Expoliación política de la ciudadanía en Chile

Gabriel Salazar Vergara

Fragmento

 Capítulo I

Capítulo I

DE LA TRADICIÓN REPUBLICANA MODERNA:

GUERRA Y SOBERANÍA

Los conflictos de soberanía en el pasado: épocas clásica, medieval y moderna

La lucha histórica empeñada por la soberanía popular para intentar construir un sistema político legítimo y formal ha sido larga, sin duda heroica, pero tras veinticinco siglos de lucha, infructuosa, además de perdedora. Sin embargo, ha estado siempre allí, en la trinchera, latente y real. Y a menudo trascendiendo su propio presente, para seguir inmortal.

Por eso ha configurado, época tras época, la siempre respetable tradición republicana, derrotada pero revivida una y otra vez por la solidaridad horizontal de las comunidades humanas. ¿Significa eso que su «ser político» carece en sí de validez, capacidad de dominio y legitimidad suficiente? ¿Que su eterno contendor, los sistemas políticos centralizados, piramidales, orientados por su vertical «ojo panóptico», derramando cataratas de leyes y decretos, protegidos por ejércitos «obedientes y no deliberantes», representando a individuos anónimos de voto secreto, tienen, en sí y por sí, mayor eficiencia, capacidad de dominio y una victoriosa legitimidad tardía?

Es verdad que, en el plano de los hechos políticos resolutivos, la tradición republicana ha sido derrotada una y otra vez, pero en el plano de los procesos históricos, los sentimientos humanos y la deliberación política (según se vio en la Introducción), no. Al contrario: aquí, en este nivel donde la historia es movimiento, no permanencia, ha sido un actor protagónico, con posibilidades siempre latentes de vencer en el próximo conflicto. De ahí su larga historia de lucha (y vida): desde su etapa clásica (siglo V a. C.) hasta la posmodernidad del siglo XXI (d. C.). ¡Veinticuatro siglos de legitimidad infructuosa! Lo suficiente como para que nunca se olviden o desatiendan sus derechos históricos. Tanto más si, en pleno siglo XXI, su legitimidad ancestral ha reaparecido, una vez más y como siempre, en el mismísimo cráter donde arden las antorchas victoriosas de su viejo enemigo.

¿Cómo explicar que la legitimidad, ese sentimiento esencial de lo humano surgiendo de la «intimidad histórica» de lo humano, no haya podido imponer su rúbrica en la política secular del Homo sapiens? ¿Es que, como en la mitología medieval, domina lo inhumano (el Mal) sobre la humanización (el Bien)? ¿O que, como diría John Locke, domina «la guerra» de los individuos sobre la «concordia» de la comunidad? ¿Hay alguna razón puramente operacional, estructural o mecánica que en la historia humana haga triunfar el dominio sobre la legitimidad y la fuerza sobre el poder? ¿E incluso lo vertical (jerarquía) sobre lo horizontal (mutualidad)? ¿Y el individuo sobre la comunidad?

El historiador británico Niall Ferguson, en un conocido trabajo que tituló La plaza y la torre, se aventuró en el estudio de los factores mecánicos que operan en la historia: en su caso, la tensión entre la asociación horizontal de los sujetos históricos (que antropológicamente llamó redes sociales, asimilándolas a la imagen de la «plaza») y la asociación vertical de los mecanismos y funcionarios de la dominación (sistemas, jerarquías y gobiernos, que asimiló a la imagen de «torre»)1. Escribió:

La tesis fundamental es que las redes sociales siempre han sido mucho más importantes en la historia de lo que han reconocido la mayoría de los historiadores, centrados como han estado estos, exclusivamente, en organizaciones jerárquicas, como los estados.2

Con ello, Ferguson pulsó el nervio medular del problema que aquí se plantea: la alineación horizontal que asume la solidaridad social para hacer valer y respetar la esencia de lo humano y la comunidad humana, en contraste con la alineación vertical de las estructuras centralizadas de dominación. Escribió:

Por decirlo de una manera sencilla: cuando la jerarquía está a la orden del día, el poder de cada uno depende del peldaño que ocupa en el escalafón organizativo de un Estado [...] verticalmente ordenado. En cambio, cuando las redes obtienen ventaja, el poder de cada uno deriva de su posición en uno o más grupos sociales horizontalmente estructurados.3

Niall Ferguson se situó, exactamente, en la conexión sensible del conflicto de las soberanías. Y de hecho, lo esbozó en el siguiente párrafo:

En realidad, el hombre es un animal social [...] El enigma radica en por qué y cómo nosotros, maestros de la interrelación por naturaleza, hemos sido tanto tiempo esclavos de jerarquías verticalmente estructuradas y rígidamente institucionalizadas.4

Sin embargo, Ferguson desenvolvió sus premisas describiendo y graficando con gran detalle, de preferencia, los tipos de redes sociales horizontales y verticales que registran los estudios historiográficos y sociológicos, sin profundizar en el conflicto humano y político que ha existido y existe entre ellas, ni explicando por qué las redes verticales nos han «esclavizado por tanto tiempo» y por qué las horizontales, con justicia o sin justicia, han fracasado tan repetidamente.

La importancia del problema, en todo caso, radica en que lo humano en sí ha jugado y hoy mismo está jugando su destino (¿final?) en ese conflicto, dado que los pueblos se encuentran hoy, más que nunca, constreñidos a resolverlo, por hallarnos en una «situación límite», según lo señala en diversos párrafos el mismo autor citado.5 Es, pues, de no poca importancia seguir adentrándose en la naturaleza intrínseca del conflicto.

Todos los datos disponibles indican que las redes «de la plaza» generan y conllevan un tipo de poder (o soberanía) que representa, más o menos directamente, lo comunitario y lo solidario.6 Y también, que las redes «de la torre» generan y conllevan otro tipo de poder (o soberanía) que existe y predomina, pero que no representa lo comunitario y lo solidario, como lo demuestran los datos de Niall Ferguson y la mismísima historia social derivada «de los archivos».7 ¿En qué factores, pues, radica la exitosa dominación de las redes de «la torre», si no está en su representatividad directa de lo comunitario y lo solidario?

La historia muestra que en los siglos helénicos (Grecia y sus alrededores) existió una fuerte actividad horizontal-republicana en todas las poblaciones (polis) griegas y jónicas, la misma que dominó por largos periodos, suficiente como para legar a la posteridad un modelo político y cultural republicano clásico.8

Pero muestra también que ese modelo de soberanía fue amenazado, atacado y finalmente invadido (¿anonadado?) por un tropel de imperios colindantes fuertemente centralizados, jerarquizados y militarizados, acaudillados normalmente por un individuo (emperador, faraón, sultán, sátrapa, etc.) con rasgos de semidiós y respaldado por una autoritaria religión monoteísta. Y así, pasaron sobre las polis griegas el Imperio persa, el asirio, el egipcio, el macedónico, el romano, el bizantino, el turco. Triunfaron, pues, los imperios.9 Pero de sus mazmorras y catacumbas surgió, inesperadamente, una religión de esencia comunitaria («amaos los unos a los otros»), la misma que, sin embargo, al ensamblarse institucionalmente con el Imperio romano, se volvió imperial-colonizadora (católica) y monoteísta (trascendente, dogmática y vertical), aun mucho después de la caída del imperio. Es que los emperadores necesitaron, en su carrera al cénit, ser tirados desde arriba por lo absoluto, es decir, por un dios único.10 La Antigüedad, pues, dejó como herencia cultural un modelo de soberanía republicana clásica, pero derrotada, y un modelo factual de soberanía vertical sostenida desde el cielo, triunfante. Y todo eso sobre un angustiado Lázaro que, pese a sus repetidas agonías, siguió siendo llamado, desde dentro de sí mismo, por voces «humanas, demasiado humanas», que le ordenaban «levantarse y caminar», una vez y otra, y otra.

Con todo, debe tenerse presente que el arco de triunfo final de esa marcha imperial victoriosa (el Imperio romano) se derrumbó estrepitosamente en el siglo V d. C. (mil años después del apogeo republicano de Grecia), agusanado a lo ancho, largo y alto de su dominación por:

  1. el poder personificado, endiosado e individuado que ardió sin límites en su cúspide;
  2. la tradición autonomista de los pueblos que lo invadieron: germanos, árabes, eslavos y mongoles;
  3. la ancestral soberanía local de los pueblos de campesinos y artesanos (villas, aldeas, ciudades, lugares con fuero propio);
  4. el egocentrismo acumulativo de los grandes propietarios (nobleza territorial);
  5. el poder corporativo sectorial y militarizado de los mercaderes y las órdenes religiosas;
  6. el poder intelectual y religioso autónomo (a menudo iconoclasta) de los sabios, reformadores, santos y artistas individuales; y
  7. la imposibilidad de homogenizar absolutamente la heterogeneidad geográfica y cultural de los territorios imperiales.

Así, diversos tipos de red horizontal fueron desintegrando, en distintos niveles y lugares, desde el siglo IV (d. C.), la gran pirámide vertical que la Antigüedad legó al futuro (el Imperio romano). Sin embargo, el movimiento corrosivo de esas redes no levantó ni contrapuso, a cambio, ninguna alternativa continental o universal de tradición republicana. Las repúblicas no fueron ni son, en estricto rigor, de proyección imperialista, sino, por naturaleza, de florescencia local, autorreferida y comunal. Su intimidad o introversión no tiene propensión conquistadora. La Edad Media —cuando esa florescencia se extendió al Occidente europeo— fue, por eso, un archipiélago humano de poderes locales, abrazados cada uno a su tierra, dando prueba fehaciente de que no existen, por naturaleza, imperios republicanos.

Y por eso mismo, en el medioevo no hubo ni un mercado integrador ni un Estado integrador, ni siquiera un ejército invencible —como el de Alejandro Magno— que legara al futuro «poderes de universalidad». Por eso, solo legó al futuro una religión monoteísta, sostenida desde arriba por una soberanía-cielo, y reinando hacia abajo, centralizada verticalmente hasta su estrato antípoda: el infierno.11 Por eso, los reyezuelos que sobrevivieron a la caída del imperio solo pudieron formar naciones (lo intentaron, pero no pudieron levantar nada equivalente al Imperio romano), aunque sí utilizaron, para ello, conceptos imperiales. Por eso tendieron a colgarse de la única entidad que tenía de por sí el principio de soberanía universal propio del monoteísmo: la Iglesia católica. De esa afiliación (oportunista) surgieron las monarquías absolutas nacionales de derecho divino (Francia, España, Austria, Inglaterra, etc.). Que legaron al futuro, si no la forma antigua (vertical) de imperio, sí la forma (vertical también, pero oblicua) de nación.12

La ausencia en el medioevo de una gran estructura política horizontal y de una concordia universal republicanas condujo, inevitablemente, al surgimiento de un endémico y violento estado de guerra entre las redes antagonizadas por la opresión vertical y las de resistencia horizontal, como ocurrió, por ejemplo, entre:

  1. las monarquías con mayor avidez de expansión territorial (fundadoras de nación o imperio) y los pueblos colindantes a ellas (por ejemplo, la política militar de Luis XIV para dominar los pueblos de los Países Bajos y la península ibérica);
  2. el egocéntrico afán de dominio económico y tributario de la nobleza territorial y la resistencia de sus campesinos vasallos (por ejemplo, jacqueries en Francia, guerras campesinas en Alemania);
  3. las soberanías absolutas de origen divino y la soberanía popular de los pueblos libres con prácticas de autogobierno (por ejemplo, guerra de Carlos V contra los comuneros en España);
  4. las iglesias dogmático-monoteístas y los individuos o agrupaciones acusados de herejía (como los autos sacramentales de la Inquisición o las matanzas de hugonotes); y
  5. los mismos reyes y monarquías que, enredados en una imparable competencia-conflicto, pretendían superarse unos a otros en poder nacional o poder imperial (por ejemplo la guerra de los Cien Años).13

En ese fárrago de guerras múltiples entrecruzadas, fue evidente que los «pueblos» de campesinos y artesanos, los «librepensadores» y los reinos débiles optaron —para defenderse y sobrevivir— por fortalecer su asociación horizontal, dando vida así al «ayuntamiento» (asamblea) comunal, a las «ligas» entre villas y ciudades, a las logias secretas, las hermandades, las cofradías y los ejércitos plebeyos («infantería»: turbas armadas de picas, azadones, palas, garrotes y cuchillos), organizados para defenderse y/o atacar los castillos del rey y de los señores feudales, como también los palacios de los grandes mercaderes.14 Los más desamparados y/o derrotados optaron a su vez por caminar al horizonte, atiborrando los caminos, merodeando por los pueblos, formando masas de «vagamundos», bandidos, «tunas» universitarias, órdenes religiosas mendicantes y, finalmente, ese largo y sostenido peregrinaje a los puertos de ultramar (Sevilla, Cádiz, Róterdam, Oporto, etc.) para finalmente emigrar a la tierra prometida: el Nuevo Mundo. Por eso, la «hemorragia emigrante» que despobló Europa desde el siglo XV hasta el siglo XIX fue, en lo esencial, un peregrinaje masivo en busca o «retorno» de la «comunidad y la fe soberanas», perdidas en la desintegración horizontal de las repúblicas locales a manos de los poderes vertical-absolutistas.

¿Estaban esos vagabundos-emigrantes desintegrados por dentro, presas de la locura o de una anomia social infamantes?15 Es decir, ¿existía desintegración ético-moral en esos desplazados? Los datos históricos muestran que haber vivido lo republicano, es decir, la solidaridad comunitaria horizontal, empezando por la familia y siguiendo por la comunidad, genera memoria profunda y experiencias añorantes (la patria o la matria).Tanto más si ellas contrastan con la memoria vivencial del verticalismo despótico, donde se revuelven vivencias de opresión, persecución, tortura, muerte o vasallaje.16 La memoria «victimada» genera irascibilidad, reacción y resistencia, y la resistencia, que suele dar lugar a guerras sangrientas y/o sacrificios de vida o muerte, consolida una memoria solidaria aún más indeleble. Haber sentido alguna vez el calor de la hermandad, el sufrimiento de la víctima o el riesgo del heroísmo contra la tiranía es una experiencia que, por su resonancia íntima, no se olvida. Se queda. La solidaridad republicana tiene, por eso, dos o más vidas. Pues, cuando hay victimización lacerante, es éticamente heroico resistir (solidariamente), y si ya no se puede resistir, entonces es éticamente sano emigrar (mental y/o geográficamente), solos, en familia, en grupos o a pueblo completo. Por eso, la memoria republicana no produce, al final de todas sus derrotas, ni eclipse absoluto ni frigidez sumisa, sino resistencia, movimiento, rebelión, vagabundaje, emigración, o sea, nuevas solidaridades. Y por eso mismo, la tradición republicana no sabe, no puede ni quiere morir: sobrevive. O viaja, mental o geográficamente. Quiere, necesita y produce, por eso, una segunda oportunidad, un mundo nuevo, o en lo propio o en ultramar. Y siempre, el día menos pensado, desde lo más soterrado, reaparece (estalla). Está, por eso, emergiendo, hoy, precisamente, aquí.

Lo dicho más arriba está rotundamente representado en la emigración de comuneros desde Europa Occidental al Nuevo Mundo desde el siglo XVI al XIX, probablemente la emigración ultramarina más gigantesca registrada en la historia de la humanidad.17 Las investigaciones de James Lockhart, revelan que el noventa y cinco por ciento de los emigrantes eran de extracción rural (campesinos, artesanos, escuderos, marginales, etc.), contra el cinco por ciento, que representaba a sectores medios y altos.18 Esta emigración generó un drástico proceso de despoblamiento en las áreas rurales de la Europa Occidental, no en las ciudades formales dominadas por la corte palaciega, la burocracia del rey, los grandes mercaderes, la nobleza cortesana, el ejército real y la Iglesia católica. Fueron las comunas populares —donde se concentraba la mayor opresión vertical por parte de las soberanías centralizadas— las más afectadas por la emigración y el despoblamiento. Y fue ese tipo de emigrante el que transportó a América la vieja memoria de la soberanía comunera, acendrada y decantada por siglos de vida en común e infinitas luchas mancomunadas de resistencia.

¿Cómo se explica, si no, que en América aparecieran desde el mismo siglo XVI —y por doquier— comunas autónomas (llamadas «pueblos-cabildo» en Hispanoamérica y «pueblos-Estado» en Norteamérica) y que, pese a la grandilocuente política «re-fundacional» llevada a cabo por el rey de España para crear una red de virreinatos y reinos vasallos de la «madre patria», no sobreviviera ninguno de ellos tras las guerras de la Independencia y, en cambio, reaparecieran triunfantes las porfiadas comunas autónomas? Pues las revoluciones de 1810 no dieron a luz a ninguna monarquía, sino a decenas de repúblicas, tanto en América del Norte como del Sur. Lo que el Nuevo Mundo tuvo de realmente «nuevo» respecto a Europa fue, pues, que en América el antiguo régimen (compuesto por un puñado de naciones e imperios con soberanías centralizadas) desapareció de la faz de la tierra para dar vida a innumerables «ensayos constitucionales» de soberanía horizontal republicana.

Que la soberanía popular de raíz europea haya revivido y se haya refortalecido en América, para reaparecer ideológicamente remozada al final de tres siglos de coloniaje y dominio imperialista, revela que la memoria comunera no se nutre solo de recuerdos lejanos (transgeneracionales), sino también de la reflexión viva de los pueblos, que pueden comparar lo que significa vivir íntimamente en una comunidad autónoma y lo que significa vivir subordinado a una soberanía lejana («lejana» en altura metafísica y en distancia geográfica). Donde, por cierto, lo lejano se vuelve ajeno. Y enajenante. Las leyes y edictos que fueron redactados a gran altura (cerca de Dios) y a gran distancia (allende mares y continentes), cuando en la América española aterrizaron sobre comunidades que vivían abrazadas a su terruño, «se veneraban» (se obedecían «religiosamente»), pero no se aplicaban (no se cumplían).19 La conciencia viva y colectiva de ese contraste (entre la soberanía «convivida» y la soberanía «lejana») hizo que la memoria comunera siguiera, en América, regenerándose in situ, aunque ya no recordara, sino a trozos, el pasado remoto (las jacqueries o la batalla de Villalar, por ejemplo). La fuerza explosiva que suele traer la reaparición súbita («estallido») de la soberanía popular arranca, pues, de una memoria remota (que se vuelve leyenda y épica literaria, disponibles para el recuerdo de los ancianos, el estudio de los «sabios» y la lectura de los inquietos), y/o de una siempre reabastecida experiencia viva del contraste subsistente de las soberanías contrapuestas.

Las generaciones de colonos, inmigrantes, criollos, indígenas y mestizos que lucharon por la Independencia a comienzos del siglo XIX y por la revolución constituyente en el resto de ese siglo combinaron, en sus sentimientos rebeldes, los lejanos recuerdos comuneros de origen hispánico y la memoria viva del despotismo político que existió a cara descubierta en Chile desde 1806 hasta 1861, y embozado (legalizado) después.20 La memoria viva de esa seguidilla de despotismos se encendió de rabia, estupor y rebeldía con las experiencias extremas vividas en las hambrunas de 1822-1823 y de 1836-1837; con la guerra a muerte (1818-1832) y los fusilamientos ordenados por las cortes marciales todoterreno que utilizaron las «tiranías» de Diego Portales y Manuel Montt. A la tradición criolla de soberanía comunera se sumó, así, la del pueblo mestizo local (hermandades al acecho) y la del pueblo mapuche (comunidades defendiendo su territorio).21

El proyecto comunero-constituyente de los años 1820 en Chile tuvo, pues, un respaldo memorístico y social longevo, tal vez inconsciente, pero profundo, constituido no solo por los comuneros-colonos que podían recordar la genealogía republicana del Viejo Mundo, sino también por los estratos sociales que podían pensar su situación de vida con relación al antagonismo de las soberanías. Este último fue el caso de la juventud oligárquico-liberal, los oficiales del ejército patriota, los artesanos esquilmados por el monopolio de Portales, Cea & Cía., el pueblo mestizo marginado y el pueblo mapuche despojado de su territorio. No es extraño que todos esos estratos, dentro de una obvia descoordinación política, hayan constituido una mayoría abrumadora demográfica y electoral (de dos tercios entre 1820 y 1840) que convergió en hacer lo que hicieron:

  1. derribar en sucesión las dictaduras centralistas, tanto hispánicas como la de Bernardo O’Higgins (1810-1822);
  2. abrir y persistir en el desarrollo de un proceso constituyente como expresión de soberanía popular-comunal (1822-1828);
  3. destruir el monopolio comercial despótico de Portales, Cea & Co. (1825-1826);
  4. consumar el tiranicidio de Diego Portales (1837);
  5. mantener una guerra permanente de recursos (bandidaje) contra el sistema colonial y poscolonial (1750-1940);
  6. dictar la Constitución «popular representativa» de 1828; y
  7. mantener el estado de revolución constituyente a todo lo largo del siglo XIX (1822-1891).

El siglo XIX chileno estuvo casi enteramente sacudido —y ensangrentado— por una reiterada resurrección local de la tradición republicana y por su insistente esfuerzo revolucionario por realizar el proyecto democrático-republicano a través de una asamblea constituyente.

Y cabe destacar que esos estallidos revolucionarios redundaron en reiterados episodios de lucha armada, que caracterizaron al conjunto del siglo XIX chileno (de hecho, hubo seis «guerras constituyentes» en el siglo XIX: las de 1830, 1837, 1851, 1859, 1862-1882 y 1891). En todos los casos (menos en 1891) los contendores fueron el Estado Autoritario Central, de un lado, y las ligas de pueblos comuneros, de otro. O lo que es lo mismo, entre los ejércitos mercenarios que devinieron en ejércitos nacional-constitucionales y los cuerpos milicianos de los pueblos.

Fue una guerra de «cien años» donde, en términos militares, el Estado centralista venció siempre, caso a caso, pero donde la tradición comunera y republicana, pese a sus repetidas derrotas militares, no murió nunca.

Por eso, entre 1907 y 1925 el conflicto se reanudó, siempre en torno al proceso constituyente pero ya no en forma de resistencia armada, sino como un proceso cívico-deliberativo, centrado en asambleas locales y nacionales. Así se llegó a plantear en 1924, por un acuerdo entre la oficialidad joven del Ejército y la clase trabajadora organizada, la necesidad de convocar a una libre Asamblea Nacional Constituyente. Pero la clase política parlamentaria, traicionando a la clase trabajadora, al propio Ejército y siguiendo las maniobras de su líder y «estadista», Arturo Alessandri Palma, se las arregló para dictar, a partir de un comité reclutado por aquel, la Constitución de 1925, hecha a imagen y semejanza de los intereses gremiales de esa clase política. La ilegitimidad de esa Constitución condujo, inexorablemente, a la crisis de 1970-1973 y al régimen neoliberal e ilegítimo que estableció la Constitución de 1980.

Se creyó que ese modelo neoliberal sería el definitivo. Para siempre. Se creyó, una vez más, que la memoria comunera de la soberanía popular estaba definitivamente olvidada (razón por la que las luchas constituyentes del siglo XIX nunca se estudiaron como tales), enterrada en los abismos (teóricos) del olvido.

Pero como siempre, cuando menos se esperaba, esa memoria irrumpió en todas las calles y en todas las ciudades del país el 18 de octubre de 2019, y de ahí no se ha retirado todavía. Incluso después de que la clase política civil, por segunda vez en los últimos cien años, traicionara aviesamente a sus representados, usurpando para sí misma (o privatizando, si se prefiere) lo que es indelegable por naturaleza: la soberanía popular y el poder popular constituyente.

En los capítulos que siguen se intentará, pues, mostrar la historia intrínseca (soberana) de la ciudadanía chilena.

Capítulo II

DE LA SOBERANÍA COMUNERA AL

NEORREPUBLICANISMO EN HISPANOAMÉRICA

Y CHILE. ANTECEDENTES GENERALES

1. El conflicto entre la soberanía imperial-nacional y la soberanía comunera

Históricamente, el modelo político republicano (de soberanía popular) nació, creció y culminó, siempre, en los pueblos (villas, aldeas, ciudades, ?polis»). Nunca en los imperios; tampoco en las naciones.

Es que el término «popular» (que deriva de «pueblo?) se refiere, en general, a una situación de poblamiento de un lugar, es decir, cuando y donde grupos de gente se juntan (produciendo el fenómeno del «ayuntamiento») en un lugar determinado para vivir, formar familia, trabajar, convivir, constituir comunidad, autogobernarse y autodefenderse. Haciendo todo eso a lo largo del tiempo, generan usos, costumbres y tradiciones. En otras palabras, lo que los sabios del siglo XIII llamaron derecho comunal o fuero. Fue el caso del rey Alfonso X el Sabio (vivió entre 1221 y 1284), que llamó jus gentium al derecho propio de los hombres y mujeres que conviven en pueblos comunales, libres e independientes.1 Decir jus gentium o soberanía popular es, pues, histórica y jurídicamente, lo mismo.

Era (es) un tipo de derecho que, no por ser comunal, no por ser oral o por habitar la memoria viva del pueblo y no los libros sagrados o legados por un legislador mítico, es menos soberano. En rigor, es la soberanía en sí. La soberanía popular no es un mandato superior, que baja como norma presupuesta, sino la fuente originaria de los usos y costumbres de un pueblo viviente y deliberante que, con el tiempo, al consolidarse y «afirmarse», se convierten en fuero. O derecho propio, inherente al pueblo y al lugar.2

Y como tal, ese derecho no queda fijo y esculpido en petrificadas Tablas de la Ley, sino viviente en la memoria histórica de los pueblos y en la palabra deliberante de sus asambleas (ayuntamientos) legislativas o constituyentes. Por eso, el derecho de la soberanía popular no se objetiva, no se vuelve «cosa» sino solo temporalmente: no es inmóvil sino viviente, cambiante y dependiente de la historia real de la comunidad en que reside. Por eso, su «esencia» no es ni la infalibilidad ni la perpetuidad, ni siquiera la durabilidad, sino la deliberación permanente («historicidad») de una comunidad que cuida y se proyecta a sí misma a lo largo y ritmo del tiempo, y en un lugar geográfico determinado.3

Y por eso mismo, ese derecho apunta a perfeccionar la introversión sociocéntrica de esa comunidad, pues orienta sus objetivos de desarrollo hacia sí misma y por sí misma. De este modo, valora y privilegia la situación y las relaciones internas de su «estar juntos» (es decir, el «siendo» o gerundio de la historia: la armonía, la paz, la justicia y el cultivo de la humanidad de todos).4

Por eso, allí la política es la preocupación del pueblo por el pueblo mismo. Como tal, esa política no apunta hacia arriba, hacia la abstracción metafísica, ni de arriba hacia el lado, contra otras comunidades, sino, horizontal e introvertidamente, hacia sí misma. Hacia el interior de la comunidad y hacia el interior del ser humano en sí. La democracia era y es la preocupación por la perfección del «sí mismo», en plural y singular. Y esto fue igualmente válido y aplicable a todos «los omes» que habitaban en el «pueblo».5 Por eso, escribió Alfonso X: «Todos son menester». Y en este contexto de armonía y reciprocidad, la nobleza ciudadana no constituye un estrato superior ni un vicariato del cielo, sino una emanación de la misma armonía horizontal, pues corresponde al servicio o sacrificio que algunos de sus miembros realizan para mantener o aumentar esa armonía. Porque la comunidad tiene múltiples deberes colectivos: ocupar la tierra, trabajarla para extraer sus frutos, acrecentarla y defenderla de los enemigos externos. La armonía comunal exige trabajos, dedicación y sacrificio de sus miembros, para mantenerla y para desarrollarla. Y los comuneros más honrados, más diligentes, más aguerridos en la defensa miliciana del pueblo o en el manejo de sus finanzas eran destacados («condecorados») por la comunidad, y sus hijos reconocidos como «fijosdalgo», o sea, hijos de alguien que sirvió y enalteció a su pueblo:

[...] por eso los llamaron fijosdalgo [...] E en otros lugares los llamaron gentiles [...] Fidalguía [...] es nobleza que viene a los omes por linaje [...] La mayor parte de la fidalguía ganan los hombres por honra de sus padres.6

Las gentes ayuntadas en un pueblo trabajaban y compartían los frutos de la tierra y de su propio trabajo bajo el concepto general de propiedad comunal. Por eso, no había ni podía haber disputas por el aire, el agua y la tierra ocupada para vivir: «Ca todo ome que fuere y morador, puede usar de todas estas cosas sobredichas, también a los pobres como a los ricos».7 La igualdad y honra recíproca de los habitantes de un pueblo fueron, pues, rasgos esenciales en la primera fase histórica de la ciudadanía y en la esencia del fenómeno comunal de la soberanía popular.

Por eso, en los luengos anales de la historia, las «repúblicas» de esencia horizontal-democrática han sido y son, siempre, fenómenos locales. No tienen vocación de conquista ni el afán expansionista de construir imperios o naciones. No valorizan la maximización del territorio o del dominio como valor en sí, sino solo la conversión del territorio propio en una fuente de humanidad óptima, mejor o suficiente. No les interesa la universalización o la globalización geográfica de su estructura política. Optan por construir las células-madres de una óptima sociedad civil.

Puede ocurrir —y de hecho, ha ocurrido— que algún pueblo, creyendo que ha superado o que debe superar el «estado de suficiencia» que ha logrado (por ejemplo, Roma), se proyecta fuera de sí mismo, abriendo procesos de expansión, conquista de territorio y sometimiento de pueblos vecinos o/y lejanos. Cuando eso ocurre, el pueblo en cuestión sufre tres cambios significativos: a) se convierte en el polo central («capital») de un territorio excedente en expansión continua; b) cambia su orientación valórica, superponiendo al objetivo inicial de suficiencia humanista el objetivo adicional de dominación política; y c) la dominación necesita aplicar sobre los territorios conquistados (excedentes) un sistema de relaciones verticales (no horizontales), de mando, a partir de un centro de dominación. De este proceso (histórico) expansivo surgieron las «naciones» (cuando los espacios agregados eran limítrofes y colindantes) o los «imperios» (cuando los espacios agregados excedían los límites geográficos existentes, debido a la aplicación de una fuerza expansiva maximizada).

De ese proceso, Alfonso X el Sabio diferenció el rol histórico del rey (que gobierna un reino o nación) del rol histórico del emperador (que conquista o aspira a gobernar toda la tierra conocida). Ambos tienen «derechos» como autoridad suprema, pero son distintos el uno del otro, pues derivan de procesos expansivos que han sido, también, diferentes. Por eso, los derechos del rey son más delimitados, porque, en muchos casos, su territorio corresponde a la sumatoria de herencias sucesivas, por el fenómeno de las ramas genealógicas emparentadas. Sumatoria que, al regularse por los usos y costumbres de esas ramas, no es arbitraria, sino conforme a tradición. En cambio, el emperador suma territorios por fuera del flujo tradicionalista de las genealogías, pues la mayor parte de esa sumatoria acumula, arbitrariamente, botines de guerra, o sea, no mediante una adquisición regulada por herencia o dote, sino mediante la violencia armada. Por eso, muchos de los emperadores han sido conquistadores, comandantes de ejército o, simplemente, tiranos que recurren al uso de la violencia. La guerra en sí, como es obvio, no deriva de los usos y costumbres de la suficiencia humana, sino de la colisión entre costumbres contrapuestas, conflictos territoriales o por las tendencias u obsesiones arbitrarias de la persona misma del conquistador-emperador (ambiciones desbocadas, agresiones, latrocinios, locuras o patologías de la razón política). En la Partida II, Título I, Ley I, escribió Alfonso X:

Emperador, que quiere decir tanto como mandador, porque al su mandamiento deven obedecer todos los del Imperio. E él no es tenudo de obedecer a ninguno fuere ende el Papa, en las cosas espirituales [...] porque ayunta las gentes en uno, lo que no podría fazer si fuesen muchos los emperadores [...] Fazen fueros e leyes, porque se judguen derechamente las gentes de su señorío [...] quebrantan a los soberbios e los torticeros e los malfechores [...] amparan la Fe de nuestro Señor Jesu Cristo, e quebrantan a los enemigos della. E otrosí, dijeron los Sabios, que el Emperador es Vicario de Dios en el Imperio, para fazer justicia en lo temporal, bien como lo es el Papa en lo espiritual [...].8

Y en la Ley II:

El poderío que el Emperador ha, es en dos maneras: la una de derecho, la otra de hecho [...] Puede fazer Ley e Fuero nuevos, e mudar el antiguo. E puede otrosí toller la costumbre usada, quando entendiere que es dañosa e fazer nueva que fuese buena [...] E el solo es otrosí poderoso de partir los términos de las Provincias e de las Villas. E por su mandato deven fazer guerra, e tregua, o paz.9

El emperador, según esto, es —o debiera ser— único, pues es el vicario de Dios en la tierra. Y debe ser único (uno solo), pues su objetivo esencial es unir a todos los hombres bajo el dominio de un solo imperio; un solo mando, una sola ley («ayunta a las gentes en uno»). Porque la soberanía de Dios, infinita y absoluta, cubre a toda la humanidad, de ayer, hoy y mañana. Tarea de su vicario es, pues, construir sobre todos los hombres de la tierra esa unidad. Y para ello tiene el poder del derecho (dicta nuevas leyes) y el poder de la fuerza (toller: abolición de los usos y costumbres que considere dañosos). La fuerza terrenal (militar) le permite eliminar lo dañoso a la ley de Dios, es decir, «quebrantar» todo aquello que se estime dañoso a la verdad revelada. Y el poder de la verdad divina (la fe) le permite dictar e imponer nuevos fueros y derechos. Como Dios en el universo, el emperador, en la tierra, tiene, pues, todos los poderes. Por eso puede alterar las fronteras según su voluntad, declarando la guerra o estableciendo la paz. El emperador, en fin, unifica el poder divino y el terrenal, centralizándolo en su persona.

Con él, la soberanía se volvió única, centralizada, divina, vertical y personalizada. Pues «bajaba» de Dios para operar, políticamente, desde su vicariato terrenal.

Según las leyes recopiladas por Alfonso X, los reyes son también vicarios de Dios («los Santos dixeron que el rey es puesto en la tierra en lugar de Dios, para cumplir justicia, e dar a cada uno su derecho [...] Dixeron que es Cabeza del Reyno [...] Onde él es alma e cabeza»).10 Pero, de preferencia, no actúa por fuera de las tradiciones genealógicas, sino por dentro. Por eso, por tradición, son «señores de sus tierras» mientras viven. Tienen el «señorío» (dominio de tierras) por herencia, y por herencia lo entregan o distribuyen, lo cual no pueden hacer los emperadores, cuyos territorios los obtienen por conquista.11

E demás, el rey puede dar Villa o Castillo de su Reyno por heredamiento a quien quisiere, lo que no puede fazer el Emperador, porque es tenudo de acrecentar su Imperio, e de nunca menguarlo [...] Otrosí, decimos que el rey poder servir e ayudar de las gentes del Reyno, a quien le fuere menester, en muchas maneras, que no podría fazer el Emperador.12

Los reyes a los que aquí se aluden fueron, en su mayoría —en la larga etapa medieval que siguió a la caída del Imperio romano—, reyes de los pueblos migrantes (comunidades) de origen germano, que se regían y siguieron rigiéndose por tradiciones genealógicas de pueblo. Por ello, al asentarse por conquista invasiva en territorios de la Europa occidental, reprodujeron en sus nuevos lugares de asentamiento las tradiciones y fueros de la soberanía popular. En la península ibérica, por ejemplo, las «costumbres germanas no solo no desaparecen, sino que resultan favorecidas por el género de vida de los cristianos independientes», afirma Eduardo Hinojosa en su estudio del «elemento germánico» en el derecho español. De modo que ese elemento tuvo tal vitalidad que pudo «oponerse a los esfuerzos centralizadores y romanistas que le disputaban el campo desde el principio del siglo XIII, al punto que fueron la base del derecho consuetudinario aplicado en los fueros locales y territoriales de toda la Península hasta el siglo XIV». La influencia de las tradiciones germánicas fue especialmente fuerte en León, Castilla, Portugal, y también en Aragón, Navarra y aun en Cataluña.13

Los reyes medievales provenían, pues, en su mayoría, de tradiciones comuneras. De ahí su contraste radical con los emperadores que, inflamados por la creciente visión universalista contenida en su concepción religiosa (monoteísta), entraban en una imparable compulsión guerrera para unir a todos los pueblos, razón por la que no se rigieron ni respetaron las costumbres y fueros locales, pues, para esa visión, solo valía la cuasi-divina voluntad unificadora del emperador. La infalibilidad que latía dentro del universalismo de la Iglesia de Roma inspiró no solo la acción «quebrantadora» (conquistadora) de la conducta imperial, sino también la acción inquisidora de la conducta religiosa. Ambas conductas, utilizando medios y métodos contrapuestos a los que regían en el interior de la armonía comunera, no solo fueron erosionando la vigencia legendaria de la soberanía popular, sino también extendiendo, por encima de ella, la gran bóveda de la soberanía centralizada, unificadora y vertical que, desde su extensión universalista, utilizaba para sí todo «lo divino».

Y el universalismo omnipotente e infalible que empapaba del cielo a la tierra todo lo imperial era contagioso. Y, ciertamente, los reyes (también «vicarios de Dios») fueron presa de ese contagio. Sobre todo, desde fines del siglo XIV y comienzos del siglo XV. Las leyes contenidas en las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio y en la Novísima Recopilación de las Leyes de España permiten ver cómo los reyes fueron cayendo en la misma tentación centralista y verticalista que habían marcado a sangre y fuego, en la historia de los «pueblos libres», los sucesivos emperadores. El triunfo de esa tentación puede observarse en cómo los reyes a) fueron «quebrantando», con su leyes, edictos y mandatos, progresivamente, los fueros de las villas y pueblos soberanos; b) fueron construyendo la identidad y el derecho servil del gran pueblo súbdito (nación) del rey; c) fueron reglando y normativizando las relaciones privadas, interpersonales de la comunidad; d) fueron asociándose estrechamente con la voraz y mundialista burguesía mercantil-financiera; y e) fueron convirtiéndose ellos mismos en la figura helénica y antipopular del tirano.

Los reyes, en la medida en que (también) eran vicarios de Dios en la tierra, y en el modo en que todas y cada una de las criaturas terrenales debían lealtad absoluta (individual) a su Creador, comenzaron, progresivamente, a no respetar la lealtad horizontal (comunal) de los pueblos a sus fueros y tradiciones y, a cambio, exigir la lealtad absoluta (individual) al vicario de Dios. Se valoró, así, el «alma individual» por sobre el «alma colectiva» de la comunidad. Al exigir ese tipo de lealtad terrenal —que afianzaba su soberanía de origen divino—, los reyes reorganizaron su propio señorío tradicional, exigiendo autoritariamente lealtad individual de cada habitante de su territorio (heredado o conquistado) a la persona del monarca; eso significaba decretar la extinción progresiva de la lealtad introvertida y comunitaria de los pueblos soberanos hacia sí mismos. El mismo «decreto» se intentó aplicar a los señoríos autónomos de la nobleza territorial. De este modo, el centralismo-absolutismo «divino» comenzó a hinchar por doquier el centralismo-absolutismo «político» de reyes y emperadores. Los «súbditos» (que terminaron siendo individuos sin fuero alguno) fueron así, poco a poco, sustituyendo a los pueblos con fuero propio, y también —no sin dificultad— al fuero de los condes, duques y marqueses (a quienes se ubicó bajo el alero del fuero real, en condición de nobleza de palacio). Así se fueron creando las condiciones éticas, sociales y políticas para el estallido, en los siglos XV, XVI y XVII, de las sangrientas rebeliones de campesinos (jacqueries), y entre los siglos XVII y XVIII, de las «maravillosas» revoluciones liberales, individualistas y democrático-burguesas (Adam Smith).

En la Novísima Recopilación de las Leyes de España ordenada por Carlos IV se publicó, dictada en 1386, la primera ley que exigía a los habitantes del «Reyno» respetar al rey en la misma forma y línea de su lealtad y respeto al Dios cristiano. Decía:

Porque algunos malos hombres, no temiendo a Dios y olvidando la lealtad a que son tenudos a su Señor y rey Natural y a sus Reynos, se atreven a blasfemar y decir palabras injuriosas y feas contra Nos; Nos, queriendo refrenar y contrastar esa osadía, ordenamos que si fuera hombre de mayor guisa y estado, que sea luego preso por la Justicia y nos lo envíen preso donde quier que Nos seamos [...] y si fuere hombre de ciudad o villa [...] que pierda la mitad de sus bienes para nuestra Cámara y la otra mitad para sus hijos, y si hijos no hubiere, que pierda todos sus bienes.14

El rey habla de «Nos», es decir, «Dios y yo». El castigo por «blasfemar» contra esa nueva alianza o linaje era, según se ve, casi apocalíptico: cárcel del rey para los «dueños de Castillo», pérdida de al menos la mitad de sus bienes para el «hombre de ciudad o villa». Esto, sin duda, excedía la mesura que contenían, normalmente, las tradiciones históricas de las estirpes y linajes terrenales, pero los reyes ya estaban enrolados en la tentación absolutista de los emperadores. Por eso, cuatro años después, en 1390, el rey Enrique III dictaba en Madrid una ley punitiva para los que no respetaran y no fueran leales con el nuevo linaje:

Pena de los que no vinieren al llamamiento del rey para hacerle pleito homenaje por las villas, castillos y fortalezas que tengan en el Reyno [...] Deben perder sus bienes [...] que las villas y castillos que tuvieren él o sus antecesores [...] vuelvan a la Corona Real, y los otros bienes que tuvieren, que no sean de merced nuestra, para disponer de ellos a voluntad.15

Nótese que la exigencia de rendir «pleito homenaje» al rey se aplicó a todos los que habían recibido «villa o castillo» como herencia o «merced» del rey. Esto estaba en concordancia con las tradiciones de los «linajes». Lo que no estaba en plena concordancia con ellas era la conminatoria ley que exigía pleitesía absoluta al rey que concedía tales mercedes. Por eso, el mismo Enrique III creyó necesario dictar otra ley para explicar eso. En ella precisó que «la ley ama y enseña cosas que son de Dios, y es fuente de enseñamiento y maestra de derecho y justicia». Por tanto, como ley que emana de Dios, está por encima de toda tradición o costumbre humana. Proviene de una autoridad legislativa absoluta. Por eso —agregó—, «su efecto es mandar, vedar, punir y castigar [...] así para poblados, como para yermos», a fin de refrenar «la maldad de los hombres, y que la vida de los buenos sea segura». Claramente, la dicotomía del bien y el mal, de origen religioso-monoteísta (que oponía, en un plano metafísico, el cuerpo contra el alma), comenzaba a sobreponerse al juicio comunal de lo que era bueno o malo para la comunidad viviente. Sin embargo, a pesar de estar ya atrincherado en esa altura celestial, el rey Enrique III tuvo buen cuidado de señalar que los pueblos libres siguieran guardando sus costumbres:

[...] porque los hijosdalgos de nuestros Reynos han Fuero de Albedrío y otros fueros porque juzgan ellos [...] tenemos por bien que sean guardados a ellos, según lo han de fuero, y les fueren guardados hasta aquí.16

Ciertamente, como quiera que fuese la superioridad teológica del evangelio cristiano, el hecho de que ese evangelio apareciera asociado a las pretensiones absolutistas de reyes y emperadores que exigían rendimientos de pleitesía de definido tinte tiránico, no hizo sino enfatizar, en los pueblos libres, el sentido de soberanía de sus decisiones comunales.17 La fuerza ética de estas decisiones («fueros») era igual o superior a las tradiciones de los linajes nobles, reales o imperiales. Eso explica la fuerza social con que emergió el movimiento de «reforma» religiosa y la fuerza social de las rebeliones populares contra reyes y noblezas (las temibles jacqueries),18 movimientos que los reyes absolutos interpretaron como manifestaciones del «mal», razón por la que las reprimieron como cosa del demonio (la matanza de los hugonotes). Pero esa misma fuerza social mantuvo la convicción, en otros reyes, sobre que los fueros populares debían seguir respetándose.

Fue el caso del rey don Pedro que en Valladolid, en 1351, dictó una ley por la cual «las llaves de las ciudades y villas de nuestro Señorío y Jurisdicción las tengan los vecinos dellas, a quien el Concejo encomendare [...] y que no las tengan los Prelados ni Ricos hombres, ni otros poderosos».19 Por su parte, don Fernando y doña Isabel decretaron en 1480 que los «concejos» de los pueblos y villas construyeran «casas públicas capitulares [...] para juntarse sus Concejos. Ennoblécense las ciudades y villas de nuestra jurisdicción en tener casas grandes y bien hechas en que fagan sus ayuntamientos y concejos».20 Los pueblos, villas y lugares, que se autogobernaban a través de una asamblea (ayuntamiento o concejo), solían deliberar en una plaza, atrio de iglesia o patio abierto (foro), pero en el siglo XV ese emergente espacio público comenzó a tomar forma de «casa del pueblo» (hôtel de ville), esto es, una construcción respetable (noble) para albergar la deliberación ciudadana. Los diálogos que sostenía el rey con sus súbditos (villanos y castellanos), en cambio, se realizaban en el lugar donde él se hallaba (solía desplazarse de un lugar a otro), al que llamaban «lugar paladino» (lugar de la palabra), y después, simplemente, en el «palatinado» real («palacio» o «corte»). En cambio, el lugar de la deliberación ciudadana fue, primero, la plaza del pueblo (foro), y más tarde, ya bajo forma de edificio, fue llamado la curia, el concilio, el cabildo, el consistorio, el municipio.21 De este modo, la bóveda celestial que aureolaba la soberanía absoluta de reyes y emperadores, descendiendo, terminó alojándose en el cada vez más lujoso Palacio Real. Hacia allí fue atraída para «rendir pleitesía» in situ la nobleza territorial de estirpe feudal. Tanto así que la corte palaciega se convirtió, con el correr del tiempo, en una muchedumbre elegante, pero ociosa, cuyo único servicio era rendir pleitesía.22 De este modo, al absolutismo tiránico de que hacían gala los «vicarios de Dios» (reyes y emperadores) se agregó el carácter parasitario de la nobleza palatina, que formaba una ociosa «nube de majestad» en torno a la persona del rey.

Por eso, el conflicto entre la Casa Real (palacio del rey) y las Casas del Pueblo (cabildos) consistió en la oposición creciente entre dos polos de soberanización, esto es, entre la soberanía vertical-centralizada de los reyes absolutos y la soberanía horizontal-comunera de ciudades, villas y lugares. Este conflicto, de modo transitorio, se resolvió en el siglo XVI a favor de la soberanía absoluta de los reyes. Pero esa victoria, después de casi tres siglos de opresión real progresiva sobre la soberanía comunera (desde 1386, cuando el rey Carlos IV dictó la primera ley absolutista en España, hasta 1521, cuando, en la batalla de Villalar, el emperador Carlos V derrotó al ejército comunero), fue, en todo caso, relativa. La misma victoria de Villalar fue solo un éxito militar transitorio, no un giro histórico definitivo. Como se sabe, vinieron después innumerables revueltas y movimientos «sociales» contra los pegajosos residuos de centralismo absolutista que habían permanecido en la cúpula del Estado moderno.

Lo que aquí importa, en todo caso, es cómo los reyes, a pesar de su ofensiva constante de tres siglos, tuvieron que respetar la presencia incómoda de los pueblos que se autogobernaban a través de cabildos. Después de Villalar el absolutismo llegó, sin duda, a su apogeo, pero ante la nueva y creciente presión de las grandes ciudades mercantiles (puertos, sobre todo), los reyes tuvieron que iniciar la penosa tarea de despersonalizar la soberanía absoluta para dar paso, a cambio, a una estructura de dominación objetivada e instrumental: el llamado Estado moderno. Véase, en el siguiente resumen, cómo, por un lado, los mandatos reales (de «Nos») siguieron respetando los fueros pueblerinos, y por otro, echando las bases del emergente Estado moderno.

El rey don Juan II, por ejemplo, dictó en Madrid en 1435 una ley que decía: «Ordenamos que en las nuestras ciudades, villas y lugares [...] do hay regidores, no entren ni estén con ellos en sus ayuntamientos caballeros ni escuderos ni otras personas [...] y en esto guarden estrechamente las ordenanzas».23 El mismo rey determinó que lo que acordare el concejo de cualquier ciudad, villa o lugar «que vala y sea firme, y si algunos contradijeren lo que así fuere acordado [...] que las nuestras justicias los oyan y fagan sobre ello lo que fuere de Derecho».24 Lo mismo se había exigido en otra ley de 1422, que decía que «ordenamos y mandamos que todas las ciudades, villas y lugares [...] sean gobernados según las ordenanzas y costumbres que tienen los alcaldes, regidores y oficiales».25 De hecho, los reyes refrendaban con leyes nuevas las dictadas antes sobre el mismo tema: por ejemplo, en 1325, en Valladolid, el rey don Alonso había exigido «la observancia de los privilegios de los pueblos, sus oficios y libertades, buenos usos y costumbres. Ordenamos que a las ciudades, villas y lugares les sean guardados los privilegios que han tenido y tienen de nuestros antepasados, los cuales confirmamos».26 Y en 1436, el rey don Juan II decretó algo de enorme importancia: la «prohibición de vender, trocar y dar por precio ni otro respecto los oficios que deben proveerse por voto de los Concejos».27 El mismo rey determinó que «los oficios perpetuos de nuestras ciudades, villas y lugares no serán proveídos, salvo a los naturales dellas, que sean en ellos vecinos y moradores, o no soyendo naturales, viniendo facer morada en ellas y no en otra manera [...] prohibición de encomendarlos a caballeros, poderosos y privados del rey».28 Dada esta tendencia, no debe extrañar que el rey don Juan II dictara en Zamora, en 1432, su famosa ley sobre que sus propios edictos y propias leyes «se obedecen, pero no se cumplen»:

Donde hubiere cierto número de Alcaldías, Regimientos y Escribanías por privilegio, uso y costumbre, que les sean guardadas, y si contra lo susodicho algunas cartas diéramos [...] que en ellas se haga mención de esta ley [...] Mandamos que los Alcaldes y Justicias, Regidores y Oficiales de dichas ciudades, villas y lugares [...] las obedezcan, pero que no las cumplan, y que por ello no incurran en pena alguna [...].29

Sin embargo, progresivamente, los reyes, para terminar con la ociosidad e inutilidad de los nobles que atiborraban su corte y, sobre eso, aplicar las recomendaciones productivistas y de manejo fiscal que les daban sus mercaderes asociados, fueron definiendo las funciones del gobernar (que no eran las mismas del reinar), por medio de establecer roles de supervisión, control y «juicios de residencia», por lo que, por este camino, fueron creando un aparato burocrático de atención y servicio a las ciudades, villas y lugares del reino, y a la vez, de vigilancia respecto al acatamiento del derecho (general) en esas poblaciones. Haciendo eso, fueron echando las bases del Estado burocrático moderno.

Fue paradigmático, en este sentido, la creación del cuerpo de Corregidores. Debe tenerse presente que los pueblos se autogobernaban por medio del concejo, el que estaba compuesto de alcaldes y regidores, que era el aparato territorial de la soberanía popular. Los reyes, en su afán de cubrir burocráticamente el territorio total de su «Reyno», colocaron, junto al extenso estrato localista de «regidores», un estrato gemelo de co-regidores, el que, en los hechos, era un aparato de soberanía centralista superpuesto a la red horizontal de «regimientos» locales de la soberanía popular. Al principio, la tarea de los corregidores era vigilar, simultáneamente, el cumplimiento de las leyes reales y también de los fueros locales, por lo que eran responsables hacia arriba (al rey) y hacia abajo (al pueblo comunero). Para perfeccionar esta dualidad se estableció el llamado juicio de residencia, por el cual el corregidor (o delegado real) era juzgado por la función que realizaba, tanto por parte del rey como, sobre todo, por parte de la comunidad local. De este modo surgió un juicio ciudadano sobre o contra las autoridades de designación centralista. El corregimiento era, por origen, una función «estatal» del Reyno, pero el «juicio de residencia» (aplicable, sobre todo, a los corregidores), con el correr del tiempo, las distancias y los abusos, se convirtió principalmente en una función adscrita al ejercicio político de la soberanía popular. Este proceso se desarrolló, en gran parte, desde mediados del siglo XV en adelante.

La Ley de Residencia se convirtió, pues, en un arma de presión para afianzar la responsabilidad de los funcionarios «públicos» de cara al derecho general, pero también de cara a las fuentes vivas de la soberanía (que, en su caso, eran dos polos contrapuestos). Los reyes españoles, a ese efecto, dictaron una seguidilla de leyes en los años 1432, 1515, 1523, 1528, 1648 y 1711, en las que plantearon:

Por refrenar la codicia desordenada de algunos ambiciosos que desean tener nuestro poder y facultad de sojuzgar a los pueblos, es nuestra merced y voluntad de no proveer de aquí en delante de Corregidor con salario a alguna ciudad, villa o lugar de nuestros Reynos, salvo [...] pidiéndolo los vecinos y moradores de la dicha ciudad, villa o lugar. Mandamos que los Asistentes y Corregidores de nuestros Reynos, cumplido [...] el tiempo de los dos años que hubieren tenido los oficios, hagan residencia [...] y que no puedan ser proveídos por más tiempo, aunque la dicha ciudad o villa, donde residan, lo supliquen [...] Deberán permanecer en el lugar 50 días para hacer residencia y cumplir de Derecho a los querellantes y pagar los daños que han hecho, del tiempo que tuvieron y han usado de los dichos oficios.30

No hay duda de que los reyes, para extender el dominio monárquico desde su palacio sobre la gran explanada de ciudades, villas y lugares, fueron, durante un par de siglos, cautos y prudentes. Pisaban terreno antiguo, milenario y ajeno, y lo hicieron con sumo cuidado. Pues, en definitiva, en relación con la permanencia de un «oficial real» en un cargo de «corregimiento» (que se entendía como co-reinar localmente junto con la soberanía popular, pues el concepto de fondo era «regir»), tuvo, a mediano plazo, mayor peso el juicio cercano de los «querellantes» que el favor lejano del rey. En este punto, las leyes dictadas a lo largo del siglo XV son taxativas:

En 1435 fue ordenado por nuestro padre, el rey Don Juan I [...] que los tales Corregidores o Jueces, que así por Nos fueron enviados, hagan juramento y den fiadores en forma de Derecho, en la ciudad, villa o lugar donde así fueren enviados [...] Si los dichos [...] se fuesen antes de los 50 días, o si no diesen los tales fiadores, que fuesen enviados presos a su costa a los lugares donde han tenido los dichos oficios [...] y que si no han dado las dichas fianzas, no se les libre cosa alguna del salario que por los dichos oficios hobieren de haber [...] El Juez de Residencia indagará la verdad y condenará en lo que hallare probado.31

La situación que creaba situaciones «querellantes» para el corregidor en el territorio de los fueros populares era la posibilidad de apropiarse o negociar con los recursos naturales y bienes del vecindario. Como se dijo, cada ciudad, villa o lugar gozaba de una amplia propiedad y usufructo comunales sobre el territorio, los ríos, bosques y minerales que componían la base económica del pueblo. Este derecho dejaba, sin embargo, un margen de maniobra para especular o lucrar desde la lógica forastera de la propiedad individual en términos de «mercancía». Las leyes llamaron a la propiedad comunal «propios de los pueblos» o «propios de cabildo». Era fundamental, pues, para la ética política de la expansión «estatal» del Reyno, que los oficiales reales no especularan con la propiedad comunal. De ahí la enfática ley que dictó en 1419 el rey don Juan II: «Se declaran nulas las mercedes que hiciere el rey de los Propios de los Pueblos. Nuestra merced y voluntad es de guardar sus derechos, rentas y Propios a las nuestras ciudades, villas y lugares, y de no hacer merced de cosa de ellos [...]». Si el rey se prohibía a sí mismo apropiarse de esos propios, con mayor razón recaía esta ley sobre sus oficiales en funciones «de terreno».32

No hay duda que, hasta comienzos del siglo XVII, los reyes actuaron con prudencia y respeto por la ancestral soberanía comunal de las ciudades, villas y lugares del Reyno, pero luego: a) la enorme fuerza de dominación que contenían las premisas divinas del centralismo absolutista, sumadas a: b) la necesidad creciente de maximizar la recaudación de dinero que necesitó la cúpula trinitaria del absolutismo (reyes, papas y mercaderes) para financiar su gloria militar, material, cultural, política y religiosa, y c) la compulsión imperialista de conquistar y colonizar todo el mundo conocido, persuadieron a los reyes, de una parte, a secularizar y tecnificar gran parte de su aparato administrativo «imperial» (reformas del siglo XVIII), y de otra, a perder todo respeto por las tradiciones y fueros de las ciudades, villas y lugares donde se alojaba la terca y milenaria soberanía popular.

La pérdida de ese respeto se derivaba de una premisa suprema: la del fuero real, que consistía en que el rey era, por nacimiento y carisma, un individuo (vicario de Dios) al que debía guardársele permanente lealtad, respeto y obediencia («es obligación de todos los vasallos guardar lealtad y respeto al rey, y al sucesor en el Reyno»).33 Este fuero —que a la vez era «aureola»— convertía a todos los habitantes de «su» Reyno, tanto la nobleza de palacio como los lejanos habitantes de las ciudades, villas y lugares, en vasallos. El vasallo era un individuo que honraba, respetaba y obedecía, como tal, a su rey. En el Reyno, no regía para el vasallo el jus gentium sino el «fuero real», pues este, al imponerse, convertía la comunidad comunera en una masa de individuos. La función cívica y política de cada individuo avasallado consistía, pues, en sostener, por lealtad, obediencia y pleitesía, no la soberanía popular, sino la soberanía absoluta de los reyes. Por tanto, el vasallo, desde abajo, y Dios, desde arriba, sostenían la vigencia de esa soberanía. Por eso, el que descreía o insultaba al rey perpetraba una blasfemia, por la que se hacía acreedor a un castigo de rasgos bíblicos.

El rey, para formar el aparato «estatal» de su Reyno, incluyó a gran parte de sus «oficiales y funcionarios» en el ámbito conceptual de su propio fuero. Téngase presente que, dentro del fuero real, el rey era juez y parte. El fuero militar, creado específicamente para el Ejército del rey, tenía iguales características: «He resuelto que de aquí en adelante los soldados de las Compañías de mi Guardia [...] gocen del fuero militar en todas las causas criminales, conociendo en primera instancia de ellas sus Capitanes».34 De una u otra manera, protegidos por el expandible fuero real, distintos oficiales y delegados del rey se fueron entrometiendo en las ciudades y villas para, inicialmente, vigilar, y más tarde, gobernar. En 1604 el rey Felipe III ordenó que las ciudades mayores se subdividieran en «cuarteles» (cuartos de ciudad) para mejor control del orden interno. Se ordenó que «en cada uno de los dichos cuarteles se aposenten diez Alguaciles [...] y uno de los Escribanos del Crimen [...] Que los Alcaldes están obligados todas las noches a rondar por su persona en su cuartel las horas y por las calles convenientes [...] con Alguaciles, Porteros y Escribanos».35 Por otra parte, el rey Carlos III ordenó terminantemente en 1778 que «las personas que residían en la Corte cohonestando su vida ociosa [...] me digné resolver [...] que no se les dará destino [...] si no se retiran a sus respectivos domicilios».36 De hecho, los reyes fueron desechando la pleitesía ociosa de los nobles y estableciendo el ejercicio «funcional y administrativo» de los miembros de su consejo personal (ministros), que ya el rey Enrique II, en 1371, había cuidado de establecer, sobre todo, en el sistema judicial: «La jurisdicción suprema civil y criminal pertenece a Nos [...] en todos los pueblos del Reyno».37 El «buen» rey (que a la vez era un juez supremo, como Dios) debía practicar, para gobernar, las reglas del «bien» y rodearse de servidores de ética impecable. En sus inicios, la burocracia del Reyno fue formada, por eso y en lo posible, por hombres sabios, viejos, doctos en leyes y probos, sobre todo en el campo de la justicia:

No se debe dudar que los Reyes por sí solos no podrían tener fuerzas para tolerar ni sostener tantos trabajos, y por eso conviene a los Reyes tener cerca de sí compañía de buen consejo [...] que sean varones expertos en virtudes, temerosos de Dios [...] y sean ajenos a toda avaricia y codicia, y amen el servicio de los reyes y sean naturales del Reyno [...] que sean personas sabias, viejos y expertos y doctos en Leyes y Derechos [...] ordenamos estén y residan aquí en adelante un Presidente y diez y seis letrados.38

La designación de un consejo de «hombres buenos» y la creciente consolidación de un numeroso plantel de funcionarios para mejor gobernar el territorio avasallado por el rey, no solo fue articulando poco a poco los aparatos burocráticos del futuro Estado moderno, sino también asignando esos aparatos al servicio del territorio más que al servicio de las estirpes y herederos de la tribu-linaje del rey. Con esto se fue desconfigurando el reyno y configurándose la nación (o país), y sobre este, el Estado nacional moderno. Sin duda, esto abrió un proceso de despersonalización del poder que, más tarde o más temprano, llevaría a deshuesar la monarquía y abrir camino (revolucionario) a las repúblicas nacionales (no a los «pueblos»). Y «nacionales» (no comunales) porque el territorio consolidado por los reyes (originalmente, para gloria de su reyno, según el modelo de los imperios) solo podía ser gobernado, por su amplitud, como nación unitaria, no como un disperso conjunto de aforadas «ciudades, villas y lugares». Por tanto, el proceso de despersonalización de las monarquías no restauró la tradición republicana de los pueblos, sino que, más bien, creó la tradición de las naciones (que fueron y son semiimperios). Pero ese mismo proceso aseguraba la permanencia histórica de la soberanía centralizada y semipersonalizada (solo que, en vez de reyes, creó jefes de Estado o presidentes). Y como fue así, sobrevivió también esa vacía identidad política que había sido el individuo sin fuero (sin jus gentium), verbigracia, los súbditos o vasallos de las antiguas monarquías absolutas. Porque los aclamados estados liberales modernos, que son tan centralizados como los viejos reynos postmedievales (solo que sin legitimación divina), proclaman que ellos se sustentan en, y gobiernan a, vasallos y súbditos liberados (individuos que rinden pleitesía al nuevo sistema centralizado, depositando de tiempo en tiempo, cuando son convocados, un voto secreto).

Sin duda, la liberación (revolucionaria) del vasallo desgajó a este de su lealtad absoluta al rey absoluto, pero no de su condición de individuo aislado, sin jus gentium, ni de la pleitesía individual-electoral que hoy mantiene hacia el sistema político moderno. La perpetuación del ciudadano individuado perpetuó la desmembración de las comunidades soberanas y también los sistemas políticos centralizados. Pues, como se dijo, ningún sistema político centralizado puede tener como contraparte un conjunto de comunidades autónomas (soberanas), sino solo muchedumbres disociadas e individuos libres, sin jus gentium.

Para compensar la pena de muerte decretada contra el incómodo jus gentium, los estados modernos crearon un mecanismo de «legitimación tardía» (J. Habermas): el de representación política, que domicilia la voluntad colectiva (es decir, la soberanía popular) no en los «pueblos, villas y ciudades» (como en su origen), sino dentro de las cámaras de representación (parlamentos o congresos), donde da vida y corporeidad a la «clase política». Eso llevó, en los hechos, a la usurpación de la soberanía popular mediante el artilugio de mantener a los electores como individuos libres pero sin fuero, los que, por lo mismo, necesitaron ser gobernados desde un centro, conducidos desde arriba, normativizados a todo nivel, votantes pero como individuos y, sobre todo, disgregados. Es decir, vasallos otra vez. El surgimiento, así, de «la clase de representantes» frente a una masa de vasallos libertos ha terminado por transformar la soberanía política en una lluvia de ofertas (programáticas e ideológicas), que han corporizado a su vez el fenómeno representativo de los partidos políticos. Pues los partidos nunca han sido creados por mandatos soberanos del pueblo, sino por el cálculo electoral de la representación política (profesional) de lo que es la voluntad popular.

Por todo eso, por la necesidad de gobernar (algo más pragmático que reinar) desde un polo central la totalidad de los territorios conquistados, el rey profundizó su ofensiva destructora contra la soberanía popular de los pueblos libres, sin parar cuentas en que esa misma ofensiva generaba la obsolescencia histórica de los reynos absolutistas. El ímpetu del reformismo burocrático de los reyes, que era el ímpetu de surgimiento del Estado moderno, terminó —avanzando a ciegas, como los topos— sepultando, por abajo, a la soberanía popular «clásica», y por arriba, a la monarquía absoluta postmedieval.

De hecho, como se dijo, el individuo-ciudadano moderno (liberado del vasallaje histórico), al quedar sin jus gentium, se encontró expuesto a una situación de nuevo vasallaje. Recuérdese la situación del individuo en 1432:

Es obligación de los vasallos a servir personalmente en las guerras, sin excusarse sino por enfermedad, vejez u otra ocupación legítima. Los nuestros vasallos, que de Nos tienen tierras, son tenidos a nos servir en guerras por sus personas, y no se pueden excusar por razón de oficio ni de otra causa, so pena que [...] pierdan la tierra y todos sus bienes.39

Las tierras mercedadas por el rey eran conquistadas en encarnizadas y largas batallas (en guerras de treinta o cien años) por los vasallos, que se convertían, por mandato, en soldados del rey. Asimismo, los planes de expansión territorial eran sueños del rey, no de los vasallos. Por tanto, la ley señalaba que los individuos que habitaban el territorio debían dar la vida cuando el rey necesitaba convertir sus sueños en realidad (para formar nación o imperio). En consecuencia, era más importante, para el derecho real, ser un soldado avasallado que un vasallo campesino o artesano, y más importante el Ejército real de conquista que el jus gentium de paz de los individuos comunes y corrientes. Por eso, el reclutamiento del Ejército real cayó sobre todos las ciudades, villas y pueblos como una obligación puramente normativa, fundada en sí misma. Por ejemplo: la ley VI de Felipe V, de 1734, ordenó la «formación de 33 regimientos de Milicias por provincia y su repartimiento entre los pueblos»; 40 la ley VIII de Carlos III, en 1767: «Clases en que ha de dividirse el vecindario para los sorteos de Milicias, y prevenciones para la execucion de esto, y decidir las exenciones que alegaren los interesados»;41 y en 1773 el rey don Carlos emitió una serie de mandatos en este mismo sentido:

No se admitirá para este servicio a ninguno que haya sido tomado por vagamundo o mal entretenido [...] ni al que tenga un oficio indecoroso o de extracción infame, como mulato, gitano, carnicero, pregonero o verdugo [...] es mi real ánimo que se alisten precisamente por sorteo [...] Se han de hacer Levas al tiempo en los demás pueblos del Reyno para reemplazar al Ejército [...] Siendo también mi voluntad que en Madrid y lugares de sus entornos no contribuyentes al sorteo, se hagan al mismo tiempo Levas de gente ociosa para aplicarlas a diferentes usos de la Marina, regimientos fijos o destinos de América [...] que no hallen en parte algún abrigo los prófugos [...].42

Las fronteras de la expansión territorial —esencia de la política estratégica de los reynos y los imperios— constituían, pues, una necesidad suprema que exigía un autoritarismo supremo. Nada podía oponérsele: la orden de reclutamiento penetraba y acribillaba el fuero de los pueblos sin ningún respeto ni miramiento. Por eso, la guerra era, para el rey, ese momento pentecostal en que se transfiguraba en un dios terrenal. Las naciones y los imperios se formaron por la acción expansiva de ese fuego divino. Por eso, a mayor frenesí expansivo de los reyes, mayor aporte de los vasallos para la gloria del rey. Así, la carga del reclutamiento, sumada a la carga tributaria y al trabajo servil, fueron produciendo no solo una enorme presión sobre la economía de los pueblos, sino también una merma notoria de su población, tanto por decesos bélicos como porque la juventud pueblerina comenzó a emigrar, primero, a los puertos, y después, al Nuevo Mundo. Eso fue evidente después del descubrimiento de América. Por eso, Felipe IV, en 1623 en Madrid, decretó:

Utilizar medios para el aumento de la población y que no se disminuya la vecindad de los pueblos [...] Deseando reparar la disminución que se va sintiendo [...] ordenamos y mandamos que ninguna persona [...] pueda salir destos nuestros Reynos con su casa y familia sin licencia nuestra.43

El poder absoluto (transfigurado) de los reyes, como se puede apreciar, llegó al punto en que manejó la libertad de movimiento de sus vasallos. Y ese era un punto de no retorno: solo podía seguir siendo absoluto si manejaba a los súbditos-vasallos en todo orden de cosas, como dóciles piezas de ajedrez. Por eso, el Título XXXIII del Libro VII abunda en reglamentos y prohibiciones sobre las fiestas públicas y privadas que no fueran las de la corte (bodas, bautismos, fiestas de toros, carnavales, comedias, espectáculos del Coliseo, Teatro de la Opera, etc.), contra la mendicidad de los pobres y los estudiantes, el adulterio, la homosexualidad, el vagabundaje, los niños abandonados por sus padres y por la regulación al detalle de los oficios artesanales, el trabajo de las mujeres, el de los «regatones», etc.44 A eso se agregó, desde mediados del siglo XVII, la fundación del Santo Oficio de la Inquisición, que, sin ser un ejército formal, estaba inexorablemente abocado al control moral de los territorios, pues tuvo, desde su fundación, «licencia» de Dios, del papa y de los reyes para juzgar, condenar, torturar, quemar vivos y matar a los súbditos-vasallos del Reyno, a título de que se debía extinguir su bárbara libertad religiosa.45

Por eso, estando —desde mediados del siglo XVI hasta fines del XVIII— en el pináculo de su transfiguración absolutista y dueños, además, de un Nuevo Mundo, los reyes ya no tuvieron escrúpulos en abandonar su tradicional respeto por los fueros y la soberanía comuneras. De este modo, siguiendo la lógica política inaugurada con la instalación del destacamento de «corregidores» y el inicio de su pragmatismo administrativo, los reyes proclamaron y remacharon, entre 1522 y 1645, una serie de leyes por las cuales proclamaron la venta de los oficios que constituían el fuero comunero. Eso significaba desconocer, de plano, la soberanía de los pueblos y las costumbres milenarias de sus vecindarios. Y hundir mortalmente, a fondo, la flamígera espada centralizada (divina) del rey, y la librecambista del capital comercial. La ley pertinente fue lapidaria:

Libro VIII, Título XX, Ley I: Que en las Indias se vendan los oficios que por esta ley se ordena: [...] Alguaciles mayores de las audiencias, escribanos, receptores ordinarios de las audiencias, procuradores de las audiencias [...] alguaciles mayores de las ciudades y villas, regidores de ciudades y villas [...] Es nuestra voluntad y mandamos que corran y se regulen por las reglas y leyes que tratan de los oficios vendibles y renunciables [...] Y en los que hubiéremos concedido por venta y derecho perpetuo, se guarden los títulos e instrucciones.46

La «venta de oficios» no fue sino el remate al mejor postor de las funciones de gobierno que habían pertenecido al fuero popular, sobre todo las de alcalde y regidor (cabildo).47 El rey terminó por apropiarse sin tapujos de la soberanía de los pueblos (de ultramar), no para aumentar o purificar su soberanía divina, sino para alimentar su escuálido tesoro real. En Hispanoamérica, eso significó que los mercaderes locales —que monopolizaban el dinero metálico y el crédito colonial— pudieron comprar, para sí y a perpetuidad, de un lado, cargos locales utilizables en un posible o futuro Estado local, y de otro, títulos de nobleza engarzados en la vieja jerarquía imperial. Eso permitía, eventualmente, la formación e instalación de una oligarquía colonial, es decir, autónoma en su dominación económica interna, pero inscrita en la estructura centralizada del imperio. Y generaba el problema de si esa oligarquía era, o podría ser a futuro, una burguesía nacional, o bien otra nobleza engarzada teóricamente en el tronco imperial, pero sin presencia en la corte real. De este modo, los pueblos coloniales del nuevo continente se encontraron con que, por un lado, como pueblo-vecindario, continuaban viviendo y practicando su tradición comunera y, por otro, con que sus enriquecidas élites mercantiles se comportaban de acuerdo al sueño imperial, esto es, comprando funciones administrativas y títulos nobiliarios de acción vertical-centralizada (además de ultramarinos), los que configuraban una identidad aristocrática que despreciaba tanto al súbdito-vasallo como al vasallo liberado. Por eso, en América Latina, el equivalente de lo que fue en Europa la «revolución democrático-burguesa» (que liberó a los vasallos y abolió la monarquía absoluta), fue un conflicto de doble nivel: hacia el cielo, contra el rey absoluto (guerra comunera por la Independencia) y en la tierra, contra la oligarquía colonial alucinada por el centralismo-jerárquico imperial (guerra comunera para construir un inédito Estado republicano-nacional).

La tendencia histórica general de ese proceso no hizo sino desnudar la verdadera cara que el rey absoluto tenía hacia 1800: la del tirano. Y esa cara ya la había descrito, diríase magistralmente, el rey Alfonso X el Sabio en la Ley X de la Segunda Partida de su obra maestra (Las Siete Partidas), publicada en 1265:

Tirano tanto quiere decir como Señor que se ha apoderado de algund Reyno o tierra por fuerza, o por engaño, o por traición. E estos tales, son de tal natura, que después que son bien apoderados de la tierra, aman mas de la fazer su pro [...] que la pro comunal de todos. porque siempre biven a mala sospecha de la perder [...] Usaron su poder contra los del pueblo, en tres maneras de artería. La primera es que ellos [...] pugnan siempre que los de su señorío sean necios e medrosos, porque cuando tales fuesen, non osarían levantarse contra ellos, ni contrastar sus voluntades. La segunda es que los del pueblo ayan desamor entre sí, de guisa que non se fien unos de otros, ca mientras, en tal desacuerdo vivieren, no osaran fazer ninguna fabla contra él [...] La tercera es que pugnan de los fazer pobres [...] que los nunca pueden acabar, porque siempre ayan que ver tanto en su mal, que nunca las venga al corazón de cuidar fazer tal cosa, que sea contra su señorío [...] Siempre cuidaron los Tiranos de estragar a los poderosos e de matar a los sabidores, e vedaron siempre en su tierra cofradías o ayuntamientos de los omes, e procuran todavía de saber lo que se dice o se faze en la tierra [...] Pueden decir las gentes Tirano [...].48

Después de la independencia bélica de las colonias hispanoamericanas, los pueblos comuneros que habían surgido a lo largo del continente descubrieron que, pese a su victoria sobre los ejércitos del rey, no recuperaron con ello la soberanía popular de sus antepasados, pues tuvieron que guerrear de nuevo para derrotar, ahora, a las oligarquías mercantiles que, para controlar políticamente a los reinos recién independizados, impusieron tiránicamente un Estado centralista, jerárquico y autoritario, copia feliz del modelo imperial. Sin embargo, dado que esa oligarquía era solo una élite minoritaria asentada en la capital colonial, no podía construir legalmente (conforme al derecho colonial comunero), desde esa ciudad, el territorio completo del Estado nacional al que aspiraban. Por eso tuvieron que actuar «por la fuerza, por engaño y por traición» (Alfonso X), es decir, según el rol conquistador y violento de la tiranía imperial. Pues esa aristocrática élite mercantil, tras ser descabezada su cúpula peninsular (entre 1810 y 1820), quedó sola, sin protección imperial, frente a la larga y angosta faja de pueblos comuneros que, por tradición y doctrina, no estaban dispuestos a seguir viviendo bajo ningún tipo de centralismo absolutista. Era un cansancio de siglos.

2. El conflicto de las soberanías durante la colonización de Hispanoamérica

Hay un consenso historiográfico acerca de que, después de la batalla de Villalar (donde el 23 abril de 1521 el emperador Carlos V derrotó al ejército de los comuneros españoles), el conflicto entre soberanías se resolvió, en definitiva, en favor del derecho centralizado y «divino» de los reyes absolutos. En efecto, el derecho comunero, tras esa derrota, fue aplastado y borroneado bajo el sobrepeso de: a) el obcecado absolutismo divino de los reyes; b) la venta de por vida de los cargos concejiles; c) la crisis de la economía productiva y comercial de «los pueblos»; d) la violencia tiránica de los reclutamientos militares (levas); e) lo mismo, de los autos sacramentales de la Inquisición; f) el anonadamiento del libre albedrío individual por la hegemonía tiránica del vasallaje; g) la criminalización de la deuda bajo la horca de la usura mercantil; etc.

El impacto combinado de todo eso desembocó en el abandono de los pueblos por parte de la juventud comunera, que se echó al camino para emigrar al horizonte. El resultado de esto fue el despueble de las «aldeas, villas y lugares», la invasión de los caminos por masas de vagabundos, pícaros y malhechores, y el crecimiento abrumador de la plebe en las ciudades y puertos mayores (sobre todo, Cádiz y Sevilla). La irrupción de las masas vagabundas fue considerada por los reyes como una plaga maldita, abominable, que debía ser extirpada a cualquier costo, drásticamente. El rey Carlos IV tomó las medidas necesarias:

Grande daño viene a nuestros Reynos, por ser en ellos consentidos [...] muchos vagamundos y holgazanes que podrían trabajar [...] y no lo hacen; los cuales no tan solamente viven del sudor de otros [...] dan mal ejemplo a otros que los ven hacer aquella vida [...] Y por eso no se pueden hallar labradores [...] Por ende, Nos, por dar remedio a esto, mandamos y ordenamos que los que así anduvieren vagamundos y holgazanes [...] los propietarios los puedan tomar por su autoridad y servirse de ellos un mes sin soldada [...] Que la Justicia (local) haga dar a cada uno de los vagamundos y holgazanes sesenta azotes y los echen de la villa [...].49

La juventud comunera que se «echó a los caminos» expulsada por la crisis terminal de los pueblos libres se halló, pues, a poco andar, maldita por los reyes, infamada por los azotes y tratada como una población abominable que debía ser expulsada violentamente de los reynos. Por eso, los «vagamundos» hispánicos se convirtieron, después de Villalar, en un pueblo excretado, errante y maldito. Calificación que reaparecería después, por doquier, en Hispanoamérica (como se verá más adelante) en referencia a los vagamundos mestizos que, a su vez, produjo el proceso de colonización.

Esa masa fue, pues, la excrecencia social que dejó tras sí el triunfo en Europa del derecho absolutista sobre el derecho comunero. ¿Era también la muerte en vida y de por vida de la soberanía popular de los pueblos?

Pudo ser. Y fue, pero a medias. Y a la larga, no fue. Y no fue porque, tanto para los reyes absolutos como para la raza maldita, el descubrimiento de América permitió a ambos, dialécticamente, ir de nuevo cada uno por lo suyo, sin destruirse mutuamente a cabalidad. Prolongando de ese modo, por un lado, el gerundio de su vida presente y, por otro, la agonía histórica en que morían una serie de siglos. Pues el ciclo hispanoamericano del conflicto necesitó para, dentro de su obligada fórmula colonialista, dar vida a la supervivencia de lo humano (la comuna) y, al mismo tiempo, de lo divino (el absolutismo). Por eso, los siglos coloniales (XVI, XVII, XVIII y comienzos del XIX) alargaron la duración del conflicto y postergaron su desenlace. Y por eso mismo, la batalla de Villalar (1521) tuvo, casi tres siglos después (entre 1810 y 1830), una segunda vida a través de una serie de encuentros bélicos crepusculares (no en España, por cierto, sino en América) que sí se encaminaron a poner término, desde la perspectiva comunera, a la guerra interna, multisecular, del derecho.

Fue por eso por lo que dicha guerra se resolvió de modo «oficial» en España y en Europa a favor del absolutismo. Pero no se resolvió, ni en América del Norte ni del Sur. Solo después de tres confusos siglos se pudo observar en el Nuevo Mundo (colonizado) un resultado aparentemente final, con la aparición, allí, de diversas formas de republicanismo democrático, mientras en Europa comenzaban a apagarse las diversas variantes del centralismo monárquico.50

¿Por qué así? ¿Por qué y cómo, después de casi tres siglos coloniales de conflicto larvado, la tradición comunera pudo tomar desquite de su derrota en Villalar y reinstalar en los anales del mundo la tradición republicana y la soberanía popular?

En primer lugar, por el carácter trascendente de la memoria soberana de los pueblos. Porque la solidaridad vecinal, que «se hace firme en el fuero» (Alfonso X el Sabio); la deliberación colectiva, que genera «mandato»; la eficiencia social de esos mandatos; la cohesión comunitaria ante los múltiples peligros externos; la seguridad vital que crece dentro de un vecindario consciente de sí mismo; la profundidad humana que se vive en un régimen de paz; y el vínculo vital que une el pasado y el presente con el futuro, constituyeron (y constituyen) una experiencia de vida suprema. Individual, familiar y conciudadana. Cuando se vive eso, y a lo largo de varias generaciones, se configura un paquete permanente de recuerdos imborrables. Que casi no son recuerdos, pues son vida cotidiana. Por eso terminan siendo más humanamente trascendentes que los recuerdos desgarradores del dolor, el horror, el abuso, la marginación, la guerra. Y porque no son, tampoco, solo recuerdos individuales, sino también intersubjetivos, comunitarios, transgeneracionales.

El emigrante típico del siglo XVI fue caracterizado por el investigador Peter Boyd-Bowman como:

Un empobrecido hombre andaluz, veintisiete años promedio, soltero, sin profesión definida y probablemente semianalfabeto, impulsado por el hambre a viajar a Perú como séquito de algún hombre que pudiera pagar su pasaje y asegurar sus permisos para viajar.51

¿De dónde provenía ese emigrante? ¿Qué otra situación catastrófica lo impulsó a «echarse al camino» y abandonar su pueblo materno-paterno originario, que no fueran las tiranías simultáneas del absolutismo? La emigración a América fue, por eso, una decisión comunera privada, que dio lugar a operaciones contractuales de viaje también privadas. Y primaron, en todo eso, los factores de repulsión que el absolutismo generaba en los comuneros, y los medios de ejecución a los que estos echaron mano para llevar a cabo su operación emigratoria. El movimiento de emigración no obedeció a un mandato del rey (recuérdese que la emigración espontánea había sido prohibida por los reyes, precisamente para evitar el despoblamiento), ni obedecía, por tanto, a la obsesión absolutista de engrandecer la nación y/o el imperio. El engrandecimiento americano del Reino de España no lo inició la vocación universalista de la monarquía, sino el rebalse expansivo —también avasallador— de las masas vagabundas que excretaba el mismo absolutismo. Y no precisamente para mayor gloria del Reyno.

Con todo, la masiva fuga de vagabundos al Nuevo Mundo tornaba posible, sin duda, que el rey conquistara un enorme nuevo territorio para su ambición imperial, y por eso, del mismo modo oportunista con que estableció «corregidores» flotantes sobre los «regidores» de los pueblos soberanos (para construir su reino y/o la nación), instaló adelantados en la cabeza misma de las «huestes», «compañas» y «cabalgadas» que la plebe migrante desplegó en todas direcciones sobre el nuevo continente.52 Esta vez, los reyes jugaron de manera oportunista para construir el imperio, su imperio. Eso significaba reconocer la iniciativa o fuero de conquista neocomunero. Dentro de ese fuero, los capitanes de hueste (plebeyos, en su mayoría) vinieron a ser, en la móvil aventura social de la colonización, casi lo mismo que los regidores y concejales sedentarios de los antiguos pueblos libres. Los «adelantados» y «adalides de capitulación», en cambio, asumieron el rol táctico, sobrepuesto (imperial), de los antiguos corregidores.53 Por eso, avanzado ya el siglo XVI, la derrota de Villalar tendía a esfumar sus ostentosos pendones absolutistas para dar paso, en América, al relativo equilibrio de soberanías que existió antes de esa batalla crucial.

¿Fueron ejercicios de soberanía o no los que efectuó la juventud comunera para emigrar y colonizar América? Es un tema complejo, pero de alto interés. Porque debe tomarse en serio el hecho de que esa juventud, al ser aplastada su vida pueblerina por el vasallaje legal, el fanatismo religioso-inquisitorial y la soberanía absoluta de los reyes, fue expelida del derecho absolutista, sin duda, pero para arrojarla al abismo originario de la soberanía, pues esa excomunión la forzó a tomar decisiones por sí misma: a) para renunciar definitivamente al derecho absoluto, «echándose al camino»; b) para realizar la emigración utilizando medios y prácticas improvisadas, a contrapelo de los edictos reales; c) para enfrentar los infinitos desafíos de un mundo desconocido; d) para reasociarse ya no como pueblo sedentario, sino como hueste, compaña o cabalgada en movimiento (conquista); e) para, dando a su movimiento una sonoridad épica de soberanía triunfante, obligar al rey de España (cuyo proyecto terrenal de imperio americano dependía de esa épica) a reconocer, por segunda vez en la historia del derecho, las bases populares del poder; f) para desarrollar un segundo activismo político (ahora colonial) contra la monarquía absoluta; y, finalmente, g) para iniciar una guerra nacional contra el imperio (1810). En conclusión: sí, fueron ejercicios de soberanía.

Puede decirse —observando la emigración comunera al Nuevo Mundo— que el avasallamiento, la represión y la excomunión generaron en los individuos afectados casos patológicos de anomia social. Pero eso fue así solo si se los mira desde el derecho del cual fueron expulsados. Porque, al revés, si se los mira desde la posición en que los excomulgados quedaron (la abominación en sí), se descubre que en ellos comenzaron a brotar estambres de nueva soberanía. Porque en la marginalidad extrema, el ser humano necesita que entren en acción, con urgencia, soberanías de recambio, pues la vida entera depende, allí, de las decisiones individuales o/y grupales que deben tomarse autónomamente para sobrevivir. Como individuo o/y como grupo social. E incluso, si los excluidos son muchedumbres, como pueblo (y más tarde, como nación). Desde esta perspectiva, la soberanía popular no murió en Villalar. Más bien, desde allí fue forzada a renacer. A revivir. Emigrar. Insistir.

Sin embargo, la soberanía popular no revivió en Hispanoamérica solo bajo formas sedentarias (como en Europa), sino bajo formas móviles relacionadas con: a) la expansión territorial (conquista); b) la consolidación de poblamientos (colonización); c) la dinamización de los mercados (producción, exportación-importación); d) el desarrollo del estatus personal; y e) la tendencia a constituirse como pueblo-nación. El comunero peninsular había sido campesino o/y artesano, además de ciudadano consciente de cara al absolutismo. Pero en América, ya en condición de inmigrante, devino en pionero audaz, soldado-aventurero de conquista, patrón de indígenas o/y de esclavos, agresivo minero o estanciero, mercader-exportador y regidor o alcalde de cabildo igualmente conscientes frente al absolutismo.

En América, el comunero hispánico —al menos un significativo sector de ellos—, sin dejar nunca de ser comunero, devino en agente de cambios y promotor de desarrollo. La economía mundial entera fue remecida por la inyección energética que llegó desde América. Las «revoluciones maravillosas» que estallaron en Europa en el siglo XVIII (la industrial y la burguesa-liberal) no surgieron de la energía interna del monarquismo, sino, más bien, de las energías contrapuestas de sus enemigos y, sobre todo, de la inyección mercantil y el neorrepublicanismo que les llegó del Nuevo Mundo. Difícilmente la modernidad habría podido surgir y expandirse en Europa sin la inyección energética global que provino desde allí. Las cartas de emigrantes recopiladas por J. Lockhart y E. Otte revelan cómo la soberanía de recambio generó múltiples energías de desarrollo.

Así, por ejemplo, Gaspar de Marquina le escribía a su padre desde Cajamarca, Perú, en 1533:

Usted me dijo que recordara mi pueblo (Mendara, en Vizcaya). Dios sabe si lo he recordado o no, pero yo le digo que no ha habido tiempo para pensar en él [...] Le juro que no he tenido un céntimo todo el tiempo que he estado aquí, hasta hace seis meses atrás, cuando Dios se complació en darme más de lo que yo merezco, y ahora tengo más de tres mil ducados. Quiera Dios que esto sea empleado en su santo servicio.54

En el caso de Gaspar de Marquina, los tres mil ducados no los obtuvo desarrollando y ejercitando capacidades económicas o políticas, sino militares: junto al gobernador Francisco Pizarro derrotaron en Perú a un ejército de «sesenta mil guerreros», lo que les permitió tener acceso directo (y reparto) a los tesoros indígenas. Marquina le envió a su padre la suma de $ 213 pesos de oro, prometiéndole que quería visitarlos en una fecha próxima, saludando a la vez a todos sus familiares directos, cuyos nombres, en varios casos, se le habían olvidado. Su carta, si bien hace referencia a Dios (no a la Iglesia), no contiene referencia alguna al rey de España.

Si Gaspar de Marquina ganó una gran suma de ducados del «reparto» que se realizó tras la derrota de Atahualpa, Melchor Verdugo recibió en Trujillo, Perú, una gran «encomienda de indios». Aquel en Cajamarca, y el segundo en Trujillo, ambos quedaron en óptimas condiciones para iniciar su desarrollo económico, social y político, es decir, su ascenso desde la condición de simple comunero a la de un orgulloso y autónomo oligarca colonial. La carta que Verdugo le dirigió a su madre, que vivía en Ávila, España, revela no solo satisfacción, sino también ambición:

Yo vivo en un lugar llamado Trujillo, y tengo mi casa aquí y una muy buena encomienda de indios, compuesta de unos ocho a diez mil vasallos; yo pienso que no hay año que ellos no me produzcan cinco mil a seis mil pesos en ingresos. Yo le escribo para que usted esté contenta y sepa que yo vivo sin necesidades gracias al Señor [...].

Tanto Marquina como Verdugo recibieron un capital de inicio por decisión del capitán de hueste Francisco Pizarro (que era también gobernador) gracias a su aporte al proceso de conquista militar del Perú. Era el fruto de un tipo de «soberanía de recambio» que los emigrantes desplegaron —hay que decir que, en el caso citado, muy exitosamente— en el nuevo continente. Ambos quedaron muy bien apertrechados para impulsar su desarrollo personal. Esta era una situación desconocida para un típico comunero español, pues en Europa la posibilidad, el concepto y el afán del desarrollo personal no existían como tales, pues regía una estratificada y estática sociedad estamental. Con ayuda de la soberanía de conquista, en cambio, el ancestral campesino-artesano podía operar con un capital ganado como soldado de ocasión y con trabajadores avasallados por el mismo estatus de conquista. Todo esto era nuevo. El comunero conquistador podía, por tanto, o entender su desarrollo personal al modo de la burguesía mercantil (exportando e importando) o al modo de la oligarquía señorial (cobrando tributo en trabajo forzado), o de ambos modos. El comunero exitoso podía elegir la vía del aburguesamiento o la del ennoblecimiento. Marquina tendió a seguir el primer camino; Verdugo (que llamó «vasallos» a sus trabajadores), en cambio, el segundo, pues este último le pidió a su madre que gestionara ante el rey su nombramiento definitivo como capitán real (de los ejércitos del rey) y como regidor perpetuo en el cabildo local, además de que le consiguiera el hábito de la Orden de Santiago.55

La soberanía comunera de recambio abrió, pues, ante los emigrantes, la vía dinámica de lo que los sociólogos han llamado movilidad social (hacia arriba), típica de la época moderna.

Sin embargo, no todos los emigrantes obtuvieron el privilegio de «complacer a Dios» y de obtener los «repartos y privilegios» que beneficiaron a Marquina y a Verdugo. Más bien, estos fueron la excepción o solo una élite privilegiada. El sentido de soberanía de esta élite fue configurando crecientemente los intereses materiales de una oligarquía colonial, un actor nuevo dentro de la sociedad liberal-moderna en desarrollo. La mayoría de los inmigrantes —incluso en México y Perú, pero sobre todo en Chile— no complacieron a la divinidad y debieron permanecer en una posición intermedia entre la marginalidad «abominable» (vagamundo) y el comunero simple (campesino-minero-artesano), coloniales ambos. Por eso, si en Europa subsistían los rasgos típicos de una sociedad estratificada en estamentos rígidos (postmedieval), en Hispanoamérica tendía a configurarse, al contrario, una sociedad de clases, constituidas bajo la hegemonía dinámica del capital comercial (colonial).56

Lockhart y Otte presentan también el caso de un unsuccessful conqueror, es decir, un conquistador que no logró constituir un capital inicial para su desarrollo. Fue el caso de Bartolomé García, originario de Sevilla y residente en Asunción, Paraguay. Se trataba esta última de una colonia donde no hubo reparto de tesoros indígenas, como en México o Perú. En este caso, lo importante era el reparto de encomiendas y García no resultó adecuadamente beneficiado. «Y ahora», se quejó, «después de veintiún años, cuando yo esperaba el premio por mis esfuerzos, ustedes me han dejado sin nada». El problema fue que, pese a haber estado en primera fila, haber cumplido todo lo mandado y estar siempre listo con sus armas, García recibió del capitán de la hueste (Pedro de Mendoza) una encomienda de solo dieciséis indios a ochenta leguas de distancia de Asunción. García no la aceptó, porque, en cambio, los parientes de Mendoza, los oficiales del rey y el mismo Mendoza se quedaron «con el país completo, y la mejor parte de él».57 Lo cierto es que los «adelantados» y los «capitanes de hueste» llegaron a tener un poder arbitral sobre el resto de la hueste, que se hizo patente al momento del reparto. Como algunos de esos jefes tenían, además, cargos asignados por el mismo rey, actuaron con una autoridad de inspiración monárquica. Y por eso repartieron los indios y las tierras no con el tradicional sentido comunero, sino con el aire jerárquico del imperio en formación. Si se examina el criterio distributivo que aplicó Pedro de Valdivia en Chile, se encuentra un rasgo similar.58

No hay duda de que la ambición imperialista del rey y la necesidad de un logro material significativo que atenazaba a los emigrantes (los tesoros auríferos de México y Perú potenciaron esa necesidad a un nivel señorial) constituyeron las fuerzas motrices del proceso económico, social y político de la colonización. Ambas proyecciones se potenciaron recíprocamente, pues, de un lado, los emigrantes estaban haciendo por iniciativa propia lo que antes habían hecho los emperadores por gloria personal, a saber, conquistar paí

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