La mujer de mi vida

Carla Guelfenbein

Fragmento

La mujer de mi vida

I. Diciembre, 2001

1

Dos hombres deslizaron el féretro de Antonio a lo profundo de la fosa y lo cubrieron de tierra. Clara rescató una flor azulina y la arrojó sobre la sepultura. Quise abrazarla, pero algo en ella me detuvo. Más bien, todo en ella me detuvo. Me llevé las manos a los bolsillos para contener el impulso de estrecharla. El viento adquirió una dureza invernal y a lo lejos el lago empezó a encabritarse. Un relámpago anunció la tormenta. Descendimos el monte por un sendero cubierto de hiedra; Clara adelante, la cabeza en alto y una expresión inescrutable. De no ser por la lluvia se hubiera dicho que éramos un grupo de paseantes. Aminoré la marcha para desprenderme del resto. Si alguien franqueaba mi silencio y me preguntaba qué hacía ahí, no podría decirle que Antonio había sido el mejor amigo que llegué a tener, que nos habíamos traicionado hacía quince años y que desde entonces no nos habíamos vuelto a encontrar.
Tras una pronunciada curva del camino, nuestra pequeña caravana se detuvo. Clara me miró. Había esperado su atención todo el día, pero no supe en ese instante qué hacer con sus ojos en los míos. Al cabo de unos segundos reemprendió la marcha. No alcanzó a caminar un par de pasos cuando una sustancia amarillenta emergió de su boca. Su madre intentó en vano sostenerla, mientras el resto de nosotros, perplejo, se quedó mirando a Clara caer en el barro. Nunca imaginé que algo podía doler tanto.

2

Tres días antes había tomado un avión rumbo a Chile. Era la primera vez que viajaba al país de Antonio y Clara. Había tenido la oportunidad de hacer ese viaje muchas veces como reportero, pero siempre me las arreglé para evitarlo, para soslayar los recuerdos. Fueron años saturando mi memoria de vivencias más inmediatas. Sin embargo, un solo gesto bastó para que mi determinación se volviera polvo. Un gesto al cual observé impotente, como a un fenómeno natural, catastrófico e inevitable. Lo supe nada más escucharlo. Ahí estaba en el teléfono, después de quince años, Antonio con su voz perentoria.
—¿Theo, no te acuerdas de mí? —preguntó, ante mi silencio.
Pronto mi desconcierto dio paso a las preguntas convencionales. Mientras lo escuchaba hablar, los recuerdos, batiendo sus alas aceradas, acudieron con la nitidez de los primeros tiempos. En un momento pensé colgarle, pero no lo hice. Tal vez me inspiró la cortesía, la curiosidad, o fue mi flaqueza la que me detuvo. No sólo no le corté, sino que también acepté su invitación para pasar la Navidad en Chile.
Quisiera justificarme diciendo que faltaban apenas dos semanas para Navidad y que probablemente estuviera solo en esas fechas. Pocos días atrás había recibido un mail de Rebecca, la madre de mi hija Sophie, explicándome con cientos de palabras, cuando diez hubieran bastado, que Sophie, ese año, no podría pasar la Navidad conmigo en Londres. Russell, el pudiente texano con quien vivía en Jackson Hole, celebraba sus sesenta años. Mi Navidad se veía como un paseo invernal por los aspectos más patéticos de la vida de los solteros y separados.
Acepté sin pensarlo, sin medir consecuencias, sin preguntarme por qué, después de todo ese tiempo, Antonio me invitaba al fin del mundo, como él lo llamó. Acepté sin recordar mis esfuerzos por olvidarlo todo, sin preguntarme siquiera si Clara estaría ahí.
*
Dos semanas después cerraba la puerta de mi departamento y viajaba a Chile. Apenas subí al avión me tomé un par de whiskies y una píldora para dormir. Un 24 de diciembre por la tarde, después de un tránsito en Santiago, aterricé en Puerto Montt. Mientras recogía mi maleta de una cinta rodante, supe que la intensidad con que el corazón me daba tumbos tenía sus fundamentos. No estaba preparado para lo que me esperaba. Para encontrarme con Clara y menos aún para verlos juntos. ¿Por qué Antonio me había ocultado su presencia?
Cuando la conocí no tenía más de veinte. Al cabo de quince años su cuerpo de bailarina permanecía intacto, y sus suaves rasgos de entonces habían dado paso a una madurez más afilada. La abracé con mesura. Las emociones habían emigrado de mi cuerpo, protegiéndome del ridículo.
—Es increíble tenerte aquí —dijo, y me estrechó con fuerza.
Antonio me dio un par de palmadas en la espalda y luego, como movido por un impulso, me abrazó. Nos miramos un instante, escrutándonos, deseando inconscientemente, o tal vez con plena conciencia, que fuera el otro quien hubiera salido más dañado por la lija del tiempo. Antonio guardaba su estampa imponente. Aunque no había engordado, cierta pesadez en sus movimientos hacía pensar en una vida sedentaria.
Nos subimos a una camioneta y pronto el aeropuerto quedó atrás. Hablamos de mi viaje, del lugar al cual nos dirigíamos, y de lo grato que resultaba pasar las fiestas de fin de año lejos de las ciudades. Clara iba sentada en el asiento trasero y al volverme para intentar hablarle, el sol de la tarde estrellándose en sus gafas oscuras me impedía ver sus ojos. Apenas tuve la oportunidad, les conté que tenía una hija. Les mostré incluso una foto de Sophie. Necesitaba hacerlo. Quería que ambos supieran que no estaba solo en el mundo. Deseaba, además, poner mis cartas sobre la mesa para que ellos hicieran lo mismo. Sin embargo, Antonio no dijo nada que me diera una idea de la vida que llevaban, ni del lazo que los unía. Contó anécdotas de apariencia intrascendente, deteniéndose en detalles de los cuales parecía gozar, pero que para mí carecían de sentido. Era como entrar en un laberinto sin un hilo que me guiara de vuelta a la luz. En tanto, Clara, con una plácida sonrisa que no se despegaba de sus labios, parecía gozar de mi desconcierto, de las trampas que, como el Minotauro, Antonio me tendía, para que yo, su presa, desesperara. Seguí cada uno de sus movimientos, los de ambos, desde el instante que los vi en el aeropuerto, esperando que sus cuerpos se tocaran, que una mirada revelara la naturaleza de su vínculo. Me enteré al menos que Clara había abandonado la danza y que ahora escribía e ilustraba cuentos para niños. Recordé los dibujos que llenaban las páginas de su diario rojo, aquel que llevaba consigo a todas partes.
La carretera se volvió un camino de tierra apenas trazado, que se elevaba y descendía a través de cerros boscosos y praderas. Las residencias veraniegas desaparecieron, dando paso a una que otra casucha, desde cuya única ventana un par de ojos negros nos observaba pasar. Después de incontables vueltas y saltos nos encontramos en la cima de un monte, donde se alzaba una cabaña de madera. Abajo divisé la extensión azul de un lago.
Pensé que al traerme a su reducto, al lugar que compartía con Clara, Antonio tal vez se estuviera vengando de mí.
En la cabaña nos aguardaban Marcos, un antiguo amigo de Antonio, a quien yo había conocido en Londres, y Pilar, su mujer. Por su entusiasmo, era evidente que hacía rato habían iniciado la celebración navideña. La cabaña no era grande, si bien el ventanal que se abría al lago y a los cerros provocaba una sensación de amplitud. Acostumbrado a las estrechas ventanas de las casas de campo de mi país, esa súbita exposición me produjo un sentimiento de pudor. Un sofá dotado de numerosos y coloridos cojines dominaba la sala. De una de las paredes colgaba un fragmento de la hélice de un avión.
Marcos se abalanzó sobre mí en un descontrolado gesto que por poco le hace perder el equilibrio. El suéter echado sobre los hombros y el contraste de su piel bronceada con su abundante pelo gris, le daban un aspecto de galán maduro, muy diferente al revolucionario que yo había conocido en Londres.
Después de un rato, Antonio me acompañó a la pieza donde alojaría. La habitación tenía un solo cuadro: un grabado que mostraba a Darwin entrevistándose con los indígenas de la Patagonia. Dos espejos ovalados en las puertas de un armario reflejaban nuestras figuras. Mientras yo sacaba algunas cosas de mi maleta, Antonio se sentó en la cama y, mirando por la ventana, dijo:
—No sé por qué siempre imaginé esto.
—¿A qué te refieres, a este lugar, a este encuentro? —pregunté desorientado.
—Algún día debo haberte leído ese poema que le escribió Horacio a su mejor amigo. Le habla de un lugar, Tarento, donde encuentra fin a su hastío. ¿Recuerdas?
—Sí, algo. «Tú, que estás dispuesto a acompañarme hasta...».
—«Hasta Gades, el remoto Cantábrico y hasta el fin del mundo...». ¿Recuerdas cómo termina?
—En realidad, no.
—«Allí tú rociarás con una lágrima ritual las cenizas aún calientes de tu amigo poeta» —concluyó la frase Antonio.
—Tú y tus tragedias. Está claro que no has cambiado nada —dije.
Él soltó una carcajada y se levantó para abrazarme.
—Por suerte, ¿no crees? Que ciertas cosas nunca cambien —dijo con una expresión satisfecha.

3

Estoy seguro que cada momento contiene los momentos futuros, sólo que no podemos descifrarlos. Es al mirar atrás cuando la composición oculta de las cosas se hace patente, y en ese instante nos decimos que todo ha ocurrido de la forma que tenía que ocurrir. Un ojo más atento, un ojo capaz de ver a través de lo invisible, hubiera percibido las señas. Pero, a excepción del críptico diálogo que sostuve con Antonio esa tarde, nada presagiaba lo que ocurriría días después.
Apenas Antonio me dejó en la habitación, llamé a Sophie para desearle una feliz Navidad. Entusiasmada, me contó que en la fiesta de Russell habría fuegos artificiales, músicos, y el camino que llevaba al río estaría iluminado con estrellas de colores. Me preguntó si mi regalo llegaría ese día o tendría que esperar hasta el siguiente. Con el ajetreo de mi viaje a Chile y la inquietud que me producía, había olvidado enviárselo por courier. No era la primera vez que me sucedía algo así. Su voz se volvió cortante. La imaginé mirando al frente con altivez desde el pedestal de sus ocho años. Me dijo que debía terminar algo que estaba haciendo y que la llamara más tarde. La voz de Sophie y sus acusaciones solapadas, tan propias de un adulto, me ofuscaron. No era fácil ser padre a la distancia. Cada descuido, cada palabra, materiales volubles y reversibles en la cotidianidad, adquirían un peso que después me era difícil contrarrestar.
Antonio, Marcos y Pilar me esperaban en la terraza. Clara había bajado al lago a bañarse.
—Clara te dejó esto —dijo Antonio, extendiéndome una copa de pisco sour—, lo preparó especialmente para ti.
A lo lejos vi la silueta de Clara internándose en el agua. Recordé sus piernas bien formadas de bailarina, su abdomen marcado a ambos costados por un par de músculos, y sus preciosos pechos. Nada de esto podía verlo, pero acudió a mi memoria, como había acudido mil veces en el transcurso de esos años.
El sol al descender encendió el paisaje, revelando sus detalles: los troncos anaranjados y sinuosos de los arrayanes, el verde profundo de los boldos, la filigrana del roble chileno; árboles que Antonio fue nombrando uno a uno, como si al designarlos los hiciera suyos. Al cabo de un rato vimos a Clara que subía el cerro hacia la cabaña. Entonces, como lo había hecho con los árboles, Antonio la nombró:
—Clara. —Cogió una copa por su base, la alzó a la altura de sus ojos y la siguió mirando a través del vidrio opaco.
—¿Está todo bien? —preguntó, sin mirar a nadie en particular, cuando estuvo con nosotros en la terraza. Luego, dirigiéndose a mí, agregó—: Disculpa, Theo, que desapareciera así, pensé que querrían estar un momento a solas.
Advertí que era ella quien necesitaba estar a solas antes de continuar; tal vez, toda esa situación le resultaba tan difícil como a mí. De igual manera, me llevaba ventaja. Estaba al tanto de mi visita de antemano. Yo, en cambio, aún no lograba asimilar su inesperada presencia.
Clara y Pilar entraron a la cocina. Terminé la copa de pisco sour y las seguí. Mi intención era ayudarlas, pero ambas se negaron. Por la ventana se vislumbraban las praderas extensas y reverdecidas.
—¿Hace mucho tiempo que tienen esta cabaña?
—Unos cinco años —respondió Clara—. Marcos y Pilar nos trajeron aquí por primera vez.
Pilar me contó la historia del entorno. Con satisfacción, afirmaba que ella y Marcos habían sido los primeros extraños en llegar hasta ahí y asentarse.
—Uno de estos días vamos a ir de paseo a su casa, te va a encantar —dijo Clara afanada en sus labores.
En un momento se dio vuelta y me miró con detención, como si intentara atrapar un recuerdo.
—Has cambiado, Theo —dijo sonriendo.
Al fin y al cabo, todo se reducía a identificar y discernir entre lo que había quedado intacto y lo que se había alterado con el tiempo, como si fuera en la vida transcurrida de los otros donde pudiéramos medir la nuestra. Le habría dicho que ella no había cambiado mucho, pero eso habría significado expresarle que mis sentimientos tampoco se habían modificado. Hice un gesto de resignación que intentaba ser divertido y salí de la cocina.
Me senté junto a Antonio y Marcos. Charlaban frente al paisaje oscurecido. De la chimenea llegaba el calor de los troncos. Antonio llenó mi vaso. Contó que su plan era abandonar la ciudad, trasladarse a vivir a esa cabaña, y desde ahí seguir escribiendo las columnas que publicaba en diversos periódicos. Cuando intenté averiguar qué tipo de columnas escribía, ambos rieron. Al parecer, su labor principal era despotricar contra todo. Intenté saber también lo que había ocurrido con sus ideales de antaño, pero él soslayó mi pregunta mencionando a los clásicos, quienes al parecer, de un hobby en sus tiempos de universidad, se habían vuelto una genuina pasión.
—Cicerón divide a los hombres entre aquellos que se entrenan para alcanzar la gloria, los que buscan comprar o vender, y los que se dedican a contemplar lo que pasa y de qué forma. Parece que me he transformado en uno de estos últimos —dijo con una sonrisa irónica—. ¿No estás de acuerdo, Marcos?
Marcos hizo un gesto vago, que bien podía ser de asentimiento, y se levantó a atizar el fuego. Antonio encendió un cigarro. La luna, desde algún lugar, alumbraba las pendientes que se hundían en el lago.
—¿Y tu padre? —le pregunté entonces, sabiendo que mencionarlo era traer un recuerdo que a ambos nos incomodaría.
—Murió hace más de diez años. Un cáncer de páncreas —dijo sin mirarme.
Su acritud fue elocuente. Entendí que con esa escueta explicación había concluido.
Eran demasiadas las cosas que no se podían nombrar, demasiados los momentos que ninguno de los tres quería recordar y que estaban aún ahí, después de todos esos años, acechando en los rincones de nuestra memoria, de nuestra conciencia, esperando el instante para arremeter.
—Cuéntame más de tu hija, Sophie. ¿Quién es su madre? —preguntó entonces, trasladando nuestra conversación a terrenos más inocuos. Pronunció las palabras «hija» y «Sophie» con delicadeza. Se inclinó hacia delante y mirándome esperó que yo hablara.
En mi largo viaje en avión había revisado uno a uno los momentos memorables de mi vida como reportero de guerra. Había sido Antonio quien me iniciara, por él y por Clara había reunido las agallas, el idealismo y la rabia suficientes para quedarme en las trincheras todo ese tiempo. Y ahora que Antonio estaba frente a mí tenía una imperiosa y pueril necesidad de mostrarme ante él como un hombre valiente, dispuesto a dar la vida por un puñado de certezas. Pero nada de eso parecía tener lugar en su reducto. Por el momento, no tenía otra alternativa que contarle cómo Rebecca había llegado a ser la madre de mi única hija. Podría haber callado, pero daba lo mismo cuál fuera la puerta de ingreso que Antonio escogiera, al final tendríamos que desembocar en ese sitio que había permanecido sellado durante quince años. Era impensable que me hubiera convocado a ese lugar remoto para compartir un par de copas y hablar de cosas que en última instancia no le incumbían.
Clara salió de la cocina y se internó en una pieza contigua a la mía. Antonio interceptó mi mirada y sonrió.
Me dieron ganas de transformar a Rebecca en una de esas mujeres que marcan la vida de hombres, de países, y ocultar su verdadera identidad, la de una norteamericana cuyo mayor atributo era un cuerpo capaz de volver loco a cualquiera.
—Conocí a Rebecca en México. Yo estaba ahí para cubrir las elecciones y ella era la cantante nocturna del hotel donde nos hospedábamos la mayoría de los reporteros. Estuvimos juntos tres semanas. Durante el día cumplía mis labores y por las noches la escuchaba cantar en el hotel. Los primeros días resultaron excitantes, pero luego Rebecca perdió su misterio. Resultó ser una de esas mujeres que dicen las cosas con demasiada franqueza y que reducen todo a un par de premisas con olor a jabón. —Ambos asintieron con una sonrisa, estableciendo esa complicidad propia de los hombres cuando se refieren a las mujeres y que no me produjo una sensación agradable—. Al término de las elecciones partí a Londres —continué—. Rebecca me llevó al aeropuerto. Cuando nos despedíamos me reveló su embarazo. Nueve meses después nació Sophie.
—¿Vives con tu hija? —me preguntó Antonio.
—No, no vivo con ella.
Tocaba el punto más doloroso. No vivía con Sophie, ni nunca habíamos estado juntos más de dos semanas seguidas. A pesar de las múltiples justificaciones que tenía, como la naturaleza de mi trabajo y el apego de Sophie a su madre, era algo que me remordía en la conciencia y que no estaba dispuesto a compartir con Antonio.
Por fortuna, Clara y Pilar aparecieron en la sala. Clara traía unos pantalones holgados y sandalias. Un pañuelo tornasolado cubría su pecho, dejando al descubierto su vientre plano y tostado. Se había cogido el pelo en un rodete.
—Estás preciosa —dijo Antonio clavando sus ojos en mí.
Supuse que me correspondía decir algo, pero callé. Las miradas de Antonio comenzaban a sulfurarme. ¿Necesitaba mi deseo de Clara para enardecer el suyo? ¿O era yo el espectador que precisaba para que su vida adquiriera consistencia? Como sea, me resultaba difícil no mirarla. La gracia de sus gestos, el vigor de su cuerpo, el ímpetu de su mirada, todos aquellos rasgos que en una adolescente aparecían excesivos, con la madurez se habían asentado, volviéndose más poderosos.
Clara se sentó junto a Antonio. En un gesto de pertenencia, él comenzó a acariciarle el cuello. Clara permeneció rígida. Marcos, como si también a él le correspondiera una expresión de afecto, cogió a su mujer de una mano y la instó a acercársele. Aunque advertí algo falso en todo ese despliegue de intimidad, me era difícil soportarlo. Sentí un calambre en el estómago y ganas de ir al baño. Era mi única salvación: encerrarme protegido por la familiaridad de mis intestinos.
Cuando salí del baño no resistí la tentación de asomarme a la pieza de Antonio y Clara. A diferencia del resto de la cabaña, más bien espartana, su cuarto tenía un aire acogedor. Las paredes estaban cubiertas de una tela oscura y en el suelo resaltaba una alfombra de lana sin trabajar. Junto a una butaca de cuero, una lámpara de pie encendida irradiaba un resplandor cobrizo. Pero lo que me produjo verdadera conmoción fue divisar sobre una mesilla de noche el cuaderno de tapas rojas de Clara. ¿Por qué lo traía consigo después de todos esos años? De buena gana lo habría cogido. Si de algo tenía certeza era de que en ese cuaderno, Clara había escrito, día a día, lo ocurrido ese verano de 1986.
De vuelta en la sala, la cena estaba servida. Antonio insistió que me sentara en la cabecera.
—Antonio y Clara siempre hablan de ti —dijo Pilar—. Parece que se la pasaban muy bien en esos tiempos.
—Intento siempre pasármelo bien —respondí.
Un perro famélico se asomó al ventanal moviendo la cola con vehemencia.
—¿Oíste, Marcos? Esa sí que es una buena premisa de vida —intervino Pilar, al tiempo que se echaba un trozo de pan a la boca.
—A veces, por más esfuerzos que hagamos, eso de pasársela bien no resulta —señaló Marcos sin mirar a nadie en particular.
—Está todo en tu cabeza, ¿no te das cuenta? —declaró Pilar.
Y mientras pronunciaba estas palabras no era a Marcos, su marido, a quien miraba. Sus ojos estaban fijos en Antonio con una porfía que bordeaba la impertinencia.
—¿No estás de acuerdo conmigo, Antonio? —le preguntó.
Marcos empezó a balancearse en su silla y a marcar el ritmo de la música con la suela de su zapato.
—No es necesario, Pilar, de veras... —intervino Clara con una seriedad repentina.
Antonio, sin responder, se levantó con un pedazo de carne en la mano, abrió el ventanal y se lo dio al perro mientras acariciaba su lomo huesudo.
Haciendo caso omiso de las palabras de Clara, Pilar continuó:
—Hace rato estás en edad de conformarte con lo que tienes. Y de gozarlo. Como esto, por ejemplo —alzó la barbilla y miró hacia un punto indefinido, refiriéndose no a ella, supongo, sino a ese momento que compartíamos. Una vez más miró a Antonio.
No estaba seguro, pero tenía la fuerte impresión de que ese encaramiento de Pilar a su esposo no era más que una forma de hablarle a Antonio sin tener que arrojarle las palabras a la cara. En todo caso, su manera de expresarse me pareció tan inapropiada que sentí vergüenza ajena.
En tanto, la luna se había asomado por el ventanal. Nos quedamos unos instantes en silencio, observando la luz que se extendía en el lago y alcanzaba los cerros vecinos. Las últimas palabras de Pilar, en su lectura más amplia, no sonaban tan vacías. Ahí estábamos ante una cena de Navidad nada despreciable, y la luna, sin timidez, nos lo recordaba.
Cuando terminamos de comer nos sentamos en la sala. Después de servirnos café, Clara se sentó junto a Antonio en el sofá y encendió un puro. Un disco de Joni Mitchell aplacó el ladrido del perro que, apostado en la ventana, aguardaba otra recompensa como la que había obtenido hacía un rato.
—¿Recuerdas cuando te llevé por primera vez a Wivenhoe? —me preguntó Antonio.
Él sabía que era imposible que lo hubiera olvidado.
—Cómo no me voy a acordar, sobre todo la teoría de la francesa presumida sobre Parménides —dije por agregar algo.
—Y el argentino siempre intentando seducir a Clara— intervino Antonio con una sonrisa distante, suficiente, como si él, entre todos, hubiera sido el único hombre inmune a sus encantos.
Clara se alzó de su sitio con brusquedad y se apostó contra la ventana. Antonio jugaba conmigo y con Clara. Batía los hilos de la conversación, de nuestros gestos, de nuestros pensamientos. Al igual que en otros tiempos.
Consciente de la irritación de Clara, Antonio me preguntó por Londres, por los lugares que solíamos frecuentar. Había encontrado una forma de volver al pasado proyectándolo al presente; trazaba una ruta por donde podíamos atravesar los recuerdos sin dañarnos. No escatimé detalles. Sin embargo, de pronto me di cuenta que mis palabras no le interesaban, que había partido lejos.
Clara, en cambio, me miraba atenta, como si en medio de ese vendaval de emociones soterradas se aferrara a algo más o menos sólido. Me preguntó si había visitado recientemente su barrio, Swiss Cottage. Le conté que estaba lleno de construcciones nuevas, bastante lujosas para los estándares de antaño. En un momento guardé silencio, intentando recordar alguna reseña más específica.
—Hace un siglo de todo eso, ¿verdad? —observó.
—Un siglo y medio —precisé. Ambos reímos sin dejar de mirarnos.
Por un instante tuve la sensación de que tan sólo ella y yo estábamos ahí. Juntos otra vez.
—Theo es reportero de guerra, ¿sabían? —dijo de golpe Antonio dirigiéndose a Marcos y Pilar.
—Algo nos habías comentado. Me parece increíble en realidad —declaró Marcos.
Antonio cruzó las piernas y se echó hacia atrás.
—Siempre me he preguntado qué induce a las personas a hacer algo así. Me refiero a llevar esa vida nómada, solitaria, peligrosa... De verdad me es difícil entenderlo, y lo digo con todo respeto —continuó Marcos.
—Informar. Ya sabes, cuando los buenos no hacen nada, los malos triunfan —dije, a sabiendas que estaba siendo insoportablemente correcto.
—Suenas como las películas —dijo Pilar.
—Si quieres que te diga la verdad, son las palabras de una corresponsal de la CNN cuando intentaba, después de la muerte de un buen amigo en Sierra Leona, justificarse a sí misma el hecho de abandonar a su hijo para partir una vez más a la guerra.
Tenía por fin la oportunidad de explayarme con las historias que había preparado, pero un nudo en la garganta me impidió seguir hablando. El amigo a quien me refería era Miguel Gil, un reportero español que había muerto en una emboscada hacía poco más de un año. Su muerte, junto a Kurt Schork, había calado hondo en nosotros. Pero no tenía sentido continuar. Cualquier cosa que dijera sería insustancial. Es lo que ocurre cuando intentas traer el horror a las conversaciones de sobremesa. Se crea una membrana sólida, que no sólo deja fuera la miseria humana, sino que además transforma en presunción la ínfima dosis de realidad que logra traspasar la barrera.
—Hay otras cosas —dije, sin saber por dónde fugarme.
—¿Como qué? —preguntó Clara.
—No sé, por ejemplo tener plena conciencia de que estás vivo y que tal vez eso basta.
Lo que había dicho no era cierto, ni falso, pero al menos no comprometía mi memoria, ni nada que me importara.
—Eso suena New Age... me gusta —intervino Pilar.
—Al final, todo se reduce más o menos a lo mismo —dije—: optar por vivir en lugar de morirse, y en el camino imaginar que no estás tan solo, que lo que haces y eres le importa a alguien...
Mis palabras no eran más que la repetición de una rutina; sin embargo, Antonio, quien había mantenido la actitud distante y satisfecha del anfitrión, intervino de pronto:
—Me parece estupendo que las cosas se hayan vuelto tan simples para ti, Theo. De veras. Ojalá yo pudiera decir lo mismo.
No quise responderle, sobre todo porque vi que Clara se mordía el labio inferior y sepultaba los ojos en el suelo. Por primera vez desde mi llegada reconocí las huellas que había dejado el tiempo en su rostro. Era como si bajo su piel, aún tersa pero no tan brillante como en su juventud, yaciera un fondo de cansancio, incluso de dolor.
—Cuéntanos algo fascinante —pidió Pilar moviendo los brazos en un gesto teatral—. Adoro las historias de guerra —agregó, y dejó escapar un chillido de pájaro.
Pensé que las mujeres a cierta edad deben evitar exponerse de esa forma, porque todo lo que en una joven parece sensual, en ellas se vuelve patético. Mi expresión debió delatarme.
—Todos tenemos derecho a divertirnos, darling —dijo.
Antes que yo lograra abrir la boca, Antonio se interpuso.
—Wivenhoe. Qué tiempos, ¿verdad? —Volvía obstinado a ese lugar—. ¿Recuerdas nuestra excursión al supermercado? Nunca voy a olvidar tu cara de terror, Theo. Nunca. —En este punto lanzó una carcajada.
La rabia que me produjeron sus palabras debió ser evidente; quise decirle algo, desafiarlo a que me revelara la razón por la cual me agredía de esa forma tan vulgar, pero como siempre, me contuve.
Clara tomó la mano de Antonio. No era un gesto de ternura, sino más bien de contención.
—Discúlpame, Theo —musitó Antonio con una expresión que se había vuelto apesadumbrada. Turbado, ciñó mi hombro.
Ya nadie volvió a hablar. Marcos, con los ojos inyectados, movía la cabeza a un lado y otro como si lamentara algo.
No mucho rato después, la pareja emprendió la marcha. Su casa no estaba lejos. La luna se había instalado en el firmamento con su luz casi diurna.
Clara encendió otro puro y se sentó en los peldaños de la terraza. Antonio recorrió la cabaña apagando las luces con esa solemnidad tan propia de él. Lo imaginé como un sereno que recorre las calles por la madrugada extinguiendo las farolas. Después, con su vaso de whisky, se sentó junto a Clara. Ella cerró los ojos como quien entorna una puerta. Yo, en tanto, movido por una creciente desazón, me sumergí en la cocina y me dispuse a lavar la vajilla.
No había avanzado mucho en mi labor cuando vi a Clara apoyada en el marco de la puerta con su puro en la mano.
—Déjalo, Theo. Mañana viene una mujer a

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos