Carolina y otras despedidas

Elvira Liceaga

Fragmento

Título

ROCÍO

Yo sé que ella sabe que la observo. A pesar de que no se sienta con nosotros, me mira de reojo desde allá. Hace como que no, pero de pronto, gira la cabeza hacia el jardín, donde nos acomodan a todos los demás, y nuestras miradas se encuentran. Entonces yo volteo enseguida hacia otro lado.

Desde nuestra mesa puedo ver si está despierta o si se está quedando dormida en el sillón color café que sacan del estudio a la terraza. También le sacan una televisión y una mesa. Ella nos queda lejos, pero ahí está más cómoda, cerca del baño y cerca del que era su cuarto, por si se quiere subir a descansar a su cama, donde todavía hay muñecas, de las que se rompen, con las que no me dejan jugar. Pero al fin, que a mí ya no me gustan las muñecas.

La muchacha que la cuida está aquí. La muchacha no es mucho más grande que yo, pero nunca le interesa jugar con nosotros, que porque tiene que trabajar atendiendo a la “señorita” Rocío: que si se siente bien, que si necesita recostarse, que si es la hora de tomar sus medicinas, que si ha comido sus alimentos de la dieta, que la sal y que el azúcar —porque la tía Rocío no come el pozole ni los pasteles de carne que cocina la abuela—, que si tiene sed —siempre está tomando agua de un color verde asqueroso como de brócoli, con unas plantas que la hacen muy nutritiva—, que si no debe cargar nunca nada y que no le vayan a picar los mosquitos.

La tía Rocío se sienta con las piernas estiradas, con los pies cruzados sobre una pequeña silla roja de plástico en la que ya hace mucho ninguno de nosotros cabe. Medio tumbada, con las manos entrelazadas sobre su vientre enorme, recarga la cabeza sobre el respaldo del sillón mientras habla con el abuelo, el único que cada año se pasa un montón de tiempo con ella. El abuelo come con ella en ese rincón de la casa, en vez de comer en la mesa donde debería sentarse con la abuela. A lo mejor porque ahí con la tía Rocío puede ver la televisión.

Julián llega corriendo y se sienta a mi lado. Ya se despeinó, y si su mamá lo ve, lo va a regañar. Entre jadeos me dice que en estos días estuvo investigando y que ya sabe por qué la tía Rocío siempre está embarazada. Se limpia el sudor con la manga de la camisa y con la otra mano toma un puñado de cacahuates. Dice que él por fin descubrió lo que pasa y que lo que pasa es que ella tiene un bebé imaginario en la panza.

—¿Cómo que imaginario?

—O sea, que no existe, babas.

Veo los trozos de cacahuate entre sus dientes mientras me dice que la tía Rocío ha deseado con tantas fuerzas tener un bebé que su cuerpo se convenció de que ahí dentro hay uno. Le da un trago a su refresco y se limpia la boca con el mantel. Yo le copio, le doy un trago a mi vaso. Aprovecho porque en mi casa no nos dejan tomar refrescos. Me dice, además, que si yo también lo intento, que si me concentro con muchísimas ganas, lo dice cerrando los ojos y apretando las manos, yo también podría lograrlo.

Pero yo a Julián ya no le creo nada, porque él mismo me dijo una vez que no hay que creerse todo lo que te dicen. Y porque no soy tan tonta como él piensa.

—Claro que no —le respondo.

Aunque, mirando a la tía Rocío ver la televisión, pienso que podría ser que no esté realmente embarazada, sino que tal vez esté ensayando para cuando quiera tener hijos.

—Sí, lo juro —Julián besa su dedo pulgar—. Es un feto fantasma. ¿O qué creías, que la tía Rocío tiene un bebé atrapado en la panza desde hace tanto tiempo?

No sé qué decirle. No se me ocurre nada. Está esperando a que diga algo, pero no se me ocurre nada.

—Pues no —volteo los ojos a propósito.

Raúl me dice que no le haga caso a Julián, que la tía Rocío siempre está embarazada porque ése es su trabajo:

—Embarazarse por encargo para otras personas.

Raúl se ha quitado los zapatos y está sentado de indio sobre la silla, juega un videojuego, no me mira ni desvía la vista. Raúl es muy inteligente, porque puede jugar y hablar al mismo tiempo. Seguro que está ganando.

—¿Qué dices, Raúl? —le pregunto nerviosa.

Me explica que no es que la tía Rocío tenga un bebé de mentiritas dentro de ella, como dice Julián.

—¿Cuánto apuestas? —interrumpe Julián.

—Cincuenta pesos —por primera vez Raúl despega la vista del videojuego, pero para mirar a Julián.

—¡Va! —grita Julián.

Se dan la mano y Raúl vuelve a su videojuego. Y dice que la tía Rocío sí está embarazada de a de veras:

—A eso se dedica: hace y vende bebés. Los bebés se venden muy bien, ¿no lo sabían?

—¿Para familias que no pueden tener bebés? —le pregunto sonriendo, pero sin mostrar los dientes, para que no se dé cuenta de que estoy chimuela.

Raúl dice que sí con la cabeza, sin dejar de jugar.

No se lo digo, pero pienso que, entonces, yo también quiero dedicarme a hacer bebés cuando sea grande, para hacer felices a muchas familias que quieran tener uno, o quién sabe cuántos hijos. Yo podría hacer un montón de bebés, fabricarlos y cuidarlos adentro de mí. Yo seré muy buena haciendo bebés. Seré muy buena vendiendo hijos. Ya está: cuando sea grande, voy a trabajar en eso, que mi vientre, como el de la tía Rocío, sea un hotel donde bebés extraños van a crecer. Los voy a cuidar muy bien. Voy a trabajar en mi casa y no en una oficina como mis papás. Y no tendré que levantarme temprano. Y además, voy a recibir muchos regalos. Y voy a pasarme los días sentada o acostada viendo la televisión.

—Qué buena idea —le digo a Raúl—. Me gusta ese trabajo.

Raúl me sugiere ir con la tía Rocío para que le pregunte si quiere enseñarme a hacer bebés, y así yo también pueda venderlos cuando sea grande.

—¿Le pregunto, Raúl?

—Pregúntale.

La tía Rocío está despierta. La trenza rubia le cuelga por el respaldo del sillón. La muchacha que la cuida le acerca una charola con una jarra con agua amarilla y un plato con zanahorias. No hay personas por ahí. La tía Rocío no parece muy ocupada salvo por revisar algo en su teléfono.

Nada más me levanto, Raúl por fin me mira. Hago como que no me doy cuenta y me estiro el vestido por delante y por detrás para asegurarme de que los holanes no se me queden atrapados en el resorte de los calzones. Allá voy hacia la tía Rocío. Mientras me alejo de la mesa pienso en que debería voltear para ver si Raúl está mirándome, pero no, mejor no. Cruzo el jardín entre las mesas circulares con todas esas personas platicando y tomando. Voy mirando hacia el pasto para no tener que saludar a alguien que diga que me conoce, un desconocido que me llame por mi nombre, me pregunte si me acuerdo de quién es y se sorprenda de lo grande que estoy. No sé cuántos son desconocidos que nunca había visto. Subo los escalones hacia la puerta de la casa y cuando ya estoy casi al lado de la tía Rocío, me quedo de pie junto al sillón. Me doy cuenta de que no pensé en qué palabras usar. No ensayé ninguna frase. Ella me está mirando con las cejas alza

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