El poder de las sombras (Oscuros 2)

Lauren Kate

Fragmento

Prólogo. Aguas neutrales

Prólogo

Aguas neutrales

Daniel miraba la bahía. Sus ojos eran tan grises como la espesa niebla que se cernía sobre la costa de Sausalito, como las aguas agitadas que lamían la playa de guijarros a sus pies. El violeta había desaparecido por completo de sus pupilas y lo sabía. Ella estaba demasiado lejos.

Se abrigó al notar la tormenta gélida que traían las aguas. Aunque se arrebujó en la gruesa chaqueta marina de color negro, sabía que aquel era un gesto inútil. Cazar siempre lo dejaba aterido.

Solo una cosa le podría hacer entrar en calor en ese momento, pero se hallaba fuera de su alcance. Echó de menos la coronilla de ella, el lugar perfecto donde posar los labios. Evocó su cuerpo entre sus brazos, y se vio a sí mismo besándole el cuello. Con todo, era mejor que Luce no estuviera allí en ese instante, porque aquella visión la horrorizaría.

A su espalda, los balidos de los leones marinos dormitando en grupos a lo largo de la orilla meridional de la isla Angel reflejaban a la perfección cómo se sentía: atrozmente solo, sin nadie alrededor para escucharle.

Nadie excepto Cam.

Este se encontraba agachado ante él atando un ancla oxidada en torno a un bulto mojado que yacía en el suelo. Pese a estar ocupado en algo tan siniestro, Cam tenía buen aspecto. Sus ojos verdes brillaban y llevaba el pelo negro muy corto. Era la tregua que proporcionaba a los ángeles un resplandor más intenso en las mejillas, un brillo más lustroso al cabello e incluso realzaba aún más sus cuerpos perfectamente musculados. Para los ángeles, los días de tregua eran lo más parecido a unas vacaciones en la playa para los humanos.

De ahí que, aunque Daniel lamentaba profundamente cada vida a la que tenía que poner fin, ante los demás tuviera la apariencia de alguien recién llegado de una semana de descanso en Hawai: relajado, descansado, moreno.

Mientras apretaba un nudo complicado, Cam dijo:

—Típico de Daniel: siempre haciéndose a un lado y dejándome el trabajo sucio.

—Pero ¿qué dices? He sido yo quien ha acabado con él.

Daniel bajó la mirada hacia el muerto, contempló el áspero y apelmazado pelo gris en su frente pálida, las manos nudosas, los chanclos de goma baratos y el reguero de color rojo oscuro que le atravesaba el pecho. Aquello le hizo volver a sentir mucho frío. Si matar no fuera imprescindible para garantizar la seguridad de Luce, él no habría vuelto a blandir ningún arma, ni a luchar en ninguna otra batalla.

Por otra parte, había algo en la muerte de ese hombre que no acababa de encajar. De hecho, Daniel tenía el vago e inquietante presentimiento de que había algo completamente equivocado.

—Acabar con ellos es lo divertido. —Cam hizo una lazada con la cuerda en torno al pecho del hombre y la apretó por debajo de los brazos—. El trabajo sucio es deshacerse de ellos tirándolos al mar.

Daniel sostenía aún la rama de árbol ensangrentada en la mano. Cam se había burlado de aquella elección, pero daba igual lo que utilizara. Daniel era capaz de matar con cualquier cosa.

—Date prisa —gruñó, molesto ante el placer evidente que Cam sentía con el derramamiento de sangre humana—. Estás perdiendo el tiempo. La marea está bajando.

—Si no lo hacemos a mi modo, mañana la pleamar volverá a arrastrar a Slayer a la orilla. Eres demasiado impulsivo, Daniel, siempre lo has sido. ¿Piensas alguna vez con amplitud de miras?

Daniel se cruzó de brazos y volvió a contemplar las crestas blancas de las olas. Un catamarán turístico procedente del muelle de San Francisco se dirigía hacia ellos. En otros tiempos, la visión de aquel barco le habría evocado todo un torrente de recuerdos. Mil salidas dichosas con Luce por un océano de miles de vidas. Pero ahora, cuando ella podía morir y no regresar, en esta vida en la que todo era distinto y en la que no iba a haber más reencarnaciones, Daniel era muy consciente de que ella carecía de recuerdos.

Era la última oportunidad. Para ambos. En realidad, para todo el mundo. Lo importante, por lo tanto, era el recuerdo de Luce, no el de Daniel, y para que ella sobreviviera era imprescindible sacar a la superficie con delicadeza muchas verdades asombrosas. Notó cómo todo el cuerpo se le tensaba al pensar en las cosas de las que ella se iba a enterar.

Cam se equivocaba si creía que Daniel no pensaba en el siguiente paso.

—Sabes que solo hay un motivo por el que sigo aquí —dijo Daniel—. Tenemos que hablar de ella.

Cam se echó a reír.

—¡Hablo de Luce!

Se cargó el cadáver empapado al hombro con un gruñido. La chaqueta marinera del muerto se tensó con las cuerdas que Cam había atado a su alrededor. La pesada ancla seguía prendida en su pecho ensangrentado.

—¿No te ha parecido que la carne estaba algo… cartilaginosa? —preguntó Cam—. Casi me parece insultante que los Ancianos no enviaran a un sicario más joven y difícil.

A continuación dobló las rodillas y, cual lanzador de peso olímpico, giró sobre sí mismo tres veces para darse impulso y arrojar el cadáver unos treinta metros por el aire sobre las aguas.

Durante unos escasos y largos segundos, el cuerpo vagó por la bahía. Luego, el peso del ancla comenzó a arrastrarlo hacia las profundidades. Salpicó de forma ostensible en las aguas de intenso color turquesa y al instante se hundió y desapareció de la vista.

Cam se frotó las manos.

—Creo que acabo de establecer un récord.

Se parecían en muchas cosas.

—Para mí no deja de ser un misterio cómo puedes tomarte la muerte de los humanos tan a la ligera —dijo Daniel.

—Ese tipo se lo tenía bien merecido —respondió Cam—. ¿De verdad que no ves la parte divertida de todo esto?

Daniel lo miró fijamente antes de espetar:

—Para mí ella no es un juego.

—Y precisamente por esa razón perderás.

Daniel agarró a Cam por el cuello de su gabardina de color gris metálico. Sopesó la posibilidad de arrojarlo al agua del mismo modo en que este había lanzado al depredador.

Una nube eclipsó el sol unos instantes y les oscureció los rostros con su sombra.

—Calma —dijo Cam apartándole las manos—. Tienes muchos enemigos, Daniel, y ahora mismo yo no soy uno de ellos. Acuérdate de la tregua.

—¡Valiente tregua! —replicó Daniel—. Dieciocho días en que otros van a intentar matarla.

—Dieciocho días en que tú y yo los vamos a liquidar —le corrigió Cam.

Era tradición en el Cielo que las treguas duraran dieciocho días. En el Cielo, el dieciocho era el número más afortunado, el más alentador, el número en que se dividían todos los grupos y categorías. En algunas lenguas de mortales, el dieciocho in

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