COVID-19 Una crónica personal

Marina Castañeda

Fragmento

Título

De películas y pangolines

Hubo quienes creyeron, y quienes no. Hubo quienes se cuidaron, y quienes no. Hubo sustos y bromas, memes y discusiones apasionadas. Hubo ensayos, caricaturas, artículos y documentales acerca de una palabra que nadie había escuchado semanas antes. Su primera ríspida apelación, coronavirus, unida a una apariencia alarmantemente espinosa, muy pronto —bajo el efecto de la familiaridad—, fue cambiado por COVID-19, más neutro y abstracto, que no tenía la misma peligrosidad a simple vista. Ni la revelaría hasta que empezaron a aparecer imágenes de película de ciencia ficción.

Porque todos pensamos, en un inicio, que era como una película —como cuando el 11 de septiembre amaneció y me pregunté, al encender la televisión, por qué estaban pasando en horario matutino una película de ciencia ficción en la que aviones se estrellaban contra torres, bajo un espléndido cielo tan azul como la inocencia. Tardé unos minutos en entender que no era una escena de película, sino una realidad en vivo. Lo mismo ha sucedido con el COVID-19. Las imágenes que de pronto nos llegaron desde Italia tenían el mismo carácter irreal e imposible; pero el 11 de septiembre nos había enseñado que todo era posible.

Pero miento: las primeras imágenes no fueron de Italia, sino de Wuhan —otro nombre extraño que rápidamente tomaría su lugar en el nuevo vocabulario. Veíamos a médicos disfrazados de astronautas, a cientos de pacientes luchando por la vida en hospitales que habían surgido de la nada en cuestión de días; vimos calles, barrios, y luego ciudades enteras cortadas del resto del mundo, cuyos habitantes portaban máscaras que no alcanzaban a ocultar su angustia.

Hubo quienes pensaron que, después de todo, se trataba de chinos, que hacían siempre las cosas en masa y obedecían ciegamente las órdenes inescrutables de un gobierno autoritario. Hubo quienes pensaron que habían merecido enfermarse de algún extraño parásito por comer animales que a nadie más se les habría ocurrido como perros, gatos, monos, serpientes, murciélagos y una criatura simpática de la que jamás habíamos oído hablar, el pangolín. Algunos de inmediato buscamos en Wikipedia y YouTube el retrato de tan singular animal, e intentamos adivinar de qué manera podía cocinarse y qué sabor tendría. Otros dejamos atrás la curiosidad en cuanto nos enteramos de que los chinos también comen murciélagos, y nos pareció normal que se enfermaran por ello. A nadie se le ocurrió que nos podría pasar lo mismo, dado que ni éramos chinos ni nos alimentábamos de bichos tan repugnantes. Y estábamos muy, pero muy lejos, de China.

También lo pensamos cuando empezaron a enfermar otras poblaciones asiáticas, que tenían lazos cercanos con China y seguramente también tenían hábitos alimenticios extraños. Mirábamos los rascacielos ultramodernos de Hong Kong y Singapur que parecían trasplantados de Londres o de otro planeta, pero sospechábamos que abajo, en las calles, la gente seguía comiendo animales raros. Tampoco nos sorprendió mayormente que hubiera estallado una epidemia en Irán, país no sólo lejano sino castigado por sanciones económicas, y en el cual prevalecían costumbres medievales. Era una enfermedad más, como el ébola o el sars, de las que ocurren periódicamente en países pobres, ignorantes de la higiene o bien, simplemente… lejanos. Como lo escribió alguna vez Arundhati Roy en El dios de las pequeñas cosas, sabíamos que en el llamado tercer mundo podían ocurrir terremotos, inundaciones, hambrunas o epidemias —o sea, que cualquier cosa podía ocurrir en cualquier momento—, pero albergábamos la convicción profunda de que ninguna de esas catástrofes podía suceder en los países ricos.

Sin embargo, de pronto empezaron a aparecer en nuestras pantallas imágenes de Italia, nuestra Italia que habíamos visitado o a la cual soñábamos viajar algún día. ¡Venecia vacía! Tal y como primero la conocí, hace 45 años, o como la vi hace 10, una vez que salí a caminar al amanecer. Venecia, tal y como dejó de existir hace ya mucho tiempo, inundada no sólo por las aguas sino por los millones de turistas que diariamente la visitaban. Una Venecia que recobraba su verdadera vocación de escenario de teatro, su carácter solitario y melancólico de innombrables películas, y que desde el siglo XIX se había vuelto el lugar predilecto de amantes y suicidas. Pero no, en realidad no era esa Venecia romántica la que veíamos en la pantalla. Antes bien, era la de la peste negra de 1348, la de la cólera y la tifoidea, magistralmente descrita en Muerte en Venecia de Thomas Mann: una ciudad aislada y pertrechada en su laguna con olor a muerte.

Vimos a Milano con su Duomo vacío, habitado durante unos instantes apenas por la voz de Andrea Bocelli en Viernes Santo. Y Bérgamo desierto, enclaustrado en un silencio fantasmagórico, interrumpido sólo por las sirenas de una procesión incesante de ambulancias que escuchaban, despavoridos, los pobladores encerrados. Sólo se veían aún, centinelas fieles que jamás abandonarían su puesto, los centenarios leones de piedra en la plaza central de la ciudad vieja.

Empezaron a aparecer otros animales, éstos vivos, en lugares insólitos. Venados en París; coyotes en las calles de San Francisco y Chicago; jabalíes salvajes paseando por Barcelona y Haifa, que recordaban las escenas irreales de fieras corriendo por las calles de Berlín al final de la Segunda Guerra Mundial, que se habían escapado del zoológico mientras caían las bombas. Ahora, como en aquel entonces, después de la catástrofe la naturaleza recobraba su derecho de piso y volvía a afirmarse en los espacios urbanos de los cuales la habíamos expulsado. De nuevo, en las grandes urbes aparecieron como por arte de magia cielos azules, montañas y volcanes nevados, cuya memoria permanecía sólo en los ancianos —pero que los jóvenes jamás habían visto. El colapso de la aviación y de la industria nos dejó ver por primera vez, en muchos años, lo que podían ser las ciudades sin contaminación, con un aire transparente y limpio, que no habíamos respirado en décadas.

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