Te regalaré las estrellas

Jojo Moyes

Fragmento

libro-3

PRÓLOGO

20 de diciembre de 1937

Escucha. Te encuentras a cinco kilómetros en las profundidades del bosque, justo por debajo de Arnott’s Ridge y en medio de un silencio tan denso que es como si vadearas por él. No se oye ningún canto de pájaro después del alba, ni siquiera en pleno verano, y mucho menos ahora, con un aire frío tan húmedo que las pocas hojas que aún cuelgan animosas de las ramas permanecen inmóviles. Entre el roble y el pecán nada se revuelve: los animales salvajes están en el profundo subsuelo, sus suaves pieles entrelazadas en estrechas cuevas o troncos ahuecados. La nieve es tan profunda que las patas del mulo desaparecen por debajo de sus corvejones y, cada pocos pasos, el animal se tambalea y resopla con recelo, comprobando si hay piedras sueltas y agujeros por debajo del blanco infinito. Solo el estrecho riachuelo de abajo se mueve confiado, con su agua clara murmurando y burbujeando por encima del lecho rocoso, dirigiéndose hacia un final que nadie de por aquí ha visto nunca.

Margery O’Hare comprueba el estado de los dedos de sus pies dentro de las botas, pero hace tiempo que ha dejado de sentirlos y se estremece al pensar en lo mucho que le van a doler cuando se le vuelvan a calentar. Tres pares de calcetines de lana y, con este tiempo, es como si fuera con las piernas al aire. Acaricia el cuello del gran mulo retirándole los cristales que se le forman sobre el espeso pelaje con sus pesados guantes de hombre.

—Esta noche tendrás ración doble, pequeño Charley —le dice, y observa cómo sacude hacia atrás sus enormes orejas. Se remueve para ajustarle las alforjas, asegurándose de que el mulo está bien equilibrado mientras van bajando hacia el arroyo—. Melaza caliente para cenar. Puede que hasta yo tome un poco.

Seis kilómetros y medio todavía, piensa, arrepentida de no haber desayunado más. Pasa por el escarpe indio, sube por el sendero de los pinos ponderosa, dos «hondonadas» más y aparecerá la vieja Nancy, cantando himnos, como siempre, con su voz clara y fuerte resonando por el bosque mientras camina balanceando los brazos como una niña para reunirse con ella.

—No tiene por qué andar ocho kilómetros para recibirme —le dice a la mujer cada dos semanas—. Es nuestro trabajo. Por eso vamos a caballo.

—Ustedes ya hacen bastante, muchachas.

Sabe cuál es la verdadera razón. Nancy, como Phyllis, su hermana postrada en cama en la diminuta cabaña de troncos de Red Lick, no puede permitir perderse siquiera una ocasión de su ración de anécdotas. Tiene sesenta y cuatro años y tres dientes buenos y es fanática de un atractivo vaquero:

—Ese Mack Maguire hace que me aletee el corazón como una sábana limpia en un tendedero. —Da una palmada y levanta los ojos al cielo—. Tal y como Archer lo escribe, es como si saliese de las páginas de ese libro y me montara con él a lomos de su caballo. —Se inclina hacia delante con gesto de complicidad—. No solo me gustaría montar sobre ese caballo. ¡Mi marido decía que yo tenía muy buen trasero cuando era joven!

—No lo dudo, Nancy —responde Margery en cada ocasión y la mujer estalla en carcajadas a la vez que se da palmadas en los muslos como si fuera la primera vez que lo dice.

Se oye el chasquido de una rama y las orejas de Charley se mueven rápidamente. Con unas orejas así, es probable que pueda oír de ahí a medio camino de Louisville.

—Por aquí, pequeño —dice mientras lo aleja de un afloramiento rocoso—. La oirás en un minuto.

—¿Vas a algún sitio?

Margery gira la cabeza de repente.

Él se tambalea un poco, pero su mirada es serena y fija. Ve que tiene el rifle amartillado y lo lleva, como un loco, con el dedo en el gatillo.

—Así que ahora sí que me miras, ¿eh, Margery?

Ella mantiene la voz tranquila mientras la mente se le dispara.

—Le estoy viendo, Clem McCullough.

—«Le estoy viendo, Clem McCullough». —El hombre escupe tras repetir sus palabras, como un niño maleducado en el patio del colegio. Tiene el pelo levantado por un lado, como si hubiese dormido sobre él—. Me ves al mirarme por encima de esa nariz tuya. Me ves como si te vieras barro en el zapato. Como si fueses alguien especial.

Nunca ha sido muy miedosa, pero está lo bastante familiarizada con estos hombres de la montaña como para saber que no debe discutir con un borracho. Sobre todo, con uno que lleva un arma cargada.

Hace un rápido listado de memoria de las personas a las que podría haber ofendido. Dios sabe que pueden ser unas cuantas, pero ¿McCullough? Aparte de lo que es evidente, no se le ocurre ningún motivo.

—Cualquier problema que su familia tuviera con mi padre, este se lo llevó a la tumba. Solo quedo yo y no tengo ningún interés en ninguna disputa familiar.

McCullough está ahora bloqueándole el paso, con las piernas hundidas en la nieve y el dedo aún en el gatillo. Su piel presenta las manchas púrpura y azuladas del que está demasiado borracho como para ser consciente del frío que tiene. Probablemente demasiado borracho como para acertar en el tiro, pero ella no quiere correr el riesgo.

Margery endereza su peso y hace que el mulo se detenga a la vez que mira de reojo a los lados. Las orillas del arroyo son demasiado empinadas y están demasiado arboladas como para que pueda pasar por ellas. No le queda más remedio que convencerle de que se mueva o pasar por encima de él, y la tentación de hacer esto último es bastante fuerte.

El mulo mueve las orejas hacia atrás. En medio del silencio, ella puede oír los latidos de su propio corazón, un zumbido insistente en sus oídos. Piensa distraída que no está segura de haberlo oído nunca de una forma tan fuerte.

—Solo cumplo con mi deber, señor McCullough. Le agradecería que me deje pasar.

El hombre frunce el ceño, percibe el posible insulto en su modo excesivamente educado de dirigirse a él y, cuando mueve el arma, ella se da cuenta de su error.

—Tu deber… Te crees muy superior y poderosa. ¿Sabes qué necesitas? —Escupe ruidosamente mientras espera a que ella responda—. He dicho que si sabes lo que necesitas, niña.

—Sospecho que mi versión de lo que podría necesitar va a ser muy distinta de la suya.

—Vaya, tienes respuesta para todo. ¿Crees que no sabemos lo que habéis estado haciendo todas? ¿Crees que no sabemos qué es lo que has estado difundiendo entre las mujeres decentes y temerosas de Dios? Sabemos qué es lo que pretendes. Tienes al demonio dentro de ti, Margery O’Hare, y solo hay una forma de sacar al demonio de una muchacha como tú.

—Bueno, pues me encantaría pararme a averiguarlo, pero ahora estoy ocupada con mis entregas y quizá podamos continuar con esta…

—¡Cierra el pico!

McCullough levanta su arma.

—¡Cierra esa maldita boca que tienes!

Ella la cierra de golpe.

Él da dos pasos en su dirección y deja las piernas abiertas y bien apuntaladas.

—Bájate del mulo.

Charley se remueve inquieto. Ella siente el corazón como una piedra helada en la boca. Si se da la vuelta y echa a correr, él le pegará un tiro. La única salida que hay es seguir por el arroyo. El lecho del bosque es escabroso y la arboleda demasiado densa como para poder ver un camino por delante. Se da cuenta de que no hay nadie en varios kilómetros, nadie aparte de la vieja Nancy abriéndose camino despacio por la cumbre de la montaña.

Está sola y lo sabe.

Él baja la voz.

—He dicho que te apees del mulo.

Da dos pasos hacia delante, y sus pies hacen crujir la nieve.

Y esa es la única verdad para ella y para todas las mujeres que hay por allí. No importa lo inteligente, lo lista o lo independiente que seas. Siempre podrá contigo un estúpido con un arma. El cañón del rifle está ahora tan cerca que ella se ve mirando por el interior de dos agujeros negros e infinitos. Con un gruñido, él lo deja caer de pronto, haciendo que se balancee hacia atrás colgado de su correa, y agarra las riendas. El mulo se da la vuelta y ella se echa hacia delante torpemente sobre su cuello. Nota cómo McCullough la agarra del muslo mientras echa la otra mano hacia atrás para coger el rifle. Su aliento es agrio por el alcohol y su mano está áspera por la suciedad. Cada célula de su cuerpo siente repugnancia al notarla.

Y entonces, la oye. Es la voz de Nancy a lo lejos.

¡Oh, qué paz a menudo perdemos!

Oh, qué dolor tan innecesario soportamos…

Él levanta la cabeza. Ella oye un «¡No!», y una parte lejana de sí misma reconoce sorprendida que ha salido de su propia boca. Los dedos la agarran y tiran de ella, un brazo la rodea por la cintura y le hace perder el equilibrio. Entre sus manos fuertes y su fétido aliento, ella siente que su futuro se va convirtiendo en algo negro y terrible. Pero el frío hace que él se muestre torpe. Balbucea mientras trata de coger de nuevo su rifle, de espaldas a ella, y en ese momento ve que tiene una oportunidad. Mete la mano izquierda en su alforja y, mientras él gira la cabeza, ella suelta las riendas, coge el otro extremo con la mano derecha y balancea el pesado libro con todas sus fuerzas, golpeándole con él en la cara. El hombre suelta el arma, el sonido tridimensional de un fuerte estallido rebota en los árboles y ella nota que el cántico queda en silencio un momento y que los pájaros se elevan en el aire como una resplandeciente nube negra de alas en movimiento. Cuando McCullough cae al suelo, el mulo corcovea y da una sacudida hacia delante, asustado, tropezando con él y haciendo que ella ahogue un grito y tenga que agarrarse al cuerno de la silla de montar para no caerse.

Y, a continuación, se va por el lecho del riachuelo, mientras aguanta la respiración y el corazón le late con fuerza confiando en que las patas seguras del mulo sepan sostenerse en medio del chapoteo sobre el agua helada, sin atreverse a mirar atrás para ver si McCullough ha conseguido ponerse de pie para salir detrás de ella.

libro-4

1

Tres meses antes

Mientras se abanicaban en la puerta de la tienda o pasaban bajo la sombra de los eucaliptos, todos coincidían en que hacía un calor poco habitual para estar en septiembre. La sala de juntas de Baileyville resultaba sofocante con los olores a jabón de sosa cáustica y perfume rancio, los cuerpos apelotonados con sus vestidos de popelina y sus trajes de verano. El calor había penetrado incluso en las paredes de tablones, de tal modo que la madera mostraba su protesta entre crujidos y suspiros. Apretada a la espalda de Bennett mientras este se abría paso por la fila de asientos ocupados, disculpándose cuando cada uno de los ocupantes tenía que levantarse de su asiento con un suspiro apenas disimulado, Alice habría jurado que podía notar cómo el calor de cada cuerpo se filtraba en el suyo mientras se inclinaban hacia atrás para dejarles pasar.

«Perdón. Perdón».

Bennett llegó por fin a dos asientos vacíos y Alice, con las mejillas encendidas por la vergüenza, se sentó sin hacer caso a las miradas de reojo de las personas que les rodeaban. Bennett bajó la mirada a su solapa para sacudirse una inexistente pelusa y, a continuación, le miró la falda.

—¿No te has cambiado? —murmuró.

—Has dicho que íbamos a llegar tarde.

—No era mi intención que salieras con la ropa de estar en casa.

Ella había tratado de preparar un típico pastel de carne inglés recubierto con puré de patatas para animar a Annie a poner algo en la mesa que no fuese comida sureña. Pero las patatas se le habían puesto verdes, no había sido capaz de medir el calor del fogón y la grasa le había salpicado por todo el cuerpo cuando dejó caer la carne sobre la plancha. Y cuando Bennett entró para buscarla (ella, naturalmente, había perdido la noción del tiempo), no fue capaz de entender por qué Alice no dejaba las tareas culinarias a la criada cuando estaba a punto de tener lugar una reunión importante.

Alice posó la mano encima de la mancha de grasa más grande que tenía en la falda y decidió mantenerla ahí durante una hora. Porque sería una hora. O dos. O, que Dios la asistiera, hasta tres.

Iglesia y reuniones. Reuniones e iglesia. A veces, Alice van Cleve se sentía como si simplemente hubiese cambiado una tediosa tarea rutinaria por otra. Esa misma mañana en la iglesia, el pastor McIntosh había pasado casi dos horas lanzando proclamas sobre los pecadores que, al parecer, estaban tramando llevar a cabo una escandalosa dominación sobre el pueblo y ahora se abanicaba y parecía alarmantemente dispuesto a empezar a hablar de nuevo.

—Vuelve a ponerte los zapatos —murmuró Bennett—. Podría verte alguien.

—Es este calor —respondió ella—. Son pies ingleses. No están acostumbrados a estas temperaturas. —Más que verla, sintió la tediosa reprobación de su marido. Pero estaba demasiado acalorada y cansada como para que le importase y la voz del orador tenía un tono narcótico que hacía que ella solo asimilara una de cada tres palabras aproximadamente —«germinando… vainas… cascarillas… bolsas de papel»— y le resultaba complicado interesarse por el resto.

La vida matrimonial, según le habían dicho, sería una aventura. ¡Viajar a un nuevo país! Al fin y al cabo, se había casado con un americano. ¡Comida nueva! ¡Una nueva cultura! ¡Nuevas experiencias! Se había imaginado en Nueva York, con un elegante traje de dos piezas en bulliciosos restaurantes y aceras atestadas. Escribiría a su familia presumiendo de sus nuevas experiencias. «Ah, ¿Alice Wright? ¿No es la que se casó con el atractivo americano? Sí, recibí una postal de ella. Estaba en la Ópera Metropolitana o el Carnegie Hall…». Nadie le había advertido de que aquello implicaría también tantas chácharas entre tazas de porcelana buena con ancianas tías, tantos zurcidos y confección de colchas sin sentido o, lo que era aún peor, tantos sermones mortalmente aburridos. Sermones y reuniones eternos que duraban décadas. ¡Ah, pero es que a estos hombres les encantaba el sonido de sus propias voces! Sentía como si la estuvieran riñendo durante horas cuatro veces a la semana.

Los Van Cleve se habían detenido en no menos de trece iglesias de camino hasta ahí y el único sermón que le había gustado a Alice había tenido lugar en Charleston, donde el predicador se había extendido tanto que los congregados habían perdido la paciencia y habían decidido, todos a una, «callarlo con un cántico», ahogar su voz cantando por encima hasta que se había dado por enterado y, bastante airado, había echado el cierre por ese día a su establecimiento religioso. Sus vanos intentos por hablar por encima de ellos, mientras elevaban sus voces con decisión, la habían hecho reír.

Lamentablemente, los congregados en Baileyville, Kentucky, según había observado hacía más de una hora, parecían embelesados.

—Vuelve a ponértelos de una vez, Alice. Por favor.

Cruzó la mirada con la señora Schmidt, en cuyo salón había estado tomando el té dos semanas antes, y volvió a mirar al frente, en un intento por no parecer demasiado amistosa por si la invitaba una segunda vez.

—Pues muchas gracias, Hank, por ese consejo sobre el almacenamiento de semillas. Estoy seguro de que nos has dado mucho que pensar.

Mientras Alice deslizaba los pies dentro de sus zapatos, el pastor añadió:

—No, no se pongan de pie, damas y caballeros. La señora Brady ha pedido que le dediquemos un momento.

Alice, haciendo caso a estas palabras, volvió a quitarse los zapatos. Una mujer bajita y de mediana edad avanzó hacia la parte delantera, ese tipo de mujer que su padre habría descrito como «bien guarnecida», con el firme relleno y las sólidas curvas que suelen relacionarse con un buen sofá.

—Es por la biblioteca itinerante —dijo ella mientras se daba aire en el cuello con un abanico blanco y se ajustaba el sombrero—. Ha habido mejoras de las que me gustaría informarles.

»Todos somos conscientes de los…, eh…, devastadores efectos que la Depresión ha traído a este gran país. Se ha prestado tanta atención a la supervivencia que muchos otros aspectos de nuestras vidas han tenido que dejarse en un segundo plano. Puede que algunos de ustedes conozcan los enormes esfuerzos que el presidente y la señora Roosevelt han realizado para recuperar la atención sobre la alfabetización y el aprendizaje. Pues bien, esta misma semana he tenido el privilegio de asistir a una merienda con la señora Lena Nofcier, presidenta de los Servicios Bibliotecarios de la Asociación de Padres y Maestros de Kentucky, y nos ha contado que, dentro de estos servicios, la WPA, la Agencia para el Desarrollo del Empleo, ha establecido un sistema de bibliotecas itinerantes en varios estados e incluso un par de ellas aquí, en Kentucky. Quizá alguno de ustedes haya oído hablar de la biblioteca que han abierto en el condado de Harlan. ¿Sí? Pues ha resultado tener un éxito increíble. Con el patrocinio de la señora Roosevelt en persona y la WPA…

—Es episcopaliana.

—¿Qué?

—La señora Roosevelt. Es episcopaliana.

La mejilla de la señora Brady se movió con un tic.

—Bueno, no vamos a echarle eso en cara. Es nuestra primera dama y se está ocupando de hacer grandes cosas por nuestro país.

—De lo que debería ocuparse es de saber cuál es su sitio y no de ir sembrando cizaña por todas partes. —Un hombre con papada y traje claro de lino negó con la cabeza y miró a su alrededor buscando aprobación.

Al otro lado, Peggy Foreman se inclinó hacia delante para colocarse bien la falda justo en el momento en que Alice fijaba la vista en ella, lo que hizo que pareciera que Alice llevaba rato mirándola. Peggy frunció el ceño y levantó su diminuta nariz y, a continuación, murmuró algo a la muchacha que tenía al lado, que se inclinó hacia delante para lanzar a Alice la misma mirada de antipatía. Alice volvió a apoyar la espalda en su asiento mientras trataba de reprimir el sofoco que empezaba a elevarse por sus mejillas.

«Alice, no vas a adaptarte hasta que hagas algunas amistades», le decía siempre Bennett, como si ella pudiese influir en Peggy Foreman y su pandilla de caras amargadas.

—Tu novia está lanzándome maleficios otra vez —murmuró Alice.

—No es mi novia.

—Pues ella creía que lo era.

—Ya te lo dije. Solo éramos unos niños. Te conocí y…, en fin, ahí terminó todo.

—Ojalá se lo dijeras a ella.

Bennett se inclinó hacia ella.

—Alice, por esa contención con la que siempre te comportas, la gente está empezando a pensar que eres un poco… estirada.

—Soy inglesa, Bennett. No estamos hechos para mostrarnos… acogedores.

—Yo solo digo que, cuanto más te impliques, mejor será para los dos. Papá opina lo mismo.

—Conque sí, ¿eh?

—No te pongas así.

La señora Brady les fulminó con la mirada.

—Como decía, debido al éxito de esos esfuerzos en los estados vecinos, la WPA ha destinado fondos para que podamos crear nuestra propia biblioteca itinerante en el condado de Lee.

Alice contuvo un bostezo.

En el aparador de la casa había una fotografía de Bennett con su uniforme de béisbol. Acababa de conseguir un home-run y en su cara se veía una expresión de especial intensidad y alegría, como si en ese momento estuviese viviendo alguna experiencia trascendental. Alice deseaba que él volviera a mirarla así.

Pero cuando se puso a pensar en ello, Alice van Cleve se dio cuenta de que su matrimonio había sido la culminación de una serie de sucesos aleatorios que habían empezado con un perro de porcelana roto cuando ella y Jenny Fitzwalter habían jugado al bádminton dentro de casa (había estado lloviendo, ¿qué otra cosa se suponía que podían hacer?), a lo que se había sumado la pérdida de su plaza en la escuela de secretariado debido a su continua impuntualidad y, por último, su aparentemente indecoroso arrebato contra el jefe de su padre durante la fiesta por Navidad («¡Pero si me puso la mano en el trasero mientras yo servía las bandejas de volován!», había protestado Alice. «No seas ordinaria, Alice», había replicado su madre con un escalofrío). Esos tres sucesos, junto con un incidente relacionado con los amigos de su hermano Gideon, demasiado ponche de ron y una alfombra destrozada (¡No se había dado cuenta de que el ponche llevaba alcohol! ¡Nadie se lo había dicho!), habían provocado que sus padres sugirieran lo que llamaron un «período de reflexión», que equivalía a «no dejar salir a Alice». Les había oído hablando en la cocina: «Siempre ha sido así. Es como tu tía Harriet», había dicho su padre con tono desdeñoso, y su madre había estado sin hablarle dos días enteros, como si la idea de que Alice fuese una consecuencia de su linaje genético le hubiese parecido insoportablemente ofensiva.

Y así, durante el largo invierno, mientras Gideon asistía a una infinidad de bailes y cócteles, desaparecía durante largos fines de semana en casas de amigos o salía de fiesta en Londres, ella fue cayendo de las listas de invitados de sus amigas y se quedaba sentada en casa realizando rudimentarios bordados con poco entusiasmo, mientras sus únicas salidas eran para acompañar a su madre a visitar a parientes ancianos o a reuniones del Instituto de la Mujer, donde los temas de conversación solían ser la pastelería, los arreglos florales y La vida de los santos. Era como si literalmente estuviesen tratando de matarla de aburrimiento. Poco tiempo después, dejó de preguntar a Gideon, pues su información hacía que se sintiera peor. En lugar de ello, se dedicó a enfurruñarse con partidas de canasta, a hacer trampas malhumoradamente en el Monopoly y a sentarse a la mesa de la cocina con la cara apoyada en los brazos mientras escuchaba la radio, que le hablaba de un mundo lejano más allá de sus agobiantes preocupaciones.

Así que, dos meses después, cuando Bennett van Cleve apareció de forma inesperada una tarde de domingo en la fiesta de la primavera de la iglesia, con su acento americano, su mentón cuadrado y su pelo rubio, trayendo con él los aromas de un mundo que estaba a un millón de kilómetros de Surrey, la verdad es que podría haberse tratado del jorobado de Notre Dame y ella habría pensado que mudarse a un campanario era una grandísima idea, gracias.

Los hombres solían quedarse mirando a Alice y Bennett se quedó prendado de inmediato por aquella elegante y joven inglesa de enormes ojos y cabello rubio ondulado y corto cuya voz clara y entrecortada no se parecía a ninguna que hubiese escuchado antes allá en Lexington y que, como observó su padre, muy bien podría tratarse de una princesa británica a juzgar por sus exquisitos modales y su refinada forma de levantar la taza del té. Cuando la madre de Alice contó que podrían reclamar el título de duquesa por un matrimonio que se había celebrado en la familia dos generaciones atrás, el viejo Van Cleve a punto estuvo de morir de alegría. «¿Una duquesa? ¿Una duquesa real? Ay, Bennett, ¿no le habría encantado eso a tu querida madre?».

Padre e hijo estaban de visita en Europa con una comisión de la Iglesia Conjunta del Este de Kentucky ante Dios para estudiar el culto de los fieles fuera de Estados Unidos. El señor Van Cleve había financiado el viaje a varios de los asistentes en honor a su difunta esposa, Dolores, como le gustaba anunciar durante las pausas en las conversaciones. Quizá fuera un empresario pero eso no significaba nada, nada, si no trabajaba bajo el auspicio del Señor. Alice pensó que parecía un poco consternado por las pequeñas y bastante poco efusivas expresiones de fervor religioso en la iglesia comunal de St. Mary. Desde luego, los congregados se habían quedado atónitos ante los entusiastas bramidos del pastor McIntosh sobre el fuego y el azufre (a la pobre señora Arbuthnot la habían tenido que acompañar fuera por una puerta lateral para que tomara el aire). Pero la falta de devoción en los británicos, según observó el señor Van Cleve, quedaba más que compensada por sus iglesias, sus catedrales y toda su historia. ¿Y acaso no era eso una experiencia espiritual en sí misma?

Alice y Bennett, mientras tanto, estaban ocupados con su experiencia ligeramente menos sagrada. Se despidieron con las manos entrelazadas entre ardientes muestras de cariño, de esas que se intensifican ante la perspectiva de una separación inminente. Intercambiaron cartas durante las estancias de él en Reims, Barcelona y Madrid. Esas cartas alcanzaron un punto especialmente calenturiento cuando llegó a Roma y, en el camino de vuelta, solamente a los miembros más desvinculados de la casa les sorprendió que Bennett le propusiera matrimonio y Alice, con la celeridad de un pájaro al ver que la puerta de su jaula se abre, vaciló hasta medio segundo antes de decir que sí, que se casaría con su ahora enamoradísimo —y exquisitamente bronceado— americano. ¿Quién no iba a decir sí a un hombre atractivo de mentón cuadrado que la miraba como si estuviese hecha de seda hilada? Todos los demás habían pasado los últimos meses mirándola como si estuviese contaminada.

—Vaya, eres perfecta —le decía Bennett mientras rodeaba con el pulgar y el índice su estrecha muñeca cuando se sentaban en el columpio del jardín de sus padres, con los cuellos subidos para protegerse de la brisa mientras sus padres observaban complacientes desde la ventana de la biblioteca, los dos, cada uno por sus propios motivos, secretamente aliviados por aquella unión—. Eres tan delicada y refinada. Como un purasangre —Pronunció aquello con marcado acento sureño.

—Y tú eres disparatadamente atractivo. Como una estrella de cine.

—A mi madre le habrías encantado. —Le pasó un dedo por la mejilla—. Eres como una muñeca de porcelana.

Seis meses después, Alice estaba bastante segura de que ya no la veía como una muñeca de porcelana.

Se habían casado de inmediato, justificando las prisas por la necesidad del señor Van Cleve de volver a su trabajo. Alice sentía como si todo su mundo se hubiese puesto del revés; estaba tan feliz y excitada como desanimada se había sentido durante todo el largo invierno. Su madre le había preparado el baúl con el mismo placer ligeramente indecente con el que le había hablado a todo su círculo de amistades sobre el encantador marido americano de Alice y su rico padre empresario. Podría haber estado bien que se hubiera mostrado un poquito triste ante la idea de que su única hija se mudara a una parte de América que ninguno de sus conocidos había visitado jamás. Pero, por otro lado, era probable que Alice estuviese igual de ansiosa por marcharse. Solo su hermano se mostraba abiertamente triste, aunque estaba bastante segura de que se recuperaría con su próximo fin de semana fuera de casa.

—Claro que iré a verte —dijo Gideon. Los dos sabían que no lo haría.

La luna de miel de Bennett y Alice consistió en una travesía de cinco días de vuelta a Estados Unidos y, después, un viaje por carretera desde Nueva York hasta Kentucky. (Había buscado Kentucky en la enciclopedia y se había quedado encantada con todo lo de las carreras de caballos. Parecía como un Derby que durara todo el año). Daba chillidos de emoción con todo: su enorme coche, el tamaño del gran transatlántico, el colgante de diamante que Bennett le había regalado en una tienda de la Galería Burlington de Londres. No le importó que el señor Van Cleve les acompañara durante todo el viaje. Al fin y al cabo, habría resultado de mala educación dejarle solo y estaba demasiado abrumada por la emoción que le provocaba la idea de salir de Surrey, con sus silenciosas salas de estar los domingos y el constante ambiente de reprobación, como para que le importara.

Si Alice sintió una cierta insatisfacción por el modo en que el señor Van Cleve se pegaba a ellos como una lapa, la reprimía y hacía lo posible por mostrarse como la versión más encantadora de sí misma que aquellos dos hombres parecían esperar de ella. En el transatlántico entre Southampton y Nueva York, ella y Bennett consiguieron, al menos, pasear por las cubiertas a solas durante las horas posteriores a la cena mientras el padre se quedaba ocupándose de documentos de su negocio o hablando con los más mayores en la mesa del capitán. El brazo fuerte de Bennett la apretaba contra él y ella mantenía en alto la mano izquierda con su reluciente y nueva alianza de oro mientras se asombraba por el hecho de que ella, Alice, era una «mujer casada». Y cuando estuvieran de regreso en Kentucky, se dijo a sí misma, estaría casada de verdad, pues ya no tendrían que compartir camarote los tres, por muy dividido que estuviese el espacio por una cortina.

—No es el ajuar que yo tenía en mente —susurró vestida con su camiseta interior y sus pantalones del pijama. No se sentía cómoda con menos que eso después de que el señor Van Cleve padre, estando una noche medio dormido, confundiera la cortina de su doble camastro con la de la puerta del baño.

Bennett la besó en la frente.

—De todos modos, no estaría bien con papá tan cerca —le contestó entre susurros. Colocó la larga almohada entre los dos («Si no, es posible que no sea capaz de controlarme») y se tumbaron uno junto al otro, con las manos castamente agarradas en la oscuridad, respirando con fuerza mientras el enorme barco vibraba debajo de ellos.

Cuando echaba la vista atrás, aquella larga travesía estaba bañada de su deseo contenido, con besos furtivos tras los botes salvavidas y su imaginación viajando a toda velocidad mientras el mar se elevaba y caía debajo de ellos.

—Qué guapa eres. Todo será distinto cuando lleguemos a casa —le murmuraba él al oído y ella le miraba el rostro esculpido y enterraba el suyo en el dulce olor de su cuello mientras se preguntaba cuánto tiempo más podría soportarlo.

Y entonces, tras el interminable viaje en coche y las paradas con tal sacerdote y tal pastor durante todo el trayecto desde Nueva York hasta Kentucky, Bennett le había anunciado que no vivirían en Lexington, como ella había supuesto, sino en un pueblo algo más al sur. Pasaron con el coche por la ciudad y siguieron avanzando hasta que las carreteras se estrecharon y se volvieron polvorientas y los edificios asomaron escasos en agrupaciones aleatorias, a la sombra de enormes montañas cubiertas de árboles. No pasa nada, le tranquilizó Alice ocultando su decepción al ver la calle principal de Baileyville, con su puñado de edificios de ladrillo y sus calles estrechas que se extendían hacia la nada. A ella le gustaba bastante el campo. Y podrían hacer excursiones a la ciudad, como hacía su madre cuando iba al restaurante Simpson’s in the Strand, ¿no? Trató de mostrar el mismo optimismo al descubrir que durante el primer año, al menos, vivirían con el señor Van Cleve («No puedo dejar a papá solo estando de luto por mamá. No por ahora, en cualquier caso. No pongas esa cara de abatimiento, cariño. Es la segunda casa más grande del pueblo. Y tendremos nuestra propia habitación»). Y luego, cuando por fin estuvieron en esa habitación, claro está, las cosas se torcieron un poco de un modo que ella no estaba siquiera segura de saber explicar.

Con el mismo apretar de dientes con que había soportado la época del internado y el club de hípica, Alice trató de adaptarse a la vida de aquel pueblo de Kentucky. Fue sin lugar a dudas un auténtico cambio cultural. Si se esforzaba podía ver cierta belleza escabrosa en el paisaje, con sus enormes cielos, sus caminos vacíos y su luz cambiante, sus montañas entre cuyos miles de árboles deambulaban osos salvajes de verdad y sobre cuyas copas de los árboles sobrevolaban águilas. Se quedó asombrada por el tamaño de todo, las enormes distancias que parecían siempre presentes, como si hubiese tenido que ajustar toda su perspectiva. Pero, en realidad, según escribía en sus cartas semanales a Gideon, todo lo demás le parecía bastante insufrible.

La vida en aquella casa grande le resultaba sofocante, aunque Annie, la criada casi muda, la liberaba de la mayor parte de las tareas de la casa. Sí que era una de las más grandes del pueblo, pero estaba llena de pesados muebles antiguos, cada superficie se hallaba cubierta con fotografías de la difunta señora Van Cleve, adornos o una variedad de imperturbables muñecas de porcelana sobre las que ambos hombres señalaban que era «la preferida de mamá» si alguna vez Alice trataba de mover alguna un centímetro. La devota y estricta influencia de la señora Van Cleve se tendía sobre la casa como un sudario.

«A mamá no le habría gustado que las almohadas se colocaran así, ¿verdad, Bennett?».

«No, no. Mamá tenía fuertes convicciones con respecto a la ropa de casa».

«A mamá le encantaban los libros de salmos bordados. ¿No decía el pastor McIntosh que no conocía a una mujer en todo Kentucky que hiciera un ganchillo más elegante?».

La constante presencia del señor Van Cleve la abrumaba; él decidía lo que hacían, qué comían, cada hábito diario. No podía mantenerse apartado de lo que fuera que estuviese ocurriendo, aunque solo se tratara de ella y Bennett poniendo música en el gramófono de su habitación y él entrara sin previo aviso: «Así que ahora tenemos música, ¿eh? Deberíais poner algo de Bill Monroe. No hay que olvidarse del bueno de Bill. Vamos, muchacho, quita ese ruido y pon al bueno de Bill».

Si se había tomado una o dos copas de bourbon, esas afirmaciones se volvían densas y rápidas y Annie buscaba excusas para ir a la cocina antes de que él se encolerizara y empezara a ponerle peros a la cena. Es que estaba triste, murmuraba Bennett. No se puede culpar a un hombre por no querer estar solo.

Descubrió rápidamente que Bennett jamás contradecía a su padre. En las pocas ocasiones en que ella había hablado para decir con tono calmado que no, que lo cierto era que nunca había sido muy aficionada a las chuletas de cerdo —o que la música de jazz le parecía bastante apasionante—, los dos hombres habían dejado caer sus tenedores y se habían quedado mirándola con el mismo asombro y desaprobación que si se hubiese quitado la ropa y se hubiese puesto a bailotear encima de la mesa del comedor.

—¿Por qué tienes que llevar siempre la contraria, Alice? —le susurraba Bennett cuando su padre salía para gritarle órdenes a Annie. Ella se dio cuenta enseguida de que era más seguro no expresar opinión alguna.

Fuera de la casa las cosas no iban mucho mejor. Entre los habitantes de Baileyville era observada con los mismos ojos escrutadores con que miraban cualquier cosa «forastera». La mayor parte de la gente del pueblo eran granjeros. Parecían pasar toda la vida dentro de un radio de pocos kilómetros y lo sabían todo unos de otros. Al parecer, había extranjeros en Minas Hoffman, que albergaba a unas quinientas familias dedicadas a la minería procedentes de todo el planeta bajo la supervisión del señor Van Cleve. Pero como la mayoría de los mineros vivían en casas que les proporcionaba la empresa, compraban en la tienda propiedad de la empresa, asistían a la escuela y al médico propiedad de la empresa y eran demasiado pobres como para tener vehículos o caballos, pocos entraban nunca en Baileyville.

Cada ma

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