Boys, los

Junot Díaz

Fragmento

YSRAEL

1

Íbamos camino del colmado por encargo de mi tío, que nos había mandado a comprar una cerveza, cuando de repente Rafa se quedó muy quieto y agachó la cabeza, como escuchando un mensaje que yo no alcanzaba a oír, algo que le llegaba de muy lejos. Estábamos cerca del colmado; se escuchaba música y un suave murmullo de voces borrachas. Aquel verano yo tenía nueve años y mi hermano doce. Él era quien quería ver a Ysrael. Se quedó mirando en dirección a Barbacoa y dijo: Deberíamos hacerle una visita a ese muchacho.

2

Todos los veranos mami nos mandaba al campo a Rafa y a mí. Ella trabajaba muchas horas en la fábrica de chocolate y cuando daban vacaciones en la escuela no tenía tiempo ni energía para ocuparse de nosotros. Rafa y yo nos íbamos a vivir con nuestros tíos a la casita de madera que tenían justo en las afueras de Ocoa; por todo el patio había rosales que relucían como puntas de compás, y las matas de mangos daban una sombra amplia donde podíamos descansar y jugar dominó, pero el campo no se podía comparar con nuestro barrio de Santo Domingo. En el campo no había nada que hacer ni nadie a quien ver. No había televisión ni electricidad y Rafa, que era mayor y tenía otras necesidades, se despertaba cada mañana fastidiado e insatisfecho. Salía al patio en pantalón corto y se quedaba mirando en dirección a las montañas, hacia las nieblas que al juntarse parecían agua, hacia la maleza, que destellaba como si se estuviera incendiando el monte. Esto es una mierda, decía.

Peor que una mierda, decía yo.

Sí, volvía a decir él, y cuando vuelva a casa me voy a poner como loco singando a todas mis jevas y luego a las de los demás. Y no voy a parar de bailar. Voy a ser como esos que salen en los libros de récords, que se pasan cuatro o cinco días seguidos bailando sin parar.

El tío Miguel nos pedía hacer algunos trabajos (casi siempre cortar leña para el fogón y cargar agua del río), pero tardábamos lo mismo en hacerlos que en quitarnos la camisa, y el resto del día nos lo pasábamos dándonos trompadas en la cara. Cogíamos jaibas en el río y caminábamos durante horas por el valle yendo en busca de muchachas que nunca aparecían, tendiendo trampas a hurones que nunca cazábamos y poniendo furiosos a los gallos, echándoles cubos de agua fría. Hacíamos todo lo posible por estar ocupados.

A mí aquellos veranos no me molestaban ni se me olvidaban después, al revés que a Rafa. De vuelta a la capital, Rafa tenía sus amigos, una pandilla de tígueres que se divertían tirando por tierra a nuestros vecinos y escribiendo

«chocha» y «toto» por las paredes y en el pavimento. Cuando volvía a la capital era raro que se dirigiera a mí, excepto para decirme: Cállate, pendejo. A no ser, por supuesto, que estuviera bravo, en cuyo caso me echaba en cara los mismos quinientos reproches de siempre. La mayoría eran alusiones al color de mi piel, a mi pelo o al grosor de mis labios. Es haitiano, les decía a sus compadres. Eh, señor haitiano, mami te encontró en la frontera y te recogió porque le diste lástima.

Si yo era lo bastante bobo como para contestarle —que si tenía la espalda peluda o recordarle cuando se le hinchó la ñema hasta ponérsele del tamaño de un limón— él entonces me caía a golpes y yo me iba corriendo lo más lejos que podía. En la capital Rafa y yo nos peleábamos tanto que los vecinos nos separaban a escobazos, pero en el campo no era así. En el campo éramos amigos.

El verano que yo tenía nueve años Rafa se pasaba tardes enteras hablando sin parar de cualquier muchacha con la que anduviera. No es que las chicas del campo dieran la nalga con la misma facilidad que las de la capital, pero en cuanto a besarlas me dijo que venía a ser lo mismo. A las chicas del campo se las llevaba a nadar a una presa y con un poco de suerte se lo mamaban o se lo dejaban meter por el culo. Así lo hizo con la Muda durante casi todo un mes hasta que los padres de ella se enteraron y le prohibieron salir de casa para siempre.

Cuando iba a ver a aquellas muchachas se vestía siempre igual, con una camisa y unos pantalones que mi padre le había mandado de Nueva York para Navidad. Yo siempre seguía a Rafa, tratando de convencerle de que me dejara ir con él.

Vete a casa, decía. Volveré dentro de unas horas.

Te acompaño.

No necesito que me acompañes a ningún sitio. Espérame aquí.

Si insistía me daba con el puño en el hombro y seguía caminando hasta que lo único que se alcanzaba a distinguir de él era el color de su camisa por entre los claros de las hojas. En mi interior algo se desinflaba como una vela caída. Lo llamaba a gritos, pero él seguía a toda prisa, dejando una estela de helechos, ramas y tallos de flores que se quedaban temblando tras su paso.

Más tarde, mientras oíamos corretear a las ratas por el tejado de cinc, tumbados en la cama, a lo mejor me contaba lo que había hecho. Me hablaba de tetas y chochas y leche sin dirigirme la mirada. Una vez fue a ver a una chica medio haitiana, pero al final acabó tirándose a su hermana. Había una que creía que bebiendo una Coca-Cola después de acabar se evitaba el embarazo. Otra ya estaba preñada y todo le importaba un pepino. Rafa apoyaba la cabeza en las manos y cruzaba los tobillos. Era buen mozo y hablaba por la comisura de la boca. Yo era demasiado pequeño y no entendía casi nada de lo que decía, pero de todos modos le escuchaba, por si acaso todo aquello me podía ser útil en un futuro.

Lo de Ysrael era distinto. Su historia había llegado a oídos de la gente incluso a este lado de Ocoa. Siendo un bebé, un cerdo le había devorado la cara, pelándosela como si fuera una naranja. La gente hablaba de él y cuando los niños oían su nombre gritaban más que si se les mentaba al Cuco o a la Vieja Calusa.

Vi a Ysrael por vez primera el año anterior, justo después de que terminaran de construir la presa. Yo estaba en el pueblo zanganeando, cuando surcó el cielo un avión de una sola hélice. Se abrió una puerta del fuselaje y un hombre empezó a sacar a patadas unos fardos altos que al contacto con el viento estallaban en miles de papeles. Caían despacio, como ramilletes de mariposas, y resulta que no eran afiches de políticos sino de luchadores, y cuando los muchachos nos dimos cuenta empezamos a llamarnos a voces. Normalmente, los aviones solo sobrevolaban Ocoa, pero cuando imprimían cantidades extra también caían folletos en los pueblos vecinos, sobre todo si se trataba de combates o elecciones importantes. Había papeles que se quedaban semanas enteras colgando de los árboles.

Vi a Ysrael en un callejón, agachado sobre un paquete de folletos todavía atados por un cordel fino. Llevaba la careta puesta.

¿Qué está haciendo?, dije.
¿Tú qué crees?, contestó.

Cogió el bulto y se alejó rápidamente de mí, echando a correr callejón abajo. También lo vieron otros chicos, que se voltearon a gritarle, pero coño, como corría el condenado.

¡Ese es Ysrael! me dijeron. Es más feo que el carajo y tiene un primo que vive por acá y que tampoco nos cae bien. ¡Si le ves la cara vomitas!

Más tarde, cuando llegué a casa y se lo conté a mi hermano, este se incorporó en la cama. ¿Viste algo por debajo de la careta?

Pues no.

Tenemos que investigar eso.

Me han dicho que es espantoso.

La víspera del día que fuimos a buscarlo mi hermano no pegó ojo en toda la noche. Oí cómo le daba al mosquitero con el pie y el ruido de la gasa al desgarrarse levemente. Mi tío estaba de parranda con sus compadres en el patio. Uno de los gallos de su propiedad había obtenido un gran triunfo el día anterior y mi tío estaba pensando en llevárselo a la capital.

La gente de por aquí no apuesta un carajo, decía. Los campesinos solo hacen apuestas cuando creen que tienen la suerte de su parte, ¿y cuántas veces pasa eso?

Ahora mismo tú crees que la suerte está de tu parte. Pues tienes toda la razón. Por eso tengo que encontrar gente dispuesta a gastar dinero a lo grande.

¿Le quedará mucha cara a Ysrael?, dijo Rafa.

Le quedan los ojos.

Eso es mucho, señaló. Seguro que los ojos fueron lo primero que buscó el cerdo. Los ojos son blandos y salados.

¿Cómo lo sabes?

Una vez chupé uno, dijo.

O a lo mejor las orejas.

O la nariz. Cualquier cosa que sobresalga.

Todo el mundo tenía una opinión distinta sobre el daño sufrido. Mi tío decía que no era demasiado, pero que al padre de Ysrael le disgustaba mucho que se burlaran de su primogénito, y por eso lo de la careta. Mi tía decía que si alguien le veía la cara le quedaría un sentimiento de tristeza para el resto de su vida. Por eso la madre del pobre muchacho se pasaba el día en la iglesia. Yo nunca he estado triste más de unas horas y pensar que un sentimiento así pudiera durar toda la vida me daba un miedo atroz. Mi hermano me estuvo pellizcando la cara por la noche, como si yo fuera un mango. Las mejillas, decía. Y la barbilla. Pero la frente le tuvo que costar mucho más. La piel está tensa.

Está bien, dije. Ya basta.

A la mañana siguiente los gallos cantaban estridentemente. Rafa vació la ponchera en la hierba y fue a buscar nuestros zapatos al patio, cuidando de no pisar los granos de cacao que había puesto a secar la tía. Rafa fue al fogón y volvió con un cuchillo y dos naranjas. Las peló y me dio una. Cuando oímos a la tía toser en la casa nos pusimos en camino. Me pasé todo el tiempo esperando que Rafa me mandara volver en cualquier momento y cuanto más tiempo pasaba sin que dijera nada, más nervioso me ponía. Dos veces me tapé la boca con las manos para ahogar la risa. Caminábamos despacio, agarrándonos a las matas y a los postes de las cercas para no caer rodando por la cuesta, que era muy accidentada y estaba llena de broques. Aún se desprendía humo de los campos quemados la noche anterior y en medio de la ceniza negra se alzaban como lanzas enhiestas los árboles que no habían reventado ni habían caído a tierra. Al llegar al fondo de la cuesta cogimos el camino de Ocoa. Yo llevaba dos botellas de Coca-Cola vacías que mi tío había escondido en el gallinero.

Delante del colmado había dos mujeres, vecinas nuestras, esperando la guagua para ir a misa.

Puse las botellas encima del mostrador. Chicho dobló El Nacional del día anterior. Cuando puso dos CocaColas llenas junto a las botellas vacías dije: Queremos el depósito.

Chicho se puso de codos en el mostrador y me miró de arriba abajo. ¿Eso es lo que te mandaron hacer?

Sí, dije.

Más te vale que le des este dinero a tu tío, dijo. Me quedé mirando los pastelitos y el chicharrón que guardaba debajo de un cristal salpicado de moscas. De un manotazo, puso las monedas encima del mostrador. No me voy a meter en esto, dijo. Lo que hagas con ese dinero es asunto tuyo. Yo solo soy un comerciante.

¿Cuánto dinero necesitamos de aquí?, le pregunté a Rafa. Todo.
¿No podemos comprar nada de comer?

Guárdalo para un refresco. Luego te va a entrar mucha sed.

Tal vez deberíamos comer algo.

No seas bobo.
¿Y si solo compro un poco de chicle para los dos? Dame ese dinero, dijo.

Okei, dije. Era solo una pregunta.

Pues déjalo ya. Rafa miró hacia la carretera con aire ausente; nadie conocía aquella expresión mejor que yo. Estaba tramando algo. De vez en cuando miraba a las dos mujeres, que hablaban a voces, con los brazos cruzados por encima de sus grandes pechos.

Llegó una guagua dando tumbos, se paró de una sacudida y cuando se montaron las dos mujeres, Rafa se quedó mirando cómo se les marcaba el trasero por debajo del vestido. El cobrador se asomó por la puerta de los pasajeros y dijo: ¿Y entonces? Y Rafa dijo: Lárgate ya, calvo.

¿Qué estamos esperando?, dije. Esa guagua tenía aire acondicionado.

Necesito un cobrador más joven, dijo Rafa, aún mirando hacia la carretera. Yo me acerqué al mostrador y di un golpecito con el dedo en la tapa de cristal. Chicho me dio un pastelito que guardé en el bolsillo y le di una moneda a escondidas. El negocio es el negocio, dijo Chicho, pero mi hermano ni se molestó en mirar. Estaba haciéndole señas a otra guagua.

Vete a la parte de atrás, dijo Rafa. Él se situó en el hueco de la puerta central, con los dedos de los pies hacia fuera, agarrándose con las manos a la parte superior de la puerta. Iba junto al cobrador, que tenía un par de años menos que él. El muchacho intentó obligar a Rafa a que se sentara, pero él sacudió la cabeza y puso una sonrisa que quería decir: Olvídalo, y sin dar tiempo a que discutieran, el conductor metió la primera y puso el radio a todo volumen. La chica de la novela seguía en el hit parade musical. ¿Lo puedes creer?, dijo el hombre que iba a mi lado. Ponen esa vaina cien veces al día.

Muy tieso, me escurrí en el asiento, pero el pastelito ya me había dejado una mancha de grasa en los pantalones. Coño, dije, y sacando el pastelito me lo comí de cuatro bocados. Rafa no estaba mirando. Cada vez que se paraba la guagua, se bajaba de un salto y ayudaba a la gente a subir bultos. Cuando terminaba de ocuparse una hilera de asientos, bajaba el asiento plegable que había en el centro y se lo ofrecía al siguiente pasajero. El cobrador, un muchacho flaco que llevaba un afro, trataba de llegar hasta él sin conseguirlo, y el conductor estaba demasiado ocupado con el radio como para percatarse de lo que sucedía. Dos pasajeros le pagaron a Rafa y él le pasó el dinero al cobrador, que a su vez estaba ocupado en buscar devuelta.

Tienes que tener cuidado con esas manchas, dijo el hombre que iba a mi lado. Tenía los dientes grandes y llevaba un sombrero sin manchas. Se le notaban los músculos de los brazos.

Es que estas cosas sueltan mucha grasa.

Déjame que te ayude. Se escupió en los dedos y empezó a frotarme la mancha, pero al cabo de un rato me estaba frotando la ñema a través de la tela de los pantalones cortos. Sonreía. Le di un codazo, haciéndole retroceder a su asiento. Él echó una ojeada para comprobar si se había dado cuenta alguien.

Maricón, dije.

El hombre siguió sonriendo.

Eres un sucio pájaro mamagüebo, dije. El hombre me agarró del bíceps y apretó con fuerza, en silencio, a escondidas, igual que me hacían mis amigos en la iglesia. Solté un gemido.

Deberías vigilar más esa boca, dijo.

Me levanté y fui hasta la puerta. Rafa dio una palmada en el techo y cuando el conductor aminoró la marcha el cobrador dijo: Ustedes dos no han pagado.

Claro que pagamos, dijo Rafa, empujándome hacia la calle llena de polvo. Te di el dinero de esas dos personas y también pagué lo nuestro. Hablaba con voz cansada, como si se pasara todo el rato metido en discusiones de aquel tipo.

No han pagado.

Vete pa’l carajo. Sí que pagué. Tú tienes el dinero, ¿por qué no lo cuentas y lo compruebas?

Ni se te ocurra intentarlo. El cobrador le puso la mano encima a Rafa, pero Rafa se zafó y le dio una voz al conductor: Dile a este que aprenda a contar.

Atravesamos la carretera y bajamos hasta un conuco de guineos; por detrás nos llegaban las voces del cobrador. Nos quedamos en el campo hasta que oímos que el conductor decía: Olvídalos.

Rafa se quitó la camisa y se dio aire, y entonces yo me eché a llorar.

Se quedó mirándome un momento. Eres un pendejo de la mierda.

Lo siento.
¿Qué coño te pasa? No hemos hecho nada malo. Enseguida me pondré bien. Me limpié la nariz con el antebrazo.

Rafa echó un vistazo en derredor, estudiando la situación.

Si no paras de llorar, te dejo aquí. Se dirigió a una choza calcinada por el sol.

Vi cómo

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