Caos (Doctora Kay Scarpetta 24)

Patricia Cornwell

Fragmento

Prólogo

Crepúsculo

Miércoles, 7 de septiembre

Detrás del muro de ladrillo que ciñe Harvard Yard, cuatro altas chimeneas y un tejado de pizarra gris con tragaluces pintados de blanco asoman entre las ramas de los frondosos árboles.

La visión del edificio de estilo neogeorgiano, a no más de quince minutos a vuelo de pájaro, es agradable. Sin embargo, ir a pie no parece la decisión más sabia. He sido una tonta por negarme a que me llevaran en coche. Esto parece un horno incluso a la sombra. La atmósfera está estancada, nada se mueve en el aire húmedo y caliente.

Si no fuera por el lejano sonido del tráfico, los escasos transeúntes y las estelas de vapor sobre mi cabeza, podría creer que soy el único ser humano que queda vivo en la Tierra después de un desastre apocalíptico. Nunca he visto el campus de Harvard tan desierto, salvo quizá durante una amenaza de bomba. Por otra parte, tampoco había experimentado jamás un clima tan extremo en esta región del mundo, y las ventiscas y las ráfagas árticas no cuentan.

Los habitantes de Nueva Inglaterra están acostumbrados a estas inclemencias, pero no tanto a las temperaturas que superan los cuarenta grados centígrados. El sol se ha fundido en un cielo de un blanco óseo, cuyo azul ha sido despojado por el calor, como he oído a alguien describirlo. «El efecto invernadero». «El calentamiento global». «Un castigo divino». «La obra del diablo». «Mercurio retrógrado». «El Niño». «El fin del mundo».

Son algunas de las descripciones atribuidas a una de las peores olas de calor de la historia de Massachusetts. Las tareas se han disparado como una flecha en mi cuartel general, el Centro Forense de Cambridge (CFC), y esa es la paradoja de mi oficio. Cuando las cosas van mal, es normal. Cuando empeoran, todo bien. Tener seguridad laboral en este mundo imperfecto es un don y una maldición, y mientras atajo por el centro del campus en medio de un calor sofocante, voy perfilando en la mente la conferencia que tengo que dar mañana por la tarde en la Kennedy School of Government.

Algo ingenioso, algún juego de palabras, anécdotas provocadoras pero auténticas, y quizá mi hermana Dorothy no sea tan inútil como siempre he creído. Ella dice que tengo que ser entretenida si quiero captar el interés de un auditorio repleto de hastiados intelectuales de la Ivy League y responsables políticos. Puede que hasta se pongan en mi pellejo por una vez si comparto con ellos el lado oscuro, la otra cara, el sótano espeluznante al que nadie desea acercarse o vislumbrar siquiera.

Me conformo con que no se espere de mí que reproduzca los típicos chistes manidos insensibles, y menos aún los que oigo constantemente en boca de la policía, en su mayor parte pésimos eslóganes que terminan plasmados en una camiseta o una taza de café. Les ahorraré el «nuestra jornada empieza cuando termina la suya», aunque sea verdad. Pero supongo que un chascarrillo sobre el hecho de que cuanto más grave es la situación, más necesaria soy, no tiene nada de malo. Las catástrofes son mi vocación. Las noticias espantosas me sacan de la cama. La tragedia es mi pan de cada día, y el ciclo de la vida y la muerte permanece intacto con independencia de tu coeficiente intelectual.

Así es como mi hermana cree que debo explicarme mañana por la tarde ante cientos de influyentes estudiantes, profesores universitarios, políticos y líderes mundiales. Sin embargo, yo pienso que no tengo ninguna necesidad de explicarme. Aunque al parecer sí, como me dijo Dorothy por teléfono la víspera, mientras nuestra anciana madre daba voces por detrás, despotricando contra la mujer de la limpieza, una sudamericana ladrona que se llama Honesty —«honestidad»—, y no es un chiste. Según parece, Honesty le roba a mamá grandes cantidades de joyas y dinero en efectivo, le esconde las pastillas, le vacía el frigorífico y le cambia los muebles de sitio con la esperanza de que tropiece y se rompa la cadera.

Honesty, la mujer de la limpieza, no es culpable de nada de eso; nunca ha hecho tales cosas y nunca las haría. A veces tener una memoria casi fotográfica no me beneficia en absoluto. Recuerdo el drama telefónico de la víspera por la noche, incluidas las partes en español, y cada palabra me resuena en la cabeza. Puedo reproducir la voz trepidante y segura de Dorothy aconsejándome cómo no aburrir al público, puesto que, claramente, eso es lo que ocurrirá si me abandono a mi suerte. Me dijo:

«Sube al podio, estudia la sala con semblante inexpresivo y di: “Bienvenidos. Soy la doctora Kay Scarpetta. Atiendo a pacientes sin cita y hago visitas a domicilio. ¿No te morirías por tener mis manos sobre tu cuerpo? Porque eso tiene arreglo”. Y luego guiñas un ojo.

«¿Quién podría resistirse? ¡Eso es lo que deberías decirles, Kay! Algo divertido, sexy y que no sea políticamente correcto. Y los tendrás comiendo de tu mano. Por una vez en tu vida escucha a tu hermana pequeña con mucha atención. No habría llegado donde estoy si no supiera un par de cosillas sobre publicidad y marketing.

»Uno de los mayores problemas de estos empleos matadores, y me perdonarás el juego de palabras, como trabajar en funerarias y morgues, es que nadie tiene la menor idea de cómo promocionarlos o vender lo que sea, porque ¿para qué molestarse? En fin, para ser justos, las funerarias están mejor que el sitio donde tú trabajas. Al fin y al cabo, adecentar a un muerto o preocuparte de que el féretro sea bonito no es uno de tus cometidos. En resumen, tienes todas las desventajas del negocio de las funerarias, pero nada que vender y nadie que te lo agradezca».

A lo largo de mi carrera como patóloga forense, mi única hermana, más joven que yo, se las ha arreglado para equipararme con una científica de morgue o simplemente con alguien que se ocupa de los marrones que nadie quiere.

De alguna manera, es la conclusión lógica de haber cuidado de nuestro padre moribundo cuando era pequeña. Me convertí en la persona a la que acudir cuando algo resultaba doloroso o desagradable y había que atenderlo o limpiarlo. Si un animal era atropellado o un pájaro se estrellaba contra una ventana o a nuestro padre le sangraba por enésima vez la nariz, mi hermana corría chillando en mi busca. Todavía lo hace si necesita algo, y nunca tiene en cuenta si es conveniente o si es el momento oportuno.

Sin embargo, a estas alturas de la vida me digo que no nos hacemos más jóvenes. He decidido hacer un verdadero esfuerzo por mantenerme abierta de mente, aunque mi hermana sea con toda probabilidad el ser humano más egoísta que he conocido en mi vida. Pero es brillante y talentosa, y yo tampoco soy una santa. Admito que he sido testaruda a la hora de reconocer su valor, y eso no es justo.

Porque es posible que, en el fondo, sepa de qué habla cuando me aconseja que no me exprese como un informe jurídico o de laboratorio, sino como una experta o una poeta. Tengo que subir el volumen, el brillo y el color, y he tenido en cuenta su consejo mientras pulía mis primeras frases, sin olvidarme de subrayar algunas palabras para imprimir énfasis, ni de introducir pausas para dar espacio a las risas.

Le doy un sorbo a una botella de agua, tan caliente que serviría para preparar té. Me subo las gafas oscuras que no dejan de resbalarme por la sudada nariz. El sol es un herrero implacable que martillea en la ardiente fragua del crepúsculo. Noto caliente también el cabello y oigo el taconeo de mis zapatos bajos de piel marrón sobre los ladrillos, cuando tan solo estoy ya a diez minutos de mi destino. Voy repasando la charla mentalmente:

«Buenas tardes a todos, profesores de Harvard, estudiantes, colegas médicos, científicos y resto de distinguidos invitados.

Cuando observo a la multitud esta noche, veo a premios Pulitzer y Nobel, matemáticos y astrofísicos que también son escritores, pintores y músicos.

»Es una muestra encomiable de lo mejorcito que tenemos, y nos sentimos muy honrados por la presencia del gobernador, el fiscal general y varios senadores y congresistas, además de representantes de los medios de comunicación y líderes de la industria. Veo a mi buen amigo y antiguo mentor, el general John Briggs, escondido al fondo, haciéndose pequeño en su asiento, acobardado ante la idea de verme aquí arriba. [Pausa para las risas].

»Para quienes no lo sepan, el general Briggs es el director de los Examinadores Médicos de las Fuerzas Armadas, el AFMES. En otras palabras, sería el médico forense general de Estados Unidos si tal cargo existiera. Y, dentro de un rato, se subirá aquí conmigo para la parte del programa dedicada a las preguntas y las respuestas sobre el desastre del transbordador espacial Columbia acontecido en 2003.

»Vamos a compartir con ustedes lo que hemos aprendido gracias a la ciencia de los materiales y la aeromedicina, pero también gracias a las recuperaciones y el examen de los siete astronautas cuyos restos quedaron esparcidos en Texas, a lo largo de un escenario de más de ochenta kilómetros…».

He de reconocer el mérito de Dorothy.

Es una persona teatral y colorida, y en cierto modo me conmueve que venga en avión para la conferencia, aunque no tenga ni idea de sus verdaderas razones. Ella dice que no faltaría por nada del mundo a mi charla de mañana, pero no la creo. Mi hermana no ha estado en Cambridge en los ocho años que llevo al frente del CFC. Mi madre tampoco, pero a ella no le gusta viajar y ha dejado de hacerlo. Sin embargo, desconozco la excusa de Dorothy.

Lo único que sé es que no había mostrado ningún interés hasta ahora, y es una lástima que haya tenido que elegir precisamente esta noche para venir a Boston. El primer miércoles de cada mes, salvo caso de urgencia, mi marido Benton y yo quedamos para cenar en el Harvard Faculty Club, del que no soy socia, al contrario que él, aunque no es gracias a su estatus en el FBI. Eso no viene acompañado de favores especiales en Harvard, el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) ni otras instituciones de la Ivy League en la zona.

Pero como consultor en psicología forense del hospital McLean, afiliado a Harvard, en la cercana Belmont, mi marido, analista de inteligencia criminal del FBI, puede aprovechar las mejores bibliotecas, museos e investigadores del mundo siempre que quiera. Y hace uso del Faculty Club a su antojo.

Incluso podemos reservar una habitación de invitados en la planta de arriba, y en más de una ocasión nos han ofrecido bastante whisky o vino durante la cena. Pero eso no va a ocurrir esta noche, porque Dorothy llega hoy, y lo cierto es que no debí aceptar cuando me pidió que fuera a recogerla al final de la noche para llevarla a casa de su hija Lucy, porque eso implica que Benton y yo no volveremos a casa hasta pasada la medianoche.

No sé por qué Dorothy me lo ha pedido a mí expresamente, a no ser que sea su forma de asegurarse de que pasamos un rato a solas. Cuando le he dicho que iría y que Benton me acompañaría, su respuesta ha sido: «Claro. No pasa nada». Pero he comprendido que sí que pasaba. Está claro que quiere hablar conmigo en privado, y aunque no tengamos la oportunidad esta noche, tendremos tiempo en otra ocasión.

Mi hermana ha dejado abierto su billete de vuelta, y no puedo evitar pensar en lo maravilloso que sería si descubro que siempre me he equivocado con ella. Puede que el verdadero motivo de su aventura al norte, a Nueva Inglaterra, es que siente lo mismo que yo: puede que por fin quiera que seamos amigas.

Sería increíble que formásemos un frente común para ocuparnos de nuestra cada vez más envejecida madre, de Lucy y su compañera Janet, y de Desi, su hijo adoptivo de nueve años. Sin pasar por alto su nueva incorporación, Tesla, una cachorra de bulldog rescatada que se queda un tiempo con Benton y conmigo en Cambridge. Alguien tiene que adiestrarla, y nuestro galgo Sock se está haciendo viejo y disfruta de su compañía.

1

Mis zapatos crujen sobre la hierba seca y caliente, y el sudor me resbala bajo la ropa, por el pecho, por la espalda. Avanzo buscando la sombra cuando el sol se pone y la luz oblicua cambia.

Cada vez que escapo de su resplandor, me encuentra otra vez, porque el centro amurallado del campus de Harvard es un laberinto de zonas verdes y césped, cuadriláteros y patios conectados por caminos y pasarelas. Los majestuosos edificios de ladrillo y piedra cubiertos de hiedra hacen honor al estereotipo, y recuerdo lo que sentí cuando me los enseñaron por primera vez a la edad de quince años. Es como si retrocediera en el tiempo a cada paso que doy, con una emoción dulce y triste.

Fue en uno de mis raros viajes fuera de Florida durante mi último año de instituto, cuando empezaba a explorar las universidades y me preguntaba sobre qué podría llegar a ser en la vida. Nunca olvidaré el paseo, exactamente por donde voy caminando ahora, ni el subidón de adrenalina, porque me sentía al mismo tiempo cohibida y fuera de lugar. El recuerdo se interrumpe cuando me sobresalta una vibración, algo que parece y suena como el zumbido de un gran insecto.

Dejo de caminar por la acera hirviente, miro a mi alrededor y localizo un dron que sobrevuela el Yard desde lo alto. Entonces caigo en la cuenta de que el zumbido proviene de mi teléfono, amortiguado en el bolsillo de mi americana, donde está a resguardo del calor y del sol. Compruebo quién llama. Es Pete Marino, investigador de la policía de Cambridge, y respondo.

—¿Está pasando algo que yo no sepa? —pregunta sin rodeos. La conexión es bastante mala.

—No lo creo —respondo extrañada, cociéndome viva al sol.

—¿Y por qué estás caminando? Nadie debería estar paseando en la calle con la que está cayendo. —Es cortante y parece irritado, y comprendo al instante que no se trata de una llamada amistosa—. ¿Se puede saber qué te ha dado?

—Estoy haciendo algunos recados. —Me pongo en guardia, porque su tono es molesto—. Y voy a reunirme con Benton.

—¿Y vas a reunirte con él por qué razón? —pregunta Marino mientras nuestra conexión celular sigue deteriorándose, pasando de buena a irregular, de nuevo a buena y luego a intermitente antes de volver a mejorar.

—El motivo por el que he quedado con mi marido es sencillo: vamos a cenar juntos —respondo con un deje de ironía. No tengo ganas de pasar un rato tenso con otra persona en lo que queda de día—. ¿Hay algún problema?

Su vozarrón me retumba dolorosamente en el oído derecho.

—Eso tendrías que decírmelo tú. ¿Cómo es que no estás con Bryce?

Mi jefe de personal, todo un parlanchín, debe de haberle informado de mi negativa a subirme al coche con él en Harvard Square, de mi incumplimiento del protocolo y mi temerario desprecio hacia las medidas de seguridad.

Antes de que pueda contestar, Marino empieza a plantarme cara como si fuera sospechosa de un crimen.

—Has salido del coche hace cosa de hora y media, y has pasado unos veinte minutos en la Coop —continúa—. Y cuando finalmente has salido de la tienda en Mass Ave, ¿adónde has ido?

—Tenía que hacer un recado en Arrow Street.

Las aceras del Yard forman una telaraña de ladrillos, y me veo constantemente haciendo ajustes, tomando el camino más eficiente, el más rápido y fresco.

—¿Qué recado? —pregunta como si fuera asunto suyo.

—En el Loeb Center tenía que recoger las entradas para Waitress, el musical de Sara Bareilles —respondo con una cortesía forzada que empieza a flaquear—. Pensé que a Dorothy le gustaría.

—Por lo que he oído, te haces la escurridiza como una rata de cloaca.

Dejo de caminar y le preguntó sorprendida:

—¿Perdona?

—Así es como lo han descrito.

—¿Quién? ¿Bryce?

—Naa. Hemos recibido una llamada al 911 a propósito de ti —responde Marino, dejándome de una pieza.

Me informa de que se han puesto en contacto con el departamento de policía a propósito de «un chico joven y una amiga de más edad» que estaban peleándose en Harvard Square sobre las 16.45 horas de la tarde.

Describieron al joven de unos treinta años como mucho, cabello castaño claro, pantalones pirata azules, camiseta blanca, zapatillas de deporte, gafas de sol de marca y un tatuaje de una hoja de marihuana. La descripción concuerda, salvo por el tatuaje.

Según parece, el preocupado ciudadano que llamó a la policía me reconoció de verme en el telediario, y es inquietante que la descripción que hizo de mi ropa sea exacta. Lo cierto es que sí que llevo un traje de falda caqui, una blusa blanca y zapatos de piel marrón claro. Desgraciadamente, también es correcto que tengo una carrera en las medias, y pienso quitármelas y tirarlas en cuanto llegue a mi destino.

—¿Me mencionaron por mi nombre? —pregunto incrédula.

—El testigo dijo más o menos que la doctora Kay Scarpetta estaba discutiendo con su novio fumeta y que salió del coche hecha una furia.

Otra afrenta en boca de Marino.

—No me puse hecha una furia. Salí como una persona normal mientras él se quedó sentado al volante y seguimos hablando.

—¿Estás segura de que no salió para abrirte la puerta?

—Nunca hace eso y yo no lo animaría a hacerlo. Quizá al verlo esa persona lo malinterpretó y pensó que Bryce estaba enfadado. Pero solo bajó la ventanilla para que pudiéramos hablar, nada más.

Marino me comunica a continuación que me volví agresiva y violenta, que abofeteé a Bryce a través de la ventanilla abierta que acababa de describir y que le clavé varias veces el dedo índice en el pecho. Él gritaba, porque le estaba haciendo daño y lo tenía aterrorizado, claro, y, por decirlo en pocas palabras, menuda sarta de gilipolleces. Pero no protesto, porque siento malestar en las tripas, una sensación de opresión hueca que en mí equivale a una señal de alarma.

Marino es policía. Puede que lo conozca de toda la vida, pero Cambridge es su territorio. Técnicamente podría hacerme pasar un mal rato si quisiera, y esta es una idea nueva y perturbadora. Nunca me ha arrestado, y nunca le he dado una buena razón para hacerlo. Nunca me ha puesto una multa de aparcamiento ni me ha advertido de que no cruce con el semáforo en rojo. La cortesía profesional es una vía de doble sentido. Sin embargo, puede convertirse rápidamente en un callejón sin salida si no te andas con ojo.

—Reconozco que puede que estuviera un poco fuera de mí, pero no es cierto que abofeteara a nadie… —empiezo a decir.

—Vamos con la primera parte de tu declaración —me interrumpe Marino, el detective—. ¿Qué quiere decir un poco?

—¿Me estás interrogando? ¿Vas a leerme mis derechos? ¿Necesito un abogado?

—Tú eres abogada.

—No estoy de coña, Marino.

—Yo tampoco. ¿Qué quiere decir un poco fuera de ti? Lo pregunto porque el testigo dijo que te pusiste a gritar.

—¿Antes o después de abofetear a Bryce?

—No sirve de nada que te cabrees, Doc.

—No estoy cabreada, y seamos claros a propósito de la persona que estás mencionando. Empecemos por ahí. Porque ya sabes lo exagerado que es Bryce.

—Lo que sé es que supuestamente vosotros dos estabais peleándoos y armando jaleo.

—¿Eso es lo que te ha dicho?

—Lo que ha dicho el testigo.

—¿Qué testigo?

—El que llamó para quejarse.

—¿Has hablado tú mismo con él?

—No he encontrado a nadie que viera nada.

—Entonces eso quiere decir que lo has comprobado —señalo.

—Después de recibir la llamada, recorrí el Square y pregunté por ahí, con el mismo resultado de siempre. Nadie vio nada.

—Exactamente. Esto es ridículo.

—Me preocupa que alguien quiera ir a por ti —me dice. Hemos pasado por lo mismo la tira de veces a lo largo de los años.

Marino se regodea en su convicción patológica de que me va a suceder algo horrible. Pero lo que de verdad le preocupa es su persona. Es lo mismo que le pasaba con su exmujer Doris antes de que se largara con un vendedor de coches. Marino no entiende la diferencia entre necesidad y amor. Para él son lo mismo.

—Si quieres malgastar el dinero de los contribuyentes, puedes comprobar las cámaras de videovigilancia que hay alrededor del Square, especialmente enfrente de la Coop —sugiero—. Verás que no abofeteé a Bryce ni a nadie.

—Me pregunto si no tendrá que ver con tu conferencia de mañana por la noche en la Kennedy School —continúa Marino—. Se ha hablado mucho en las noticias porque es polémica. Cuando tú y el general Briggs decidisteis hacer una exposición sobre la explosión del transbordador espacial, quizá deberíais haber previsto que un montón de zumbados saldrían de la nada. Algunos piensan que un OVNI derribó el Columbia. Y para ellos esa es la razón de que se cancelara el programa del transbordador espacial.

—Sigo esperando el nombre de ese supuesto testigo que mintió a uno de tus operadores del 911.

No me interesa oír lo obsesionado que está con los conspiranoicos y el guirigay que podrían provocar en el acto de la Kennedy School.

—No quiso identificarse ante el operador que atendió la llamada —dice Marino—. Probablemente estaba usando uno de esos teléfonos de prepago que puedes comprar en cualquier tienda CVS. Con esos números es imposible rastrear a nadie. No hemos tirado la toalla, pero de momento no tenemos nada. En los últimos tiempos se ha convertido en nuestro pan de cada día.

Paso bajo la sombra de un enorme roble viejo de ramas bajas, demasiado frondosas y verdes para un mes de septiembre. El calor del principio de la tarde aprieta como una mano ardiente, aplastando y abrasando la vida a su paso, y me cambio de brazo la bolsa de la compra. Mi maletín bandolera, donde he cargado un portátil, documentos y otros efectos personales, parece pesar más, y la ancha correa me muerde el hombro.

—¿Dónde estás exactamente? —La voz de Marino se oye entrecortada.

—He tomado un atajo. —No tengo el menor interés en darle mi paradero exacto—. ¿Y tú? A veces tu voz me llega ahogada y otras como si hablaras dentro de un barril. ¿Vas en coche?

—¿Por dónde has ido? ¿Has tomado Johnston Gate para atajar por el Yard hasta Quincy Street?

—¿Se te ocurre otra manera? —respondo evasiva. Me falta ligeramente el aliento a fuerza de avanzar a trompicones.

—Debes de estar cerca de la iglesia —dice.

—¿Por qué preguntas? ¿Vas a venir a arrestarme?

—En cuanto encuentre mis esposas. ¿No las habrás visto por ahí?

—¿Por qué no le preguntas a tu último ligue?

—Entonces vas a salir del Yard por la puerta que hay enfrente de los museos. Ya sabes, por el semáforo que está a tu izquierda, al otro lado del muro.

Parece más una orden que una suposición o una pregunta. Mis sospechas se acrecientan y le pregunto:

—¿Dónde estás?

—El camino que acabo de sugerirte es el más directo —continúa—. Pasando la iglesia, después del Quad.

2

Cruzo una puerta negra de hierro forjado en el muro de ladrillo que ciñe el Yard, y repaso Quincy Street de arriba abajo.

Al otro lado de la calle, toda la manzana forma parte del Museo de Arte de Harvard, que ha sido renovado en ladrillo y hormigón recientemente e incluye seis plantas de galerías bajo un tejado piramidal de cristal. Aguardo junto a una fila de coches aparcados que brillan a la luz oblicua del sol que mengua poco a poco, y consulto la hora y el tiempo en mi teléfono.

A las 18.40 horas de la tarde todavía hace una temperatura opresiva de treinta y cuatro grados. No sé en qué estaba pensando hace un rato, pero sencillamente no podía soportar ni un minuto más el incesante parloteo de Bryce mientras bordeaba el río hacia el Anderson Memorial Bridge, torcía a la derecha en el Weld Boathouse de tejados rojos y seguía por la John F. Kennedy Street para desembocar en Massachusetts Avenue.

No creí que fuera capaz de escuchar una sola palabra más y le ordené que no me esperara a la vez que bajaba del monovolumen delante de la librería universitaria la Coop. Harvard Square, con sus tiendas y la parada de metro de la línea roja, está constantemente abarrotada, incluso si el tiempo es insufrible. Siempre tiene tráfico peatonal y una población de mendigos relativamente constante las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana.

No era el mejor lugar del mundo para que Bryce bajara la ventanilla y se pusiera a discutir con una superior que es lo suficientemente madura como para parecer una asaltacunas y él su juguete. Bryce no me escuchaba ni dejaba que me fuera, y empezó a perder los papeles como un histérico, cosa que, por desgracia, es muy propio de él. Quería «que dejara constancia» de por qué ya no deseaba su ayuda y que le explicara «con pelos y señales» si había «hecho algo» que me hubiera disgustado. Repetía una y otra vez que sabía que había «hecho algo» y no quería escucharme a pesar de que yo lo negaba.

Los curiosos nos observaban como halcones. Un vagabundo sentado en la acera a las puertas de una tienda CVS se protegía del sol con un cartel de cartón y nos miraba fijamente con ojillos de urraca. No era precisamente el lugar idóneo para aparcar un vehículo con las palabras oficina del forense jefe y cuyas puertas llevan el escudo del CFC, la balanza de la justicia y el caduceo pintados de azul. Las ventanillas traseras del monovolumen están tintadas, y comprendo el impacto que uno de nuestros vehículos puede producir cuando se para en una calle.

Cuando por fin logré deshacerme de Bryce, entré en la Coop a comprar regalos para mi madre y mi hermana. Cuando pasé del aire acondicionado de la tienda al calor brutal de la calle, comprobé que mi pegajoso jefe de personal se había esfumado realmente y tomé Brattle Street.

Fui hasta el American Repertory Theater, el ART, ubicado en el Loeb Center, para recoger las seis entradas de Waitress. Había reservado los mejores asientos del patio de butacas. Después retrocedí sobre mis pasos en Massachusetts Avenue, atajé por el Yard y acabé donde estoy ahora, en Quincy Street.

Paso por delante del Centro Carpenter de artes visuales, a mi izquierda, y debo de estar hecha un asco. ¡Cuando pienso en todas las molestias que me tomé antes de que se me ocurriera el imprudente paseo! Me había duchado en la oficina y me había puesto el traje que ahora está arrugado y empapado en sudor. Me había echado el perfume favorito de Benton, Amorvero, que compra en Italia. Es la fragancia característica del hotel Hassler de Roma, donde me pidió matrimonio. Pero, por más que me huelo la muñeca, ya no me llega su exótico aroma. El calor sube en olas trémulas desde la calzada, que huele a alquitrán, y oigo el vozarrón de Marino antes de verlo.

—¿Sabes lo que dicen de esos ingleses locos que sacan a sus perros en medio de esta mierda?

Me doy la vuelta al oír el tópico distorsionado y lo veo parado en un semáforo, en su monovolumen camuflado azul noche con la ventanilla bajada. Ahora sé por qué la recepción era tan mala cuando hablamos hace un rato. Es lo que sospechaba. Ha estado patrullando la zona para buscarme, preguntando a la gente del Square. Enciende las luces de emergencia, pone en marcha la sirena y ataja entre los coches del carril contrario en dirección hacia mí.

Marino aparca en doble fila, se apea y creo que nunca me acostumbraré a verlo vestido de traje y corbata. La ropa elegante no se ha diseñado pensando en los tipos como él. Nada le queda bien, excepto su propia piel.

Mide más de metro ochenta y debe de pesar cien kilos por lo menos. Su cráneo bronceado y rapado es liso como una piedra pulida, y sus manos y sus pies son del tamaño de una pala. Marino tiene los hombros tan anchos como una puerta y podría levantar a cinco mujeres como yo, como le gusta presumir.

Es guapo de un modo primitivo, con la cara grandota y rubicunda, las cejas pobladas y la nariz prominente. Tiene una quijada de cavernícola y los dientes fuertes y blancos. Al verlo te da la impresión de que va a estallar dentro de su uniforme, como el Increíble Hulk. No le queda bien nada elegante o de marca, y parte del problema es que no hay que dejarlo a su aire cuando va de compras, cosa muy infrecuente y nunca planificada. Sería útil que de vez en cuando hiciera limpieza de armarios y garaje, pero me juego el cuello a que nunca lo ha hecho.

Cuando sube a la acera, percibo que las mangas de su traje de chaqueta azul marino le quedan cortas, por encima de la muñeca. El dobladillo de los pantalones no le cubre los tobillos y se le ven los calcetines de tubo grises. Calza unas zapatillas de cuero negras con los cordones a medio atar. La corbata casi a juego, de rayas negras y rojas, es demasiado ancha y está pasada de moda, posiblemente sea de los años ochenta, cuando se llevaban los pantalones de campana de poliéster, los zapatos Earth Shoes y la ropa de sport.

Tiene sus razones para vestir así, y sin duda la corbata guarda relación con algunos recuerdos especiales; tal vez una bala esquivada, una partida de bolos perfecta, el pez más grande que haya pescado jamás o una primera cita particularmente satisfactoria. Marino nunca se deshace de algo que le importa. Frecuenta las tiendas de segunda mano y los mercadillos en busca de un pasado que le gusta más que el presente, y resulta irónico que un tipo duro como él sea tan sentimental.

—Sube, que te llevo. —Unas gafas vintage de aviador RayBan que le regalé hace varios cumpleaños le ocultan los ojos.

—¿Y por qué iba a necesitar que me llevaras? —La entrada de adoquines que conduce de la acera de cemento al Faculty Club está justo delante, a menos de un minuto a pie.

Pero Marino no acepta un no por respuesta. Me saca de la acera y levanta una de sus manazas para interrumpir el tráfico cuando cruzamos la calle. No me está sujetando literalmente, pero tampoco me siento lo que se dice libre mientras me conduce al asiento delantero de su vehículo policial, donde forcejeo de forma torpe con mis bolsas, al tiempo que la carrera de las medias me baja de la rodilla al talón del zapato como si intentara huir de la demencia de Marino.

No puedo evitar pensar: «Ya estamos con las mismas». Otro espectáculo. A algunos transeúntes les parecerá que la policía ha venido a detenerme y va a interrogarme, y me pregunto si no será lo próximo que pase.

—¿Por qué andas buscándome? Porque parece que eso es lo que estás haciendo —pregunto mientras cierra la puerta—. En serio, Marino.

Pero él no me escucha. Rodea el coche y se sube al asiento del conductor. El interior está impecable y equipado con todas las sirenas, luces, cajas de herramientas, kits de almacenamiento y maletines habidos y por haber para analizar una escena de crimen. El vinilo oscuro es liso y huele a producto de limpieza. Los asientos tapizados parecen casi nuevos, la consola está tan limpia como el primer día y los cristales brillan como si el monovolumen acabara de pasar una puesta a punto. Marino es meticuloso con sus vehículos. Su casa, su oficina y su atuendo son otra historia.

—¿Te he dicho ya lo mucho que odio el maldito teléfono? —empieza a quejarse mientras cierra la puerta con un golpe sordo—. Hay cosas que no tenemos ninguna necesidad de contar a través de un aparato inalámbrico que tiene acceso a cada puñetero detalle de nuestra vida.

—¿Por qué vas tan emperifollado?

—Vengo de un velatorio. Nadie que conozcas.

—Entiendo —digo por decir algo.

Marino no es de los que se ponen traje y corbata para un velatorio. Quizá se lo pensaría para un funeral o una boda, pero desde luego no se pondría traje y corbata con un tiempo tan caluroso a menos que tuviera una razón especial que no me está diciendo.

—Bueno, estás elegante y hueles bien. Déjame ver. Canela, sándalo, un toque de cítricos y almizcle. La colonia British Sterling siempre me recuerda al instituto.

—No cambies de tema.

—No sabía que teníamos un tema.

—Estoy hablando de espionaje. ¿Recuerdas cuando nuestro mayor temor era que alguien anduviera por ahí con un escáner? —pregunta—. ¿Intentando hackear el teléfono de tu casa? ¿Recuerdas cuando no había cámaras grabándote el careto por todas partes? Hace un rato me pasé por el Square para ver quién andaba por ahí, y un mocoso universitario tocapelotas se puso a grabarme con el teléfono.

—¿Cómo sabes que era universitario?

—Porque tenía toda la pinta de un niñato consentido, con sus chanclas, sus bermudas grandotas y un Rolex.

—¿Y tú qué hacías ahí?

—Solo estaba haciendo algunas preguntas para saber si habían visto algo un rato antes. Ya sabes, los sospechosos habituales de siempre que merodean delante de la Coop o la tienda CVS. Con este calor no son tantos, pero prefieren andar sueltos y despreocupados al aire libre que ponerse a resguardo de la intemperie en un refugio agradable. Entonces el chaval empezó a apuntarme con su teléfono como si yo fuera a dispararle a alguien sin motivo. El menda pensaba que tendría la suerte de estar ahí y grabarlo todo. Para colmo, había un maldito dron zumbando encima de mi cabeza. Odio la tecnología —añade malhumorado.

—Por favor, dime por qué estoy aquí sentada, porque está claro que no necesito que me acerques a ningún sitio, puesto que ya he llegado a mi destino.

—Vale, está claro que ya no lo necesitas, en vista de que el daño ya está hecho. —Me mira de arriba abajo, y sus gafas de sol se demoran demasiado en la carrera de mis medias.

—Y estoy segura de que no has venido a recogerme solo para decirme esto.

—Naa. Quiero saber qué pasa de verdad con Bryce. —Las Ray-Ban de Marino parecen clavarme en el asiento.

—No sabía que pasara nada… aparte de que está más cansado y pesado que de costumbre.

—Exacto. ¿Y por qué puede ser? Piénsalo.

—Vale, déjame pensarlo. Posiblemente por culpa del calor y la cantidad de trabajo que hay. Como bien sabes, hemos tenido una sobrecarga de casos relacionados con el clima, y él y Ethan están teniendo problemas con el vecino plasta de siempre, y a ver… Creo que a la abuela de Bryce le extirparon la vesícula biliar hace una semana. En otras palabras, estrés a raudales. Pero ¿quién leches puede saber qué le pasa a él o a cualquiera, Marino?

—Si hay una razón por la que deberíamos desconfiar de Bryce, ahora es el momento de soltarla, Doc.

—Me parece que ya hemos hablado suficiente de este tema —digo por encima del aire acondicionado a toda mecha, que me va a helar hasta el tuétano porque tengo la ropa completamente húmeda—. Ahora mismo no dispongo de tiempo para darme un garbeo contigo, y debo hacer un esfuerzo para adecentarme antes de cenar.

Abro la puerta del coche, pero él vuelve a agarrarme del brazo.

3

—Quieta —me suelta como si le diera una orden a Quincy, su pastor alemán, que ahora mismo no está en la jaula instalada en la parte trasera del coche. Además de ser un perro de rescate de lo más incompetente, resulta que el mejor amigo del hombre solo sale cuando hace bueno.

Si bien debe su nombre al legendario médico forense de la televisión, este Quincy no se aventura a ninguna escena del crimen cuando las condiciones son inclementes. Sospecho que el peludo compinche de Marino está ahora mismo en su guarida sobre un colchón Tempur-Pedic de alta gama, con el aire acondicionado puesto y Dog TV para distraerse.

—Voy a llevarte los últimos quince putos metros. Siéntate y disfruta del frescor —dice Marino.

Me desembarazo de su brazo porque no me gusta que me tengan agarrada, ni siquiera con suavidad. Marino mete una marcha y dice:

—Tienes que escuchar lo que te voy a decir. Como te he comentado, no quería hablarlo por teléfono. Ahora seguro que no podemos saber quién nos espía, ¿verdad? Y si Bryce está comprometiendo la seguridad del CFC o la tuya, quiero que lo averigüemos antes de que sea demasiado tarde.

Le recuerdo que utilizamos smartphones personales y que disponemos de cifrado, cortafuegos y todo tipo de aplicaciones especiales de alta seguridad. Es improbable que hackeen nuestras conversaciones o nuestros correos electrónicos. Mi sobrina Lucy, que es un genio de la informática y una experta en ciberdelitos del CFC, se asegura de que sea así.

—¿La has puesto al corriente de algo de esto? —pregunto—. Si tanto te preocupa que nos espíen, ¿no crees que podrías hablarlo con ella? A fin de cuentas, es su trabajo, ¿no?

Justo cuando estoy diciendo esto suena mi teléfono. Es Lucy, para pedirme que abra su propia versión de FaceTime, lo que significa que quiere que nos veamos mientras hablamos.

—Qué oportuno —digo de inmediato, en cuanto su preciosa cara llena la pantalla de mi teléfono—. Estábamos hablando de ti.

—Solo tengo un minuto. —Sus ojos son como un láser verde—. Tres cosas. Primero, mi madre acaba de llamar y su avión tiene un poco de retraso. Bueno, no debería decir «un poco», aunque así es como lo ha descrito ella. Por ahora, no sabemos cuánto. Y no estoy cien por cien segura de lo que está pasando con el control del tráfico aéreo, pero hay una retención de todo el tráfico de salida en estos momentos.

—¿Qué le han dicho? —pregunto mientras se me encoge el corazón.

—Están cambiando las puertas de embarque o algo de eso. No hemos hablado mucho, pero me ha dicho que llegará más bien sobre las diez y media o las once.

En ese momento una idea me cruza la mente: menudo detallazo por parte de mi hermana haberme avisado en persona. Con lo ocupados que estamos Benton y yo, no le tiembla la mano si tiene que hacernos esperar media noche en el aeropuerto.

—Segundo, acaba de llegar lo último de Tailend Charlie. —Los ojos de Lucy se mueven cuando habla, e intento averiguar dónde está—. No lo he escuchado todavía. En cuanto me libere del rollo este del 911, me pondré con eso.

—Supongo que nos ha enviado otro clip de audio en italiano —señalo, porque Lucy no domina el idioma con fluidez y le costaría traducir el mensaje entero, o incluso una parte.

Dice que sí, que a simple vista la última comunicación de Tailend Charlie es como las otras ocho que he recibido desde el 1 de septiembre. La amenaza anónima fue enviada a la misma hora del día, es el mismo tipo de archivo y la grabación tiene la misma duración. Pero no la ha escuchado, y le digo que nos ocuparemos de eso más tarde.

Entonces pregunta:

—¿Dónde estás? ¿En el coche de quién? —Desprende mucha luz en contraste con un fondo de oscuridad total, como si estuviera en una cueva.

Sin embargo, su cabello rubio rosáceo brilla bajo una luz ambiental que oscila como si detrás de ella se proyectara una película. Su rostro es un juego de sombras, y se me ocurre que podría estar en el Teatro de Inmersión Personal, lo que en el CFC llamamos el PIT.

Le informo de que estoy con Marino, y eso la lleva al tercer punto, el más importante.

—¿Has entrado en Twitter? —pregunta.

—Si me lo preguntas, seguro que no es bueno —respondo.

—Te lo estoy enviando ahora. Tengo que irme —dice, y desaparece sin más de la pequeña pantalla rectangular.

Marino pregunta con una mueca:

—¿Qué? ¿Qué hay en Twitter?

—Espera. —Abro el correo electrónico que Lucy acaba de enviarme y hago clic en el enlace al tuit que ha cortado y pegado—. Bueno, como sospechabas, parece que hay un vídeo en el que se te ve hablando con algunos de los sospechosos habituales en Harvard Square.

Se lo enseño y percibo su orgullo herido mientras observa su silueta distante caminando pesadamente, ladrando preguntas a los vagabundos que merodean delante de varios comercios. Marino saca de la sombra a un hombre que intenta eludir el interrogatorio con grandes aspavientos. El ruido indistinguible de la voz de Marino, que la alza mientras el hombre se mueve de un lado a otro arrastrando los pies, es un espectáculo vergonzoso. El pie de foto es lo peor de todo: OccupyScarpetta precedido de un hashtag.

—Pero ¿esto qué mierda es? —gruñe Marino.

—Pues yo diría básicamente que eres un poco posesivo conmigo y por eso vas por ahí haciendo tantas preguntas. Supongo que eso es lo único que explica que mi nombre haya acabado en un tuit.

No dice nada y, como quien calla otorga, continúo:

—Pero, dicho esto, dudo que produzca ningún daño real, excepto para tu ego. Es una bobada y punto. No le des más vueltas.

—No está escuchando, y ahora sí que tengo que irme.

—Me gustaría tener un minuto para arreglarme. —Es mi forma de decirle a Marino que ya estoy harta de que me tenga retenida en su vehículo, que destila pesimismo y fatalidad—. Así que, ¿podrías ser tan amable de quitar el seguro de las puertas y soltarme, por favor? Ya hablaremos mañana o en otro momento.

Marino sale de su aparcamiento ilegal en doble fila. Se acerca al bordillo de la acera, delante del Faculty Club, situado en una zona de césped detrás de una empalizada.

—No te lo estás tomando demasiado en serio —me reprende mirándome.

—¿Qué parte de todas?

—Estamos bajo vigilancia, y la pregunta es quién nos vigila y por qué. Seguro que hay alguien siguiéndole la pista a Bryce. Si no, ¿cómo explicas lo del tatuaje de marihuana?

—No hay nada que explicar. Bryce no tiene ningún tatuaje de esos.

—Lo tiene. Concretamente, una hoja de marihuana, como dijo el que llamó —insiste Marino.

—No puede ser. Le tiene tanto pánico a las agujas que ni siquiera se pone la vacuna contra la gripe.

—Es evidente que no conoces la historia. El tatuaje está justo aquí. —Marino se inclina y se señala con un dedo grueso la parte exterior del tobillo izquierdo, que no puedo ver bien desde mi asiento, y tampoco pienso molestarme en hacer el esfuerzo—. Es falso —dice—. Supongo que eso no lo sabías.

—Parece que no sé muchas cosas.

—La hoja de marihuana es un tatuaje temporal. Una broma de anoche, cuando él y Ethan estaban con unos amigos. ¡Es tan típico de Bryce! Pensó que desaparecería con lavárselo antes de irse a la cama, pero muchos de estos tatuajes temporales pueden durar varios días.

—Está claro que has hablado con él. —Observo la cara sonrojada y reluciente de Marino—. ¿Se ha puesto él en contacto contigo?

—Lo hice yo cuando me enteré de la llamada al 911. Cuando le pregunté por el tatuaje me envió un selfie.

Me doy la vuelta para mirar por el retrovisor los coches que pasan. Pienso en que no sé qué coche conducirá Benton esta noche. Podría ser su Porsche Cayenne Turbo S o su Audi RS 7. Podría ser un vehículo del FBI. Estaba ocupada con los perros, Sock y Tesla, cuando mi marido salió de casa al amanecer, y no lo vi ni lo oí marcharse.

—El tatuaje es un problema, Doc —continúa Marino—. Da credibilidad a la llamada telefónica. Prácticamente prueba que quien se quejó de que Bryce y tú armarais jaleo os vio, a menos que exista alguna otra razón por la que ese ind

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