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HabÃa un niño con un loro en el hombro caminando por las vÃas del tren. Sus andares eran distraÃdos y se dedicaba a agitar una margarita mientras caminaba. Con cada paso el niño hacÃa una marca con la punta del pie en el lecho de las vÃas, como si estuviera midiendo su viaje con señales meticulosas de sus punteras sobre la grava. Era pleno verano, y habÃa algo en el pelo negro y en la cara pálida del niño sobre el fondo de las colinas parecidas a una bandera verde desplegada, en las rodillas huesudas bajo sus pantalones cortos y en el aire solemne del bonito loro gris con su cola salvaje de plumas rojas, que cautivó al anciano que los estaba viendo pasar. Lo cautivó, o tal vez despertó su intuición –una facultad que antaño habÃa sido famosa en toda Europa– para las cosas prometedoramente anómalas.
El anciano bajó el último número de The British Bee Journal hasta la manta de lana Shetland que tenÃa extendida sobre sus rodillas también huesudas pero nada cautivadoras y acercó más los huesos alargados de su cara al cristal de la ventana. Las vÃas –un ramal de la lÃnea Brighton-Eastbourne, electrificado a finales de los años veinte al unificarse las rutas de la Southern Railway– discurrÃan por un terraplén situado a unos cien metros al norte de la casa de campo, entre los postes de hormigón de una alambrada. El cristal a través del cual el anciano miraba era antiguo y estaba lleno de ondas y de burbujas que retorcÃan el mundo de fuera y jugueteaban con él. Y, sin embargo, aun a través de aquel cristal que distorsionaba las cosas, al anciano le pareció que nunca habÃa visto dos seres más unidos en su parsimonioso disfrute conjunto de una soleada tarde de verano que aquellos dos.
También le llamó la atención su silencio aparente. Le parecÃa evidente que en cualquier grupo formado por un loro gris africano –una especie famosa por su prolijidad– y un niño de nueve o diez años, en cualquier momento cogido al azar, alguno de los dos deberÃa estar hablando. Ahà tenÃa otra anomalÃa. En cuanto a qué prometÃa esta, el anciano –aunque en el pasado habÃa hecho fortuna y se habÃa ganado su reputación gracias a una larga y brillante serie de extrapolaciones basadas en agrupaciones improbables de datos– jamás habrÃa podido preverlo, ni de lejos.
Cuando llegó casi a la altura de la ventana del anciano, a unos cien metros de la misma, el niño se detuvo. Le dio su estrecha espalda al anciano, como si pudiera notar su mirada. El loro miró primero al este y luego al oeste, con un aire extrañamente furtivo. El niño estaba tramando algo. Un ligero encorvamiento de los hombros, una flexión expectante de las rodillas. Era alguna operación misteriosa, remota en el tiempo pero profundamente familiar, sÃ…
… los engranajes sin dientes encajaron. El Steinway descordado sonó: el carril conductor.
Hasta en una tarde bochornosa como aquella, cuando el frÃo y la humedad no le importunaban los goznes del esqueleto, podÃa constituir para él una empresa larga, si se hacÃa como era debido, levantarse de su sillón, abrirse paso por entre los montones movedizos de trastos de anciano soltero –periódicos tanto baratos como de calidad, pantalones, botellas de bálsamo y de pastillas para el hÃgado, anales y publicaciones trimestrales eruditas, platos llenos de migas– que convertÃan el acto de cruzar su sala en algo traicionero, y abrir por fin la puerta principal que daba al exterior. Ciertamente, la perspectiva desalentadora del viaje desde el sillón al umbral se contaba entre las razones de su falta de contacto con el mundo, en aquellas raras ocasiones en que el mundo, agarrando con cautela el llamador metálico forjado en la forma hostil de una Apis dorsata gigante, venÃa a llamar. Con nueve de cada diez visitantes no se molestaba en levantarse sino que se limitaba a escuchar los murmullos perplejos y los intentos titubeantes de abrir la puerta, recordándose a sà mismo que habÃa poca gente viva por la que correrÃa conscientemente el riesgo de engancharse la punta de la zapatilla en la alfombrilla de la chimenea y derramar lo poco que le quedaba de vida por el frÃo suelo de piedra. Pero mientras el niño del loro en el hombro se preparaba para conectar su modesto charco personal de electrones con el torrente de ellos que era bombeado a lo largo del raÃl tercero o carril conductor desde la planta eléctrica de la Southern Railway en el rÃo Ouse a su paso por las afueras de Lewes, el anciano se levantó del sillón con una presteza tan inusual que los huesos de su cadera izquierda dejaron escapar un chirrido inquietante. La manta de su regazo y la revista cayeron al suelo.
Vaciló un momento, extendiendo ya la mano para coger el pestillo de la puerta, aunque todavÃa le faltaba cruzar la sala entera para llegar. Su sistema arterial averiado se esforzaba para suministrarle a su súbitamente elevado cerebro la sangre que necesitaba. Le pitaban las orejas, le dolÃan las rodillas y tenÃa los pies plagados de pinchazos. Se lanzó, con una prisa que a él mismo le pareció absolutamente atolondrada, hacia la puerta, y la abrió de golpe, lastimándose de alguna forma, al hacerlo, la uña del Ãndice derecho.
–¡Tú, chico! –lo llamó, e incluso a sus propios oÃdos su voz sonó quejumbrosa, jadeante y un poco demente–. ¡Deja eso ahora mismo!
El niño giró la cabeza. TenÃa una mano frente a la bragueta de los pantalones. Con la otra tiró la margarita a un lado. El loro caminó de lado por los hombros del niño hasta su pescuezo, como si se estuviera refugiando allÃ.
–¿Por qué te parece que hay una verja? –dijo el anciano, consciente de que nadie se habÃa ocupado de las verjas de seguridad desde que empezó la guerra y de que estaban en malas condiciones a lo largo de quince kilómetros en ambas direcciones–. ¡Por el amor de Dios, te vas a quedar más frito que una sardina! –Mientras renqueaba por el porche de su casa hacia el niño que estaba en las vÃas, no hizo caso del bombear desbocado de su corazón. O más bien lo registró con ansiedad y luego encubrió la ansiedad con un comentario inclemente–. No quiero ni imaginarme el olor.
Una vez descargado el flujo y devueltas las partes pudendas a sus aposentos con un susurro de la cremallera, el niño se quedó inmóvil. Miró al anciano con una cara tan pálida y vacÃa como el fondo de la taza de hojalata de un mendigo. El anciano oÃa el repicar amortiguado de las lecheras en la granja de Satterlee a medio kilómetro de allÃ, el murmullo agitado de los vencejos bajo los aleros de su propio tejado y, como siempre, la maquinación incesante de los panales. El niño se apoyó en un pie y luego en el otro, como si estuviera buscando una respuesta apropiada. Abrió la boca y la volvió a cerrar. Fue el loro el que habló por fin.
–Zwei eins sieben fünf vier sieben drei –dijo el loro, con una voz suave y extrañamente jadeante y con un ceceo apenas perceptible. El niño permaneció quieto, como escuchando la declaración del loro, aunque su expresión no se intensificó ni se volvió más complicadaâ€