Capítulo 1
Reino de los sakya, 563 antes de Cristo
Era un día frío de otoño, y el rey Suddhodana se daba la vuelta sobre su montura para estudiar el campo de batalla. Necesitaba un punto débil que explotar y confiaba en que el enemigo hubiese descuidado alguno que él pudiera encontrar. Siempre lo hacía. Los sentidos del rey no percibían nada más. Los gritos de los heridos y los moribundos se acentuaban entre las voces ásperas de los oficiales, que lanzaban sus órdenes e imploraban la ayuda de los dioses. Despedazado por los cascos de los caballos y las patas de los elefantes, cortado por el acero de las ruedas de las cuadrigas, el campo rezumaba sangre, como si la tierra misma hubiese quedado herida de muerte.
—¡Más soldados! ¡Quiero más infantería, ya! —Suddhodana no podía esperar a que obedecieran: hablaba y hablaba—. ¡Si alguno de los que me oyen escapa, me encargaré yo mismo de matarlo!
Aurigas e infantes se acercaron al rey, convertidos en siluetas golpeadas, tan mugrientas por la lucha que podrían haber sido moldeados por los demiurgos con el barro del campo.
Suddhodana era un monarca guerrero, y lo primero que hay que saber de él es lo siguiente: cometía el error de creerse un dios. Junto con su ejército, el rey se arrodillaba en el templo y rezaba antes de ir a la guerra. Una vez traspasadas las puertas de la capital, Suddhodana volvía la cabeza, arrepentido, para mirar su hogar por última vez. Pero le cambiaba el ánimo a medida que aumentaban los kilómetros que lo alejaban de Kapilavastu. Cuando llegaba al campo de batalla, la actividad frenética y los olores que le asaltaban —a paja y sangre, sudor de soldados, caballos muertos— transportaban a Suddhodana a otro mundo. Lo sumían por completo en la convicción de que no podía perder jamás.
La campaña actual no era idea de él. Ravi Santhanam, un caudillo del norte, de la frontera con Nepal, había atacado por sorpresa una de las caravanas comerciales de Suddhodana. La respuesta de éste no se hizo esperar. Aunque los hombres del jefe rebelde tenían la ventaja del terreno elevado y la consiguiente buena posición defensiva, las fuerzas de Suddhodana avanzaban inexorablemente sobre sus dominios. Los caballos y los elefantes pisoteaban a los caídos que ya habían muerto y a los que, aunque vivos, estaban demasiado débiles para escapar. Suddhodana cabalgaba junto al flanco de un elefante que retrocedía, y logró esquivar por muy poco las enormes patas cuando éstas bajaban para hundirse en la tierra. Perforada su carne por media docena de flechas, la bestia estaba enloquecida.
—¡Quiero una nueva línea de cuadrigas! ¡Cerrad la fila!
Suddhodana había descubierto en qué punto estaba exhausto y listo para desplomarse el frente enemigo. Doce cuadrigas más avanzaron por delante de la infantería. Las ruedas revestidas de metal resonaron contra el duro suelo. Los aurigas tenían a sus espaldas arqueros que lanzaban flechas hacia el ejército del caudillo.
—¡Formad una barrera que no puedan atravesar! —gritó Suddhodana.
Sus aurigas eran soldados experimentados, implacables veteranos; hombres despiadados, de cara adusta. Suddhodana cabalgó despacio frente a ellos, haciendo caso omiso de la batalla que se desarrollaba a escasa distancia. Habló con calma:
—Los dioses disponen que sólo puede haber un rey. Pero os juro que hoy no soy mejor que un soldado común y que vosotros sois como reyes. Cada hombre que está aquí es una parte de mí. ¿Qué puede decir el rey, entonces? Sólo dos palabras, pero las dos que vuestros corazones quieren escuchar. Victoria. ¡Y hogar! —Entonces, la orden restalló como un latigazo—. Todos juntos, ¡moveos!
Ambos ejércitos avanzaron, raudos y ensordecedores, hacia la batalla, como océanos opuestos. Suddhodana encontraba sosiego en la violencia. Su espada bailaba y le partía la cabeza a un hombre de un solo golpe. Su línea avanzaba y, si los dioses lo disponían, como tenía que ser, las fuerzas enemigas se gastarían, cadáver tras cadáver, hasta que la infantería de Suddhodana pudiese penetrar como una cuña compacta que avanza deslizándose sobre la sangre del enemigo. El rey se habría burlado de cualquiera que le negara que estaba en el centro mismo del mundo.
En ese mismo instante, la reina, mujer de Suddhodana, atravesaba las profundidades del bosque sobre una litera. Estaba embarazada de diez meses, señal de que, según decían los astrólogos, el niño sería extraordinario. Sin embargo, en la mente de la reina Maya nada era extraordinario, excepto la ansiedad que la rodeaba. Había decidido regresar al hogar de su madre para tener a su bebé.
Suddhodana no había querido dejarla. Era costumbre que las madres primerizas regresaran a su hogar para parir, pero él y Maya eran inseparables. Suddhodana estuvo tentado de negarse, hasta que Maya, con la candidez que la caracterizaba, le pidió permiso para marchar frente a toda la corte. El rey no podía desairar a su reina en público, a pesar de los riesgos que el viaje implicaba.
—¿Quién te acompañará? —preguntó, con un punto de rudeza y la esperanza de que la reina se asustara y abandonara el insensato plan.
—Mis damas.
—¿Mujeres?
—¿Por qué no? —respondió ella.
El rey levantó al fin una mano para expresar su aprobación a regañadientes.
—Llevarás algunos hombres, los que podamos reunir.
Maya sonrió y se retiró. Suddhodana no quería discutir, porque en realidad su esposa lo desconcertaba. Intentar que temiera al peligro era inútil. La realidad física era para ella como una membrana delgada sobre la que se deslizaba, como se desliza un zancudo sobre una laguna sin perturbar la superficie del agua. Por lo tanto, la realidad podía llegar a Maya, conmoverla, lastimarla, pero nunca cambiarla.
La reina abandonó Kapilavastu un día antes que el ejército. Atravesando el bosque, Kumbira, la más anciana de las damas de la corte, cabalgaba a la cabeza de la comitiva, que, por cierto, era bastante precaria: seis soldados demasiado viejos para ser útiles en la guerra, montados sobre otros tantos jamelgos demasiado débiles para cargar contra el enemigo. Detrás marchaban cuatro porteadores, que se habían quitado los zapatos para salvar el camino pedregoso, cargando sobre los hombros el palanquín decorado con borlas y cuentas donde viajaba la joven reina. Maya no hacía el más mínimo ruido, oculta tras los vaivenes de las cortinas de seda, con excepción del quejido ahogado que soltaba cada vez que un porteador tropezaba y la litera se sacudía bruscamente. Completaban el grupo tres jóvenes damas de compañía, que se quejaban en voz baja por tener que caminar.
Kumbira, de cabello cano, no dejaba de mirar a ambos lados, consciente de los peligros que acechaban. El sendero, poco más que una grieta angosta en la pendiente de granito, fue en su origen un camino de contrabandistas, en los tiempos en que se pasaban a Nepal pieles de ciervos cazados furtivamente, especias y otros contrabandos. Aún lo frecuentaban los bandidos. Se sabía que en esa zona los tigres capturaban a sus presas entre los grupos de viajeros aterrorizados, incluso en pleno día. Para ahuyentarlos, los portea dores llevaban máscaras puestas hacia atrás sobre la cabeza, creyendo que los tigres sólo atacan por la espalda y nunca a alguien que les da la cara.
Kumbira cabalgó sendero arriba hasta ponerse junto a Balgangadhar, el jefe de los guardias. El guerrero la miró con estoicismo e hizo una leve mueca de dolor cuando oyó un nuevo quejido de la reina.
—No puede aguantar mucho más —dijo Kumbira.
—Y yo no puedo hacer que el camino sea más corto —gruñó Balgangadhar.
—Lo que sí puedes hacer es darte prisa —replicó ella, como un látigo. Kumbira sabía que el guerrero se sentía avergonzado por no estar luchando junto a su rey, pero Suddhodana sólo confiaba en una guardia experta como aquélla para proteger a su esposa. Consideraba a los veteranos más útiles como escolta que como combatientes.
Inclinando la cabeza con la menor deferencia que permitía el protocolo, el guardia dijo:
—Me adelantaré y buscaré un sitio para acampar. Los lugareños dicen que hay un claro de leñadores con algunas chozas.
—No, nos movemos juntos —objetó Kumbira.
—Hay otros hombres aquí que pueden protegeros mientras no estoy yo.
—¿De veras? —Kumbira lanzó una mirada crítica hacia la lastimera comitiva—. ¿Y quién crees que los protegerá a ellos?
Os dirán que Maya Devi —la diosa Maya, como pronto pasó a ser conocida— llegó con la luz de la luna al Jardín de Lumbini, uno de los lugares más sagrados del reino. Os dirán que no dio a luz en el bosque por accidente, sino que el destino la guió allí. Deseaba fervientemente que la llevaran al jardín sagrado porque allí se erguía un árbol gigante, que era como un pilar para la diosa madre. La premonición le había dicho que ese nacimiento sería sagrado.
En realidad, era una mujer joven, frágil y asustada, que a duras penas evitó perderse en el bosque. ¿Y el árbol sagrado? Maya se aferró al tronco de un gran árbol de sal porque era el más cercano y el más común en el claro. Estaba cerca de Lumbini, eso sí es cierto. Balgangadhar había encontrado un lugar protegido a un lado del sendero, y el palanquín real llegó allí sólo unos momentos antes de que Maya entrara en las últimas etapas del parto. Las damas de la corte formaron un círculo hermético alrededor de ella. Maya se agarró con fuerza al árbol y en lo profundo de la noche dio a luz al hijo que su esposo, el rey, tanto deseaba.
Kumbira murió mucho antes de que crecieran las leyendas, por lo que no aparece en ellas, ni ladrando órdenes a las mujeres apuradas ni echando a los hombres ni estando a punto de escaldarse por llevar corriendo un recipiente con agua hirviendo desde la fogata. Ella fue la primera que tuvo al niño en brazos. Con delicadeza, limpió la sangre que cubría el cuerpecito y preparó al recién nacido, entre berridos de éste, para mostrárselo a Maya. La reina estaba tendida en el suelo, callada, casi indiferente. No le daría de mamar por primera vez, un importante ritual de las costumbres locales, hasta la mañana. A pesar de la aparente buena salud del bebé, Kumbira estaba preocupada, nerviosa por todos los sonidos nocturnos y, en especial, por el parto de Maya, que había sido demasiado largo y doloroso.
—Mi esposo ya puede morir feliz —susurró Maya con voz débil y extenuada.
Kumbira se sobresaltó. ¿Cómo era posible que Maya pensara en la muerte en ese momento? Los ojos de la anciana estudiaron la oscuridad que envolvía el campamento aislado. Las damas más jóvenes de la corte se deshacían en elogios a la valiente madre primeriza, aliviadas porque hubiera terminado la dolorosa experiencia, dichosas ante la idea de regresar al hogar, a los lechos cómodos y a los amados. Su felicidad aumentó en cuanto la luna llena, augurio auspicioso, se elevó por encima de las copas de los árboles.
—Alteza —dijo Utpatti, una de las siervas, mientras se acercaba. Era joven y sincera, no tan frívola como muchas de las muchachas que formaban la comitiva de la reina—. Hay algo que debéis hacer.
Antes de que Maya pudiese detenerla, Utpatti abrió el vestido de la reina y dejó los senos al descubierto. Avergonzada y confundida, Maya se apresuró a cubrirse, cerrando las ropas con una sola mano.
—¿Qué haces? —preguntó.
Utpatti dio un paso atrás.
—Os ayudará con la leche, Alteza —susurró, no muy convencida. Miró de soslayo al resto de las mujeres—. La luz de la luna en los senos. Todas las mujeres del campo lo saben.
—¿Eres del campo? —preguntó Maya.
Las demás ahogaron una risita. Dejando bien claro que no le molestaba, Utpatti contestó:
—Alguna vez lo fui.
Maya se reclinó y ofreció los senos turgentes a la luna. Ya estaban pesados, llenos de leche.
—Siento algo —murmuró. Le había cambiado el ánimo; en su voz se percibía un matiz de éxtasis, que calmaba el dolor. Aunque ella no fuera una diosa, podía regocijarse en la caricia de una diosa, la luna. Tomó al niño y lo alzó.
—¿Veis qué tranquilo está ahora? Él también lo siente. —En ese momento, Maya supo en su corazón que sus deseos se habían hecho realidad. Hay un nombre en sánscrito que expresa ese concepto. Alzó más alto al bebé.
—Siddhartha —dijo—. «El que ha satisfecho todos los deseos» .
Las damas de la corte advirtieron la solemnidad del momento e inclinaron la cabeza, incluso Kumbira, la de cabello gris.
Capítulo 2
Un manto de lluvia gris cubría a Suddhodana y a sus hombres a medida que empezaban a erguirse sobre ellos las torres del hogar. El centinela gritó desde su puesto y se abrieron las grandes puertas de madera de la capital. «¡Atención!», gritaban los sargentos en las filas. Habían salido a recibirlos unos pocos ciudadanos. Suddhodana sabía que las mujeres agolpadas a ambos lados de la calle estaban allí para escudriñar las filas del ejército con expresión preocupada, rezando para que sus esposos e hijos siguieran entre los vivos.
Esa mañana, la reina se habría levantado al alba en caso de que su esposo hubiese decidido volver temprano, pero luego llegaron las lluvias y lo retrasaron todo. El viaje de regreso desde lo alto de las montañas había pasado para ella como una suerte de éxtasis, que aumentaba incluso aunque empezara a flaquearle el cuerpo. En la corte circulaban muchos rumores, porque ella se había negado a aceptar los servicios de una nodriza. «No es posible que amar a mi hijo me mate», había dicho.
La mente de la reina volvió a un sueño que la había visitado diez meses antes. Al principio, Maya despertaba en sus aposentos privados. Se cubría los ojos para protegerse de una luz que había aparecido en el cuarto. De la luz salían tres seres angelicales con forma de doncellas jóvenes y sonrientes. En cuanto se incorporaba, Maya se daba cuenta de lo que eran en realidad sus visitantes: devas o seres celestiales.
Los tres devas la invitaban a unirse a ellos con un gesto. Sin comprender por qué la habían elegido a ella, Maya abandonaba la tibieza de su cama para seguirlos. Volviéndose de cuando en cuando para mirarla, los devas atravesaban las paredes de la alcoba como si fuesen de humo. La reina tampoco sentía la pared cuando la atravesaba. Una vez al otro lado, Maya era arrastrada con más velocidad, y el palacio y el mundo que quedaban más allá se iban desdibujando. A lo lejos se cernía una luz más brillante, y en cierto momento Maya se daba cuenta de que era el reflejo del sol sobre la nieve. Miraba asombrada alrededor. El resplandor diurno deslumbraba sobre la superficie cristalina de un lago de alta montaña rodeado de picos centinelas.
Los montes del Himalaya (porque la reina estaba segura de que era allí donde la habían llevado los devas) siempre habían sido presencias distantes, imponentes, para ella. Maya nunca había imaginado que alguna vez estaría entre ellos, y ahora las tres doncellas la guiaban hacia la ribera de guijarros del otro lado del lago. La superficie estaba tranquila y brillaba como un espejo.
Los devas empezaban a desvestirla. Maya no estaba turbada; se relajaba ante las atenciones que le dispensaban. Casi con la misma presteza con que le habían quitado la ropa, la cubrían con los atavíos más hermosos que jamás viera. Con sonrisas silenciosas, se inclinaban para tocarle el vientre. La caricia era cálida y excitante. Sentía deseo. Maya se adentraba más y más en las profundidades del lago. Entonces se despertaba y se encontraba sentada en la cama, como si nunca se hubiese levantado. Pero ocupaba toda su alcoba una criatura que tenía un ojo fijo en la mirada de la reina. De ese ojo surgía, abriéndose, una blancura que, a medida que la mente de Maya salía de su sopor, tomaba la forma de un enorme elefante, blanco como la nieve. La criatura la miraba con una inteligencia cálida, confiada. Luego levantaba la trompa a modo de saludo reverencial. Inesperadamente, Maya sentía un hambre ardiente. Entonces volvía a despertar, sentada en la cama, pero sola. Aún sentía el inusual deseo y no podía ignorarlo.
Velozmente, casi temblando, abandonó la cama, se cubrió con su bata y corrió hacia los aposentos de su esposo. Suddhodana estaba acurrucado entre las sábanas, a la luz mortecina de las velas. Tras años de esperar un hijo en vano, ahora solía dormir solo. Otro rey habría buscado una amante que pudiera darle un hijo. Otro rey la habría mandado asesinar o encerrar como a una loca para rescindir el contrato matrimonial. Pero Suddhodana no había hecho nada de eso: en el amor, al igual que en la guerra, siempre había sido valiente y leal.
«Esta noche será distinta», se dijo Maya. «He sido bendecida». Con cuidado, tratando de no sobresaltar demasiado a Suddhodana cuando se despertara, se tendió en la cama junto a él. Le acarició la cara suavemente para que abandonara el sueño. Las manos del rey se crisparon cerrando los puños al principio; luego, abrió los ojos y fijó la mirada en los de ella. Se dispuso a hablar, pero la mujer le puso un dedo sobre los labios.
El deseo que sentía la reina no la enloquecía ni la tenía prisionera ni esclava. Con las piernas de su esposo enredadas en las suyas, buscaba la unión más que el placer. Lo invitó con palabras que jamás se había creído capaz de decir.
—No me hagas el amor como un rey. Hazlo como un dios.
El efecto fue asombroso. Con delicadeza, el rey se acercó, y ella vio en sus ojos cuán maravillado estaba. Sus encuentros habían sido una rutina durante tanto tiempo que ninguno de los dos creía que pudiese surgir algo de ellos. Sin embargo, esa noche, él sintió en parte la certeza que se había despertado dentro de ella.
Cuando la reina estuvo lista, giró las caderas y aceptó al rey en su interior. La respiración se le cortaba en la garganta. La extraña urgencia que sentía dentro de ella se convirtió en un crescendo. Por un instante, se perdió en esa oscuridad de dicha que se acerca a la inmortalidad. Poco a poco, volvió a la realidad con un suspiro y se dio cuenta de que el rey la abrazaba con todas sus fuerzas. Él la acercó hacia sí como tratando de que la carne de ambos se uniera por completo. Se besaron y se acariciaron; y sólo el cansancio delicioso de Maya impidió que dijese lo que sabía con certeza: habían creado un niño.
El sueño le había dado fuerzas en la aterradora travesía por el bosque y en el dolor del parto. Ahora regresaba todos los días, y en forma cada vez más fantasmagórica. Ella hundió la cabeza en la almohada. «Aun así es un sueño hermoso», pensó. También era una manera de huir del cansancio que la agobiaba. Llegó a pensar que hubiese sido mejor vivir en el sueño para siempre, de haber sido posible.
En la guardería del palacio, Suddhodana contemplaba a su hijo con reverencia y amor. Para presentárselo, habían vestido al niño con pañales de seda carmesí. No tenía dudas de que el infante lo había reconocido; incluso empezó a creer que Siddhartha tuvo los ojos cerrados justo hasta ese momento, ilusión que nadie se atrevió a contradecir.
«¿Es normal que duerma tanto? ¿Por qué le gotea la nariz? Si lo dejan solo, aunque sea por un instante, me encargaré de que el responsable sea azotado». Las exigencias de Suddhodana eran incesantes y enloquecedoras. Tal como se estilaba entonces, Maya estaría en cuarentena durante un mes después del parto, para ser sometida a rituales religiosos y de purificación. A Suddhodana lo irritaban esas normas, pero no podía hacer más que escabullirse a la luz de las velas cuando la reina estaba dormida, para mirarla unos instantes. Se preguntaba si todas las madres primerizas se veían tan lánguidas y débiles, pero al final dejó a un lado las ideas que tanto lo perturbaban.
«Vestidlo siempre con sedas y tiradlas cuando las ensucie. Si os quedáis sin seda, conseguid más, aunque tengáis que hacer jirones los saris de las mujeres de la corte». Suddhodana no quería que nada que tuviera el menor rastro de impureza tocase la piel de su hijo. Por otro lado, la seda también era un símbolo: Suddhodana regresaba a su hogar por la Ruta de la Seda, cuando un mensajero enviado por Kumbira lo alcanzó para darle la noticia de que tenía un hijo, y que éste y su esposa estaban vivos.
Todas las mañanas, el rey atravesaba con aire resuelto el círculo de mujeres que abanicaban al joven príncipe con sus mantones. Lo levantaba de su cuna y lo sostenía en alto. Le quitaba el pañal.
—Miradlo. —Suddhodana mostraba a su hijo en toda su gloria desnuda—. Una obra maestra. —Todas las mujeres sabían a lo que se refería. Kakoli, la enfermera real, empezó a murmurar para asentir—. Una obra maravillosa —agregó Suddhodana—. No es que tenga tu experiencia, Kakoli. —Suddhodana rió y pensó una vez más en lo fácil que le resultaba reír con su hijo en brazos—. No te sonrojes, hipócrita. Si él tuviese veinte años más y a ti pudiésemos quitarte unos cuarenta, te cansarías de correr detrás de él.
Kakoli sacudió la cabeza y no dijo nada. Las doncellas ahogaron una risita y se ruborizaron. Suddhodana estaba seguro de que estaban más entretenidas que escandalizadas por su falta de sutileza.
Asita despertó en el bosque pensando en demonios. Hacía años que no le ocurría. Podía recordar que había visto uno o dos demonios tiempo atrás, en el curso de una hambruna o una batalla, cuando había cadáveres que cosechar. Conocía la miseria que causaban, pero la miseria ya no preocupaba a Asita. Llevaba cincuenta años viviendo como ermitaño en el bosque. Había mantenido lejos los problemas mundanos y pasaba los días en una cueva oculta, a la que ni siquiera llegaban las andanzas de los animales. Mucho menos las de los hombres.
Estaba de rodillas junto a un arroyo, pensando. Veía los demonios en su mente con toda claridad. Habían llegado por primera vez con la luz moteada del sol que le bañaba los párpados al alba. Asita dormía sobre ramas desparramadas en el suelo y disfrutaba del juego que hacían luces y sombras en sus ojos por la mañana temprano. Su imaginación distinguía libremente formas que le recordaban el pueblo en el que había crecido. Podía ver mercaderes ambulantes, mujeres que llevaban jarras de agua sobre la cabeza, camellos y caravanas. A decir verdad, podía ver cualquier cosa contra la pantalla de los ojos cerrados.
Pero nunca había visto demonios, al menos hasta esa mañana. Asita entró en el agua casi helada del arroyo de montaña, sin más que un taparrabos para cubrirse. Como asceta que era, no llevaba ropa, ni siquiera las vestiduras de una orden monástica. Recientemente había empezado a sentir el impulso de viajar a tierras altas, donde casi pudiese ver los picos nevados de la frontera norte del reino de los sakya. Eso lo acercaba a otros lokas, mundos separados de la tierra. Todos los mortales están confinados en el plano terrenal. Pero, así como el aire denso de la jungla se diluye y se transforma poco a poco en la fina atmósfera de la montaña, también el mundo material se deshace en mundos más y más sutiles. Los devas tenían sus propios lokas, al igual que los dioses y los demonios. Los antepasados moraban en un loka reservado para los espíritus que transitan de una vida a la siguiente.
Asita había sido criado y educado en tales verdades. Sabía también que todos esos planos se funden, se entrelazan, como telas teñidas e incluso húmedas, colgadas muy cerca la una de la otra: el azul destiñe en el rojo; y el rojo, en el amarillo azafrán. Los lokas estaban separados y juntos a la vez. Los demonios podían moverse entre los humanos, y a menudo lo hacían. La incursión opuesta, la visita de un mortal al loka de los demonios, era mucho menos habitual.
Asita hundió la cabeza en el agua y luego la echó hacia atrás, dejando que chorrearan el pelo y la barba, largos y sin cortar. En los días en que necesitaba comida, llevaba su cuenco de mendigo a alguna de las aldeas cercanas. Ni siquiera los niños más pequeños se asustaban cuando veían a un anciano desnudo en la calle, con el pelo y la barba por la cintura. Los ascetas eran cosa de todos los días, y si un ermitaño errante llegaba al umbral de una casa con la puesta del sol, el dueño de la casa tenía el deber sagrado de ofrecerle comida y hospitalidad.
Sin embargo, Asita no tenía hambre ese día. Había otras maneras de mantener en movimiento el prana, la corriente vital. Si visitaba el loka de los demonios, necesitaría enormes cantidades de prana para sostener el cuerpo. Entre los demonios, sus pulmones no encontrarían aire que respirar.
Dejó que el sol brillante de la cordillera del Himalaya le secara el cuerpo mientras él subía y cruzaba la línea de los árboles. Los demonios no viven propiamente en las cimas de las montañas, pero Asita había aprendido a usar unos poderes especiales que le permitían penetrar en el mundo sutil. Para utilizarlos, debía alejarse tanto como le fuera posible de los seres humanos. La atmósfera era densa cerca de las áreas pobladas. A los ojos de Asita, los pueblos tranquilos eran un caldero hirviente de emociones; todas las personas —a excepción de los niños pequeños— estaban inmersas en una niebla de confusión, un manto espeso de miedos, deseos, recuerdos, fantasías y ansias: una niebla tan densa que la mente a duras penas lograba perforarla.
Sin embargo, en las montañas, Asita encontraba un lecho de silencio. Sentado, envuelto por la levedad, podía enfocar su mente hacia cualquier objeto o lugar, con la exactitud de una flecha. Era su mente la que en realidad viajaba al loka de los demonios, pero Asita podía viajar con ella gracias a la precisión de su clarividencia.
Y entonces ocurrió que Mara, el rey de los demonios, se encontró con la vista fija en un intruso que no le era nada grato. Miró con rabia al anciano desnudo que estaba sentado en posición de loto frente al trono real. Hacía mucho tiempo que no pasaba algo como eso.
—Vete —gruñó Mara—. El hecho de que hayas conseguido llegar no significa que no puedas ser destruido.
El anciano no se movió. Su concentración yóguica debió de ser muy intensa, porque el cuerpo marrón y enjuto, duro como los tendones que se advertían bajo la piel, adoptó un contorno cada vez más nítido. A decir verdad, Mara no tenía preocupación alguna, sólo sentía la repugnancia súbita que provoca una cucaracha que sale de una alacena. «¡Vuelve a tu plano!», hubiera querido gritar, antes de ordenar a algún demonio menor que atormentara al intruso. Pero deshacerse de estos ermitaños no era tan sencillo, por lo que Mara decidió esperar.
Unos instantes después, el anciano abrió los ojos.
—¿No me das la bienvenida? —La voz era suave, pero Mara advirtió la ironía que había en ella.
—¡No! Nada hay aquí para ti. —Todos los muertos pasaban por las manos de Mara, y a él le disgustaba encontrarse con mortales en circunstancias que no fueran las de un tormento presente o una tortura próxima.
—No vine por mí. Vine por ti —dijo el anciano. Se puso de pie y miró alrededor. El loka de los demonios es un mundo tan variado como el mundo material, y tiene regiones de mayor y menor dolor. Como el tormento no era una amenaza para Asita, no vio más que una niebla densa y tóxica que lo envolvía—. Te traigo noticias.
—Lo dudo. —Mara se movía inquieto sobre su asiento. Como suele verse en muchas de las representaciones que hay en los templos, el trono estaba hecho de calaveras. El cuerpo de Mara era rojo, estaba envuelto en llamas, y en lugar de una sola cara horrible tenía cuatro, que giraban como una veleta y mostraban el miedo, la tentación, la enfermedad y la muerte.
—Alguien vendrá a verte. Pronto, muy pronto —dijo Asita.
—Millones me han visto —contestó Mara, encogiéndose de hombros—. ¿Quién eres tú?
—Soy Asita. —El viejo ermitaño se irguió y miró a Mara directamente, cara a cara—. Buda está por llegar. —Ante esas palabras, un ligero temblor, no más que eso, recorrió el cuerpo de Mara. Asita lo advirtió—. Sabía que la noticia te intrigaría.
—Dudo que sepas algo. —Mara no estaba siendo arrogante, sino cauteloso. Para él, Asita era un ser vacío. No había nada en el anciano a lo que pudiese aferrarse, ningún resquicio para sembrar la tentación o el miedo—. ¿Quién te eligió como mensajero? Estás delirando.
Asita ignoró esas palabras y repitió la frase que había hecho temblar a Mara:
—Buda está a punto de llegar. Espero que estés preparado.
—¡Silencio! —Hasta ese momento, Mara había prestado tanta atención a Asita como a una pequeña hambruna estacional o a una plaga insignificante. Pero ahora bajaba del trono de un salto y se encogía hasta adoptar un tamaño humano, conservando sólo una de sus cuatro caras demoniacas, la de la muerte—. ¿Y qué, si viene? Abandonará el mundo, igual que tú. Nada más.
—Si crees eso, has olvidado lo que Buda es en verdad —dijo Asita con tranquilidad.
—No sabrá quién es.
—¿De veras? No es muy sabio por tu parte pensar eso.
—¡Mira! —Mara abrió la boca, mostrando una negrura sólida detrás de los colmillos. La oscuridad se expandió, y Asita pudo ver la masa de sufrimiento que personificaba aquel demonio. Vio una red de almas atrapadas en el caos, una maraña de guerras y enfermedades y todas las variedades del dolor que podían idear los seres malignos.
Cuando Mara calculó que el espectáculo había surtido efecto, cerró la boca lentamente y dejó que la oscuridad volviese a su interior.
—¿Buda? —preguntó con sorna—. Les haré creer que es un demonio. —La idea le hizo sonreír.
—Entonces déjame hablar como amigo, y te diré cuál es tu mayor debilidad —respondió Asita. Se sentó en posición de loto, doblando una pierna sobre la otra y haciendo el mudra, signo de la paz, con el pulgar y el índice—. Por ser el monarca del miedo, te has olvidado de cómo asustarte.
Mara rugió y se hinchó hasta alcanzar un tamaño monstruoso, mientras el ermitaño se desvanecía. Podía sentir la posibilidad de Buda como la luz más tenue que precede al alba. Mara estaba ciego. Seguía creyendo que los humanos volverían a ignorar, una vez más, a un alma pura. Se equivocaba. El niño no pasaría inadvertido, porque así lo había querido el destino.
Capítulo 3
Las cortinas de seda de los aposentos de Maya se abrieron y Kumbira salió corriendo. Sólo podía sentirse agradecida porque nadie más lo supiera aún. Las chinelas se movían rápida y silenciosamente por el corredor. Ya había caído la noche. Despuntaba el séptimo día después de la luna llena que había bañado el nacimiento del pequeño príncipe, proyectando barras de luz mortecina sobre los bruñidos pisos de teca del palacio. Kumbira no prestó atención al juego de luces.
Después de la cena, Suddhodana se había retirado a la guardería para estar a solas con su hijo. Cuando Kumbira entró a la carrera, sin habla y sin aliento, tenía una expresión que el rey había visto una sola vez en su vida, el día en que su padre, el antiguo rey...
—¡No! —El grito salió de sus labios sin que él pudiese evitarlo. El horror ahuyentó la dicha y le apretó el pecho como una tenaza de acero.
Desbordante de pena, Kumbira se cubrió la cabeza con el sari para ocultar la cara. Los ojos cansados derramaban lágrimas.
—¿Qué le habéis hecho? —preguntó Suddhodana. Salió corriendo e hizo a un lado a Kumbira, empujándola y tirándola al suelo de golpe. Al llegar a la cama con dosel, arrancó las cortinas cerradas para ver a su esposa. Maya parecía dormida, pero la quietud que se había apoderado de ella era absoluta. Suddhodana cayó de rodillas y tomó las manos de la reina. La frialdad parecía pasajera, la misma que él solía remediar con caricias cada vez que Maya tenía frío. Involuntariamente, empezó a frotarlas.
Kumbira dejó que pasara una hora antes de entrar con sigilo en la habitación, seguida por una comitiva de damas de la corte. Estaban allí para dar consuelo, pero también para dignificar el momento. La pena, como todo lo que rodea a un rey, implicaba un ritual. Cuando Suddhodana aceptó retirarse, los miembros del séquito ya estaban listos con ungüentos, mortajas y caléndulas ceremoniales para adornar el cuerpo. Las plañideras estaban preparadas y, por supuesto, había una docena de brahmanes, encargados de las oraciones y los incensarios.
—Alteza. —Con una palabra, Kumbira orientó la atención del rey a todo lo que ocurría. Suddhodana alzó la vista, sin expresión alguna. Kumbira esperó un momento antes de hablar de nuevo. El rey se estremeció cuando colocó el brazo de Maya cruzado sobre el pecho. No era sólo porque su esposa durmiese a menudo en esa posición, con un brazo cruzado sobre su propio cuerpo y el otro sobre el de él, sino que también le impresionaba que una leve rigidez empezara a apoderarse de las extremidades de Maya. El tacto es el sentido que más cultivan los amantes, y él supo entonces que jamás volvería a tocarla. Asintió con un movimiento seco y el llanto empezó a oírse por los pasillos.
La pena es para los demonios lo que la música para los mortales. Sin que nadie lo viera ni oyera, Mara recorría el palacio. La formalidad de la muerte es estricta. Yama, el señor de la muerte, está al tanto de todas las expiraciones y es quien autoriza al jiva, el alma individual, a que pase al otro mundo. Los señores del karma esperan para asignar la próxima vida, sentados, sopesando buenas y malas acciones. La justicia cósmica es impuesta por los devas, los seres celestiales que prodigan recompensas al alma por las buenas acciones, y los asuras, o demonios, que la castigan por las malas, aunque no a discreción: la ley del karma es precisa y asigna sólo el castigo merecido. Nada más.
Eso hacía que la presencia de Mara fuese innecesaria: Maya ya estaba en manos de los tres devas que la habían visitado en el sueño y que volvieron a encontrarse con ella en los últimos estertores. La muerte en un mundo era un nacimiento en otro. Sin embargo, Maya se había aferrado a su cuerpo tanto como le fue posible. Deseaba que la última chispa de su energía vital fluyera por su mano y llegara a Suddhodana, que la sostenía, de rodillas junto a la cama.
De cualquier modo, a Mara no le interesaba nada de esto. Pasó junto a los aposentos de la reina y siguió su camino hacia la guardería, donde ahora no había nodrizas, guardias ni sacerdotes. El bebé estaba completamente desprotegido. Mara se acercó hasta la cuna y miró al niño inocente. El joven príncipe estaba boca arriba, con la garganta indefensa ante el ataque de cualquier depredador que pasara por allí.
Pero ni siquiera el rey de los demonios podía provocar un daño físico directo. La gran habilidad de los demonios es la capacidad de acentuar el sufrimiento de la mente, y eso es lo que Mara se disponía a hacer con el niño, ya que nadie nace sin las semillas del dolor en la mente. Asomándose a la cuna, Mara dejó que su cara adoptara una sucesión de facciones terroríficas. «No volverás a ver a tu madre», pensó Mara. «Se ha ido, y la están lastimando». Siddhartha no desviaba la mirada, aunque Mara estaba seguro de que lo había oído. De hecho, no tenía dudas de que Siddhartha lo había reconocido.
—Bien —dijo el demonio—, has llegado. —Se acercó para susurrar al oído del bebé—. Dime qué quieres. Te escucho. —La clave era siempre ésa: jugar con los deseos del oponente—. ¿Puedes oírme?
El bebé pateó.
—Son muchas las almas que te necesitan —dijo Mara con melancolía, apoyando los brazos sobre la cuna—. ¿Sabes qué es lo irónico del asunto? —Hizo una pausa para acercarse—. Me gusta que hayas venido, pues cuando te derrote ¡todos vendrán conmigo! Te estoy contando el secreto para que no digas que fui injusto. Conviértete en santo. Lo único que lograrás es transformarte en un instrumento de destrucción terrible. ¿No te parece maravilloso?
Como si respondieran a la pregunta, los lamentos por la reina muerta crecieron en intensidad. El bebé desvió la mirada y se durmió al instante.
El humo funerario, aceitoso y denso, se enroscaba en el aire y manchaba el cielo mientras el cuerpo de Maya ardía en la enorme pira de troncos de sándalo que habían talado en el bosque. El ghatraj, señor de los campos fúnebres, era un hombre enorme y sudoroso. Se le enrojecía la cara cuando gritaba y exigía más leña, llamas más altas, más ghi derretido para verter sobre el cadáver. Ghi hecho con leche de vacas sagradas. Los sacerdotes caminaban despacio alrededor de la pira, cantando, y las plañideras arrojaban miles de caléndulas al fuego. Detrás, un grupo de dolientes contratados se fustigaba en su penar y caminaba en círculo en torno al cuerpo, una y otra vez.
A Suddhodana se le revolvía el estómago ante semejante espectáculo. Había desafiado a los brahmanes y decidió no llevar a Maya a los escalones junto al río. Por el contrario, ordenó que la pira funeraria se erigiera en los jardines reales. Maya recordó alguna vez haber jugado allí de niña, cuando llevaban a las muchachas nobles de la región a la corte, con la esperanza de que alguna agradara al joven Suddhodana. Era lógico que la última morada de la reina fuese un lugar que ella había amado. En secreto, Suddhodana sabía que este gesto era tan hijo del amor como de la culpa: sólo él tenía un futuro por delante.
Canki, el más importante de los brahmanes, concluyó las exequias levantando un hacha. Había