estas Pruebas. Se me encoge el corazón cuando veo los rostros emocionados a mi alrededor. Todo el mundo se arremolina bajo el cartel, sonríen, señalan.

«Somos los primeros en morir».

Los élites que compiten no son elegidos. No, han nacido para ello. Siempre son de sangre real, o de los niveles más altos en el escalafón de poder. Miro a la gente, los rostros sonrientes de los mundanos a los que solo se deja entrar en las pruebas como diversión, cuando el rey nos permite elegir a los que nos van a «representar».

El rey insiste en que no está bien visto matar a un compañero élite en la Arena, pero no es ningún secreto que la propia muerte participa en las Pruebas. Por lo visto, el asesinato de algún adolescente hace que todo sea mucho más entretenido, y, si los élites no lo matan, el rey se encarga de que pase algo.

Me abro camino entre la gente reunida bajo el cartel. No paran de hablar entre ellos sobre quién representará a Saqueo, qué harán con el dinero del premio.

En mi vida no ha habido muchos momentos en los que no tuviera envidia de los élites. Pero la sola idea de tomar parte en las Pruebas de la Purga hace que dé gracias por ser una chica sin importancia.

Completamente vulgar.

—¿Te la vas a comer?

Adena está mirando la naranja que tengo a medias en el regazo. Estoy sentada tras el Fuerte, con la espalda contra la pared del callejón.

—No, cómetela tú.

Ni he terminado de decirlo cuando se inclina hacia mí con los rizos agitados por la brisa, coge la fruta y se mete un gajo en la boca.

El imperial tenía un revés excelente y me ha dejado de recuerdo un labio partido, por lo que me cuesta comer.

—¿Cómo te ha ido hoy? —le pregunto, distraída, al tiempo que doy vueltas al anillo plateado que llevo en el pulgar.

El acero frío del anillo de mi padre me acaricia la piel y me reconforta, como siempre. También tendría el de mi madre, pero la enterraron con él cuando yo no era más que una niña. Me dijo mi padre que se la llevó una enfermedad. Era una vulgar, y por lo visto somos seres humanos más débiles.

Pero, aun así, se casó con ella. La quiso pese a todo. La protegió. Guardó su secreto, igual que luego guardaría el mío.

Adena suspira y vuelvo al presente.

—No me puedo quejar —dice entre bocado y bocado de naranja—. ¡He vendido esa camisa en la que llevaba siglos trabajando! ¡Y por tres chelines, nada menos! Ya sabes, la verde con escote y el dobladillo festoneado. —La contemplo con la misma cara de desconcierto que pongo siempre que habla con su jerga de costurera—. No entiendes nada de ropa, Pae.

Me miro la camiseta desastrada, bajo el chaleco verde oliva que llevo encima. Todo cambió el día que Adena me hizo ese chaleco con bolsillos, sabiendo que me iba a resultar muy útil para robar. Ese día nuestra alianza dubitativa empezó a convertirse en amistad sincera.

Adena se da unos golpecitos en los labios con el dedo, pensativa.

—Si fueras bien vestida, la gente estaría tan ocupada mirándote que no se darían cuenta de que les estás robando.

Suelto un bufido.

—Prefiero que no me miren mientras cometo un crimen. Es contraproducente.

Cojo el puñal, me lo meto en la bota y paso los dedos por la hoja plateada. Es el único recuerdo que tengo de mi padre, aparte del anillo, y no puedo vivir sin ninguna de las dos cosas. Admiro por enésima vez el puño ornamentado cuando, de repente, me viene algo a la memoria.

—Ten cuidado hoy, A. No sé por qué, hay menos guardias que de costumbre, y no me gusta. No sé… —No doy con las palabras que busco—. Da igual, estate atenta por si ves algo que se sale de lo normal.

Se pone un poco nerviosa, pero entorna los ojos color avellana con gesto divertido.

—¿Es tu yuyu de mental que te avisa de un peligro en potencia?

—Vamos a tener que practicar más esa sutileza. —Suspiro, sacudo la cabeza y sonrío.

Me levanto y me desperezo para estirar los músculos doloridos. Adena recoge la ropa, la organiza en diferentes tallas y colores, y se despide de mala gana para volver a Saqueo con la esperanza de vender algo más antes de que se ponga el sol.

Regreso a la calle abarrotada, ahora bañada por la luz de la tarde, y me dirijo hacia el bullicio del mercado. Empiezo con cautela. Primero, algo de fruta y tela, pero enseguida me aburro y paso a cosas más grandes y mejores. Carteras, relojes, chelines… Eso busco hoy.

Diviso a un hombre de pelo azul oscuro con un reloj centelleante que le adorna la gruesa muñeca, y decido que será mi próximo objetivo. Veo entre la multitud a más gente con el pelo de colores extraños. La plaga que altera tus genes no solo te proporciona poderes sobrenaturales. Yo, pese a mi pelo plateado, no cuento con un poder a juego.

Tardo más de lo previsto en escapar del hombre del pelo azul después de robarle el reloj. No porque me haya atrapado, no, sino porque no deja de hablar conmigo. Cuando tropecé con él y me las arreglé para despojarlo del accesorio, resultó obvio que el pobre se moría por cotillear con cualquiera que le sonriera y le hiciera un gesto amable.

Estoy a punto de dar por concluido el día, y con cierto éxito, cuando un hombre alto, vestido de negro, entra en Saqueo. Camina con seguridad, erguido, sin rastro de la espalda encorvada con que se mueven los sin techo para no llamar la atención.

Este hombre, en cambio, hace que resulte difícil no mirarlo.

Lleva una camisa amplia, remetida en la cintura de los pantalones negros ceñidos, ambas prendas separadas por un sencillo cinturón. La camisa está desabotonada hasta la mitad y la brisa se la abre para dejar al descubierto parte del pecho bronceado. Está demasiado lejos para distinguir sus rasgos, pero el pelo negro como la brea le cae sobre la frente en ondas revueltas. Tiene las manos en los bolsillos y camina por el mercado a zancadas largas, tranquilo, seguro.

No es de por aquí. Se le nota en su manera de mirar lo que lo rodea, como si quisiera absorberlo todo. Seguro que es un ofensivo, un élite de nivel alto o de sangre noble, de los que no suelen pisar los barrios bajos. Se lo veo en la manera de andar, en el brillo de los zapatos que se intuye debajo de una capa de polvo. Este hombre no llevará encima unos miserables chelines. Entrecierro los ojos. ¿Dónde guardará las monedas de plata?

«Ahí».

Tiene colgada del cinturón, contra la pierna, una bolsa como la que usan muchos ilynos para llevar las monedas. Sobre todo los más confiados, porque esas bolsas son presa fácil para un ladrón. Presa fácil para mí.

«Mi último y desafortunado objetivo de la noche».

Menos mal que es tan alto. Si no, lo habría perdido entre la gente. Las mujeres de todas las edades estiran el cuello a su paso para ver mejor al atractivo desconocido antes de que se pierda entre la muchedumbre. Me abro camino y lo sigo hasta que sale de la calle más grande entre dos carros de mercaderes y se va por otra menos transitada. Me suelto el pelo hasta que los largos mechones ondulados me caen sobre los hombros y tomo un atajo. El callejón por el que zigzagueo me lleva a la trayectoria del desconocido, y camino directa hacia él.

Voy con la vista fija en el suelo y chocamos.

Sigo mi rutina habitual, me tambaleo hacia atrás en apariencia por el impacto, contra todos los instintos que me piden a gritos que plante los pies en el suelo y me mantenga firme. Unas manos fuertes me cogen por la cintura para impedir que caiga, con lo que la bolsa del dinero queda al alcance de cualquier granuja como yo. Me agarro a la pechera de su camisa como por instinto para recuperar el equilibrio. De verdad, solo necesitaba una excusa para tener las manos cerca de su cuerpo sin levantar sospechas.

«Los chicos famélicos de Saqueo no son así».

La idea se me va de la cabeza cuando meto la mano en la bolsa que lleva a la cintura y palpo al menos veinte chelines, así, como si tal cosa. Debe de estar muy seguro de sus poderes para pasear por Saqueo con tanto…, bueno, con tanto que saquear.

Me tienta la idea de arrancarle la bolsa de un tirón y salir corriendo, pero sé muy bien que me daría alcance con tres zancadas. También sé muy bien que las oportunidades como esta no se presentan a menudo, así que no quiero irme sin al menos la mitad del contenido de la bolsa.

«Pero, si le quito la mitad, notará el cambio de peso».

La cabeza me da vueltas.

«Entonces, distráelo».

Todo esto se me pasa por la mente en cuestión de segundos. A toda prisa, cojo en el puño la mitad de las monedas y saco la mano antes de recuperar el equilibrio apoyada contra él. Poco a poco, consigo apartar la vista de su pecho y de la punta de un tatuaje negro que le asoma bajo los pliegues de la camisa.

Por fin, lo miro a los ojos.

Es como ver una tormenta.

Tiene los ojos del color de los nubarrones que encapotan el cielo de Ilya, del humo que sale de las chimeneas, de las monedas de plata que llevo en el puño. Las pestañas, largas y negras, contrastan con el gris acerado de los ojos que me están mirando a la cara. La sorpresa le ha hecho arquear las cejas oscuras y le ha tensado la mandíbula, lo que le destaca aún más los pómulos marcados.

Nos quedamos allí, de pie, mirándonos.

De pronto soy muy consciente de que todavía me está tocando. Siento sus manos fuertes en la cintura, me sostiene, aunque su mirada ya es en sí una caricia. Carraspeo para aclararme la garganta y aparto la mano del tejido fino de la camisa, que lo tenía agarrado en el puño, antes de dar un paso atrás para soltarme de él.

Esboza un atisbo de sonrisa, con lo que se le ve un hoyuelo en la mejilla derecha. Poco a poco baja las manos y me suelta.

«Tiene callos. Es un luchador».

No hace falta ser mental para darse cuenta: es evidente por su físico. Muy consciente de que es el doble de corpulento que yo y está entrenado, me pongo las manos a la espalda con indiferencia para esconder las pruebas del delito. Meto las monedas en el bolsillo trasero al tiempo que respiro hondo y trato de recuperar la compostura.

—¿Siempre te echas en brazos de los desconocidos guapos o eres nueva en esto?

La pregunta hace que vuelva a aparecer el hoyuelo; la sonrisa deja al descubierto unos dientes muy blancos y regulares.

—No, solo de los arrogantes.

Le dedico una sonrisa helada mientras él me mira como si fuera un enigma y quisiera descifrarme. Por lo visto, le hago gracia; se le nota en la cara.

«Distráelo».

Se echa a reír y se pasa la mano por el pelo color ébano, con lo que solo consigue alborotárselo más. Clava los ojos grises en los míos.

—Vaya, pues parece que te he causado una fuerte primera impresión.

—Sí —respondo muy despacio—. Aunque todavía no sé si ha sido buena o mala.

«Que se concentre en ti, que no piense en el dinero».

Se encoge de hombros y se mete las manos en los bolsillos. Es la viva imagen de la indiferencia.

—Pero te he cogido a tiempo, ¿no?

Es mi turno de echarme a reír. Inclina la cabeza hacia un lado y me mira con un atisbo de sonrisa.

—Es un detalle que deberías tener en cuenta antes de decidirte, querida.

«Por la plaga, cara bonita y palabras bonitas».

Es peligroso.

Los ojos color humo me escudriñan el rostro una vez más, vuelve a mirarme como si fuera un acertijo intrigante. Me niego a sentirme incómoda bajo su mirada y doy un paso atrás, hacia la calle más frecuentada.

—Lo tendré en cuenta, querido.

Arrastro la última palabra en tono burlón para imitarlo. Sonríe todavía más y ahora tiene hoyuelos en las dos mejillas. Hago todo lo posible por no fijarme en ellos.

—Y gracias por salvarme de ir de bruces contra el suelo. Cargo con la maldición de la torpeza extrema.

—La torpeza te ha servido para conocerme, así que no parece una maldición —responde.

Se ha apoyado contra la pared, con las manos en los bolsillos. No consigo contenerme y pongo los ojos en blanco, pero sonrío. Veo su sonrisa por última vez antes de darme media vuelta y volver a Saqueo para perderme entre la multitud.

Mientras camino por la calle, la cabeza me da vueltas y no paro de repasar todo lo que he observado en él. Las cicatrices que tiene en los brazos y los nudillos desollados por una pelea reciente son lo que más me intriga, y casi me da pena quedarme sin conocer la historia que hay detrás. Me río solo de imaginar a un élite ofensivo con cicatrices. Son indicio de debilidad.

Palpo las monedas que llevo en el bolsillo trasero y las hago tintinear con una sonrisa triunfal.

«Dudo que las eche de menos».

Me pongo a toda prisa una camisa que me pica y me resulta incómoda, y me hace extrañar los tiempos en que era más pequeño y a nadie le importaba que fuera por ahí medio desnudo.

Aunque eso no me ha impedido seguir haciéndolo.

Me calzo los únicos zapatos que no tengo llenos de barro y voy hacia la puerta. Paso por unas estanterías que amenazan con colapsarse por el peso de demasiados libros, al lado de un escritorio cubierto de documentos que trato de no ver, junto a la cama con dosel que sobresale de la pared, cuyas patas son la causa de muchos golpes en los dedos de los pies y muchos tacos. Suspiro y salgo de la comodidad de mi habitación, aunque daría cualquier cosa por meterme en la cama y dormir hasta el amanecer. Pero el deber me llama, y más me vale no hacerle esperar.

Me meto las manos en los bolsillos y camino por los pasillos blancos que llevan al salón del trono. El sol del atardecer entra por las ventanas que flanquean el corredor, y hace que los cuadros de las paredes centelleen a la luz dorada. Mucho antes de lo que me gustaría, doblo la esquina y saludo con un ademán a los guardias apostados ante la puerta del salón. Y abro las pesadas puertas.

—Ah, Kai. Ya era hora.

La voz grave de mi padre levanta ecos en la inmensidad del salón del trono. En las paredes hay grandes ventanales con cortinas de gruesa seda verde, el color del reino de Ilya, y las molduras esculpidas suben por las paredes y llegan al techo. En medio del suelo de mármol pulido hay una mesa larga de madera, y el rey la preside.

—Qué amable por tu parte, te has puesto una camisa. —Deja escapar un suspiro, pero la sonrisa le ronda los ojos—. Sopesé la posibilidad de decirle al criado que te indicara ese detalle en el mensaje.

—No te preocupes, padre. No cometeré el error de presentarme sin camisa en el salón del trono. Con una vez, basta.

Memorizo el esbozo de sonrisa porque no sé cuándo volveré a verlo. Cuándo me lo volveré a ganar.

Es un hombre brutal, un fornido, con tanta fuerza física como mental. Es estricto, testarudo, pertinaz, así que la más leve de sus sonrisas me hace sonreír a mi vez. Siempre hemos tenido una relación complicada, por decirlo de una manera suave, pero en momentos como este me resulta más fácil olvidarme del incómodo pasado.

Carraspea para aclararse la garganta y borrar del rostro cualquier rastro de emoción.

«Y aquí viene el padre al que estoy acostumbrado».

—Hay una misión para el futuro ejecutor.

—Mi misión es servir —respondo impasible.

«Mi misión es matar».

Mi vida implica el final de la de otros.

Las «misiones» a las que se envía a los ejecutores son cualquier cosa menos heroicas. Me han encomendado docenas a lo largo de los años como parte de mi entrenamiento para convertirme en el futuro verdugo, comandante del ejército y mano derecha del rey. A mí, como futuro ejecutor, me corresponden muchas cosas, desde las estrategias de batalla y las ejecuciones a los interrogatorios y la tortura.

Me espera un futuro luminoso.

—Mis informantes han encontrado una familia que esconde a una vulgar cerca de Saqueo —sigue mi padre con tono de aburrimiento—. Quiero que vayas allí a investigar y erradiques el problema.

«Erradicar significa ejecutar».

Tras la Purga, cuando se expulsó a los vulgares a las Brasas para defender Ilya de la enfermedad que transmitían, el rey decretó que todo vulgar que permaneciera en el reino sería ejecutado. Hace tres décadas, les dio una posibilidad de sobrevivir si conseguían cruzar las Brasas y llegar a las ciudades de Dor y Tando, al otro lado, donde no serían una amenaza. Pero la misericordia del rey solo duró ese día de la Purga, y ahora yo les llevo la muerte en su nombre.

—Por supuesto —digo, y me paso la mano por el pelo, por la mandíbula tensa.

El gesto no le pasa desapercibido.

—Kai —me dice, y casi parece amable. No veía esa expresión desde que era niño, e incluso entonces era solo en ocasiones especiales, cuando consideraba satisfactoria mi manera de entrenar—. Nadie envidia el trabajo del ejecutor. Es brutal. Es sangriento. Pero la plaga te ha dado un raro don. Tu habilidad de portador es muy poderosa y algún día serás de gran utilidad a este reino. —Hace una pausa—. Me he asegurado de ello.

Desde luego.

El entrenamiento ha sido mi vida entera, mi único objetivo. En vez de tener una habilidad concreta, manifestarla y dominarla, me he pasado años aprendiendo a controlar docenas de ellas. Pero he perfeccionado mi cuerpo tanto como mis poderes. Yo mismo soy un arma. Llevo grabado dentro el conocimiento de cómo utilizar todas las armas que tengo a mi disposición.

Pero no me corresponde todo el mérito. No, ha sido el rey quien ha hecho de mí lo que soy. El rey se ha tomado un interés personal en mi entrenamiento físico y mental. Primero descubrió todos mis puntos débiles, y, a continuación, se aseguró de que quedaran erradicados. He aprendido a bloquear la mayoría de los recuerdos del entrenamiento que he soportado desde niño, pero no puedo hacer lo mismo con el rostro frío de mi padre que acompaña a las palabras que he escuchado toda mi vida.

«Si no soportas el sufrimiento, no puedes infligirlo, ejecutor».

He combatido en batallas, he iniciado interrogatorios, he torturado, todo mientras Kitt asistía a una reunión tras otra, diseñaba tratados y se pasaba los días junto a un rey más amable que el que conozco yo.

Sus días han estado llenos de educación, tutores y horas mucho más gratas con el padre al que tanto quiere. Kitt es el heredero, siempre ha estado protegido, bien guardado, y hacía falta un verdadero esfuerzo hasta para sacarlo al campo de entrenamiento conmigo cuando éramos niños.

Cuando vuelvo a mirar al rey me encuentro con sus ojos verdes clavados en mí. Son los ojos de Kitt. La primera esposa del rey murió al dar a luz a su hijo, y él se volvió a casar con la hija de un consejero de confianza. No tardó en enamorarse de la bondad y el cariño de mi madre, de su valor y belleza. Yo me parezco a ella, con el pelo negro y los ojos claros, igual que Kitt sale a nuestro padre, los dos rubios con ojos verdes.

Relego los recuerdos del pasado al fondo de mi mente hasta la próxima vez que me permita pasear entre ellos.

—¿Cuándo tengo que partir? —pregunto indiferente.

Las palabras me traen otro recuerdo, lo ingenuo que era cuando las pronuncié antes de mi primera misión. Sin saber que ese día me iba a convertir en un asesino. Sin saber que ese día iba a ver cómo un hombre caía al suelo en un charco de su propia sangre.

—Al amanecer.

El amanecer llega antes de lo que me gustaría, y casi sin darme cuenta estoy camino de los establos.

El edificio, grande, blanco, proyecta una sombra aún más grande a la luz de la mañana. Hay casillas a ambos lados, y los caballos que mastican heno me miran con curiosidad.

Lanzo una mirada a los dos imperiales que tengo a la izquierda. Llevan tres caballos ensillados para el viaje que nos aguarda. Aprieto los dientes. El rey ha quitado dos guardias de la vigilancia de Saqueo, aunque estoy más que capacitado para hacer esto yo solo. Pero, por lo visto, de pronto le preocupa mi bienestar. Solo ha necesitado diecinueve años y el hecho de que ahora le resulte valioso.

Sacudo la cabeza para librarme de esos pensamientos y monto en el caballo que tengo más cerca. Me trago el orgullo lo justo para reconocer que no es mala idea ir con un par de imperiales si hay que llevar a cabo una eliminación.

El trayecto hasta Saqueo es largo y lo hacemos en silencio. Las calles desembocan en los barrios bajos cuando nos adentramos en la ciudad, y me llega el olor del mercado callejero incluso antes de llegar.

Huele a pescado, a humo y a otros mist

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