Alguien es el siguiente

Karen M. McManus

Fragmento

alguien_es_el_siguiente-6

CAPÍTULO UNO

MAEVE

LUNES, 17 DE FEBRERO

Mi hermana piensa que soy una vaga. No se atreve a decírmelo en voz alta o, mejor dicho, a escribírmelo, pero no deja de insinuarlo:

¿Has mirado ya la lista de universidades que te envié?

No es precisamente pronto para empezar a buscar. Estás en el semestre de invierno de tu penúltimo año de instituto. En realidad ya vas con bastante retraso.

Si quieres podemos echarle el ojo a un par de webs cuando vuelva de la fiesta de despedida de soltera de Ashton.

También deberías echar la solicitud en algún sitio que se salga por completo de tu zona de confort.

¿Qué te parece la Universidad de Hawái?

Levanto la vista de los mensajes que van apareciendo en mi móvil y me encuentro con la mirada inquisitiva de Knox Myers.

—Bronwyn dice que debería estudiar en la Universidad de Hawái —le digo, y casi se ahoga con el trozo de empanada que tiene en la boca.

—Tu hermana sabe que esa universidad está en una isla, ¿verdad? —pregunta, y echa mano a un vaso de agua helada. Traga la mitad de una tacada.

En Bayview, las empanadas del Café Contigo son legendarias, pero, si una no está acostumbrada a la comida picante, pueden hacerse cuesta arriba. Knox, que se mudó aquí en secundaria desde Kansas, y que sigue considerando entre sus comidas favoritas el guiso de champiñones, no está acostumbrado en absoluto.

—¿Se ha olvidado de tu estricta política antiplaya?

—No tengo ninguna política antiplaya —protesto—. Lo único que pasa es que no estoy muy a favor de la arena. Ni de demasiado sol. Ni de las corrientes marinas. Ni de los bichos del mar. —Las cejas de Knox se enarcan más y más a cada frase que digo—. Oye, fuiste tú quien me obligó a ver Monstruos de las profundidades —le recuerdo—. Esta oceanofobia es fundamentalmente culpa tuya.

Knox fue el primer novio que he tenido en mi vida. Lo nuestro duró todo el verano pasado, aunque ninguno de los dos tenía la suficiente experiencia como para darse cuenta de que en realidad no nos gustábamos. Pasamos la mayor parte de nuestra relación viendo el canal de ciencia en la tele, lo cual debería habernos dado la pista de que en realidad estábamos mejor siendo amigos.

—Me has convencido —dice Knox en tono seco—. Está claro que Hawái es tu universidad. Me muero de ganas de leer lo que sin duda va a ser una de las redacciones más sentidas de la historia, cuando eches la solicitud. —Se incorpora hacia delante y alza la voz para dar más énfasis a sus palabras—. El año que viene.

Suelto un suspiro, y tamborileo con los dedos sobre los brillantes baldosines de la mesa. El Café Contigo es un establecimiento argentino de paredes de color azul oscuro y techo de estaño. En el aire flota siempre una olorosa mezcla de aromas dulces y salados. Queda a poco más de un kilómetro de mi casa, y se ha convertido en mi sitio favorito para hacer los deberes, sobre todo desde que Bronwyn se fue a Yale y de pronto mi habitación se convirtió en un lugar demasiado silencioso para mi gusto. Me encanta el agradable bullicio del Contigo, y el hecho de que a nadie le importe si me paso aquí tres horas y solo pido un café.

—Bronwyn dice que voy ya con retraso —le digo a Knox.

—Ya, bueno, pero Bronwyn prácticamente tenía lista la solicitud para Yale desde preescolar, ¿verdad? —dice él—. Tenemos tiempo de sobra.

Knox es igual que yo. Él también está en el penúltimo año de instituto y, como yo, es mayor que la mayoría de estudiantes. En su caso es porque era demasiado pequeño para su edad en la guardería y sus padres lo retrasaron un año. En el mío, porque me pasé media infancia de hospital en hospital por culpa de la leucemia.

—Supongo.

Cojo el plato vacío de Knox para ponerlo sobre el mío, pero mi mano tropieza con el salero y desparrama un montón de cristalitos blancos por toda la mesa. Casi sin pensarlo, cojo una pizquita con dos dedos y la tiro por detrás del hombro. Un signo para espantar la mala suerte, tal y como me enseñó Ita. Las supersticiones de mi abuela son innumerables; algunas son colombianas y otras las ha adquirido después de treinta años viviendo en Estados Unidos. Cuando yo era pequeña, las obedecía todas, en especial cuando estuve enferma. «Si llevo la pulsera de cuentas que me ha dado Ita, esta prueba no me dolerá. Si no piso las grietas del suelo, mi porcentaje de glóbulos blancos será normal. Si como doce uvas en Nochevieja, este año no moriré».

—En cualquier caso, tampoco se va a acabar el mundo si no entras en la universidad en cuanto acabes el instituto —dice Knox.

Se encorva en su silla y se aparta un mechón de pelo castaño de la frente. Knox es tan esbelto y anguloso que sigue pareciendo famélico incluso después de engullir su empanada y la mitad de la mía. Cada vez que está en casa, tanto mi madre como mi padre intentan que se harte de comer.

—Hay muchísima gente que no empieza la universidad nada más terminar el instituto —añade.

Su mirada revolotea por el restaurante y se posa en Addy Prentiss, que en este momento acaba de salir bandeja en mano por la puerta de la cocina.

Veo cómo Addy recorre el Café Contigo y va dejando platos de comida aquí y allá con una facilidad nacida de la práctica. En Acción de Gracias, cuando el programa de investigación de Mikhail Powers emitió el reportaje especial «Los Cuatro de Bayview: dónde están ahora», Addy accedió a que la entrevistaran por primera vez. Probablemente se había dado cuenta de que los productores tenían en mente presentarla como la vaga del grupo. A fin de cuentas, mi hermana entró en Yale, Cooper consiguió una flamante beca para la Universidad Estatal de California en Fullerton, e incluso Nate empezó a recibir alguna que otra clase en un centro de formación profesional. Addy no pensaba permitir que dieran esa imagen de ella. Adelaide Prentiss no iba a tolerar que le colocaran un titular del tipo «La carrera cuesta abajo de la antigua Reina de la Belleza de Bayview después del instituto».

«Si sabes lo que quieres hacer cuanto te gradúes, estupendo —había dicho, encaramada a una de las sillas del Café Contigo, con la lista de especiales escrita en la pizarra a su espalda en brillantes trazos de tiza de colores—. Pero si no estás seguro, ¿para qué vas a pagar un fortunón por una licenciatura que a lo mejor nunca llegas a ejercer? No pasa nada si no has planeado el resto de tu vida a los dieciocho».

O a los diecisiete. Echo una mirada cansada a mi móvil, a la espera de que llegue la siguiente ráfaga de mensajes de Bronwyn. Quiero mucho a mi hermana, pero su perfeccionismo a veces se me hace bola.

Los clientes de la noche empiezan a llegar. Alguien sintoniza en las teles de pantalla grande el primer partido de béisbol de la temporada de la Universidad de California en Fullerton. Cuando su bandeja está casi vacía, Addy se detiene y recorre la sala con la mirada. Cuando su mirada se cruza con la mía, me sonríe. Se abre camino hasta nuestra mesita esquinera y deja un platito de alfajores entre Knox y yo. Las galletas rellenas de dulce de leche son la especialidad del Café Contigo, aparte de lo único que Addy ha aprendido a hacer en los nueve meses que lleva trabajando aquí.

Knox y yo nos abalanzamos a por ellas

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