Crónica de la (in)sanidad
Los hospitales son los puestos fronterizos
por donde se canaliza el tránsito
entre la vida y la muerte.
JULIO RAMÓN RIBEYRO, Prosas apátridas
La primera vez que pasé la noche en un hospital, mi madre se estaba muriendo. O eso me dijeron. O me dijeron que estaba en el trance de un conjuro extraño entre la vida y la muerte y un tercer estado inconsciente de la mente y la materia, indefinible para todos nosotros: el presente de ella era el pasado nuestro, pero un pasado en el que nada, incluso el accidente, había sucedido, algo como un pasado tejido con jirones de un futuro que nos parecía imposible, pedacería de un mundo poblado de lagunas en los recuerdos. La primera noche que pasé en un hospital estuve sentado en el suelo, de pie en un pasillo, andando por las escaleras, apoyado en una pared rebosante del ectoplasma de la muerte y la enfermedad: todo en los hospitales huele a cadáver en alcohol.
En los hospitales no se duerme. En los hospitales, los únicos que descansan son los muertos. La siguiente ocasión en la que pasé una noche en un hospital estaba yo sentado en una silla de ruedas, atado mi cuerpo a la silla por las cuerdas heridas del nervio ciático. De la primera ocasión lo recuerdo todo con detalle. De la segunda casi no recuerdo nada: los sedantes me arrimaron al limbo de los enfermos: una suerte de ausencia que suspendía su audacia cuando las drogas dejaban de surtir efecto: un distanciamiento-de-sí, estado casi consciente en mitad de los dolores.
Lo más habitual es considerar al enfermo como el afectado, el «paciente», el que sufre o experimenta, como dice la etimología, un proceso que parte de una causa ajena. Afuera del quirófano, en la sala de espera, en los pasillos, está la familia, los amigos, los futuros deudos, los que esperan una noticia. Ambos son, en verdad, pacientes: algo deben esperar: la decisión que otro, sin rostro aprehensible, ejerce como potestad sobre sus cuerpos: otra vez se habla etimológicamente, ahora, de un «agente», el hospital. Un estado agencial, como diría Stanley Milgram. En todo caso, enfermo y familiares devienen pacientes: a ambos los afecta un proceso que viene a ellos desde lo ajeno.
Así, la crónica de los hospitales no es solamente la crónica de los enfermos: nada de lo que sucede en los hospitales puede ser tomado a la ligera: todo en los hospitales es un síntoma. El síntoma es, en esencia, semejante al símbolo: el síntoma es señal de una presencia en lo hondo, un comienzo imperceptible; el símbolo, en cambio, es señal de una ausencia en lo hondo, resto perceptible de lo perdido. El síntoma es la huella de un advenimiento, un vínculo latente con el futuro. El símbolo es huella de un «esdevenimiento», un vínculo moribundo, pero nunca muerto de verdad, con el pasado. Un fantasma blanco corriendo o diciendo en voz alta el nombre de un paciente es un síntoma: el accidente, la tragedia, la muerte se asoman en el sonido sordo de sus pasos de goma: tal vez los trabajadores de los hospitales utilizan esos zapatos con suela de caucho no para amortiguar su paso sino para amortiguar el peso de la muerte que, muchas, tantísimas veces, va con ellos: desde los médicos que anuncian con su voz el destino, hasta los carros, sin nadie que los vigile, llenos de sábanas ungidas con la sangre de todos los enfermos: la única democracia posible aquí, en apariencia, es la democracia de los síntomas. Vivimos, amamos, escribimos en un país enfermo. Escuchar una vez un nombre, conocido, cercano y lacerante, y pensar en la muerte. Síntoma. Escuchar el silencio lleno de gritos de la noche hospitalaria. Síntoma. Escuchar el diagnóstico de los otros: medicación, cirugía, amputación, tratados paliativos. Síntoma, síntoma, síntoma.
Síntoma es todo aquello que, asomando la punta de la lengua, es vocablo prospectivo, proyección hacia una posibilidad del futuro: el síntoma es palabra proverbial: algo hay en él que nos arroja hacia lo venidero como la palabra de un oráculo que, sin saber el destino, al enunciarlo condiciona su ocurrencia, lo hace, le da cuerpo.
Una vez que un individuo entra en un hospital, esa casa de Asterión sin minotauro, o donde uno mismo, enfermo, es el minotauro a la espera de la espada liberadora de un Teseo vestido blancamente pulcro, inmaculado como la morfina, cuando un individuo, pues, entra en la burocracia hospitalaria, empieza una extensión de sí mismo, una suerte de principio umbilical que lo ata a los que están afuera: afuera de la cama de hospital, afuera del hospital mismo, pero, sobre todo, afuera de la enfermedad. Ahí, en la distancia corta que trazan las paredes y los cristales infranqueables, hay un vínculo entre el minotauro y una Ariadna diferente que no está atada a Teseo, sino otra que está atada al monstruo, al enfermo, que soporta, a su manera, desde su carne aún intacta, el filo del bisturí del supuesto héroe y las invenciones enloquecidas de un grupo de modernos Dédalos. Así, los que acompañan al enfermo, cuando los hay, tienen también su parte de contagio, su parte de síntoma y símbolo: también ellos son amputados, también ellos padecen heridas cuya sutura, imposible, se quedará esperando toda la vida: nada hay que pueda curar la enfermedad de esos otros pacientes.
La enfermedad tal vez sea, sobre todo la que conduce a la muerte con lentitud de palpo, la dolorosa partición del símbolo que une porque ya nos ha separado de aquellos otros a quienes tanto queremos.
El hospital es, así lo suponemos, un espacio de tránsito que, una vez que digiere en sus entrañas hondas nuestros males, ha de arrojarnos de vuelta al mundo exterior, el mundo libre y sano, donde los pecados del cuerpo enfermo no son bien asimilados: el hospital, en su habitualmente abigarrada arquitectura, es una suerte de filtro, rasero que termina decidiendo quién puede volver indemne del proceso y quién, tullido, maltrecho, regresará con una pierna mordisqueada o con un ojo de cristal: ellos no seguirán siendo lo que fueron, sino una suerte de versión demeritada, sobrevivientes, restos de una llaga, cicatriz en sí mismos, cicatriz todos ellos, veteranos, dicen, de una guerra que, luego se entenderá así, han librado contra su propio cuerpo y contra el sistema médico del Estado.
Isabel Millá cuenta así los últimos años de la vida de su marido, atacado «de pronto» por un cáncer que no le soltó la víscera sino hasta los últimos días, cuando lo que finalmente lo mató fue la imposibilidad de orinar sin desgarrarse a gritos. Lo primero fue el diagnóstico: había tantos diagnósticos posibles como médicos fueron viéndole el cuerpo desde afuera hasta adentro. Había cánceres, de todos tipos, tumores creciendo y desapareciendo en las resonancias, moviéndose de un lado a otro, de una pierna a otra, de un pulmón a un riñón. Había también fiebres de colores y nacionalidades imposibles. Había tuberculosis, reumas, venas taponadas por sangre podrida, cavernosidades varias con nombres y apellidos de impronunciables médicos venerados por la ciencia. Y al final de todo, después de meses, años, de abrirlo en canal como a un pollo, de removerle las tripas y arrancarle pedazos de carne y hueso que nunca le devolvieron, regresó la idea del cáncer, pero definitivamente, líquido y cuajado, en la sangre y en la linfa. Cáncer en la sangre, eso dijeron después de dos años. Y mientras tanto, a Bruno lo habían tratado con los sulfuros y los mercurios remediales propios de cada uno de los diagnósticos previos: no lo mataron todavía, pero lo dejaron débil, dañado hasta la médula.
Mientras la camilla con el cuerpo de su marido se adentraba en lo más hondo del cuerpo hospitalario, Isabel iba de una oficina a otra registrando cada movimiento, cada visita de los médicos, cada inspección de la sangre, cada radiografía, sellando y firmando pilas de papeles que permitían a Bruno seguir con vida en ese mundo: sin la burocracia, el hospital es un cascarón vacío, un huevo muerto, y la burocracia sanitaria es, a la vez, la ponzoña que va carcomiendo sus mecanismos internos, sus órganos vivos: Había pacientes durmiendo en los pasillos, familiares durmiendo en el perímetro del hospital porque adentro no está permitido el descanso, llorando porque la ambulancia había traído a un herido y los responsables de turno no encontraban su nombre en la lista de ingresos, confusión por las noticias de muerte y amputaciones dichas al garete, en mitad del desayuno, en mitad de un cigarrillo desesperado; pero también había jóvenes médicos durmiendo en las camillas con las sábanas ensangrentadas de un parto o una muerte, ventanillas de farmacia cerradas porque no hay medicinas disponibles, instrumental avejentado, enrojecido por el óxido y la sangre, personal de enfermería con las piernas hinchadas por no poder sentarse ni un momento, madres pariendo en las salas de espera, en los jardines, en las puertas de entrada, en los baños públicos. Todavía recuerdo, decía Isabel, cuando la doctora Páez vino y le dijo a Bruno, aún antes de empezar a tratarlo: O te mata el cáncer o te mata la quimioterapia, pero de ésta no sales; y se negó a atenderlo y dijo que ya nos vería en la segunda cita si Bruno seguía con vida.
Se sucedieron meses de sueros y sustancias, de náuseas y temblores, de vómitos y llantos y algunos, escasos, descansos. Idas y venidas al hospital donde ya los conocían a los dos casi en cada pasillo, en cada oficina: cuando Isabel se acercaba a los responsables del banco de sangre, por ejemplo, a pedirles una bolsa para Bruno, una transfusión para que al menos pudiera hablar un poco con sus hijos, la veían como si fuera a venderles un objeto inútil, una herramienta gastada, como si su presencia ahí interrumpiera el normal funcionamiento de la nada. Y luego semanas enteras de trámites, internamientos, brucelosis, pústulas, abscesos, botulismos, diarreas y estreñimientos, hambre e inapetencia, sed, mucha sed, tantísima sed, la sed inconsolable de la vida, y más firmas y pagos y préstamos para cubrir lo que el Estado se negaba a pagar porque, decían, no estaba directamente relacionado con el cáncer. Paciencia, les habían dicho, pero pasa que los consejos a los enfermos casi siempre los esgrimen los sanos.
Cuando los tratamientos, en apariencia, habían liberado del cáncer a Bruno, salieron del hospital al mundo de los vivos: vivos los dos, perjudicados los dos, pero vivos, animados porque se vislumbraba una posible recuperación. No tardó mucho la biología en arderle otra vez los nódulos de la linfa. Había un principio, un síntoma raro, decía Isabel, una señal de que las cosas iban mal: no era un dolor ni una hemorragia ni la pérdida de fuerzas ni la fiebre: poco a poco se le iba metiendo en el cuerpo una comezón interminable, insaciable: Una vez lo encontré arrancándose la piel con un tenedor, desesperado porque las uñas no le alcanzaban para aliviarse. Pero entonces, antes, cuando parecía que el cangrejo se había retirado a cavernas más lejanas, o eso señalaban las fotografías de la selva interna del cuerpo, se sucedió el milagro de los hospitales: a Bruno le fue «dada el alta médica». Término extraño, «dar el alta», para señalar que un proceso de enfermedad ha sido solventado y la salud restituida: como si el enfermo pudiera de nuevo reincorporarse, volver al cuerpo, pues, al ejército de los sanos y seguir cumpliendo con sus deberes. Así, «tener el alta» significaría encontrarse, aunque no en todos los casos, en ausencia de síntomas y de causas subyacentes. Pero aquel estatuto es un arma de dos filos: por una parte parece indicar que la condición enferma ha sido desterrada del cuerpo, la salud habita en nosotros, pero por otra parte significa que el individuo ya no es más un paciente, sino un ciudadano como cualquier otro y que, aunque los dolores remanentes de los diversos procesos quirúrgicos y químicos permanezcan, ha de regresar ya al mundo de los enteramente vivos y, con todo ello, la salud, la vida cotidiana, las responsabilidades, el trabajo, las facturas, su cuerpo, todo, pues, deja ya de estar al cuidado de los especialistas. Salimos del hospital pensando que jamás volveríamos, dijo Isabel, nos equivocamos, pero también ellos se equivocaron.
¿Qué sucede después de «recibir el alta médica» y regresar a la vida de antes de la enfermedad? No hay más la vida de antes, diría Bruno, todo es latencia de la enfermedad. Había, entonces, que pensar en la asimilación de todos los procesos: el dolor, el sopor, la cercanía de la muerte y la suspensión momentánea de la cercanía de la muerte, el tiempo perdido e irrecuperable del mundo que seguía afuera del hospital: los hijos que crecen, los amigos que mueren, las hermanas que mueren, los amigos que, también, enferman de cáncer. Pero de la misma forma se piensa, según señalaba Bruno, en regresar al trabajo, recuperarse de las heridas cortantes, ducharse con cuidado porque la piel