El Prolijito
A guardar, a guardar,
cada cosa en su lugar.
Conrado era extremadamente puntual, estructurado, minucioso, predecible y especialmente prolijo.
Se cree que cuando nació, no lloró por la palmada que le dio el obstetra, sino por el atraso de 28 segundos en llegar a destino, el desorden de los instrumentos utilizados y la desprolijidad de algodones, apósitos, líquidos y coágulos diseminados en la zona de recepción.
Quizá por eso eligió tener una vida ordenada y metódica.
Se levantaba siempre a la misma hora, realizaba el mismo recorrido para llegar a su trabajo, almorzaba lo mismo en el mismo lugar. Regresaba exactamente a las 19.37. Se purificaba en la ducha. Colgaba su traje, enhebraba su corbata y cinturón en el barral del placard, lustraba sus zapatos y los colocaba perfectamente paralelos en el lugar adjudicado, doblaba su camisa, sus medias y su calzoncillo —dedicándole la misma unción que un soldado pondría con una bandera arriada— y a paso redoblado los depositaba en la canasta de la ropa usada (detestaba usar la palabra “sucia” para referirse a su muda).
Los lunes cenaba con sus amigos; los martes visitaba a su madre; los miércoles acomodaba —más aún— la casa; el jueves iba a nadar al club; el viernes alquilaba una película; el sábado llevaba al lavadero las prendas acopiadas durante la semana y corría por Palermo; el domingo almorzaba con su hermana y llevaba a pasear a sus sobrinos.
Cuando le presentaron a Pura, le impactó su pulcra e impecable presencia. Pensó que podría ser compatible con el cine de los viernes, la corrida por Palermo de los sábados y, quizás más adelante, si la relación se afianzaba, la salida de los domingos con sus sobrinos.
Un viernes, tras compartir en la penumbra del living el video alquilado, sus pieles se rozaron, los labios se buscaron y las tímidas caricias se desparramaron en los sorprendidos cuerpos. Comenzaron a palparse y reconocerse en una acompasada composición de suspiros y jadeos.
Conrado le desprendió prolija y cuidadosamente los botones de la blusa.
Ella le quitó la camisa.
Él le deslizó la pollera.
Ella le bajó la cremallera del pantalón y se lo sacó.
Las prendas fueron cayendo alrededor en una suerte de corola de telas.
Cuando no hubo más por desprender, ni desechar, las pieles se frotaron en una armónica coreografía orquestada en ritmo crescente.
Pero antes que la batuta pudiera entrar en el último acorde, Conrado detuvo la orquesta, se separó, se irguió, buscó a tientas el velador y lo encendió.
Pura entreabrió pudorosa los ojos y las piernas esperando el embate masivo y terminal allegro y vivace, con luces, bombos y platillos, cuando, sorprendida, vio cómo su director de orquesta levantaba del suelo su pantalón y camisa y los colgaba cuidadosamente en una percha, enhebraba la corbata y el cinturón en el barral y colocaba cada media en el zapato correspondiente, para luego, tranquilo y satisfecho, continuar la tarea interrupta, inaugurando así el nuevo ritual de los viernes.

Comentario
En “El prolijito”, la rigidez, la incapacidad de cambio o el temor de incorporar nuevas actitudes, o adaptarse a situaciones distintas de las ya aceptadas y programadas, determinarán un empobrecimiento, una poda a sus deseos y un recorte a su libertad.
Por lo general, suele tratarse de individuos muy minuciosos, prolijos y lentos (por el tiempo que les impone el control de cada acto) y que al expresarse utilizan muchos detalles, aclaraciones y repeticiones y que cumplen metódicamente cada acción sin tolerar ninguna variación.
Esta estructura ritualista puede no ser demasiado molesta, si su prolijidad y sus rituales son leves y quedan restringidos a su vida privada, o si encuentra una pareja o par que comparta sus hábitos o que, al menos, no le resulten incompatibles.
En casos más severos y patológicos, nos enfrentamos a conductas obsesivas, en las que se recurre a complicados rituales para anular y controlar mágicamente el peligro de una situación que consideran persecutoria, o bien se intenta “desactivar” un pensamiento “malo” mediante otro “bueno” motivando una continua preocupación y desgaste.
Un ejemplo de esto es lo que le sucedió a Marisa, una niña de 12 años que padecía un tic que consistía en mover constante y compulsivamente los labios simulando un beso, seguido de un chasquido de la lengua contra el paladar, lo que le motivaba constantes burlas de sus compañeros.
A través de la terapia se pudo conocer el origen de esta situación:
Meses atrás, en un arranque de rabia, ante un castigo inmerecido proferido por su madre, le deseó la muerte. A partir de entonces le sobrevino una gran culpa por ese pensamiento tan cruel y, temiendo el castigo divino, comenzó a enviarle besos a Dios (primera fase del tic) a la espera de su perdón. Más tarde agregó el chasquido (segunda fase), que representaba la devolución de sus besos por parte de Dios y, por lo tanto, su absolución.
Otro ejemplo muy mitigado de esta situación es la duda, en la que el individuo es incapaz de tomar una decisión, oscilando entre dos soluciones en busca de un ritual que lo preserve del peligro que cada una de ellas le podría deparar. (Célebre es la historia del “Burro de Buridán”, que desesperado de hambre y de sed, al acercarle su amo un plato con comida y otro con agua, no pudo decidir con cuál comenzar, y es así como, tras tanta duda e indecisión, terminó muriendo de hambre y de sed.)
El ritual puede ser, entre otros, un determinado ceremonial, la repetición de sonidos o acciones, un gesto, un tic, una actitud, una rigidez muscular.
Un ejemplo de este proceder lo vimos en la película “Mejor imposible”, en la que Jack Nicholson interpreta maravillosamente el rol de un neurótico obsesivo.
En casos más severos, estos rituales suelen encadenarse o empalmarse entre sí, conformando una serie de movimientos o coreografías incontroladas y compulsivas que resultan incompatibles con la vida de relación.

La Seductora
Jazmines en el pelo y rosas en la cara,
airosa caminaba, la flor de la canela.
Derramando lisura a su paso dejaba,
aromas de mixtura que en su pecho llevaba.
“La flor de la canela”, valsecito peruano.
Delia retocó su maquillaje, izó los breteles del corpiño e irguió las cumbres de su cordillera, escotó aún más la ceñida remera y se miró en el espejo, satisfecha de su geografía.
Tenía franco en el sanatorio, después de una semana monótona y agotadora practicando enemas para aniquilar bolos fecales, control de presiones exaltadas o deprimidas, evaluación de fiebres, aplique de inyecciones en nalgas anónimas, esquive de manoseos de falsos parquinsonianos y también de escuchar a enfermos quejosos, adular a jefes insufribles, conversar con parientes ansiosos, mirar con devoción a médicos indiferentes, tentar a enfermeros galantes, contonearse frente a visitantes masculinos y, además, esforzarse por coincidir, aceptar, halagar, cautivar, atraer, conquistar, fingir y sonreír, sonreír siempre.
Las propinas y la seducción se cosechaban en relación directa con la zalamería y la insinuación, respectivamente.
Volvió a mirarse en el espejo. El jean de lycra elastizado le quedaba perfecto. Se calzó las sandalias de taco alto. Se perfumó generosamente. Agregó maquillaje a sus pestañas y esponjó su larga cabellera, decidiendo que en la próxima tintura iba a elegir un tono más rojo y quizás algunos reflejos fucsia que le dieran un toque más salvaje.
No tenía programa: Mirna tenía que cuidar a su madre, y Raquel, el cumpleaños del ahijado. A Mariana no quería llamarla: le había prometido conseguir un puesto en el sanatorio pero, a decir verdad, no tenía ganas de intentarlo. Y más amigas no le quedaban. Después de su divorcio, todas le rehuían. Las envidiosas temían que les sacara el marido. Ella era una mujer seria, decente… ¿Qué culpa tenía si todos la admiraban?
Decidió salir sola. Ir aunque más no fuera a dar una vuelta, a tomar un café, a mostrarse.
La última vez que le habían dicho un piropo fue cuando pasó por una obra en construcción, y un obrero (¡qué joven encantador!) desde el segundo piso le gritó: “Negra, ¡qué cacerola!”
Tomó las llaves, la cartera y bajó por las escaleras. No era horario de un posible encuentro con algún vecino seducible. El del 4° C estaba de viaje. El del 3° D la esquivaba después de la escena que le hizo la esposa cuando los encontró en situación comprometida en la azotea. Y el estúpido del 6° F ya tenía nueva pareja.
Volvió a mirarse en el espejo del hall de entrada, sacudió hacia atrás la cabellera y penetró en la calle con andar felino.
Sí, debía caminar como un gato, como una tigresa. Un pie justo delante del otro, pisando una l