La muerte llega a Pemberley

P.D. James

Fragmento

 

Título original: Death Comes to Pemberley

Traducción: Juanjo Estrella

1.ª edición: mayo 2012

 

© 2011 by P. D. James

© Ediciones B, S. A., 2012

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal:  B.15622-2012

ISBN EPUB:  978-84-9019-113-2

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A Joyce McLennan, amiga y asistente personal, que mecanografía mis novelas desde hace treinta y cinco años.

Con afecto y gratitud.

 

Nota de la autora

 

Debo una disculpa a la sombra de Jane Austen por implicar a su querida Elizabeth en el trauma de una investigación por asesinato, máxime porque en el capítulo final de Mansfield Park la novelista expone con gran claridad su punto de vista: «Que se espacien otras plumas en la descripción de infamias y desventuras. La mía abandona en cuanto puede esos odiosos temas, impaciente por devolver a todos aquellos que no estén en gran falta un discreto bienestar, y por terminar con todos los demás.» A mis disculpas, ella habría respondido sin duda que, de haber deseado espaciarse en temas tan odiosos, habría escrito este relato ella misma, y lo habría hecho mejor.

 

P. D. JAMES, 2011

 

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Nota de la autora

 

Prólogo. Los Bennet de Longbourn

Libro I. Un día antes del baile

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Libro II. El cadáver del bosque

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Libro III. La policía en Pemberley

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Libro IV. La investigación

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Libro V. El juicio

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Libro VI. Gracechurch Street

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Epílogo

 

Prólogo

Los Bennet de Longbourn

 

Las vecinas de Meryton, por lo general, coincidían en que el señor y la señora Bennet de Longbourn habían sido muy afortunados casando a cuatro de sus cinco hijas. Meryton, localidad pequeña que vive de su mercado, no figura en la ruta de ningún viaje de placer, pues carece de belleza, ubicación escenográfica o historia que la distinga, y su única casa digna de mención, Netherfield Park, si bien imponente, no aparece en los libros que recogen las muestras más notables de la arquitectura comarcal. La localidad cuenta con una sala de actos en la que con frecuencia se celebran bailes, pero carece de teatro, y el esparcimiento tiene lugar sobre todo en los domicilios particulares, donde el chismorreo alivia algo el aburrimiento de las cenas y las partidas de whist, que se suceden siempre en la misma compañía.

Una familia de cinco hijas casaderas atrae sin duda la atención compasiva de todos sus vecinos, en particular allí donde escasean otras diversiones, y la situación de los Bennet resultaba especialmente desafortunada. En ausencia de un heredero varón, la finca del señor Bennet pasaría al primo de este, el reverendo William Collins, que, como la señora Bennet no se privaba de lamentar en voz muy alta, podía echarlas a ella y a sus hijas de la casa estando el cuerpo de su esposo todavía caliente en la tumba. En honor a la verdad debía admitirse que el señor Collins había intentado reparar la situación en la medida de sus posibilidades. Asumiendo los inconvenientes que la decisión le acarreaba, pero con el beneplácito de su imponente patrona, lady Catherine de Bourgh, había abandonado su parroquia de Hunsford, en Kent, para visitar a los Bennet con la noble intención de tomar por esposa a una de sus cinco hijas. La señora Bennet aceptó la idea con gran entusiasmo, pero hubo de advertirle de que la mayor de ellas iba, con toda probabilidad, a prometerse en breve. Su elección de Elizabeth, la segunda en edad y belleza, había topado con el resuelto rechazo de la joven, y él se había visto obligado a buscar una respuesta más benévola en la señorita Charlotte Lucas, amiga de Elizabeth. La señorita Lucas había aceptado gustosamente su proposición, y el futuro que aguardaba a la señora Bennet y a sus hijas pareció quedar sellado, sin que, en general, sus vecinos lo lamentaran en exceso. A la muerte del señor Bennet, el señor Collins las instalaría en una de las espaciosas casas de campo de su propiedad, donde recibirían el consuelo espiritual que él les administraría, y donde se alimentarían de las sobras de las cocinas de los Collins, engordadas de vez en cuando por alguna pieza de caza o algún corte de panceta.

Sin embargo, por fortuna, los Bennet lograron escapar de aquellas dádivas. A finales de 1799, la señora Bennet podía felicitarse de ser la madre de cuatro hijas casadas. Cierto es que el matrimonio de Lydia, la menor, de solo dieciséis años, no había sido precisamente honroso. Se había fugado con el teniente George Wickham, un oficial del ejército destinado en Meryton, fuga que, se supuso, terminaría como deben terminar tales aventuras, con Lydia abandonada por Wickham, expulsada de su casa, rechazada por la sociedad y sometida finalmente a una degradación que el decoro impedía mencionar a las damas decentes. Sin embargo, y contra todo pronóstico, el matrimonio sí había llegado a celebrarse. Fue un vecino, William Goulding, el primero en propagar la noticia: se había cruzado con la diligencia de Longbourn y la señora Wickham, recién casada, había asomado la mano por la ventanilla abierta para que él le viese la alianza. A la señora Philips, hermana de la señora Bennet, le encantaba contar una y otra vez su versión de la fuga, según la cual la pareja iba de camino a Gretna Green, pero se había detenido brevemente en Londres para que Wickham informara a su madrina de su inminente boda y, a la llegada del señor Bennet en busca de su hija, la pareja había aceptado la sugerencia de la familia de que el enlace se celebrara, para conveniencia de todos, en Londres. Nadie creía aquella invención suya, pero sí se reconocía que el ingenio demostrado por la señora Philips al pergeñarla merecía, al menos, que ante ella se impostara cierta credulidad. A George Wickham, claro está, jamás volverían a aceptarlo en Meryton, no fuera a despojar a las criadas de su virtud y a los tenderos de sus beneficios, pero se convino que, si su esposa acudía a ellos, la señora Wickham sería recibida con el mismo trato educado y tolerante antes dispensado a la señorita Lydia Bennet.

Se especuló mucho sobre cómo se había acordado aquel matrimonio celebrado con retraso. La hacienda del señor Bennet apenas si generaba dos mil libras anuales, y era opinión compartida que el señor Wickham habría intentado obtener al menos quinientas, más la cancelación de todas sus deudas en Meryton y en otros lugares, antes de aceptar el enlace. El señor Gardiner, hermano de la señora Bennet, debía de haber aportado el dinero. Su prodigalidad era bien conocida, pero tenía familia, y sin duda esperaría que el señor Bennet le devolviera la suma prestada. En casa de los Lucas preocupaba considerablemente que la herencia de su yerno pudiera verse menguada en gran medida por esa necesidad, pero al constatar que no se talaban árboles, no se vendían tierras, no se prescindía de criados, y que el carnicero no parecía reacio a servir a la señora Bennet su pedido semanal, se supuso que el señor Collins y la querida Charlotte no tenían nada que temer y que, tan pronto como el señor Bennet recibiera digna sepultura, aquel podría tomar posesión de las propiedades de Longbourn seguro de que no habían sufrido merma alguna.

En cambio, el compromiso que siguió poco después de la boda de Lydia, el de la señorita Bennet con el señor Bingley, de Netherfield Park, se recibió con aprobación. No fue, precisamente, un anuncio inesperado: la admiración que el señor Bingley profesaba por Jane había quedado patente ya en su primer encuentro, que había tenido lugar durante un baile de gala. La belleza, la amabilidad, y el ingenuo optimismo de la señorita Bennet sobre la naturaleza humana, que la llevaba a no hablar nunca mal de nadie, la convertían en la preferida de muchos. Pero pocos días después de que se anunciara el compromiso de su hija mayor con el señor Bingley, se propagó la noticia de un triunfo aún mayor para la señora Bennet, triunfo que, en un primer momento, fue acogido con incredulidad. La señorita Elizabeth Bennet, su segunda hija, iba a casarse con el señor Darcy, propietario de Pemberley, una de las grandes mansiones de Derbyshire, y quien, según se rumoreaba, disponía de una renta de diez mil libras anuales.

Era del dominio público en Meryton que la señorita Lizzy odiaba al señor Darcy, sentimiento generalmente compartido por las damas y los caballeros que habían participado en el primer baile de gala al que el señor Darcy asistió en compañía del señor Bingley y sus dos hermanas, y durante el cual dio muestras inequívocas de su carácter orgulloso y del desdén arrogante que sentía por los presentes, dejando claro, a pesar de que su amigo, el señor Bingley, le instara a ello, que ninguna de las asistentes era digna de ser su pareja de baile. En efecto, cuando sir William Lucas le presentó a Elizabeth, Darcy declinó bailar con ella, y confió después al señor Bingley que no era lo bastante bonita como para tentarlo. Se dio por sentado que ninguna mujer podría alcanzar la felicidad ejerciendo de señora Darcy, pues, como comentó Maria Lucas, «¿quién querría contemplar ese rostro tan desagradable frente a una, durante el desayuno, el resto de su vida?».

Pero no tenía sentido culpar a la señorita Elizabeth Bennet por adoptar un planteamiento más prudente y positivo. En esta vida no puede tenerse todo, y cualquier joven de Meryton habría soportado más de un rostro desagradable durante el desayuno con tal de contraer matrimonio con diez mil libras al año y convertirse en dueña y señora de Pemberley. Las damas de Meryton, movidas por algo parecido al sentido del deber, solían mostrarse comprensivas con los afligidos y felicitar a los afortunados, pero todas las cosas debían darse con moderación, y el triunfo de la señorita Elizabeth se había producido a una escala excesiva. Aunque admitían que no era fea, y que poseía unos hermosos ojos, carecía de otros encantos que la hicieran atractiva a un hombre de diez mil libras anuales, y el círculo de las chismosas más influyentes no tardó en tramar una explicación: la señorita Lizzy había decidido atrapar al señor Darcy desde el momento mismo de su primer encuentro. Y cuando el alcance de su estrategia quedó en evidencia, se convino en que la joven había jugado sus cartas con maestría desde el principio. Aunque el señor Darcy hubiera declinado ser su pareja durante el baile de gala, sus ojos se habían posado a menudo en ella y en su amiga Charlotte, que, tras años buscando marido, era toda una experta en identificar la más mínima señal de una posible atracción, y había advertido a Elizabeth que no permitiera que su interés más que evidente por el atractivo y popular teniente George Wickham la llevara a ofender a un hombre diez veces más importante.

Después se había producido el incidente de la cena de la señorita Bennet en Netherfield, cuando, debido a la insistencia de su madre en que, en lugar de trasladarse en el carruaje de la familia, lo hiciera a caballo, Jane había pillado un catarro de lo más oportuno y, como la señora Bennet había planeado, se había visto obligada a permanecer varias noches en la residencia de Bingley. Elizabeth, por supuesto, había acudido a pie a visitarla, y los buenos modales de la señorita Bingley la habían llevado a ofrecer hospitalidad a aquella visita incómoda hasta que la señorita Bennet se restableciera. Una semana pasada casi en su totalidad en compañía del señor Darcy debió de elevar las expectativas de éxito de Elizabeth, y ella habría sacado el máximo partido de aquella intimidad forzada.

Posteriormente, y a instancias de la menor de las hermanas Bennet, el señor Bingley había organizado un baile en Netherfield, y en aquella ocasión Darcy sí había bailado con Elizabeth. Las carabinas, sentadas en las sillas que se alineaban contra la pared, habían levantado los anteojos y, como el resto de los presentes, se habían dedicado a estudiar con atención a ambos, que ganaban posiciones en la línea de parejas. Allí, claro está, no habían conversado mucho, pero el mero hecho de que el señor Darcy le hubiera pedido a la señorita Elizabeth que bailara con él, y que ella no lo hubiera rechazado, era motivo de interés y especulación.

El paso siguiente en la campaña de Elizabeth fue su visita, en compañía de sir William Lucas y de su hija Maria, a los señores Collins, que residían en la parroquia de Hunsford. En condiciones normales, Elizabeth habría rechazado una invitación como aquella. ¿Qué placer podía experimentar una mujer en su sano juicio en compañía del señor Collins durante seis semanas? Era del dominio público que, antes de que la señorita Lucas lo aceptara, Lizzy había sido su primera opción como prometida. El recato, además de cualquier otra consideración, debería haberla mantenido alejada de Hunsford. Pero a ella, por supuesto, no le pasaba por alto que lady Catherine de Bourgh era vecina y patrona del señor Collins, y que su sobrino, el señor Darcy, se encontraría casi con toda probabilidad en Rosings mientras los visitantes residieran en la parroquia. Charlotte, que mantenía a su madre informada de todos los detalles de su vida de casada, incluido el estado de salud de sus vacas, aves de corral y esposo, le había escrito posteriormente para contarle que el señor Darcy y su primo, el coronel Fitzwilliam, que también se encontraba de visita en Rosings, habían acudido con frecuencia a la parroquia durante la estancia de Elizabeth, y que el señor Darcy, en una ocasión, la había visitado sin su primo, en un momento en que Lizzy también se encontraba a solas. La señora Collins se mostraba convencida de que con aquella deferencia él confirmaba que se estaba enamorando y escribió que, en su opinión, su amiga habría aceptado gustosamente a cualquiera de los dos caballeros, si alguno le hubiera hecho la proposición. Sin embargo, la señorita Lizzy había regresado a casa sin nada resuelto.

Pero, finalmente, todo acabó bien cuando la señora Gardiner y su esposo, que era hermano de la señora Bennet, invitaron a Elizabeth a que los acompañara en un viaje de placer ese verano. La ruta había de llevarlos nada menos que hasta la región de los Lagos, pero, al parecer, las obligaciones del señor Gardiner para con sus negocios aconsejaron finalmente un plan menos ambicioso, y optaron por no llegar más allá de Derbyshire. Fue Kitty, la cuarta hija de los Bennet, la que aportó la noticia, aunque nadie en Meryton creyó la excusa. Una familia acomodada que podía permitirse viajar desde Londres hasta Derbyshire habría extendido el periplo hasta los Lagos sin problemas, de haberlo deseado. Resultaba evidente que el señor Gardiner, cómplice en el plan matrimonial de su sobrina, había escogido Derbyshire porque el señor Darcy se encontraría en Pemberley y, en efecto, los Gardiner y Elizabeth, que sin duda habrían preguntado en la posada si el señor se encontraba en casa, estaban visitando la mansión cuando el señor Darcy regresó. Naturalmente, como gesto de cortesía, los Gardiner fueron presentados, y se invitó al grupo a cenar en Pemberley. Si la señorita Elizabeth había albergado alguna duda sobre lo sensato de su plan para atrapar al señor Darcy, aquella primera visión de Pemberley la reafirmó en su idea de enamorarse de él en cuanto se le presentara la primera ocasión propicia. Posteriormente, él y su amigo el señor Bingley habían regresado a Netherfield Park y sin dilación habían acudido a Longbourn, donde la felicidad de la señorita Bennet y la de la señorita Elizabeth quedaron final y triunfalmente aseguradas. El compromiso de esta, a pesar de su brillo, proporcionó menos placer que el de Jane. Elizabeth nunca había sido muy querida y, de hecho, las más perspicaces entre las damas de Meryton sospechaban a veces que se burlaba de ellas en secreto. También la acusaban de ser sardónica, y aunque no entendían bien qué significaba aquella palabra, sabían que no se trataba de ninguna cualidad deseable en una mujer, pues resultaba especialmente desagradable a los hombres. Las vecinas, cuya envidia ante semejante triunfo excedía toda posible satisfacción ante la idea del enlace, podían consolarse sosteniendo que el orgullo y la arrogancia del señor Darcy, y el cáustico ingenio de su esposa, les garantizaban una vida desgraciada para la que ni siquiera Pemberley y diez mil libras al año podían servir de consuelo.

Para garantizar las formalidades sin las que los grandes esponsales apenas podrían considerarse dignos de tal nombre —‌la pintura de retratos, la contratación de abogados, la compra de nuevos carruajes y vestidos—‌, la boda de la señorita Bennet con el señor Bingley, y la de la señorita Elizabeth con el señor Darcy se celebró el mismo día en la iglesia de Longbourn con muy poca demora. Habría sido el día más feliz de la vida de la señora Bennet de no haberse visto aquejada por las palpitaciones durante la ceremonia, palpi

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