Capítulo 1
—¡Despedida! —farfulló Diana entre dientes sin prestar atención al algodonoso mar de nubes que el avión sobrevolaba en aquel momento.
Tres años trabajando para la agencia de publicidad y la habían echado sin miramientos ni explicaciones. Tampoco las pidió; no las necesitaba. De sobra sabía que Cheryl Bray, sobrina del CEO, era la responsable de que la hubieran puesto de patitas en la calle; ambicionaba su puesto y no había parado hasta conseguirlo.
Pensar en aquella niñata arrogante y sin escrúpulos le hizo hervir la sangre. Qué lástima no haber podido decirle a la cara lo que opinaba de ella y de su falta de ética. Por desgracia, no había tenido oportunidad de verla antes de recoger sus cosas y abandonar la oficina.
Cerró los ojos y respiró hondo para serenarse. De nada le servía continuar cabreada. Tenía talento, sabía hacer su trabajo y encontraría empleo en otra agencia sin problema. Solo necesitaba tomarse un descanso antes de empezar la búsqueda. Y el mejor sitio para conseguirlo estaba, sin lugar a duda, en Tennessee. En el rancho de su abuela podría desconectarse del mundo, disfrutar de la naturaleza, del aire libre y, sobre todo, de los recuerdos. Adoraba aquel lugar casi tanto como lo había hecho su padre.
Sonrió con nostalgia al pensar en él y los momentos que juntos habían compartido en aquellas maravillosas tierras que, se daba cuenta, hacía demasiados meses que no pisaba. Había estado tan ocupada, tan centrada en el trabajo, que había dejado todo de lado. Y para lo que le había servido, pensó con acidez.
Definitivamente, necesitaba aquel viaje y la visita a su abuela. Esta se llevaría una gran sorpresa al verla aparecer, porque no estaba al tanto de lo ocurrido ni de sus planes. De hecho, no había hablado con nadie, salvo con su amiga Brenda, y solo para desahogarse y poder despellejar, entre las dos, a la rubia robaempleos. Después de eso, dejándose llevar por un impulso, reservó billete para el primer vuelo con destino a Tennessee, metió cuatro cosas en un bolso de viaje y salió a la carrea hacia el aeropuerto. Y allí estaba, a punto de aterrizar en Nashville y con unas ganas terribles de abrazar a la mujer a la que quería como a una segunda madre. La suya, tras la muerte de su padre, había rehecho su vida en Canadá y, aunque hablaban con frecuencia, se veían poco. Debía llamarla, pero lo haría al regresar a Boston, decidió tras bajar del avión, de camino a la oficina de renting.
Apenas se instaló en el coche de alquiler, encendió la radio y sintonizó la emisora local. Una canción country sonaba en ese momento; no movió el dial. No era el estilo de música que solía escuchar, pero tampoco le desagradaba. Dejándose llevar por la animada melodía o quizá porque continuaba tensa, tamborileó el volante con los dedos mientras conducía. Había recorrido aquella carretera tantas veces que la conocía como la palma de su mano. También le resultaba familiar el hormigueo de anticipación que sentía en el estómago y que aumentaba a medida que se aproximaba a Franklin disminuía.
Media hora después de abandonar el aeropuerto, con muchas ganas de llegar a su destino y una sonrisa en los labios, señalizó con la luz intermitente un giro a la derecha y dejó la vía principal. Aún tardaría unos minutos en alcanzar el rancho, pero ya se sentía en casa.
***
En la cocina, Esther Kolb, una mujer con una vitalidad inusual para su edad, constitución robusta, ojos azules y pelo cano, dejó de lavar los platos de la cena al advertir que un coche se acercaba a la casa.
—Qué extraño —murmuró con el ceño fruncido y la vista clavada en el exterior.
No esperaba a nadie ni eran horas de hacer visitas, se dijo mientras se secaba las manos con el delantal que aún llevaba puesto y salía para averiguar de quién se trataba.
Diana, al verla aparecer, apagó el motor, salió del vehículo sin molestarse en cerrar la puerta y corrió hacia ella igual que hacía siendo niña. Su abuela la recibió con una sonrisa y los brazos abiertos. La joven se refugió contra su pecho y permitió que la estrechara con fuerza mientras su perfume, el de siempre, asaltaba su olfato, reconfortándola tanto como el afectuoso abrazo.
—¿Qué haces aquí, pequeña? —le preguntó sin aflojar la intensidad del achuchón—. ¿Por qué no me dijiste que vendrías?
—¿No te alegra que lo haya hecho? —Puso fin al abrazo para mirarla.
—¡Por supuesto que me alegro! Simplemente no te esperaba y me has sorprendido. —Le sonrió con afecto—. ¿Ha ocurrido algo? —la interrogó, consciente de lo excepcional de aquella visita.
—Nada de lo que me apetezca hablar en este momento. —Se encogió de hombros—. Primero me gustaría darme una ducha.
—Está bien —no insistió—. Te ayudaré con el equipaje.
—Solo he traído una bolsa —aclaró antes de volver sobre sus pasos para ir a por ella.
Esther dio por hecho que su estancia, también en aquella ocasión, sería breve.
—Sube a darte esa ducha que tanto necesitas mientras te preparo algo para cenar —la invitó a pasar con un cabeceo.
Al entrar, Diana miró a su alrededor. Todo estaba igual que siempre. Allí nunca cambiaba nada, ni siquiera la vieja alfombra situada al pie de la escalera. Aquella casa, con su esencia inconfundible, le provocaba una paz que no encontraba en ningún otro lugar, pensó al subir las escaleras para dirigirse a su habitación. Comprobó que esta también continuaba igual. La invadió la nostalgia al pasear la mirada por las repisas de la estantería situada al fondo, sobre las que seguían colocados algunos de sus viejos juguetes y un buen número de muñecas de las que su abuela no le había permitido deshacerse años atrás, alegando que, con el tiempo, se lo agradecería. No se había equivocado; le gustaba verlas allí. Le traían muy buenos recuerdos.
Con una sonrisa en los labios, dejó toda su ropa sobre la cama y, sin molestarse en guardarla en el armario, se fue al cuarto de baño.
Media hora después, con la oscura melena cayendo húmeda sobre su espalda, vestida con unos desgastados y ajustados tejanos y una sencilla camiseta, aparecía en la cocina.
—¡Qué bien huele!
No había probado bocado en todo el día; el cabreo le había quitado el apetito, pero el delicioso olor que inundaba la estancia se lo había devuelto de golpe. Estaba muerta de hambre. Su abuela dejó sobre la mesa un plato repleto de comida y, con un gesto, le indicó que se sentara. No se hizo de rogar.
Mientras comía, entre bocado y bocado, preguntó por la granja. Nunca dejaba de sorprenderle lo bien que esta funcionaba ni lo mucho que aquella mujer continuaba trabajando a sus años.
—¿Tienes pensado contarme lo que ha ocurrido o tendré que adivinarlo? —soltó la señora Kolb al cabo de unos minutos, ansiosa por conocer el motivo por el que su nieta se había presentado sin avisar.
—Me han despedido —respondió sin rodeos.
—¿Cómo que te han despedido?
La joven se encogió de hombros.
—Suele pasar cuando te cruzas en el camino de alguien demasiado ambicioso y con influencias.
—¿Y qué piensas hacer?
—Tomarme unos días de descanso y buscar un nuevo empleo cuando regrese a Boston.
—Lo siento de veras, cielo. Sé lo mucho que ese trabajo significaba para ti, pero estoy segura de que no te costará encontrar otro.
—Eso espero.
—¿Cuál de tus compañeros ha sido el causante…?
—La causante. Ha sido una mujer, pero prefiero no hablar de ella, porque zorra es la palabra más delicada que se me viene a la mente al pensar en ella. —Esther torció el gesto al escucharla—. Lo sé, no hace falta que digas nada. Por eso es preferible que no la mencione o terminarás lavándome la boca con jabón.
Rio con ganas al recordar la de veces que su abuela la había amenazado con enjabonarle la lengua por decir alguna palabra malsonante.
—Será lo mejor. Aunque te entiendo y, de estar en tu lugar, seguro que también le dedicaría algún improperio.
Diana volvió a reír.
—Que la tildaras de mala pécora se quedaría corto comparado con todo lo que la he llamado yo esta mañana.
—Eres incorregible. —Sacudió la cabeza, pero terminó por esbozar una sonrisa—. Pero me alegra que estés aquí. Te vendrá bien descansar —señaló antes de ponerse en pie y retirar el plato vacío de su nieta—. ¿Te apetece un café?
—No, o no pegaré ojo en toda la noche —lo rechazó al tiempo que cogía una manzana del cestillo colocado en el centro de la mesa.
—Si hubieras llegado diez minutos antes habrías podido conocer a Ethan —le dijo Esther al sentarse de nuevo fr