Prólogo
Cuando tenía unos trece años, empecé a salir con un grupo de chicos que se reunían habitualmente para hacer largas excursiones por las montañas cercanas a Seattle. Nos conocimos siendo boy scouts. Hacíamos mucho senderismo y muchas acampadas con nuestra tropa, pero muy poco después formamos una especie de grupo separado con el que salíamos a hacer nuestras propias expediciones —y así es como las considerábamos, expediciones—. Queríamos más libertad y más riesgos que en las excursiones que nos ofrecían los Scouts.
Normalmente éramos cinco: Mike, Rocky, Reilly, Danny y yo. Mike era el líder; tenía unos años más que el resto y mucha más experiencia al aire libre. Durante tres años o así anduvimos cientos de kilómetros juntos. Recorrimos el parque nacional Olympic, al oeste de Seattle, y el área protegida de Glacier Peak, al nordeste, e hicimos excursiones por la costa del Pacífico. A menudo, nos íbamos siete días seguidos o más, con la única guía de unos mapas topográficos, atravesando viejos bosques y playas rocosas en donde tratábamos de cronometrar las mareas mientras las recorríamos a toda prisa. Durante las vacaciones escolares, viajábamos para hacer senderismo o acampada, hiciera el tiempo que hiciera, lo que en el noroeste del Pacífico a menudo significaba una semana de pantalones de lana del ejército empapados que nos producían picores y de dedos de los pies que parecían ciruelas pasas. No hacíamos alpinismo técnico. Nada de cuerdas, eslingas ni escarpadas paredes de roca. Solo caminatas largas y duras. No había peligro más allá del hecho de que éramos unos adolescentes que nos adentrábamos en las montañas a muchas horas de distancia de cualquier ayuda y mucho antes de que los teléfonos móviles existiesen.
Con el paso del tiempo, nos convertimos en un equipo desenvuelto y muy unido. Concluíamos una larga jornada de caminata, decidíamos dónde acampar y, sin apenas decirnos nada, cada uno se encargaba de su labor. Mike y Rocky podían atar la lona que nos haría de techo durante la noche. Danny rebuscaba entre la maleza madera seca y Reilly y yo nos encargábamos de frotar un palo con unas ramitas para encender la hoguera que tendríamos de noche.
Y, luego, comíamos. Comida barata que no pesara mucho en nuestras mochilas, pero que fuese suficientemente sustanciosa como para alimentarnos durante el viaje. Nunca hubo nada que supiera mejor. Para la cena cortábamos un trozo de jamón enlatado y lo mezclábamos con paquetes de comida preparada, ya fuera pasta condimentada o ternera Stroganoff. Por la mañana podíamos tomar una mezcla de polvos instantáneos para desayunar u otros que con agua se transformaban en una tortilla rellena de pimientos verdes, jamón y cebolla, al menos eso decía en la caja. Mi desayuno favorito: Smokie Links de Oscar Mayer, unas salchichas que se anunciaban como «solo de carne» y que ya no existen. Usábamos una única sartén para preparar la mayor parte de la comida, y la servíamos en unas latas de aluminio que cada uno llevábamos. Aquellas latas eran nuestro balde para el agua, nuestro cazo y nuestro cuenco para la avena. No sé quién de nosotros inventó la bebida caliente de frambuesa. No es que se tratara de una gran innovación culinaria: nos limitábamos a añadir los polvos instantáneos de gelatina al agua hirviendo y nos la bebíamos. Servía como postre o como chute de azúcar por las mañanas, antes de la jornada de senderismo.
Estábamos lejos de nuestros padres y del control de ningún adulto, tomando nuestras propias decisiones en cuanto a dónde ir, qué comer, cuándo dormir, sopesando por nuestra cuenta qué riesgos asumir. En la escuela, ninguno de nosotros éramos chicos populares. Solo Danny participaba en un deporte de equipo, el baloncesto, y pronto lo dejó para tener más tiempo para nuestras excursiones. Yo era el más delgado del grupo y normalmente el más friolero, y siempre sentía que era más débil que el resto. Aun así, me gustaba el desafío físico, y la sensación de autonomía. Aunque el senderismo se estaba convirtiendo en una actividad popular en nuestra zona del país, no muchos adolescentes deambulaban solos por los bosques durante ocho días.
Dicho esto, estábamos en la década de 1970 y las actitudes hacia la crianza eran más relajadas que en la actualidad. Por lo general, los niños tenían más libertad. Y para los primeros años de mi adolescencia, mis padres ya habían aceptado que yo era diferente a muchos de mis compañeros y habían aprendido que necesitaba una cierta independencia para abrirme camino en el mundo. Llegar a esa conclusión requirió un gran esfuerzo, especialmente para mi madre, pero tuvo un papel decisivo en convertirme en la persona que llegaría a ser.
Al recordarlo ahora, estoy seguro de que todos nosotros buscábamos en aquellos viajes algo más que la camaradería o la sensación de logro. Estábamos en esa edad en la que los niños ponen a prueba sus límites, experimentan con diferentes identidades, y a veces también sienten un anhelo por vivir grandes experiencias, experiencias trascendentales. Yo había comenzado a sentir un claro deseo de averiguar cuál sería mi camino. No estaba seguro de la dirección que tomaría, pero sí de que tendría que ser algo interesante y relevante.
En aquellos años, también pasaba mucho tiempo con otro grupo de chicos. Kent, Paul, Ric y yo íbamos al mismo centro escolar, el Lakeside, que había creado un método por el que los estudiantes se conectaban con una computadora central a través de una línea telefónica. En aquel entonces, era tremendamente inusual que los adolescentes tuvieran acceso a cualquier tipo de computadora. Los cuatro terminamos aficionándonos y dedicando todo nuestro tiempo libre a elaborar programas cada vez más sofisticados y a explorar qué podíamos hacer con aquella máquina electrónica.
A primera vista, la diferencia entre el senderismo y la programación no podría ser mayor. Pero ambas actividades suponían una especie de aventura. Con aquellos dos grupos de amigos yo estaba explorando nuevos mundos, viajando a lugares a los que la mayoría de los adultos no podían llegar. Al igual que el senderismo, la programación encajaba conmigo porque me permitía determinar mi propia medida del éxito, no tenía límites y no dependía de lo rápido que pudiera correr ni de lo lejos que pudiera lanzar. La lógica, la capacidad de concentración y la resistencia necesarias para escribir programas largos y complicados formaban parte de mi naturaleza. Y, al contrario que en el senderismo, en ese grupo de amigos yo era el líder.
Hacia el final de mi segundo año, en junio de 1971, Mike me llamó para proponerme nuestro próximo recorrido: ochenta kilómetros en los montes Olympic. La ruta que eligió se llamaba sendero de la Expedición de Prensa, en honor a un grupo que había explorado la zona en 1890 con el patrocinio de un periódico. ¿Se refería al mismo viaje en el que aquellos hombres estuvieron a punto de morir de hambre y con las ropas podridas sobre sus cuerpos? Sí, pero eso fue hace mucho tiempo, dijo.
Ocho décadas más tarde seguía siendo una ruta difícil; ese año había nevado mucho, así que se trataba de una propuesta especialmente intimidante. Pero como todos los demás —Rocky, Reilly y Danny— se mostraron dispuestos a hacerlo, no había forma de que yo pudiera rajarme. Además, un scout más joven, un chico que se llamaba Chip, se había apuntado. Tenía que ir.
El plan consistía en subir por el paso del Low Divide, bajar al río Quinault y, después, hacer el mismo recorrido de vuelta, pasando cada noche en refugios de madera que había por el camino. Seis o siete días en total. El primero fue fácil y pasamos la noche en un bonito prado cubierto de nieve. A lo largo del día o dos días siguientes, mientras subíamos por el Low Divide, la nieve se volvió más profunda. Cuando llegamos al lugar donde teníamos planeado pasar la noche, el refugio estaba enterrado en la nieve. Disfruté de un momento de íntimo júbilo. Seguramente tendremos que volvernos, pensé, y bajar hasta un refugio mucho más acogedor por el que habíamos pasado ese día. Encenderíamos una hoguera, nos calentaríamos y comeríamos.
Mike dijo que lo sometiéramos a votación: volver o seguir hasta nuestro destino final. Cada una de las opciones implicaba una caminata de varias horas.
—Hemos pasado por un refugio más abajo, a unos quinientos metros. Podríamos volver a bajar y quedarnos allí o continuar hasta el río Quinault —explicó Mike.
No fue necesario que aclarara que retroceder implicaba abortar nuestra misión de llegar hasta el río. Cuando levantamos las manos, quedó claro que yo estaba en minoría.
—¿Tú qué opinas, Dan? —preguntó Mike. Danny era el segundo en nuestra cadena de mando extraoficial. Era más alto que los demás y un senderista muy capaz y de piernas largas que parecía no cansarse nunca. Lo que él dijera influiría en el voto.
—Bueno, ya casi hemos llegado, quizá deberíamos continuar —contestó Danny. Según se alzaban las manos, quedó claro que me encontraba en minoría. Seguimos.
Cuando llevábamos avanzados unos minutos más por el sendero, protesté:
—Danny, no estoy contento contigo. Podrías haber evitado esto. —Estaba de broma… más o menos.
Recuerdo esa ruta por el frío y por lo mal que lo pasé aquel día. También lo recuerdo por lo que hice a continuación. Me refugié en mis pensamientos.
Imaginé un código computacional.
Por aquella época, a la escuela Lakeside le habían prestado una computadora que se llamaba PDP-8, fabricada por Digital Equipment Corp. Era 1971 y, aunque yo ya estaba muy metido en el emergente mundo de las computadoras, jamás había visto nada así. Hasta ese momento, mis amigos y yo utilizábamos solamente enormes computadoras centrales que se compartían de manera simultánea con otras personas. Normalmente nos conectábamos a ellas a través de una línea telefónica o estaban ubicadas en otra habitación. Pero la PDP-8 había sido diseñada para que la utilizara directamente una persona y era suficientemente pequeña como para colocarla en la mesa a tu lado. Probablemente, era lo más cercano en aquella época a los ordenadores personales que serían comunes, más o menos, una década después, aunque pesaba treinta y seis kilos y costaba ocho mil quinientos dólares. Como desafío, decidí probar a escribir una versión del lenguaje de programación BASIC para la nueva computadora.
Antes de la excursión, yo estaba trabajando en la parte del programa que le daría a la computadora la orden por la que realizaría operaciones cuando alguien introdujera una expresión como 3(2 + 5) × 8 - 3 o quisiera crear un juego que necesitara de operaciones matemáticas complejas. En la programación, a esa herramienta se la conoce como evaluador de fórmulas. Mientras caminaba fatigosamente con la mirada puesta en el suelo que tenía delante, iba desarrollando mi evaluador, dándole vueltas en la cabeza a los pasos que había que dar para ejecutar las operaciones. Lo fundamental era que ocupara poco. Las computadoras de entonces tenían muy poca memoria, lo que implicaba que los programas tenían que ser austeros y escribirse utilizando cuantos menos códigos posibles para que no acapararan mucho espacio. La PDP-8 solo tenía 6 kilobytes de la memoria que utiliza un ordenador para almacenar los datos en los que está trabajando. Yo tenía que desarrollar el código y después tratar de averiguar el modo en que la computadora cumpliría mis órdenes. El ritmo de la caminata me ayudaba a pensar, muy parecido a una costumbre que tenía de balancearme sin moverme del sitio. Durante el resto del día, mi mente estuvo completamente inmersa en mi rompecabezas de codificación. Mientras descendíamos al fondo del valle, la nieve dio paso a un sendero con cierta pendiente que atravesaba un viejo bosque de píceas y abetos, hasta que llegamos al río, levantamos el campamento, comimos nuestra ternera Stroganoff y, por fin, nos dormimos.
A primera hora de la mañana siguiente estábamos volviendo a subir por el Low Divide con mucho viento y aguanieve que nos azotaban de lado en la cara. Nos detuvimos bajo un árbol el tiempo suficiente como para compartir un paquete de galletas saladas Ritz y continuamos. Cada punto de acampada que encontramos estaba lleno de otros senderistas que aguardaban a que acabara la tormenta. Así que continuamos, añadiendo más horas a un día interminable. Al cruzar un arroyo, Chip cayó y se dañó la rodilla. Mike le limpió la herida y le puso unas tiritas tipo mariposa; a partir de ahí nos movimos a la velocidad que nos permitía la cojera de Chip. Durante todo ese tiempo fui puliendo mi código en silencio. Apenas pronuncié una palabra durante los treinta y dos kilómetros que recorrimos aquel día. Al final llegamos a un refugio en el que quedaba espacio y acampamos.
Como dice la famosa frase «Si tuviera más tiempo, habría escrito una carta más corta», resulta más fácil elaborar un programa con un código chapucero que ocupe varias páginas que escribir el mismo programa en una sola. La versión chapucera podría también ejecutarse de una forma más lenta y necesitar más memoria. A lo largo de aquella caminata, tuve tiempo de acortarla. Durante aquel largo y último día, la reduje más, como si hubiese ido tallando pequeños trocitos de un palo para afilar la punta. El resultado parecía eficiente y gratamente sencillo. Fue de lejos el mejor código que he escrito nunca.
Mientras hacíamos el camino de regreso al punto de partida, a la tarde siguiente, la lluvia finalmente cesó para dejar paso por fin a un cielo despejado y la luz del sol. Sentí la euforia que siempre me invadía después de una excursión, cuando todo el esfuerzo había quedado atrás.
Al empezar de nuevo las clases en otoño, quienquiera que nos prestara la PDP-8 había pedido que se le devolviera. Nunca terminé mi proyecto BASIC. Pero el código que desarrollé en aquella excursión, mi evaluador de fórmulas, y su belleza se quedaron conmigo.
Tres años y medio más tarde, cuando me encontraba en el segundo año de universidad y todavía inseguro sobre el camino que quería tomar en la vida, Paul, uno de mis amigos de Lakeside, irrumpió en mi habitación con noticias de una computadora revolucionaria. Yo sabía que podíamos escribir lenguaje BASIC para ella; teníamos un punto de partida. Lo primero que hice fue acordarme de aquel aciago día en el Low Divide y recuperar de mi memoria el código de evaluación que había desarrollado. Lo tecleé en una computadora, y así planté la semilla de lo que se convertiría en una de las compañías más importantes del mundo y el comienzo de una nueva industria.
1
Trey
Con el tiempo, existiría una gran empresa. Y, con el tiempo, habría programas de software con una extensión de millones de líneas en el núcleo de miles de millones de ordenadores que se estarían utilizando en todo el mundo. Habría fortunas y rivales y una constante preocupación por cómo mantenerse en la vanguardia de una revolución tecnológica.
Antes de todo eso, lo que había era una baraja de cartas y un único objetivo: derrotar a mi abuela.
En mi familia no había una forma más rápida de ganarse el favor de todos que la de ser bueno en los juegos, sobre todo en los de cartas. Si se te daba bien el rummy, el bridge o la canasta, te ganabas nuestro respeto, lo cual convirtió a mi abuela materna, Adelle Thompson, en una leyenda en nuestra familia. El de «Gami es la mejor con las cartas» era un comentario recurrente que oía de niño.
Gami se había criado en la zona rural de Washington, en la ciudad ferroviaria de Enumclaw. Se encuentra a menos de ochenta kilómetros de Seattle, pero aquello suponía una distancia infinita en 1902, el año en que ella nació. Su padre trabajaba de telegrafista del ferrocarril y su madre, Ida Thompson, a la que llamábamos Lala, terminaría generando unos modestos ingresos haciendo tartas y vendiendo bonos de guerra en el aserradero. Lala también jugaba mucho al bridge. Sus compañeros y rivales eran la gente de la alta sociedad de la ciudad, las esposas de los banqueros y el propietario del aserradero. Puede que esas personas tuvieran más dinero y mayor estatus social, pero Lala compensaba parte de esa diferencia derrotándolos hábilmente a las cartas. Ese talento terminó pasando a Gami y, en parte, a mi madre, su única hija.
Mis inicios en esta cultura familiar empezaron muy pronto. Cuando aún llevaba pañales, Lala empezó a llamarme «Trey», que en la jerga estadounidense de los juegos de cartas quiere decir «tres». Se trataba de un juego de palabras para expresar que yo era el tercer Bill Gates vivo, después de mi padre y mi abuelo. (En realidad, soy el cuarto, pero mi padre decidió utilizar el sobrenombre de «Junior» y, por eso, a mí me llamaron Bill Gates III). Gami me inició a los cinco años en el juego de Go Fish. Durante los siguientes años, jugamos miles de partidas de cartas. Lo hacíamos para divertirnos y para tomarnos el pelo y pasar el tiempo. Pero mi abuela jugaba también para ganar. Y siempre lo conseguía.
En aquella época, su maestría me fascinaba. ¿Cómo había llegado a ser tan buena? ¿Había nacido así? Era una mujer religiosa, así que ¿se trataba quizá de algún don caído del cielo? Durante mucho tiempo, no tuve ninguna respuesta. Lo único que sabía era que, cada vez que jugábamos, ella ganaba. Daba igual en qué juego y cuánto me esforzara yo.
Cuando la Ciencia Cristiana se expandió a toda velocidad por la costa oeste a principios del siglo XX, las familias tanto de mi madre como de mi padre se convirtieron en devotos seguidores. Yo creo que los padres de mi madre sacaban las fuerzas de la Ciencia Cristiana, abrazando su creencia en que la verdadera identidad de las personas se encuentra en lo espiritual y no en lo material. Eran verdaderos adeptos. Como los seguidores de la Ciencia Cristiana no siguen la edad cronológica, Gami no celebraba jamás su cumpleaños, nunca confesó su edad ni tampoco reveló siquiera el año en que había nacido. A pesar de sus convicciones, Gami nunca impuso a los demás sus creencias. Mi madre no fue seguidora de su fe, ni tampoco nuestra familia. Gami jamás trató de convencernos de lo contrario.
Es probable que su fe influyera a la hora de convertirse en una mujer extremadamente recta. Incluso en aquella época, yo entendía que Gami seguía un estricto código personal basado en la ecuanimidad, la justicia y la integridad. Una vida bien vivida implicaba hacerlo de una forma sencilla, dedicando tu tiempo y dinero a los demás y, sobre todo, usando tu cerebro, a la vez que mantenías tu compromiso con el mundo. Jamás perdió los estribos, nunca se entregaba a cotilleos ni críticas. Era incapaz de servirse de artimañas. A menudo, era la persona más inteligente de cada reunión, pero procuraba dejar que los demás brillaran. Sobre todo, era una persona tímida, pero tenía una seguridad interior que mostraba como una calma casi zen.
Dos meses antes de mi quinto cumpleaños, mi abuelo J. W. Maxwell júnior murió de cáncer. Tenía tan solo cincuenta y nueve años. Debido a su creencia en la Ciencia Cristiana se había negado a someterse a intervenciones de la medicina moderna. Sus últimos años estuvieron llenos de dolor y Gami sufrió siendo como fue su cuidadora. Más tarde, supe que mi abuelo creía que su enfermedad era en cierto modo el resultado de algo que había hecho Gami, algún pecado desconocido a los ojos de Dios, que ahora le estaba castigando a él. Aun así, ella aguantó estoica a su lado, ayudándole hasta el final. Uno de los recuerdos más nítidos de mi infancia es que mis padres no me dejaran asistir a su funeral. Yo apenas era consciente de lo que estaba pasando, aparte del hecho de que mi madre, mi padre y mi hermana mayor fueron a despedirlo mientras yo me quedaba en casa con una niñera. Un año después, mi bisabuela Lala murió estando de visita en casa de Gami.
Desde aquel momento, Gami dirigió todo su amor y atención hacia mí y mi hermana mayor, Kristi, y más tarde hacia mi hermana Libby. Se convirtió en una presencia constante en nuestras jóvenes vidas y supuso una profunda influencia en nuestro futuro. Me leía antes de que yo pudiera sostener un libro en las manos y, durante los siguientes años, me introdujo en los clásicos como El viento en los sauces, Las aventuras de Tom Sawyer y La telaraña de Carlota. Tras la muerte de mi abuelo, Gami empezó a enseñarme a leer, ayudándome a pronunciar las palabras de The Nine Friendly Dogs, It’s a Lovely Day y otros libros que había en nuestra casa. Cuando los terminamos todos, me llevó en el coche a la biblioteca de Northeast Seattle a por muchos más. Yo era consciente de que ella leía mucho y que parecía saber un poco de todo.
Mis abuelos se habían construido una casa en el exclusivo barrio de Windermere, en Seattle, lo suficientemente grande como para alojar a sus nietos y albergar las reuniones familiares. Gami siguió viviendo allí tras el fallecimiento de mi abuelo. Algunos fines de semana, Kristi y yo nos quedábamos con ella, alternándonos el privilegio de dormir en su habitación. El otro dormía en el dormitorio de al lado, donde todo, desde las paredes hasta las cortinas, era de un color azul claro. La luz de la calle y de los coches que pasaban proyectaba sombras inquietantes en aquella habitación azul. A mí me daba miedo dormir allí y siempre me alegraba cuando llegaba mi turno de quedarme en la habitación de Gami.
Aquellos fines de semana eran especiales. Su casa estaba a apenas tres kilómetros de la nuestra, pero ir allí era como estar de vacaciones. Tenía una piscina y un campo de minigolf que había instalado mi abuelo en el jardín lateral donde jugábamos. También nos dejaba ver la televisión, algo que en nuestra casa estaba sometido a un estricto control. Gami se apuntaba a todo; gracias a ella, mis hermanas y yo llegamos a ser ávidos jugadores que convertíamos cualquier cosa, como el Monopoly, el Risk o el Concentration, en un deporte de competición. Comprábamos dos rompecabezas iguales para hacer carreras y ver quién terminaba primero. Pero sabíamos cuáles eran sus preferencias. La mayoría de las noches, después de cenar, sacaba la baraja y procedía a darnos una paliza.
Yo tenía unos ocho años cuando atisbé por primera vez cómo lo hacía. Todavía recuerdo aquel día: estoy sentado enfrente de mi abuela en la mesa del comedor y Kristi está a mi lado. La habitación tiene una de esas radios antiguas y enormes de madera que ya entonces era una reliquia del pasado. A lo largo de otra pared, hay un armario grande donde guardaba la vajilla especial que usábamos para cenar todos los domingos.
Todo está en silencio, excepto por el sonido de las cartas sobre la mesa, un frenético coger y emparejar cartas a toda pastilla. Estamos jugando al pounce, una especie de solitario que se juega en grupo y a un ritmo veloz. Un ganador asiduo de pounce puede llevar la cuenta de las cartas que tiene en su mano, las que están en los montones de cada jugador y las que están en los montones comunes que se encuentran en la mesa. Hace que se te desarrollen una fuerte memoria funcional y la capacidad de establecer patrones para reconocer al instante que una carta que aparece en la mesa te sirve para las que tienes en la mano. Pero yo no sé nada de eso. Lo único que sé es que, lo que sea que ponga la suerte de su lado, Gami lo tiene.
Estoy mirando mis cartas y mi mente trabaja a toda velocidad para encontrar las que puedan venirme bien. Oigo que Gami dice: «Tu carta seis». Y luego: «Tu carta nueve». Nos está enseñando a mi hermana y a mí a la vez que está jugando su propia mano. De alguna manera capta todo lo que sucede en la mesa e incluso parece saber qué cartas tenemos cada uno. Y no es por arte de magia. ¿Cómo lo hace? Para cualquiera que suela jugar a las cartas, esto es algo básico. Cuanta más atención pongas en la mano de tu oponente, más oportunidades tienes de ganar. Aun así, para mí y con aquella edad, supone una revelación. Veo por primera vez que, pese a todo el misterio y la suerte que existen en los juegos de cartas, hay cosas que puedo aprender para aumentar mis posibilidades de ganar. Me doy cuenta de que no solo se trata de que Gami tenga suerte o talento. Ha entrenado su cerebro. Y yo también puedo hacerlo.
A partir de ese momento, me sentaba a jugar una partida de cartas sabiendo que cada mano me ofrecía una oportunidad para aprender, si es que era capaz de entenderlo. Ella también lo sabía. Eso no significaba que me pusiera las cosas fáciles. Podría haberme tenido allí sentado y enseñarme todo lo que había y no había que hacer, las estrategias y tácticas de los distintos juegos, pero eso no era propio de Gami. No era didáctica. Enseñaba con el ejemplo. Así que jugábamos sin parar.
Jugábamos al pounce, al gin rummy, al corazones y a mi preferido, el siete. Jugábamos a su favorito, una versión más complicada del gin al que ella llamaba el coast guard rummy. Jugábamos un poco al bridge. Jugábamos siguiendo de principio a fin un libro de Hoyle que trataba sobre juegos de cartas, ya fueran populares o no, incluso el pinochle.
Durante todo ese rato, yo la observaba. En informática existe una cosa que se llama máquina de estados, que forma parte de un programa que recibe unos datos y, según el estado de un conjunto de condiciones, actúa de la forma óptima. Mi abuela tenía una máquina de estados perfectamente afinada para las cartas; su algoritmo mental resolvía metódicamente las probabilidades, los árboles de decisiones y la teoría de los juegos. Yo no habría sabido articular esos conceptos, pero poco a poco empecé a intuirlos. Vi que incluso en momentos únicos de una partida, como una combinación de posibles movimientos y probabilidades que quizá ella no había visto antes, solía hacer el movimiento óptimo. Si perdía una buena carta en un momento dado, más adelante, durante el mismo juego, yo veía que la había sacrificado por un motivo: prepararse para la victoria final.
Jugábamos y jugábamos y yo perdía y perdía. Pero observaba e iba mejorando. Durante todo aquel proceso, Gami no dejaba de animarme con ternura. «Piensa bien, Trey. Piensa bien», me decía mientras yo sopesaba mi siguiente movimiento. En sus palabras iba implícita la idea de que, si utilizaba mi cerebro, si prestaba atención, podría saber cuál era la mejor carta para jugar. Podía ganar.
Un día lo conseguí.
No hubo fanfarria ni ningún gran premio. Tampoco ningún choque de palmas en el aire. Ni siquiera recuerdo a qué estábamos jugando la primera vez que gané más veces que ella en un día. Lo que sí sé es que mi abuela estaba encantada. Estoy seguro de que sonreía, como reconocimiento de que yo estaba creciendo.
Al final, casi cinco años después, yo ganaba constantemente. Para entonces, ya era casi un adolescente y tenía un carácter competitivo. Me gustaban los combates mentales, así como la sensación tan profundamente satisfactoria que uno tiene cuando aprende una nueva habilidad. Los juegos de cartas me enseñaron que, por muy complejo o incluso misterioso que algo parezca, a menudo puedes solucionarlo. Puedes entender el mundo.
Nací el 28 de octubre de 1955, el segundo de tres hijos. Kristi, que nació en 1954, era veintiún meses mayor; mi hermana Libby no apareció en escena hasta casi una década después. De bebé, me apodaron «chico feliz» por la amplia sonrisa que, al parecer, siempre lucía. No es que no llorara, pero la alegría que según parece sentía anulaba todas las demás emociones. Mi otro rasgo notable desde niño podría describirse como exceso de energía. Me balanceaba. Al principio, encima de un caballito de juguete de goma, durante horas y horas. Y, cuando fui creciendo, seguí haciéndolo sin caballito, meciéndome mientras estaba sentado, de pie, o en cualquier momento en que me ponía a pensar en algo. El balanceo era como un metrónomo para mi cerebro. Todavía lo es.
Muy pronto, mis padres supieron que el ritmo de mi mente era distinto al de otros niños. Kristi, por ejemplo, hacía lo que le ordenaban, se le daba bien jugar con otros niños y, desde el principio, sacaba unas notas estupendas. Yo no hacía ninguna de esas cosas. Mi madre estaba preocupada y advirtió a los profesores de preescolar de la academia Acorn de lo que debían esperar de mí. Al final de mi primer año, el director escribió: «Su madre nos había preparado para su llegada, quizá imaginando que iba a suponer un enorme contraste con su hermana. Estuvimos completamente de acuerdo con ella en cuanto a esta conclusión, pues él se mostraba decidido a impresionarnos con su absoluta falta de interés por cualquier aspecto de la vida escolar. No sabía ni parecía importarle aprender a recortar o a ponerse el abrigo, y estaba feliz con que así fuera». (Resulta ahora curioso que uno de los primeros recuerdos que tiene Kristi de mí es la frustración de que siempre era la que tenía que pelearse conmigo para ponerme el abrigo y que terminaba tumbándome en el suelo para inmovilizarme lo bastante como para subirme la cremallera).
En mi segundo año en la academia Acorn, llegué convertido en un «niño con una reciente agresividad y rebeldía», un pequeño de cuatro años al que le gustaba cantar solo y hacer viajes imaginarios. Reñía con otros niños y estaba «la mayor parte del tiempo frustrado y descontento», según informó el director. Por suerte, mis profesores se animaron al conocer mis planes a largo plazo: «Nos sentimos muy aceptados por él al ver que nos incluye como pasajeros en su futuro viaje a la Luna», escribieron. (Le llevaba unos cuantos años de delantera a Kennedy).
Lo que tanto los educadores como mis padres notaron desde muy temprana edad eran indicios de lo que vendría después. La misma intensidad que me llevó a resolver el rompecabezas de la destreza de Gami con las cartas, la canalizaba hacia cualquier cosa que me interesara, y nunca hacia algo que no lo hiciera. Entre las cosas que me interesaban estaban la lectura, las matemáticas y estar a solas con mis pensamientos. Entre las cosas que no, estaban los rituales de la vida diaria y de la escuela: escribir, el arte y los deportes. Además de casi todo lo que mi madre me ordenaba hacer.
La batalla de mis padres con su hijo hipercinético, inteligente y, a menudo, protestón y tempestuoso les absorbía buena parte de las energías cuando era niño y dejaría una huella indeleble en nuestra familia. A medida que me he ido haciendo mayor, entiendo mejor lo decisivos que fueron ayudándome a trazar mi poco convencional camino hacia la edad adulta.
A mi padre se le conocía por ser un gigante simpático de dos metros de altura que exhibía una calma y unos buenos modales que no cabría esperar de un hombre que, a menudo, solía ser el más grande entre los presentes. Tenía un modo directo y decidido de tratar a las personas que le definía y le vino bien en su carrera como abogado a la hora de asesorar a empresas y consejos de administración (y más tarde como presidente de nuestra fundación filantrópica). Aunque educado, no era tímido a la hora de exigir lo que quería. Cuando iba a la universidad, lo que él quería era una pareja de baile.
En el otoño de 1946, formó parte de una oleada de veteranos en el G. I. Bill, el generoso programa gubernamental que proporcionó a millones de personas una educación que, de otro modo, no habrían podido permitirse. Según mi padre, el inconveniente estaba en que el número de hombres en el campus de la Universidad de Washington superaba con creces al de mujeres. Eso significaba que las posibilidades de encontrar una pareja de baile eran pocas. En un momento dado, pidió ayuda a una amiga. Su nombre era Mary Maxwell.
Él sabía que era directora de una sororidad, Kappa Kappa Gamma, así que le preguntó si sabía de alguna chica que pudiera estar interesada en conocer a un tipo alto al que le gustaba bailar. Ella le contestó que miraría a ver. Pasó el tiempo. No le presentó a nadie. Un día, mientras paseaban juntos al lado de la casa de la sororidad, mi padre le volvió a preguntar si conocía a alguna chica apropiada.
—Tengo a alguien en mente —respondió ella—. Yo.
Mi madre medía un metro setenta y cuatro y mi padre le dijo que, literalmente, no estaba a la altura.
—Mary —contestó él—, eres demasiado bajita.
Mi madre se colocó a su lado, de puntillas, se puso la mano sobre la cabeza y repuso:
—¡No lo soy! Soy alta.
Mi padre siempre ha asegurado que su petición de que le presentara a alguien no era ninguna trampa para conseguir que mi madre saliera con él. Pero es lo que ocurrió.
—Caramba —dijo—. Pues tengamos una cita.
Y así, según cuenta la historia, dos años después se casaron.
Siempre me encantaba oír aquella anécdota porque refleja a la perfección las personalidades de mis padres. Mi padre: reflexivo y pragmático sin ningún pudor, a veces incluso en asuntos del corazón. Mi madre: gregaria y también nada tímida en lo que se refiere a conseguir lo que quiere. Era una historia pulcra, una síntesis de la historia completa, en la que hubo diferencias más allá de la altura que al final influyeron en la persona en la que me convertí.
Mi madre era meticulosa en lo relativo a registrar momentos de su vida, con álbumes de fotos de viajes familiares y funciones musicales en el colegio y libros con recortes de periódicos y telegramas. Hace poco encontré una colección de cartas que mis padres se escribieron durante el año anterior a su boda, en la primavera de 1951. Seis meses antes de la ceremonia, mi padre estaba en su ciudad natal trabajando de abogado, su primer trabajo tras licenciarse en Derecho ese mismo año. Mi madre había vuelto a la universidad para estudiar su último año. En una carta que ella escribió en octubre, empieza hablando de su esperanza de que en esas páginas pudiera evitar el «desequilibrio emocional» que sintió en una conversación que habían mantenido un día antes. No dio más explicaciones, pero parece que había algunas preocupaciones previas a la boda con respecto a su unión y a cómo solventar ciertas diferencias entre los dos. Lo explicó así:
Mi conclusión objetiva respecto a nuestra relación es que tenemos mucho en común y algo muy bueno. Deseamos tener más o menos la misma vida social y doméstica. Creo que es verdad que los dos deseamos un matrimonio muy unido; es decir, los dos queremos ser uno solo. Aunque nuestro pasado social y familiar es diferente, creo que somos capaces de entender los problemas que puedan surgir por ello, porque como individuos somos bastante parecidos. A los dos nos gusta lidiar con las ideas, estar continuamente pensando y aprendiendo […] Los dos queremos lo mismo: todo el éxito del mundo que se pueda conseguir de una forma honesta y justa. Aunque valoramos enormemente el éxito, ninguno de los dos piensa que merece la pena derribar a otra persona a través de una injusticia. A los dos nos gustaría que nuestros hijos tuvieran los mismos valores básicos. Quizá las «vías» de cada uno sean un poco diferentes, pero me inclino a creer que podríamos formar un frente sólido que serviría de complemento a los puntos de vista de ambos […] Tú sabes, Bill, que, si de verdad me querrás siempre, yo haré lo que sea por ti.
Te quiero, Bill.
MARY
En la carta, detecté las negociaciones privadas que seguramente se prolongaron a lo largo de mi infancia y posteriormente. Casi siempre mantuvieron su frente sólido, solucionando en privado sus diferencias, la mayoría con origen en el modo en que cada uno fue educado.
Mi madre, Mary Maxwell, se crio en el seno de una cultura familiar iniciada por su abuelo, J. W. Maxwell, un banquero que adoraba a mi madre y que fue un modelo de una vida de superación constante. Durante su adolescencia en Nebraska, J. W. dejó los estudios y consiguió un trabajo desenterrando el sótano de la casa de un banquero de su ciudad a cambio de dinero, alojamiento y comida. Cuando J. W. dejó la pala dos meses después, aquel hombre le ofreció un trabajo en su banco. Tenía quince años. Después de varios años de aprendizaje en el mundo de la banca, se mudó al estado de Washington para labrarse una nueva vida. La depresión económica de 1893 se llevó por delante su incipiente banco, y la ciudad costera por cuyo auge había apostado terminó en la quiebra. Al final, consiguió un puesto fijo como inspector federal de bancos, trabajo que le alejó de su familia durante meses de constantes viajes a caballo, en carro y en tren por la zona oeste, examinando la salud de bancos pequeños. Consiguió finalmente poner en marcha su propio banco. Cuando murió en 1951, a la edad de ochenta y seis años, mi bisabuelo era presidente de un importante banco de Seattle y un activo líder cívico. También fue alcalde y parlamentario estatal, miembro del consejo escolar y director de la Reserva Federal.
La plataforma de riqueza y oportunidades que puso en marcha J. W. y que continuó mi abuelo, también banquero, hizo que a mi madre no le faltara de nada siendo niña. Era una estupenda estudiante con todo tipo de aficiones deportivas y actividades familiares y un amplio círculo de amistades. Los domingos se dedicaban a los pícnics familiares y los veranos, a nadar en la casa de la playa de sus abuelos en el estrecho de Puget. Los deportes y los juegos eran parte esencial de cualquier encuentro —el cróquet, el shuffleboard y la herradura eran fundamentales— y nadie dudaba de que mi madre aprendería a jugar al tenis y a montar a caballo, y que se convertiría en una elegante esquiadora. En la familia Maxwell, los juegos suponían el aprendizaje de otras lecciones. El golf, por ejemplo, era una representación del mundo de la banca, pues ambos requieren, según escribió su abuelo, «destreza, práctica continuada, sobriedad, paciencia, resistencia y vigilancia».
En uno de los álbumes de mi madre, hay una imagen de cuando tenía tres o cuatro años. Un grupo de padres del barrio reunió a sus hijos para la foto, cada uno de ellos con su triciclo. En el reverso, Gami escribió la anécdota de la instantánea. Un niño tenía el triciclo más grande. Mi madre quería que lo cambiara por el suyo para así tener ella el más grande. De alguna manera, consiguió que aceptara. En la foto resultante, ella está sonriendo, sentada por encima de las cabezas de los demás. Jamás tuvo miedo de mostrar su fuerza y ocupar su espacio.
Mi madre sacó probablemente su confianza y ambición a partes iguales de los Maxwell y de Gami, que, además de su agudeza con las cartas, sacaba las mejores notas de su clase del instituto, era una dotada baloncestista, leía mucho y tenía como objetivo buscarse una vida mejor fuera de su ciudad natal. Fue en la Universidad de Washington donde conoció a mi abuelo. Mi madre entró en la misma universidad en 1946 con el apoyo absoluto de dos padres ambiciosos y las expectativas de toda la familia de que destacara.
Al otro lado del estrecho de Puget desde Seattle, la ciudad natal de mi padre, Bremerton, era muy conocida por su astillero de la marina y por ser el lugar donde llegaban barcos destrozados por la guerra para su reparación. No muchos años antes tenía fama de ser una ciudad de apuestas y de tener más tabernas de las que nadie pudiera recorrer tambaleándose en un solo día.
De pequeños, Kristi y yo subíamos a bordo del ferry hasta Bremerton para visitar a los padres de mi padre. Desde el ferry recorríamos a pie la corta distancia colina arriba hasta la casa donde mi padre se crio. Era una casa azul de estilo Craftsman en una calle tranquila. Nos quedábamos una o dos noches con mis abuelos. Si la televisión estaba puesta, mi abuelo veía boxeo, que era casi el único entretenimiento que se permitía. Mi abuela paterna, Lillian Elizabeth Gates, tenía la misma chispa para las cartas que Gami, así que a menudo jugábamos varias partidas. Al igual que mis abuelos maternos, los padres de mi padre pertenecían a la Ciencia Cristiana. Un recuerdo que tengo de aquellas visitas es el de la abuela Gates en la cocina todas las mañanas con una taza de café leyéndole en voz baja a mi abuelo la enseñanza diaria de la Biblia de Mary Baker Eddy.
Cuando mi padre h