Triste domingo / Beber un cáliz

Ricardo Garibay

Fragmento

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EL RICARDO GARIBAY DETRÁS DE TRISTE DOMINGO Y BEBER UN CÁLIZ

A lo largo de toda la obra de Ricardo Garibay somos testigos de cómo el escritor decanta a sus personajes, el don que maneja para volverlos humanos. En otras palabras, nos impresiona la manera en que el autor parte de unos cuantos elementos precisos —el hambre de ser y trascender, el temor al fracaso, la necesidad de ser libre y soberano, el ingente peso de la pobreza cuando se carece de las armas suficientes para combatirla—, y con ellos construye a seres humanos que respiran, transpiran y deambulan por las páginas de cuentos, crónicas y novelas con una intensa naturalidad que nos convence de que no son meros productos de la literatura.

Triste domingo (Joaquín Mortiz, 1991) es, en esencia, una obra de cámara, un trío acompañado eventualmente por unos cuantos elementos adicionales que ubican y brindan mayor tridimensionalidad a los tres principales: Fabián, Alejandra y Salazar. Entre estas presencias adicionales encontramos a Consuelo, Ilse y Carlos, amigos de Alejandra; Manolo, Cristina, Maira, Verónica y Pastor, amigos de Fabián, y del otro lado… a Salazar. Los amigos del tercer vértice del triángulo brillan por su ausencia porque, al parecer, cada uno de ellos se halla dentro de Salazar mismo: él, a su edad y en su nivel de sabiduría casi infinita, los ha asimilado a lo largo de su vida, y ahora forman parte de él, y así lo sabe todo, lo ha vivido todo, nada le inspira miedo. Y si algo teme, sabe cómo aparentar la calma y el equilibrio que convencen —a quien se le ponga enfrente— de que él tiene el caos aparente bajo su ecuánime control. Y luego está Xico, el hombre-monstruo-concertista-guitarrista-cantor que aparece en el capítulo “Hawái”, que ha vivido en medio mundo y que, al igual que Salazar, se encuentra más allá del bien y del mal. Apenas se conocen Xico y Salazar, pero cada uno sabe por instinto quién es el otro y por qué pertenecen al mundo, o mejor: por qué el mundo les pertenece. En Pastor, un joven pintor y músico que ronda entre los amigos de Fabián, hallamos un eco de Xico, el cual dentro de veinte o treinta años, tal vez, podría llegar a ser el Xico del joven pretendiente de Alejandra.

Fabián es un escritor en ciernes, tan ambicioso como temeroso, tan hambriento como flaco, con una intensa candidez que no puede dejar de impresionar e inquietar hasta el fondo a Alejandra. Salazar —como hemos visto—, cincuentón hombre de mundo, sabe lo que va a suceder, lo que tiene que suceder, porque nada existe que no haya vivido. Así, lo habita una infinita paciencia que lo vuelve imbatible. No sería justo compararlo con Goliat frente a un joven David porque el legendario gigante de la Biblia era un simple bufón petulante. Salazar se asemeja más a Salomón, o a David mismo, su padre: sensual, dueño de sus pasiones, sabio tras sus etapas de rústica juventud, de guerrero, músico, amante por excelencia y espía, rescatador del Arca de la Alianza, vencedor de filisteos pero quebrantado bajo el peso de las trapazas de sus hijos Absalón y Amnón, a quienes no podía dejar de amar, a pesar de todo… Salazar encarna la sabiduría de Salomón tras haber asimilado las toscas, crudas, sangrientas, apasionadas y apasionantes aventuras de su padre. Salomón no se quebranta; compone —según la tradición y el folclor bíblicos— el Cantar de los Cantares y el libro que hoy en día conocemos como Eclesiastés. Éste es el peso y la gravitas de Salazar; esto es lo que incendia el odio de Fabián y también es lo que a él mismo termina seduciendo. Porque, a fin de cuentas, resulta casi imposible no ver a Fabián como Salazar joven. Y asimismo nos resulta imposible ignorar el hecho de que Salazar posee cuanto Fabián desea y será capaz de conseguir, si se da el tiempo y la vida necesarios.

Así se traza el triángulo en la novela. Dos enemigos acérrimos que, en realidad, no lo son, jamás lo han sido ni tampoco lo serán. Entre ellos encontramos a Alejandra, el tercer vértice de esta geometría que la desespera y la electriza, que la manda a la estratósfera y la sume en la depresión. Pero debemos reconocer que se trata de un triángulo perfecto. Ninguna mancha afea a Salazar. La juventud rebelde y paupérrima de Fabián es, asimismo, perfecta. Y Alejandra sólo posee virtudes, o por lo menos es así en los ojos de Fabián y Salazar. Un triángulo perfecto, un triángulo equilátero.

¿Pero lo es en realidad? ¿Será la cruda, fría y rasposa pobreza de Fabián el crisol perfecto para producir a un Salazar, digno de las virtudes todas de la bella Alejandra, Alejandrina? ¿Es siquiera posible juntar tanta templanza, sabiduría, arte amatoria y generosidad en un solo hombre aún capaz de brincar de país a país, lengua a lengua, cultura a cultura con un caudal económico tal que promete no acabarse nunca? ¿Qué hace posibles que estos personajes tan irreales nos parezcan no sólo de carne y hueso, sino también carne de nuestra carne y hermanos nuestros hasta el hueso más íntimo? ¿Y quién no ha deseado a su Alejandra, su Dulcinea, un amor tan sublime que, sospechamos, con dificultad resistirá los rigores de esta realidad, sea literaria o fáctica?

La obra de Ricardo Garibay siempre ha oscilado entre varios polos: el amor, la familia, la infancia, el trabajo; la presión de la pobreza y la atracción que ejercen la riqueza y la ostentación; figuras de la política, la farándula y el deporte, los entretelones del poder, sea entre individuos o grupos. Y en ninguno de sus libros se ha puesto Garibay a examinar los tejidos de la familia como en Beber un cáliz (Joaquín Mortiz, 1965), donde la figura del padre del autor, don Ricardo Garibay, se erige como un monumento, a pesar de que en los días que pertenecen a la narración, éste se viene derrumbando a pasos acelerados, y sólo se evoca a aquél, otrora invencible, para hacer hincapié en el dolor de su desmoronamiento.

La figura paterna ha sido fundamental en la literatura de Occidente, desde Edipo Rey en el quinto siglo antes de Cristo, a Examen de mi padre del mexicano Jorge Volpi, que apareció en 2016. Conocemos el primero como una obra maestra de la dramaturgia trágica, mientras que el segundo se revela como una obra maestra de ensayo con una fuerte dosis de autobiografía. También hay incontables novelas, cuentos y poemas dedicados a la figura paterna. Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, del siglo XV español, y Algo sobre la muerte del Mayor Sabines, de Jaime Sabines, de mediados del siglo XX mexicano, son dos ejemplos de obras maestras de la poesía dedicada al padre.

Beber un cáliz y Fiera infancia de Ricardo Garibay son obras narrativas que tocan esta tradición. Si nos acercamos a la primera de estas dos obras torales para comprender la psicología garibayana, nos damos cuenta de que participa del género de memorias, y en este caso son organizadas en orden cronológico, por lo menos en apariencia. La primera de los dos apartados del libro se titula “Materia”, y la segunda —de apenas unas cuantas páginas—, “Epílogo”, dedicada al fallecimiento de su madre. La gran mayor

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