CAPÍTULO 1
—Vuelve a contarme la primera vez que jugasteis una partida de ajedrez en el parque.
El rostro de Jameson estaba iluminado bajo la mera luz de una vela, pero incluso en esa penumbra pude ver el fulgor de sus oscuros ojos verdes.
No había nada —ni nadie— que encendiera la sangre de Jameson Hawthorne como lo hacía un misterio.
—Fue justo después del funeral de mi madre —le dije—. Unos pocos días, quizá una semana.
Nos encontrábamos en los túneles que había bajo la Casa Hawthorne, solos, donde nadie pudiera oírnos. Había pasado menos de un mes desde que pusiera los pies por vez primera en la palaciega mansión texana, y una semana desde que resolviéramos el misterio acerca de por qué me habían llevado allí.
Ojalá hubiéramos resuelto de verdad ese misterio.
—Mi madre y yo solíamos ir a pasear por el parque. —Cerré los ojos para poder concentrarme en los hechos y no en la intensidad con la que Jameson se aferraba a cada una de mis palabras—. Lo llamaba El juego de pasear sin rumbo. —Abrí los ojos para protegerme de ese recuerdo—. Unos pocos días después de su funeral, fui al parque sin ella por primera vez. Cuando me acerqué al estanque, vi que había un montón de gente. Había un hombre tumbado en el camino, con los ojos cerrados y tapado con unas mantas andrajosas.
—Un sin techo. —Todo esto Jameson ya lo había oído, pero en ningún momento aflojó su férrea concentración en mí.
—La gente pensó que estaba muerto o que iba tan borracho que había perdido el conocimiento. Entonces se sentó. Vi que un policía se abría paso entre el gentío.
—Pero tú llegaste primero hasta el hombre —acabó Jameson por mí; sus ojos fijos en los míos, sus labios ligeramente curvados hacia arriba—. Y le pediste que jugara contigo al ajedrez.
No esperaba que Harry aceptara mi oferta, todavía menos que me ganara.
—Jugamos todas las semanas a partir de entonces —expliqué—. Algunas semanas, un par de veces o tres. Nunca me dijo más que su nombre.
«Su verdadero nombre no era Harry. Me mintió», pensé. Y por eso estaba en esos túneles con Jameson Hawthorne. Por eso el chico había empezado a mirarme como si yo volviera a ser un misterio, un enigma que él, y nadie más que él, lograría resolver.
No podía ser una coincidencia que el multimillonario Tobias Hawthorne hubiera legado su fortuna a una desconocida que conocía a su «difunto» hijo.
—¿Estás segura de que era Toby? —preguntó Jameson. El aire que nos separaba estaba cargado.
Esos días, pocas cosas tenía más claras que esa. Tres semanas atrás, yo era una chica normal, que se las iba arreglando e intentaba desesperadamente sobrevivir al instituto, conseguir una beca y largarse. Luego, de la noche a la mañana, me enteré de que uno de los hombres más ricos del país había fallecido y me había incluido en su testamento. Tobias Hawthorne me había dejado una herencia de miles de millones, prácticamente toda su fortuna, y yo no tenía ni idea de por qué. Jameson y yo nos habíamos pasado dos semanas desenmarañando los rompecabezas y las pistas que había ido dejando el viejo. ¿Por qué yo? Pues por mi nombre. Por el día en que nací. Porque Tobias Hawthorne se lo había jugado todo a una carta con la esperanza de que yo volviera a unir a su dividida familia.
O, al menos, esa fue la conclusión a la que nos había llevado el último juego del viejo.
—Estoy segura —le contesté a Jameson con fiereza—. Toby está vivo. Y si tu abuelo lo sabía, y sé que eso es un gran «si», pero si él lo sabía, entonces tenemos que dar por hecho que o bien me escogió a mí porque conocía a Toby, o bien se las arregló como fuera para que su hijo y yo nos conociéramos.
Si una cosa había aprendido del difunto multimillonario Tobias Hawthorne, era que tenía la capacidad de orquestar casi cualquier cosa, de manipular a casi cualquier persona. Le encantaban los rompecabezas, los acertijos y los juegos.
«Y Jameson es igual», pensé.
—¿Qué pasa si ese día en el parque no fue la primera vez que viste a mi tío? —Jameson se me acercó un paso; irradiaba una energía tremenda—. Piénsalo, Heredera. Dijiste que la única vez que coincidiste con mi abuelo, tú tenías seis años y él te vio en la cafetería donde tu madre trabajaba de camarera. Y oyó tu nombre completo.
Avery Kylie Grambs, reordenado, se convertía en A very risky gamble, es decir, en «Una apuesta muy arriesgada». Un nombre que alguien como Tobias Hawthorne recordaría.
—Eso es —respondí.
Jameson ya estaba muy cerca de mí. Demasiado cerca. Todos los chicos Hawthorne eran magnéticos. Más que la vida misma. Tenían cierto efecto sobre la gente, y a Jameson se le daba muy bien usarlo para conseguir lo que quería. «Ahora quiere algo de mí», me dije.
—¿Qué hacía mi abuelo, un multimillonario texano con toda una horda de chefs privados a su servicio, comiendo en una cafetería de mala muerte perdida en un pueblecillo en medio de Connecticut que no conoce nadie?
Mi mente se disparó.
—¿Crees que estaba buscando algo?
Jameson sonrió con astucia.
—O a alguien. ¿Y si el viejo fue hasta allí en busca de Toby y te encontró a ti?
Había algo escondido en el modo en que había dicho «a ti». Como si yo fuera alguien. Como si yo importara. Pero Jameson y yo ya habíamos pasado por ahí.
—¿Y todo lo demás es una distracción? —pregunté, apartando la mirada de él—. Mi nombre. El hecho de que Emily muriera el día de mi cumpleaños. El rompecabezas que nos dejó tu abuelo… ¿Fue todo una mentira?
Jameson no reaccionó al oír el nombre de Emily. En medio de un misterio nada podía distraerlo, ni siquiera ella.
—Una mentira —repitió Jameson—. O un amago.
Alargó la mano para apartarme del rostro un mechón de pelo y todos los nervios de mi cuerpo se pusieron en alerta roja. Me aparté con brusquedad.
—Deja de mirarme así —le advertí con firmeza.
—¿Así cómo? —rebatió él.
Me crucé de brazos y lo fulminé con la mirada.
—Activas el encanto cuando quieres algo.
—Heredera, me hieres. —Nadie debería tener derecho a estar tan guapo como lo estaba Jameson cuando esbozaba aquella sonrisita pícara—. Lo único que quiero es que rebusques en cada rincón de tu memoria. Mi abuelo era una persona que pensaba en cuatro dimensiones. Quizá tenía más de una razón para escogerte a ti. «¿Por qué matar dos pájaros de un tiro si puedes matar a doce?», decía él siempre.
Había algo en su voz, en su mirada todavía fija en mí, que hubiera hecho muy fácil verme atrapada de nuevo. En las posibilidades. En el misterio. En él.
Sin embargo, yo no era el tipo de persona que cometía dos veces el mismo error.
—Quizá te equivocas. —Le di la espalda—. ¿Y si tu abuelo no sabía que Toby estaba vivo? ¿Y si Toby fue quien se percató de que el viejo me observaba, de que se planteaba dejarme toda su fortuna?
Harry, tal y como yo lo conocía, jugaba de miedo al ajedrez. Quizá ese día en el parque no fue una coincidencia. Quizá había ido a buscarme.
—Se nos está escapando algo —reflexionó Jameson, que avanzó