El día que no fue

Sandra Lorenzano

Fragmento

Título

“Más historia”, me piden. “Cuenta.” Y yo no logro hacer del quiebre relato: tiempo, lugar, acciones encadenadas. Causa y consecuencia.

Una pura sensación. Eso es lo único que aparece. Tendré entonces desierta la boca, escribió un poeta venezolano. Desierta la boca. El silencio como único habitante. El silencio de la imposibilidad. Del relato discontinuo. De las imágenes borrosas. De la grieta que separa: la realidad / el nombre.

Hay un límite. Una traba. ¿Dónde? El miedo dibujado en la piel. Yo que no tuve que esconderme, ni dormir cada noche en una casa distinta. Que no tuve que escuchar los gritos ni los golpes contra la puerta. Que no sentí las manos hurgando en mi cuerpo. Yo que no caí al agua ni me volví hueso húmero en la frontera. Soy también la de la boca desierta.

Shibboleth. El santo y seña. Nos reconocemos en el andar. En la mirada que se aferra al horizonte. En la respiración que busca el aire del río.

La grieta como origen del relato.

Una madrugada fría. Un error de tecla y la madrugada es madrigada. Madriguera. El hogar tatuado en el brazo, como viejo marinero.

Miedo a quedarme encerrada en el minúsculo canto a mí misma. Sospechas, gritos, desamor. No olvidar nunca: vengo de otra parte.

A ver, ordenemos:

Ella y yo. Deseo. Pasión. Amor. Historias compartidas. Proyectos. Hijos. Nietos. Risas. Celebración de los cuerpos. Años de amorosa alianza. De complicidades gozosas. Y de pronto: sospechas, gritos, desamor. Inseguridades, violencia. “Más historia”, me piden. “Cuenta.” No hay más cuento que el dolor, que el miedo. Quieren saber nombres, fechas, causas y efectos. O peor: secretos oscuros. La radiografía del poder.

Hay una línea infranqueable. Ése es mi orgullo. Quizás mi única victoria. Pequeña y mínima para algunos (¿para ella?). Infinita y fundamental para mí. Vengo de otra parte. Tal vez ese origen lo determine todo. Tal vez seamos sólo ADN y desarticulada autobiografía. Qué hacemos con la herencia. Ésa es quizás mi única victoria. El nonno laburante que llegó a hacer la América. La bobe y el zeide que huían de los pogromos zaristas. Honrar la herencia, pienso ahora. Pasándole a la historia el cepillo a contrapelo.

“Cuenta.”

Tal vez otras historias: tal vez las de aquellas mujeres con las que comparto un mapa que poco tiene que ver con ninguna geografía. No conoce mis ríos, ni los cerros de colores en los que mi hija aprendió a caminar (mejillas rojas y dulces), ni el agua que baja arrasando lo que encuentra a su paso, ni una ciudad “terrible, gris, monstruosa” que aún no sé si me cobija. Los mapas de la memoria dibujan los brillos de la piel, la forma de las uñas, y el color que deja la sangre al secarse. Tendría que mentir. Digamos: inventar. ¿Es otro, acaso, el oficio de la palabra? Largas faldas y cabellos que se ocultan. La primera que se asomó al libro de rezos de su padre. Con caireles castaños y unas ojeras apenas marcadas que se acentúan en mi hermana y en mi espejo cuando estoy cansada. ¿Aprendieron a leer? El libro era sólo para la mirada masculina. Para sus plegarias. Pero pudo haber habido una pequeña Ruth, de voz sorprendentemente grave y pies regordetes. Pudo haber sido la abuela de mi abuela. Nombre de mujer engarzado a nombre de mujer. Los mapas de la memoria son implacables. Se sentaba antes de que saliera el sol frente al fuego donde ya había puesto a hervir agua, a buscar las letras que no la condenaran. Las palabras que la regresaran al desierto del origen, al sonido tibio del primer arrullo. La memoria también se crea. Hablo de sus ropas oscuras y de las manos enrojecidas que pasaban las hojas buscando el secreto. Larga cadena de la sangre. O quizás mamá tuviera razón: nada de shtetls. Salieron en 1910. Mi abuela tenía sólo seis meses. Venían de libros y conspiraciones, de bailes y versos. Un kepí quedó en el museo. Con una bala atravesada. Orgullo de la familia. Los hombres cantaban en ruso cuando la nostalgia llegaba húmeda de vodka. Alguien recitaba entonces un poema y ya no importaba la lengua sino las lágrimas de la bobe (en esa foto vieja tiene a mi madre niña entre sus brazos gordos y tibios):

Levántate y ve a la ciudad asesinada

y con tus propios ojos verás, y con tus manos sentirás

en las cercas y sobre los árboles y en los muros

la sangre seca y los cerebros duros de los muertos…1

“Más historia”, me piden. Y yo no logro hacer del quiebre relato: tiempo, lugar, acciones encadenadas. Causa y consecuencia.

Una pura sensación. Eso es lo único que aparece. Los cerebros duros de los muertos. Las bocas desiertas.


1 Jaim Najman Bialik, “En la ciudad asesinada” (sobre el pogromo de Kishinev), 1903.

Título

Y luego está el tema del gen. El tema de la maldita mutación. “Maldigo el día que te conocí”, me dijo. Acabo de leer un comienzo de novela que viene muy al caso: “Cada hombre, cada mujer, carga con su propia maldición. Hay quienes dedican toda su vida a desbaratarla…”2 Nosotras —es decir: las mujeres de nuestra estirpe— cargamos con esa maldita mutación genética.

Lo pienso ahora mientras le doy vueltas a la tarjeta del médico. “Operaron a Irene”, decía el mensaje en la contestadora.

Mi primera reacción fue mirar la tarjeta que me dio una amiga hace pocos días. Los datos de un genetista. A veces la herencia es difícil de sobrellevar. La memoria de la sangre.

No hay dolor. Sólo una sombra. Algo apenas perceptible en el ultrasonido. Después vienen los médicos, los quirófanos, el corte, el miedo. No todo en ese orden. El miedo siempre. Y la cadena es larga: una más de las mujeres de la familia. La culpa es del gen. Adonai. ¿Y antes? También antes el miedo, el corte, los quirófanos, los médicos. ¿Desde cuándo? O sólo un largo rezo y ahora sí el dolor y los hijos alrededor de la cama. Hijos para salvar cada día el universo. ¿Quién podía saber cuál era realmente el elegido por el Señor? Treinta y seis justos nos salvarán. ¿Yo? ¿Tú? Huella tan ajena, tan distante, que vuelve tanto tiempo después en otro cuerpo. Sólo una sombra que quisiéramos no reconocer.

Una liga, jeringa y aguja, un tubo de ensayo. “Tiene buenas venas”, me dice la enfermera. Pero primero una larga explicación. Árbol genealógico. Sólo sé los nombres de mis bisabuelos. Lo demás está en el lib

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