La venganza de Opal (Artemis Fowl 4)

Eoin Colfer

Fragmento

PRÓLOGO

El siguiente artículo apareció en duendinternet, en la página www.cuadrupedon.gnom. Se cree que el responsable de la página es el centauro Potrillo, asesor técnico de la Policía de los Elementos del Subsuelo, aunque este hecho nunca ha sido confirmado. Casi todos los detalles de esta versión contradicen el comunicado oficial del gabinete de prensa de la PES.

Todos hemos oído la versión oficial de los trágicos sucesos que rodearon la investigación del caso de la sonda Zito. El comunicado de la PES contenía muy pocos detalles específicos y prefería eludir los hechos y cuestionar las decisiones de cierta agente femenina del cuerpo.

Me consta que la conducta de la agente en cuestión, la capitana Holly Canija, fue absolutamente ejemplar en todo momento, y que de no haber sido por su capacidad operativa y su experiencia sobre el terreno se habrían perdido muchas más vidas. En lugar de convertir a la capitana Canija en el chivo expiatorio, la Policía de los Elementos del Subsuelo debería concederle una medalla.

Los humanos desempeñan el papel protagonista de este caso en concreto. La mayoría de los humanos no son lo bastante listos ni para encontrar los agujeros de los pantalones para meter las piernas, pero hay ciertos Fangosos lo bastante inteligentes como para hacerme sudar la gota gorda. Si descubriesen la existencia de una ciudad mágica subterránea, sin duda harían todo cuanto pudiesen para explotar a sus residentes. La mayoría de ellos nunca lograría comprender el funcionamiento de la tecnología mágica, pero sí que existen algunos humanos casi lo bastante listos como para poder pasar por seres mágicos. Me estoy refiriendo a uno en concreto, y creo que todos sabemos de quién estoy hablando.

En toda la historia de las Criaturas Mágicas, solo un ser humano ha conseguido vencernos, y la espina que de veras tengo clavada en la pezuña es el hecho de que este humano en concreto sea poco más que un niñato: Artemis Fowl, el cerebro criminal irlandés. El pequeño Arty hizo danzar a la PES al son que él tocaba por los cinco continentes, hasta que al final fue necesaria la tecnología mágica para borrar nuestra existencia de su memoria. Sin embargo, mientras el portentoso centauro Potrillo estaba pulsando el botón de limpieza de memoria, se preguntaba si las Criaturas Mágicas estarían siendo burladas de nuevo. ¿Habría dejado aquel chico alguna pista que le ayudase a recordarlo todo? Pues claro que lo había hecho, como íbamos a descubrir todos más tarde.

Lo cierto es que Artemis Fowl cumple un papel muy significativo en los sucesos que ocurrieron después, pero por una vez no estaba tratando de robar a las Criaturas, pues había olvidado por completo su existencia. No, esta vez, el cerebro que hay detrás de este episodio es, en realidad, una Criatura Mágica.

Entonces, ¿quién aparece en esta trágica historia de dos mundos? ¿Quiénes son los protagonistas mágicos? Obviamente, Potrillo es el verdadero héroe de la epopeya; sin sus innovaciones, la PES tendría que estar echando a patadas a los Fangosos de nuestras mismísimas puertas mañana mismo. Él es el héroe olvidado que resuelve los enigmas de la historia, mientras los escuadrones de reconocimiento y de recuperación se pavonean por la superficie, llevándose todos los laureles.

Luego está la capitana Holly Canija, la agente cuya reputación está en tela de juicio. Holly es una de las mejores y más brillantes agentes de la PES; además de haber nacido para pilotar, posee una capacidad de improvisación sobre el terreno que la distingue de todos nuestros demás agentes policiales. No se le da muy bien acatar las órdenes, eso es cierto, una peculiaridad que la ha metido en apuros en más de una ocasión. Holly es el ser mágico que aparece en todos los incidentes relacionados con Artemis Fowl. Los dos se habían hecho casi amigos cuando el Consejo ordenó a la PES realizar la limpieza de memoria de Artemis, y justo también cuando el chico se estaba convirtiendo en un buen Fangosillo.

Como todos sabemos, el comandante Julius Remo también juega un papel destacado en los sucesos: el comandante en jefe más joven de la PES, Remo, es un elfo que ha sacado a las Criaturas de muchas crisis a lo largo de su historia; no es el ser mágico más tratable del submundo, pero a veces los mejores líderes no son los mejores amigos.

Supongo que Mantillo Mandíbulas merece ser mencionado. Hasta hace poco, Mantillo estaba encerrado en la cárcel, pero, como de costumbre, consiguió abrirse camino para salir de ella a bocados. Este enano cleptómano y flatulento ha participado de mala gana en muchas de las aventuras de Fowl, pero Holly se alegró de contar con su ayuda en esta misión. De no ser por Mantillo y sus prestaciones corporales, las cosas podrían haber salido muchísimo peor… Y eso que salieron bastante mal.

La protagonista absoluta de esta historia es Opal Koboi, la duendecilla que financió el intento de toma del poder de Ciudad Refugio por parte de una banda de goblins. Opal se enfrentaba a una pena de cadena perpetua tras los barrotes de láser, eso si algún día despertaba del coma en que había entrado cuando Holly Canija había desbaratado sus planes.

Opal Koboi había estado languideciendo durante casi un año en la celda de aislamiento de un pabellón de la clínica J. Argon, sin reaccionar a los cuidados de los magos médicos que trataban de reanimarla. En todo ese tiempo no había pronunciado una sola palabra, no había probado un solo bocado ni ofrecido ninguna respuesta ante los estímulos. Al principio, las autoridades se mostraron suspicaces. Es puro teatro, decían. Koboi está fingiendo una catatonia para evitar ser procesada. Sin embargo, a medida que transcurrían los meses, aun los más escépticos se convencieron: nadie podía fingir estar en coma durante casi un año. Eso era imposible. Un ser mágico tendría que estar completamente obsesionado…

CAPÍTULO I

COMPLETAMENTE OBSESIONADA

CLÍNICA J. ARGON, CIUDAD REFUGIO, LOS ELEMENTOS DEL SUBSUELO, TRES MESES ANTES

La clínica J. Argon no era un hospital público, nadie permanecía allí ingresado gratuitamente y Argon y su equipo de psicólogos solo trataban a los seres mágicos que podían permitírselo. De todos los pacientes adinerados de la clínica, Opal Koboi era un caso excepcional: había previsto un fondo de emergencia para sí misma más de un año antes, «por si acaso» alguna vez se volvía loca y necesitaba pagarse un tratamiento. Había sido una maniobra inteligente, pues si Opal no hubiese creado aquel fondo, su familia sin duda la habría trasladado a algún centro más económico. No es que el centro en sí pudiese hacer mucho por Koboi, quien se había pasado el año anterior babeando y sometiéndose a pruebas de sus reflejos. El doctor Argon dudaba que Opal fuese capaz de advertir la presencia de un trol-toro golpeándose el pecho como Tarzán aunque lo tuviese a un palmo de distancia.

El dinero no era la única razón por la que Opal Koboi era excepcional: Koboi era la paciente famosa de la clínica Argon. Tras el intento de la tríada goblin de la B’wa Kell por hacerse con el poder de Ciudad Refugio, el nombre de Opal Koboi se había convertido en las cuatro sílabas más tristemente célebres del mundo subterráneo: la multimillonaria duendecilla se había aliado con Brezo Cudgeon, agente corrupto de la PES, y financiado la guerra de los goblins con Refugio. Koboi había traicionado a su propia especie, y ahora su propio cerebro la estaba traicionando a ella.

Durante los primeros seis meses de encarcelamiento de Koboi, la clínica había sufrido el asedio de los medios de comunicación, que filmaban hasta el último temblor de la duendecilla. La PES se turnaba para hacer guardias en la puerta de su celda, y todos los miembros del personal de la clínica se veían sometidos a concienzudos cacheos y eran blanco de las férreas miradas de los agentes. Nadie se salvaba. Hasta el mismísimo doctor Argon debía someterse a comprobaciones aleatorias de su ADN para asegurarse de que era quien decía ser. La PES no estaba dispuesta a correr ningún riesgo con Koboi, porque si esta conseguía escapar de la clínica Argon la PES no solo iba a ser el hazmerreír del mundo mágico, sino que una peligrosa criminal andaría suelta por las calles de Ciudad Refugio.

Sin embargo, a medida que transcurría el tiempo, cada vez aparecían menos cámaras de televisión a las puertas del hospital, ya que, en definitiva, ¿cuántas horas de babeo continuo se supone que puede soportar una audiencia televisiva? Poco a poco, el número de efectivos de la PES destinados a las labores de vigilancia se redujo de doce a seis y, al final, a un solo agente por turno. ¿Adónde podía ir Opal Koboi?, razonaban las autoridades. Una docena de cámaras la vigilaban veinticuatro horas al día, llevaba un localizador-noqueador subcutáneo implantado en el antebrazo y le realizaban comprobaciones de ADN cuatro veces al día. Además, si alguien llegaba a sacar a Opal de la clínica, ¿qué podían hacer con ella? La duendecilla ni siquiera podía sostenerse en pie sin ayuda y los sensores indicaban que sus ondas cerebrales eran poco más que encefalogramas planos.

Dicho esto, el doctor Argon estaba muy orgulloso de su paciente estrella y solía mencionar su nombre en casi todas las cenas. Desde que Opal Koboi había ingresado en la clínica, se había puesto de moda tener un pariente sometiéndose a terapia. Casi todas las familias ricas tenían a algún tío loco encerrado en el desván; ahora, ese mismo tío loco podía recibir los mejores cuidados médicos en un entorno de auténtico lujo.

Ojalá todos los seres mágicos de la clínica fuesen tan dóciles como Opal Koboi, pensaba el doctor Argon. Lo único que necesitaba era unos cuantos tubos intravenosos y un monitor, que habían quedado más que cubiertos con las cuotas de sus seis primeros meses de tratamiento médico. El doctor Argon esperaba con toda su alma que la pequeña Opal no se despertase jamás, porque cuando lo hiciese la PES se la llevaría a rastras al tribunal, y una vez la hubiesen condenado por traición congelarían todas sus cuentas y sus activos, incluyendo el fondo de la clínica. No, cuanto más durase el sueñecito de Opal, mejor para todos, especialmente para ella. A causa de su cráneo estrecho y el enorme volumen de su cerebro, los duendecillos eran propensos a padecer diversas enfermedades como la catatonia, la amnesia y la narcolepsia, de modo que era bastante probable que su coma se prolongase durante varios años. Además, aunque Opal se despertase, había muchas posibilidades de que su memoria permaneciese cerrada a cal y canto en algún rincón de su inmenso cerebro de duendecilla.

El doctor J. Argon hacía la ronda de sus pacientes todas las noches. Ya no realizaba demasiadas exploraciones prácticas, pero pensaba que era bueno para el personal que este notase su presencia. Si los demás médicos sabían que Jergal Argon estaba al tanto de lo que pasaba, era más probable que ellos también lo estuviesen.

Argon siempre se reservaba a Opal para el final. Por algún motivo, le tranquilizaba ver a la pequeña duendecilla dormida con su arnés de seguridad. Muchas veces, al final de una jornada especialmente estresante, incluso envidiaba a Opal por su plácida existencia. Cuando todo se había vuelto demasiado complicado para la duendecilla, el cerebro de esta se había limitado a apagarse por completo, todo salvo las funciones vitales. Todavía respiraba, y algunas veces los monitores registraban un pico de sueño en sus ondas cerebrales, pero por lo demás, pese a todos los esfuerzos y las buenas intenciones, Opal Koboi ya no existía.

Aquella noche fatídica, Jergal Argon estaba más estresado que de costumbre. Su mujer había presentado una demanda de divorcio basándose en que no le había dicho más de seis palabras consecutivas en dos años, el Consejo lo estaba amenazando con retirar sus subvenciones estatales por todo el dinero que estaba ganando con sus nuevos pacientes famosos y tenía un dolor en la cadera que, por lo visto, la magia era incapaz de curar. Los magos médicos le decían que seguramente el problema estaba solo en su cabeza y aquello parecía hacerles mucha gracia.

Argon recorrió renqueando el ala este de la clínica, comprobando la gráfica de la pantalla de plasma de cada uno de los pacientes al pasar por sus habitaciones y estremeciéndose de dolor cada vez que su pie izquierdo tocaba el suelo.

Los dos duendecillos conserjes de la clínica, Contra y Punto Brilli, estaban en la puerta de la habitación de Opal, barriendo el polvo con escobas estáticas. Los duendecillos eran unos trabajadores estupendos, pues eran metódicos, pacientes y decididos. Cuando se enseñaba a un duendecillo a hacer algo, podías estar seguro de que lo haría con creces. Además, eran muy monos, con esas caras de niños y aquellos cabezones desproporcionadamente grandes. Te alegraban el día con solo mirarlos: eran una terapia psicológica andante.

–Buenas noches, chicos –los saludó Argon–. ¿Cómo está nuestra paciente favorita?

Contra, el mayor de los gemelos, levantó la vista de su escoba.

–Como siempre, Jerry, como siempre –contestó–. Antes me pareció ver que movía un dedo de los pies, pero fue solo una ilusión óptica.

Argon se rió, pero era una risa forzada. No le hacía ninguna gracia que le llamasen Jerry. A fin de cuentas, la clínica era suya, ni más ni menos, y merecía que lo tratasen con algo más de respeto. Sin embargo, los buenos conserjes eran tan escasos como el oro en polvo, y los hermanos Brilli llevaban casi dos años manteniendo el edificio ordenado y limpio como una patena. También los Brilli eran prácticamente famosos porque entre las Criaturas rara vez nacían gemelos. Contra y Punto eran el único par de duendecillos gemelos que residían en Refugio en aquellos momentos y habían aparecido en varios programas de televisión, incluyendo Canto, el programa de debate de mayor audiencia de la CTV.

El cabo de la PES Grub Kelp estaba de guardia. Cuando Argon llegó a la habitación de Opal, el cabo estaba absorto viendo una película en sus gafas de vídeo. Argon no lo culpaba: vigilar a Opal Koboi era casi tan emocionante como ver cómo crecen las uñas de los pies.

–¿Es buena la película? –preguntó cortésmente el doctor.

Grub se levantó las gafas.

–No está mal. Es una película del Oeste humana, con un montón de tiros y miradas asesinas a diestro y siniestro.

–¿Me la dejará cuando haya terminado de verla?

–Claro, doctor. Pero tenga cuidado con ella. Los discos humanos son muy caros, le daré un trapo especial para limpiarla.

Argon asintió con la cabeza. Acababa de recordar con exactitud quién era Grub Kelp. El agente de la PES era muy tiquismiquis con sus pertenencias y ya había escrito dos cartas a la junta directiva de la clínica quejándose de una protuberancia en el suelo que le había rayado las botas.

Argon consultó la gráfica de Koboi. La pantalla de plasma de la pared mostraba los datos, actualizados constantemente, que recogían los sensores adheridos a sus sienes. No había ningún cambio, ni él esperaba que los hubiese. Sus constantes vitales eran normales y su actividad cerebral, mínima. Había tenido un sueño antes, durante la tarde, pero ahora su mente se había sosegado, y por último, por si fuera poco, el localizador-noqueador que llevaba implantado en el antebrazo le informaba de que Opal Koboi estaba donde se suponía que debía estar. Por lo general, aquella clase de localizadores se implantaban en la cabeza, pero los cráneos de las duendecillas eran demasiado frágiles para cualquier clase de cirugía local.

Jergal introdujo su código personal en el teclado numérico de la puerta reforzada. La pesada puerta se deslizó y permitió el acceso a una espaciosa habitación con unas luces ambientales en el suelo que parpadeaban con suavidad. Las paredes eran de plástico blando y unos altavoces empotrados emitían relajantes sonidos de la naturaleza. En aquel momento, un arroyo estaba golpeteando sobre la superficie lisa de unas rocas.

En el centro de la habitación, Opal Koboi yacía suspendida en un arnés de seguridad que le sujetaba la totalidad del cuerpo. Las correas estaban hechas de una sustancia gelatinosa que se adaptaba de forma automática a cualquier movimiento corporal. Si Opal llegaba a despertarse, el arnés podía accionarse por control remoto para que se cerrase como una red, impidiendo de este modo que la duendecilla pudiera autolesionarse.

Argon comprobó las placas de monitorización para asegurarse de que seguían en contacto con la frente de Koboi. Levantó uno de los párpados de la duendecilla y le enfocó la pupila con una minilinterna de tipo lápiz. La pupila se contrajo levemente, pero Opal no movió los ojos.

–Y bien, Opal, ¿tienes hoy algo que decirme? –preguntó el doctor con dulzura–. ¿El primer capítulo para mi libro?

A Argon le gustaba hablar con Koboi, por si podía oírle. Así, cuando se despertara, o eso pensaba él, ya habría establecido con ella una relación de comunicación.

–¿Nada? ¿Ni un solo comentario?

Opal no reaccionó. Igual que en casi todo el año anterior.

–En fin, qué se le va a hacer… –dijo Argon, limpiando el interior de la boca de Koboi con el último bastoncillo que llevaba en el bolsillo–. Tal vez mañana, ¿eh?

Extendió la muestra de saliva de la duendecilla sobre la superficie de esponja de su tablilla sujetapapeles. Al cabo de unos segundos, el nombre de Opal parpadeó en una pantalla diminuta.

–El ADN nunca miente –murmuró Argon para sí, al tiempo que arrojaba el bastoncillo a una papelera de reciclaje.

Echando un último vistazo a su paciente, Jerban Argon se encaminó a la puerta.

–Que duermas bien, Opal –dijo casi cariñosamente.

Volvió a sentirse relajado, el dolor de su pierna casi había desaparecido. Koboi estaba igual de catatónica que de costumbre, no iba a despertarse en ningún futuro próximo. El fondo Koboi estaba a salvo.

Es asombroso lo equivocado que puede llegar a estar un gnomo.

Opal Koboi no estaba catatónica, pero tampoco estaba despierta; se hallaba en algún estado intermedio, flotando en un mundo líquido de meditación donde cada recuerdo era una burbuja de luz multicolor que estallaba con suavidad en su conciencia.

Desde que era una adolescente, Opal había sido discípula de Gola Schweem, el gurú del coma purificador. La teoría de Schweem sostenía que había un estado más profundo del sueño del que experimentaban la mayoría de los seres mágicos. El estado del coma purificador solo podía alcanzarse después de décadas de disciplina y práctica. Opal había alcanzado su primer coma purificador a la edad de catorce años.

Los beneficios del coma purificador consistían en que el ser mágico se despertaba completamente regenerada pero también pasaba el tiempo de hibernación pensando o, en este caso, maquinando un complot. El coma de Opal era tan absoluto que su mente se había disociado casi por completo de su cuerpo: podía engañar a los sensores y no sentía ningún tipo de vergüenza ante las humillaciones de la alimentación y la evacuación intravenosa. El coma conscientemente autoinducido más largo registrado en la historia de los seres mágicos era de cuarenta y siete días; Opal llevaba sumida en el suyo once meses y pico, aunque no planeaba que ese pico se prolongase mucho más.

Cuando Opal Koboi había aunado fuerzas con Brezo Cudgeon y sus goblins, se había dado cuenta de que necesitaba un plan B. Su conspiración para acabar con la PES era muy ingeniosa, pero siempre cabía la posibilidad de que algo saliera mal. En el caso de que así fuera, Opal no tenía ninguna intención de pasar el resto de su vida en la cárcel; la única forma de que pudiese escapar impunemente sería que todo el mundo creyera que seguía encerrada, de manera que Opal había empezado a hacer todos los preparativos.

El primero consistió en crear el fondo de emergencia para la clínica Argon, con el que quedaba garantizado que la enviarían al lugar adecuado si debía autoinducirse un coma purificador. El segundo paso fue asegurarse de que dos de sus empleados de máxima confianza se infiltraban en la clínica, para ayudarla en su huida final. Luego había empezado a desviar enormes cantidades de oro de sus empresas, pues Opal no tenía ningún deseo de convertirse en una exiliada pobre.

El último paso consistió en donar parte de su ADN y dar luz verde a la creación de un clon que ocuparía su lugar en la celda de aislamiento. La clonación era del todo ilegal y llevaba prohibida por las leyes de los seres mágicos más de quinientos años, desde los primeros experimentos en Atlantis. No era, ni mucho menos, una ciencia perfecta, pues los médicos no habían logrado nunca crear una réplica exacta de un ser mágico. Los clones tenían buen aspecto, pero básicamente eran caparazones con energía cerebral solo suficiente para ejecutar las funciones básicas del cuerpo: les faltaba la chispa de la verdadera vida. Un clon completamente desarrollado era, en la práctica, como si la persona original estuviera en coma. Perfecto.

Opal había ordenado construir un laboratorio invernadero, lejos de los Laboratorios Koboi, y había desviado fondos suficientes para mantener el proyecto activo durante dos años, el tiempo exacto en que se tardaría en desarrollar un clon de sí misma hasta la edad adulta. Después, cuando quisiese escapar de la clínica Argon, una réplica perfecta de sí misma ocuparía su lugar: la PES nunca descubriría que se había ido.

Tal y como salieron las cosas, había dado en el clavo al preparar un plan alternativo. Brezo había resultado ser un traidor y un grupito de seres mágicos y humanos se habían encargado de que la traición de Brezo hubiese dado al traste con todos sus planes. Ahora, Opal tenía una meta para reafirmar su fuerza de voluntad: mantendría aquel coma el tiempo que fuese necesario, porque tenía unas cuantas cuentas que saldar. Potrillo, Remo, Holly Canija y el humano, Artemis Fowl, todos ellos eran responsables de su derrota. No tardaría en salir en libertad de aquella clínica, y entonces visitaría a los causantes de su desgracia y les daría a probar su propia medicina. Una vez que hubiese derrotado a sus enemigos, podría seguir adelante con la segunda fase de su plan: dar a conocer la existencia de las Criaturas a los Fangosos de tal forma que no bastase con unas cuantas limpiezas de memoria para evitar sus consecuencias. La vida secreta de los seres mágicos estaba a punto de llegar a su fin.

El cerebro de Opal Koboi segregó unas endorfinas de felicidad. La idea de la venganza siempre le proporcionaba una sensación cálida y muy, muy agradable.

Los hermanos Brilli vieron cómo el doctor Argon se alejaba renqueando pasillo abajo.

–Imbécil –masculló Contra, utilizando la extensión telescópica de su aspirador para recoger el polvo de un rincón.

–Tú lo has dicho –convino Punto–. Ese inútil de Jerry no sabría psicoanalizar ni un plato de curry de ratón. No me extraña que su mujer lo haya dejado. Si fuese un buen psicólogo, se habría olido algo.

Contra soltó el aspirador.

–¿Cómo vamos de tiempo?

Punto consultó su lunómetro.

–Las ocho y diez.

–Bien. ¿Qué hace el cabo Kelp?

–Sigue viendo la película. Ese tío es perfecto. Tenemos que irnos esta noche. La PES podría enviar a algún agente inteligente para el siguiente turno, y si esperamos más el clon crecerá otros dos centímetros.

–Tienes razón. Comprueba las cámaras espía.

Punto levantó la tapa de lo que parecía un carrito de la limpieza, con sus mopas, sus trapos, sus aeorosoles y demás. Escondido debajo de una bandeja con accesorios para el aspirador había un monitor en color dividido en varias pantallas.

–¿Y bien? –susurró Contra.

Punto no respondió enseguida, sino que esperó primero a comprobar todas las pantallas. El material de vídeo procedía de distintas microcámaras que Opal había instalado por toda la clínica antes de su captura. Las cámaras espía eran, en realidad, material orgánico de ingeniería genética, de modo que las imágenes que enviaban eran, literalmente, material en vivo. Eran las primeras máquinas vivientes del mundo, imposibles de detectar por los dispositivos de búsqueda al uso.

–Solo el personal del turno de noche –dijo al fin–. Nadie en este sector salvo el cabo Idiota ahí sentado.

–¿Y el aparcamiento?

–Despejado.

Contra extendió la mano.

–Vale, hermano, ya está. No hay marcha atrás. ¿Estamos seguros? ¿Queremos que vuelva Opal Koboi?

Punto dio un soplo para apartarse un mechón de pelo negro de su ojo redondo de duendecillo.

–Sí, porque si tiene que volver ella solita, Opal encontrará la manera de hacernos pagar por ello –explicó, estrechando la mano de su hermano–. Sí, estamos seguros.

Contra extrajo un mando a distancia de su bolsillo. El dispositivo estaba sintonizado con un receptor sónico situado en la pared de ladrillo de la clínica y este, a su vez, estaba conectado a un globo de ácido colocado con suavidad encima del generador principal de la clínica, en la caja de empalme del aparcamiento. Un segundo globo estaba en lo alto del generador de refuerzo, en el sótano de mantenimiento. Como conserjes de la clínica, a Contra y a Punto les había resultado muy sencillo colocar los globos de ácido la noche anterior. Por supuesto, la clínica Argon también estaba conectada a la red eléctrica principal, pero si los generadores dejaban de funcionar, había un intervalo de dos minutos antes de que interviniese la red de suministro principal. No había necesidad de realizar preparativos más elaborados; a fin de cuentas, aquello era un hospital, no una prisión.

Contra inspiró hondo, abrió la tapa de seguridad y pulsó el botón rojo. El mando a distancia emitió una orden por infrarrojos que activaba dos descargas sónicas. Las descargas enviaron unas ondas de sonido que hicieron estallar los globos, y estos vertieron su contenido sobre los generadores eléctricos de la clínica. Veinte segundos después, el ácido destruyó por completo los generadores y el edificio entero quedó sumido en la más absoluta oscuridad. Contra y Punto rápidamente se colocaron las gafas de visión nocturna.

En cuanto se cortó el suministro, unas franjas de luz verde empezaron a parpadear con suavidad en el suelo, indicando el camino a las salidas. Contra y Punto echaron a andar con paso rápido y decidido. Punto empujó el carrito de la limpieza y Contra se dirigió directamente a donde estaba el cabo Kelp.

Grub se estaba quitando las gafas de vídeo de los ojos.

–Eh –dijo, desconcertado por la repentina oscuridad–, ¿qué pasa aquí?

–Un fallo en el suministro eléctrico –le explicó Contra, chocándose con él con calculada torpeza–. Esos cables son una verdadera pesadilla. Se lo he dicho miles de veces al doctor Argon, pero nadie quiere gastar dinero en mantenimiento cuando hay que comprar coches último modelo para la empresa.

Contra no estaba de cháchara porque le apeteciese, sino que estaba esperando a que hiciese efecto el parche soluble de somnífero que acababa de incrustarle a Grub en la muñeca.

–Dímelo a mí –exclamó Grub, pestañeando de repente mucho más que de costumbre–, que llevo siglos reclamando taquillas nuevas en la Jefatura Central de Policía… Tengo mucha sed. ¿Nadie más tiene sed?

Grub se puso rígido, paralizado por el suero que se extendía por su cuerpo. El agente de la PES permanecería fuera de combate dos minutos y luego recuperaría el conocimiento de inmediato. No tendría ningún recuerdo de su estado de inconsciencia y, con un poco de suerte, no se percataría del lapso de tiempo.

–Vete –dijo Punto lacónicamente.

Contra ya se había ido. Con la facilidad que le daba la práctica, tecleó el código del doctor Argon en la puerta de Opal. Completó la acción muchísimo más rápido que Argon, gracias a las horas que había pasado en su piso practicando con un teclado numérico robado. El código de Argon cambiaba cada semana, pero los hermanos Brilli se aseguraban de estar limpiando las inmediaciones de la puerta cada vez que el médico hacía su ronda. Por lo general, los duendecillos solían tener el código completo hacia mediados de semana.

El dispositivo emitió una luz verde y la puerta se abrió. Opal Koboi se columpiaba levemente ante él, suspendida en su arnés como un bicho en un exótico caparazón.

Contra la desplazó hasta el carrito. Con movimientos rápidos y practicada precisión, le arremangó la manga a Opal y encontró la cicatriz de su antebrazo, donde le habían insertado el localizador. Agarró el bulto duro con el dedo índice y el pulgar.

–Escalpelo –pidió, extendiendo la mano libre.

Punto le pasó el instrumento. Contra inspiró hondo, lo sostuvo en el aire y realizó una incisión de dos centímetros de profundidad en la carne de Opal. Introdujo el dedo índice en el agujero y extrajo la cápsula electrónica. Estaba envuelta en silicona y apenas era del tamaño de un analgésico.

–Ciérrala –ordenó.

Punto se agachó para acercarse a la herida y colocó un dedo pulgar a cada extremo.

–Cúrate –susurró, y unas chispas azules de magia dibujaron unos círculos alrededor de sus dedos para hundirse en la herida.

Al cabo de unos segundos, los pliegues de piel ya se habían unido y solo una cicatriz de color rosa pálido revelaba que se había practicado un corte, una cicatriz prácticamente idéntica a la ya existente. La magia de la propia Opal se había secado hacía meses, y no estaba en condiciones de llevar a cabo un ritual para renovar sus poderes.

–Señorita Koboi –dijo Contra con urgencia–, es hora de levantarse. ¡Venga, arriba!

Desató las correas de

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos