La novela luminosa

Mario Levrero

Fragmento

La novela luminosa

PREFACIO HISTÓRICO
A LA NOVELA LUMINOSA

No estoy seguro de cuál fue exactamente el origen, el impulso inicial que me llevó a intentar la novela luminosa, aunque el principio del primer capítulo dice expresamente que este impulso procede de una imagen obsesiva, y la imagen es suficientemente explícita como para que el lector pueda creer en esa declaración inicial. Yo mismo debería creerla sin ningún tipo de vacilaciones, pues recuerdo muy bien tanto la imagen como su condición de obsesiva, o al menos de recurrente durante un lapso lo bastante prolongado como para que me hubiera sugerido la idea de obsesión.

Mis dudas se refieren más bien al hecho de que ahora, al evocar aquel momento, se me aparece otra imagen, completamente distinta, como fuente del impulso; y según esta imagen que se me cruza ahora, el impulso inicial fue dado por una conversación con un amigo. Yo había narrado a este amigo una experiencia personal que para mí había sido de gran trascendencia, y le explicaba lo difícil que me resultaría hacer con ella un relato. De acuerdo con mi teoría, ciertas experiencias extraordinarias no pueden ser narradas sin que se desnaturalicen; es imposible llevarlas al papel. Mi amigo había insistido en que si la escribía tal como yo se la había contado esa noche, tendría un hermoso relato; y que no solo podía escribirlo, sino que escribirlo era mi deber.

En realidad, estas dos imágenes no son contrapuestas, e incluso están autorizadas por una lectura atenta de las primeras líneas de ese primer capítulo, lectura atenta que acabo de realizar ahora, antes de comenzar este párrafo. Al parecer, en ese comienzo están las dos vertientes, pero no se mezclan, porque yo todavía no sabía, al comenzar a escribir, que estaba escribiendo precisamente sobre aquella experiencia trascendente. Allí hablo de la imagen obsesiva, que se refiere a una disposición especial de los elementos necesarios para la escritura, y más adelante hablo de un deseo paralelo, como cosa distinta, de escribir sobre ciertas experiencias que catalogo como «luminosas». Será unas cuantas líneas más adelante cuando me preguntaré si eso que había comenzado a escribir cediendo al primer impulso, no sería eso otro que deseaba escribir. Pero no hay ninguna mención de mi amigo, y eso me parece injusto –por más que ya no sea mi amigo y que, según me han contado, anda por el mundo hablando pestes de mí–. Es muy probable que en aquel momento hubiera olvidado por completo la recomendación, autorización o imposición del amigo y estuviera realmente convencido de que era mi deseo escribir esa historia.

Me llama la atención que ahora, pasado mucho tiempo, vea tan claramente la relación causa-efecto: mi amigo me impulsó a escribir una historia que yo sabía imposible de escribir, y me lo impuso como un deber; esa imposición quedó allí, trabajando desde las sombras, rechazada de modo tajante por la consciencia, y con el tiempo comenzó a emerger bajo la forma de esa imagen obsesiva, mientras borraba astutamente sus huellas porque una imposición genera resistencias; para eliminar esas resistencias la imposición venida desde afuera se disfrazó de un deseo venido desde adentro. Aunque, desde luego, el deseo era preexistente, ya que por algún motivo le había contado a mi amigo aquello que le había contado; tal vez supiera de un modo secreto y sutil que mi amigo buscaría la forma de obligarme a hacer lo que yo creía imposible. Lo creía imposible y lo sigo creyendo imposible. Que fuera imposible no era un motivo suficiente para no hacerlo, y eso yo lo sabía, pero me daba pereza intentar lo imposible.

Tal vez mi amigo tuviera razón, pero para mí las cosas nunca son simples. Ahora me veo, con la imaginación disfrazada de recuerdo, escribiendo sencillamente la historia que le había contado a mi amigo, tal como se la había contado, y comprobando el fracaso; me veo rompiendo en tiritas las cinco o seis hojas que habría insumido tal relato, y es bastante posible que se trate de un recuerdo auténtico porque tengo idea de haber escrito alguna vez esa historia, por más que ahora no quede ningún rastro de ella entre mis papeles. Y de ahí debe de haber surgido entonces la imagen obsesiva, indicando la forma correcta de situarme para poder escribirla de modo exitoso, y de ahí mismo debe de haber surgido ese deseo de escribirla, solo que ahora transformado en un deseo de escribir sobre otras experiencias trascendentes, como escalonándolas, para poder llegar a la historia que quería o debía escribir, la que había tal vez escrito y destruido. Quiero decir que probablemente había de fondo una comprensión de que el fracaso de mi relato se debía a la falta de un entorno, de un contexto que lo realzara, de un clima especial creado con una gran cantidad de imágenes y de palabras para reforzar el efecto que la anécdota debía provocar en el lector.

Así fue como me compliqué la vida, porque todo ese entorno y todas esas imágenes y palabras me fueron llevando por caminos insospechados, aunque muy lógicos; esos procesos están maravillosamente explicados en Las moradas, de santa Teresa, mi patrona, pero es claro que a nadie le basta con que le expliquen los procesos; no hay más remedio que vivirlos, y al vivirlos es como se aprenden, pero también es como se cometen los errores y como uno pierde el rumbo. Creo que en esos capítulos que conservo de la «novela luminosa» el rumbo se pierde casi al mismo comienzo, y los cinco extensos capítulos no son otra cosa que el esforzado intento de retomar el rumbo perdido. Intento esforzado, sí, y aun meritorio, sobre todo si tenemos en cuenta las circunstancias que lo acompañaron y lo rodearon y finalmente lo mutilaron.

Es que yo también había de ser mutilado, y lo fui. La mayoría de las acciones que formaban parte de las circunstancias en que me puse a escribir la novela luminosa, tenía que ver con mi entonces futura operación de vesícula. Cuando acepté que debía inevitablemente sufrir esa operación, primero discutí con el cirujano para postergar la fecha todo lo posible, y conseguí una prórroga de algunos meses. En esos meses completé cuatro libros que venían siendo largamente postergados, mientras me lanzaba a la furiosa escritura de esos capítulos de la novela luminosa. Era obvio que tenía mucho miedo de morir en la operación, y siempre supe que escribir esa novela luminosa significaba el intento de exorcizar el miedo a la muerte. También intenté exorcizar el miedo al dolor, pero no lo conseguí. El miedo a la muerte, sí; no diré que fui tranquilo a la operación, porque seguía teniendo mucho miedo del dolor, pero la idea de la muerte ya no me hacía temblar, después de escritos los cinco capítulos (que en realidad fueron siete). El temor ante la muerte me vuelve de tanto en tanto, sobre todo cuando lo estoy pasando bien, pero a la operación de vesícula fui, en ese sentido, con la frente alta. Al mismo tiempo, la idea de la muerte me había servido de incentivo para trabajar y trabajar contrarreloj, como un poseso. Logré poner en orden mis cosas, o sea mis letras, mientras paralelamente todos los otros asuntos iban quedando relegados. Fue en ese lapso que me creé una deuda, para mí importante, y la deuda fue lo que me llevó después a Buenos Aires, a trabajar.

La mutilación definitiva no llegó, entonces, el día de la operación, pero la operación misma fue una mutilación importante, ya que me quedé sin la vesícula biliar, y lo peor es que por otra parte quedé con un secreto convencimiento de haber sufrido una castración. Mucho tiempo después me liberé de ese convencimiento secreto –y al mismo tiempo, el secreto se hizo no secreto– durante un sueño. En el sueño, la doctora que me había derivado al cirujano me devolvía la vesícula en perfectas condiciones, adentro de un frasco. La vesícula, cuya forma real nunca conocí, en el sueño se veía muy parecida a un aparato genital masculino. La serpiente se mordió la cola.

Al principio me había resistido todo lo posible a aceptar la operación. Los médicos eran terminantes, pero los médicos siempre son terminantes, especialmente los cirujanos, y se sabe que los cirujanos cobran muy bien sus operaciones. Al respecto leí una vez algo de Bernard Shaw que comparto plenamente; señalaba lo absurdo de que decidir acerca de la conveniencia de una operación estuviera a cargo precisamente del cirujano que va a cobrar unos buenos pesos por hacerla. Pero el hecho es que me atacaba cada vez más a menudo de unas infecciones en la vesícula que me daban fiebre y hacían temer derivaciones peligrosas. Por fin me llegó el mensaje a través de un libro. Es notable cómo siempre que enfrento un problema difícil, aparece mágicamente la información precisa en el momento preciso. Yo revolvía libros, como es mi costumbre, en busca de novelas policiales, en una mesa de saldos de una librería sobre la avenida 18 de Julio. De pronto mi vista cae sobre un título que parecía destellar: «NO SE OPERE INÚTILMENTE», se llamaba, y si no se llamaba así se llamaba de modo muy parecido. El libro no era barato, y a mí el dinero no me sobraba. Me volví a casa dándole vueltas en la mente a la idea de comprarlo. Comprar libros nuevos (éste era nuevo, aunque estaba en una mesa de saldos) y para colmo que no pertenezcan al género policial, cae demasiado afuera de mis principios y hábitos, por no hablar de posibilidades económicas. Pero estaba en mi casa y seguía pensando en ese libro. Y al otro día igual. Al final me decidí y volví a la librería, y volví a tener el libro en mis manos, pero se me ocurrió que a lo mejor no hacía falta comprarlo; miré el índice y vi que había un capitulito destinado a la vesícula. Todo el resto del libro no me interesaba. El capítulo no era muy largo. Yo puedo leer con mucha rapidez. Miré de reojo y vi que ningún vendedor estaba demasiado pendiente de lo que yo hacía, y abrí el libro como al descuido, como quien lo estuviera hojeando para dec

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