Rosario Tijeras

Jorge Franco

Fragmento

Uno

Como a Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le daban un beso, confundió el dolor del amor con el de la muerte. Pero salió de dudas cuando despegó los labios y vio la pistola.

—Sentí un corrientazo por todo el cuerpo. Yo pensé que era el beso… —me dijo desfallecida camino al hospital.

—No hablés más, Rosario —le dije, y ella apretándome la mano me pidió que no la dejara morir.

—No me quiero morir, no quiero.

Aunque yo la animaba con esperanzas, mi expresión no la engañaba. Aun moribunda se veía hermosa, fatalmente divina se desangraba cuando la entraron a cirugía. La velocidad de la camilla, el vaivén de la puerta y la orden estricta de una enfermera me separaron de ella.

—Avisale a mi mamá —alcancé a oír.

Como si yo supiera dónde vivía su madre. Nadie lo sabía, ni siquiera Emilio, que la conoció tanto y tuvo la suerte de tenerla. Lo llamé para contarle. Se quedó tan mudo que tuve que repetirle lo que yo mismo no creía, pero de tanto decírselo para sacarlo de su silencio, aterricé y entendí que Rosario se moría.

—Se nos está yendo, viejo.

Lo dije como si Rosario fuera de los dos, o acaso alguna vez lo fue, así hubiera sido en un desliz o en el permanente deseo de mis pensamientos.

—Rosario.

No me canso de repetir su nombre mientras amanece, mientras espero a que llegue Emilio, que seguramente no vendrá, mientras espero que alguien salga del quirófano y diga algo. Amanece más lento que nunca, veo apagarse una a una las luces del barrio alto de donde una vez bajó Rosario.

—Mirá bien donde estoy apuntando. Allá arriba sobre la hilera de luces amarillas, un poquito más arriba quedaba mi casa. Allá debe estar doña Rubi rezando por mí.

Yo no vi nada, sólo su dedo estirado hacia la parte más alta de la montaña, adornado con un anillo que nunca imaginó que tendría, y su brazo mestizo y su olor a Rosario. Sus hombros descubiertos como casi siempre, sus camisetas diminutas y sus senos tan erguidos como el dedo que señalaba. Ahora se está muriendo después de tanto esquivar la muerte.

—A mí nadie me mata —dijo un día—. Soy mala hierba.

Si nadie sale es porque todavía estará viva. Ya he preguntado varias veces pero no me dan razón, no la registramos, no hubo tiempo.

—La muchacha, la del balazo.

—Aquí casi todos vienen con un balazo —me dijo la informante.

La creíamos a prueba de balas, inmortal a pesar de que siempre vivió rodeada de muertos. Me atacó la certeza de que algún día a todos nos tocaba, pero me consolé con lo que decía Emilio: ella tiene un chaleco antibalas debajo de la piel.

—¿Y debajo de la ropa?

—Tiene carne firme —respondió Emilio al mal chiste—. Y contentate con mirar.

Rosario nos gustó a todos, pero Emilio fue el único que tuvo el valor, porque hay que admitir que no fue sólo cuestión de suerte. Se necesitaba coraje para meterse con Rosario, y así yo lo hubiera sacado, de nada hubiera servido porque llegué tarde. Emilio fue el que la tuvo de verdad, el que se la disputó con su anterior dueño, el que arriesgó la vida y el único que le ofreció meterla entre los nuestros. «Lo mato a él y después te mato a vos», recordé que la había amenazado Ferney. Lo recuerdo porque se lo pregunté a Rosario:

—¿Qué fue lo que te dijo, Farley?

—Ferney.

—Eso, Ferney.

—Que primero mataba a Emilio y después me mataba a mí —me aclaró Rosario.

Volví a llamar a Emilio. No le pregunté por qué no venía a acompañarme, sus razones tendría. Me dijo que él también seguía despierto y que seguramente más tarde pasaría.

—No te llamé para eso, sino para que me dieras el teléfono de la mamá de Rosario.

—¿Supiste algo? —preguntó Emilio.

—Nada. Siguen ahí adentro.

—Pero qué, ¿qué dicen?

—Nada, no dicen nada.

—¿Y ella te dijo que le avisaran a la mamá? —preguntó Emilio.

—Eso dijo antes que se la llevaran.

—Qué raro —dijo Emilio—. Hasta donde yo supe, ya no se hablaba con su mamá.

—No hay nada de raro, Emilio, ahora sí como que es en serio.

Rosario siempre ha luchado por olvidar todo lo que ha dejado atrás, pero su pasado es como una casa rodante que la ha acompañado hasta el quirófano, y que se abre espacio a su lado entre monitores y tanques de oxígeno, donde la tienen esperando a que resucite.

—¿Cómo dijo que se llamaba?

—Se llama —le corregí a la enfermera.

—Entonces, ¿cómo se llama?

—Rosario —mi voz dijo su nombre con alivio.

—¿Apellido?

Rosario Tijeras, tendría que haber dicho, porque así era como la conocía. Pero Tijeras no era su nombre, sino más bien su historia. Le cambiaron el apellido, contra su voluntad y causándole un gran disgusto, pero lo que ella nunca entendió fue el gran favor que le hicieron los de su barrio, porque en un país de hijos de puta, a ella le cambiaron el peso de un único apellido, el de su madre, por un remoquete. Después se acostumbró y hasta le acabó gustando su nueva identidad.

—Con el solo nombre asusto —me dijo el día en que la conocí—. Eso me gusta.

Y se notaba que le gustaba, porque pronunciaba su nombre vocalizando cada sílaba, y remataba con una sonrisa, como si sus dientes blancos fueran su segundo apellido.

—Tijeras —le dije a la enfermera.

—¿Tijeras?

—Sí, Tijeras —le repetí imitando el movimiento con dos dedos—. Como las que cortan.

—Rosario Tijeras —anotó ella después de una risita tonta.

Nos acostumbramos tanto a su nombre que nunca pudimos pensar que se llamara de otra manera. En la oscuridad de los pasillos siento la angustiosa soledad de Rosario en este mundo, sin una identidad que la respalde, tan distinta a nosotros que podemos escarbar nuestro pasado hasta en el último rincón del mundo, con apellidos que producen muecas de aceptación y hasta perdón por nuestros crímenes. A Rosario la vida no le dejó pasar ni una, por eso se defendió tanto, creando a su alrededor un cerco de bala y tijera, de sexo y castigo, de placer y dolor. Su cuerpo nos engañaba, creíamos que se podían encontrar en él las delicias de lo placentero, a eso invitaba su figura canela, daban ganas de probarla, de sentir la ternura de su piel limpia, siempre daban ganas de meterse dentro de Rosario. Emilio nunca nos contó cómo era. Él tenía la autoridad para decirlo porque la tuvo muchas veces, mucho tiempo, muchas noches en que yo los oía gemir desde el otro cuarto, gritar durante horas interminables sus prolongados orgasmos, yo desde el cuarto vecino, atizando el recuerdo de mi única noche con ella, la noche tonta en que caí en su trampa, una sola noche con Rosario muriéndose de amor.

—¿A qué horas la trajeron? —me preguntó la enfermera, planilla en mano.

—No sé.

—¿Como qué horas serían?

—Como las cuatro —dije—. ¿Y qué horas serán ya?

La enfermera volteó a mirar un reloj de pared que estaba detrás.

—Las cuatro y media —anotó la enfermera.

El silencio de los pisos es violentado a cada rato por un grito. P

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