El ciclo del hombre lobo

Stephen King

Fragmento

En algún lugar, muy alta en el cielo, debía de brillar la luna y enviar sus rayos a la tierra, pero aquí, en Tarker’s Mills, una tormenta de enero había ocultado el cielo con la nevada. El viento soplaba con violencia por la desierta Center Avenue. Las máquinas quitanieves, pintadas de color butano, hacía ya mucho tiempo que decidieron dejar su inútil trabajo.

Arnie Westrum, el jefe de señales del ferrocarril GS WM, había quedado aislado por la tormenta en una pequeña caseta de señales a unos catorce kilómetros de la ciudad. La nieve había bloqueado su pequeño automotor de gasolina y decidió esperar a que pasara la tempestad, matando el tiempo haciendo un solitario con su grasienta baraja. Afuera el viento pareció lanzar un agudo grito. Westrum, intranquilo, levantó la cabeza, pero casi enseguida volvió a bajar los ojos para concentrarse en el juego. ¡Al fin y al cabo solo podía tratarse del viento…!

Pero el viento no suele arañar las puertas, ni gemir como pidiendo que se le deje entrar.

Westrum se puso en pie. Un hombre alto, flaco y larguirucho con chaquetón de lana sobre su mono de ferroviario; un cigarrillo Camel le colgaba de la comisura de los labios. Su cara arrugada, típica de los habitantes de Nueva Inglaterra, se iluminó con los tonos suavemente anaranjados de la luz de la lámpara de queroseno que colgaba de una de las paredes de la caseta.

De nuevo sonó aquel ruido, como si alguien arañara en la parte exterior de la puerta. Debe de ser algún perro extraviado que quiere que lo deje entrar, pensó Westrum. Sí, no puede ser otra cosa… Sin embargo no pudo evitar cierta vacilación. Sería inhumano dejarlo fuera con ese frío, se dijo, aunque no puede decirse que haga calor en la caseta (pese a la estufa eléctrica alimentada por una batería, podía ver los halos de vapor que se escapaban de su boca cuando respiraba). Y no obstante seguía dudando. El helado dedo del miedo parecía taladrarle el pecho, exactamente por debajo del corazón. Tarker’s Mills estaba pasando una mala temporada y habían corrido terribles presagios por el pueblo. A Arnie, por cuyas venas corría profusamente la sangre galesa de su padre, no le gustaban nada las cosas que estaban ocurriendo.

Antes de que hubiera decidido qué hacer con aquel extraño visitante llegado de la noche, el suave gemido al otro lado de la puerta se convirtió en un rugido feroz. Se produjo un golpe atronador cuando algo increíblemente fuerte y pesado se lanzó contra la puerta… Aquel «algo» retrocedió…, ¡para volver a golpear de nuevo! La puerta se conmovió en su marco y un soplo de viento dejó entrar por la parte de arriba del quicio, desencajado ya, unos copos de nieve.

Arnie Westrum dirigió la vista a su alrededor buscando algo con que apuntalar la puerta, pero antes de que pudiera hacer otra cosa que tomar la endeble silla en la que estuvo sentado hasta hacía poco, aquel misterioso ser aullador golpeó de nuevo la puerta, con fuerza increíble, produciéndole una gran grieta de arriba abajo.

Por unos momentos, «la cosa» pareció quedarse apresada en la abertura producida en la puerta por la ruptura de algunas de sus tablas, pataleando y embistiendo, con su hocico contraído por un gruñido de rabia y sus amarillos ojos resplandecientes… ¡el mayor lobo que Arnie jamás había visto con anterioridad!

Sus rugidos resonaban terriblemente siniestros, como si fuesen palabras pronunciadas por una garganta humana.

La puerta acabó por astillarse del todo, crujió y cedió. En un momento, aquella «cosa» espantosa estaría dentro.

En un rincón de la cabaña, entre un montón de viejas herramientas, había un pesado pico apoyado en la pared. Arnie se precipitó para hacerse con él. Mientras tanto, el lobo había logrado librarse de la puerta; se abrió paso hacia el interior de la caseta y se agachó como si se preparara a saltar sobre el hombre acorralado, al que miraba fijamente con sus terribles ojos amarillos. Las orejas, echadas hacia atrás, parecían pequeños triángulos de piel peluda casi pegados a la cabeza. La lengua le colgaba jadeante. Tras él, la nieve entraba a ráfagas por la puerta, totalmente rota por el centro.

Con un rugido el animal saltó para atacar a Arnie Westrum, que volteó el pico.

¡Solo una vez!

La luz de la lámpara se reflejaba fuera, desigualmente, sobre la nieve helada y a través de la puerta destrozada.

El viento continuaba aullando y gimiendo.

¡Comenzaron los gritos!

Algo inhumano había llegado a Tarker’s Mill, algo tan invisible como la luna oculta por la tormenta que debía de cabalgar por el cielo, muy alta por encima de nosotros. Era el hombre-lobo, el werewolf. No había ninguna razón especial que justificara su llegada precisamente en esos momentos, como no la habría tampoco para la llegada del cáncer, o de un psicópata que llevara en su mente la idea del asesinato, o de un tornado mortal. Simplemente había sonado su hora, la hora del hombre-lobo, que era esta, como este era precisamente el lugar, esta pequeña ciudad del estado norteamericano de Maine, donde las reuniones de los fieles en la iglesia para su cena semanal de judías hervidas constituía un acontecimiento, donde los niños aún regalaban manzanas a sus maestros y las excursiones al aire libre del Club de los Senior Citizens eran relatadas fielmente en el semanario local. Un semanario que en su próxima edición tendría en sus páginas noticias más tétricas.

Fuera de la caseta, las huellas del hombre-lobo comenzaban lentamente a ser cubiertas por la nieve, que no cesaba de caer. El aullar del viento parecía tener un tono de salvaje alegría, como si disfrutara con la tragedia. Un sonido horrible, desprovisto de corazón, en el que no había nada de Dios ni de Luz. Todo era negro invierno y un hielo oscuro que congelaba el alma.

¡El ciclo del hombre-lobo había comenzado!

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