Este no es mi nombre

Fragmento

Uno. Chica

UNO

CHICA

DÍA 1

Creo que podría estar muerta.

Intento orientarme, pero no veo. No siento nada. Ni siquiera mi propio cuerpo. La ausencia de sensación, el modo en que el silencio me envuelve en un abrazo y me oprime... es perturbador. Quiero que se acabe...

Hasta que llega el dolor.

Es como recibir el impacto de un puñetazo en todo el cuerpo a la vez. Mi mente lucha por enumerar qué me duele, pero me duele todo.

La mano se contrae al tocar algo que tengo debajo y que me araña. Estoy tumbada boca abajo y algo puntiagudo me oprime las costillas. Muevo la barbilla y noto el roce de la tierra húmeda en el pómulo. Huele a descomposición y a hojas viejas.

El miedo me acelera el pulso.

¿Estoy al aire libre? ¿Cómo narices he llegado hasta aquí? Intento mirar a mi alrededor, pero los párpados me escuecen como si tuviera las pestañas hechas de cristal y clavos. Se me cierran de golpe antes de que alcance a atisbar nada.

Un motor ruge y me tenso, una punzada de dolor me baja por los brazos. El pelo me azota las mejillas cuando un vehículo pasa a toda velocidad a mi lado; después, vuelve a reinar la calma.

Estoy al lado de una carretera. ¿Me habrá visto el conductor? ¿Por qué no ha parado? Desesperada, vuelvo a intentar ver algo. Esta vez, los ojos se me llenan de lágrimas. Parpadeo para aclararme la vista y sacudo la cabeza para quitarme el cabello de la cara.

Me cago en todo. Qué oscuro está.

No hay farolas ni casas. Ni siquiera hay estrellas en el cielo.

Poco a poco, la vista se me va adaptando a la falta de luz. No me extraña que el coche no se haya parado. Estoy tendida en una zanja larga, sumergida entre hojas y helechos. Hay ramas y palos que se retuercen hacia el cielo como garras. La zanja está pegada al arcén de un camino de tierra estrecho que se extiende recto ante mí y luego desaparece entre un borrón de árboles temblorosos.

El pánico me anida en la garganta y la mente se me llena aún de más preguntas para las que no tengo respuesta.

¿Dónde coño estoy?

¿Cómo he llegado hasta aquí?

¿Estoy en peligro?

¿Por qué me duele tanto todo?

Tengo que levantarme. No sé a dónde voy a ir, pero moverme me parece más seguro que quedarme aquí tirada. Clavo los dedos en la tierra mientras intento arrastrar las rodillas hacia delante. Y, por primera vez, me doy cuenta del frío que tengo. Apenas siento la yema de los dedos.

Aunque los brazos amenazan con fallarme, consigo ponerme en pie.

Los moratones me cubren los huesos y un gemido involuntario se me escapa de los labios. Durante un momento, me olvido de cómo se respira. El dolor está por todas partes. Los latidos del corazón me retumban en los oídos, y cuento al menos once bum-bum antes de que logre volver a respirar.

Las lágrimas me ruedan por la cara y me escuecen en las mejillas. Me llevo los dedos como témpanos a la nariz. La noto caliente. Hinchada. Cuando los aparto, están oscuros y húmedos. La boca me sabe a sangre.

Joder. Creo que tengo la nariz rota.

Hay que largarse de aquí.

El camino parece idéntico en la otra dirección, solo tierra y árboles. Despacio, salgo de la zanja. Las zarzas me arañan los brazos desnudos. Me agacho para pasar bajo la rama de un árbol y sus tallos tiran de mí como si fueran manos.

Una imagen me invade la mente sin previo aviso: unas puertecitas cuadradas, con cerradura, en una caja junto al camino. ¿Buzones comunitarios, tal vez? Una farola quemada. Unas manos grandes que se estiran hacia mí.

Retrocedo de un respingo y llego dando tumbos hasta el centro del camino.

El corazón me golpea la caja torácica hasta que me duelen los músculos del pecho.

¿Qué cojones ha sido eso?

¿Me ha agarrado alguien?

Son preguntas sencillas, pero mi cerebro me proporciona un total de cero detalles. Se limita solo a palpitar. Es como si hubiera un muro ante mí que me impide comprender lo que está ocurriendo. Aprieto los dientes y me obligo a dar otro paso. Necesito ayuda. A lo mejor pasa otro coche o encuentro una casa. Tengo que seguir moviéndome.

No sé cuánto tiempo paso avanzando a trompicones, pero me parecen horas. Mi mente se desconecta y se reinicia tantas veces que me pregunto si no estaré perdiendo el conocimiento.

Puede que ya lo haya perdido. Es posible que estos pasos estén solo en mi cabeza y que aún siga en esa zanja. O, incluso peor, a lo mejor sí que estoy muerta y esto es el infierno. Un eterno purgatorio de dolor y soledad por el que estoy condenada a vagar hasta el fin de los tiempos buscando una ayuda que nunca llegará.

A mi espalda, un parpadeo de luces rojas y azules llena el camino de colores. El ulular de una sirena de policía me sobresalta tanto que estoy a punto de caerme, pero un alivio intenso me mantiene en pie. Alguien va a ayudarme. Los neumáticos crujen sobre la tierra al detenerse y las luces crean una silueta con mi forma en la tierra. Empiezo a darme la vuelta...

—No se mueva. ¡Las manos donde pueda verlas! —grita un hombre.

Levanto las manos automáticamente y, un instante después, se oye un portazo.

¿Qué es esto? ¿He hecho algo malo? ¿Por eso he acabado aquí? ¿Estoy huyendo de la policía?

¿Debería escapar ahora?

—¡Dese la vuelta!

Obedezco y entorno los ojos para protegerme del destello de los faros del coche patrulla. Hay un agente junto al vehículo, con el rostro sumido en las sombras y una mano en la pistola que aún está enfundada. Siento que la poca sangre que me quedaba en la cara se desvanece, porque, cuando bajo la mirada hacia mi cuerpo iluminado, no veo más que tierra y sangre.

Hay muchísima sangre.

—Por Dios, no es más que una cría —dice el agente, que aparta la mano del arma. Se encamina hacia mí—. ¿Qué te ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto?

Abro la boca para responder, pero me fallan las rodillas y me desmorono. El policía intenta sujetarme, pero ambos nos estampamos con fuerza contra el suelo.

Agarra el receptor de radio que lleva al hombro, pero el rugido que me atruena los oídos y el animal enjaulado que se me agita en el pecho me impiden oír lo que dice. Me miro las manos, los leggings vaqueros y la parte delantera de la camiseta gris claro... Están cubiertos de manchas de barro seco y de ríos de sangre oscura.

Unas manos me agarran por los hombros. Levanto la vista hacia el agente. Sus palabras se desempañan en mi cabeza.

—¿Me oyes? El personal sanitario está en camino, pero necesito saber quién eres —dice con voz suplicante—. ¿Cómo te llamas?

¿Quiere saber mi nombre?

Lo miro con estupor y busco la respuesta; sin embargo, por más que lo intente, siempre choco con ese muro que se ha alzado en mi mente. ¿Cómo me llamo? ¿Por qué es una pregunta tan difícil? Intento respirar, pero todo esto es demasiado. Empiezo a hiperventilar. Se me vuelven a llenar los ojos de lágrimas.

—¿Cómo te llamas?

Me agarro la cabeza palpitante.

—¡No lo sé!

DOS

CHICA

DÍA 1

Las paredes grises de la comisaría parecen tan inertes como me siento yo.

El policía que me ha encontrado, el agente Bowman, está sentado a la mesa frente a mí. Estamos en una sala de reuniones, o quizá sea de interrogatorios. Solo hay una ventana, pero da al interior de la comisaría y está oscurecida. Eso sí, ha dejado la puerta abierta, así que no debo de ser alguien a quien quieran mantener encerrada. Eso es una buena noticia, al menos.

Desde que rechacé el tratamiento médico, no ha dejado de mordisquearse el labio, preocupado.

Puede que no sepa quién soy, pero tengo más claro que el agua que nadie puede obligarme a ir al hospital si no me da la gana. Luces brillantes y ruidos fuertes, más caras que no reconozco, ningún modo de saber quién es una amenaza y quién no... No, gracias.

Hace unas cuantas horas, los sanitarios me limpiaron la sangre de la piel y, al parecer, toda procedía de la nariz. Está magullada, no rota, pero, aun así, duele un huevo. Y tengo un chichón en un costado de la cabeza. Me dijeron que, durante los próximos días, esté atenta a posibles síntomas de conmoción cerebral. Me aseguraron que el resto de las heridas son superficiales y me vendaron las que pudieron.

—Tiene muy mal aspecto —me señaló el agente Bowman cuando los sanitarios fracasaron en su último intento de hacerme ir al hospital—. En estos casos, hay un proceso, un procedimiento que debemos seguir. Tendría que examinarla un médico. Hacerle pruebas para ver si la han agredido sexualmente...

El resto no lo escuché. Hay cosas en las que ni siquiera soy capaz de empezar a pensar. Hoy no. Puede que nunca. Esa es una de ellas.

Cuando se dieron cuenta de que no iba a cambiar de opinión sobre lo de ir a Urgencias, los dos sanitarios y el agente Bowman intercambiaron una mirada y me dejaron sola dentro de la ambulancia, en una camilla, mientras ellos hablaban fuera. Si no querían que los oyera, tendrían que haber susurrado. Aquel camino espeluznante estaba sumido en un silencio sepulcral que no contribuyó en nada a evitar que me llegaran sus voces.

—Todos los hematomas parecen nuevos. Yo diría que se han producido en el último par de horas. La hinchazón es reciente —dijo el sanitario alto y enjuto—. Eso, sumado a las heridas de la cara, podría apuntar a algún tipo de impacto. Quizá un accidente de coche. No tiene magulladuras causadas por el cinturón de seguridad, pero la lesión de la nariz podría habérsela provocado un airbag o el volante. Teniendo en cuenta que la contusión se encuentra en el lado izquierdo de la cabeza, es muy posible que se golpeara con la ventanilla del conductor. Pero no es más que una hipótesis. En cualquier caso, sus constantes vitales están bien. No corre ningún peligro médico inmediato.

Me aferré a esa versión de los hechos y apreté las sábanas de papel de la camilla en los puños. Un accidente de coche era mejor que otras posibilidades más oscuras. Y no requería de un kit de violación.

Bowman tomó notas mientras Alto-y-Enjuto subía de nuevo a la ambulancia y me daba una bolsa de frío nueva.

—Buena suerte —me dijo cuando me ayudó a bajar.

Esa compresa de hielo está ahora mismo sobre la mesa, entre el agente Bowman y yo, aunque ya está caliente. Llevo horas aquí. Me mira con los ojos medio entrecerrados, como si estuviera esperando a que me ponga a gritar o a que me dé vueltas la cabeza. Y, quién sabe, a lo mejor se pone a darlas. Porque, básicamente, soy un personaje de una película de terror para adolescentes.

¿Cubierta de sangre? Requisito cumplido.

¿Magullada a tope? Requisito cumplido.

¿Vagar por ahí aterrorizada en plena la noche? Requisito cumplido.

Hay una taza de chocolate humeante junto a la bolsa de frío ahora templada, pero no la cojo. No me muevo. No digo ni una palabra. Envuelta en la manta rasposa que el agente me ha echado sobre los hombros, intento no pensar. Porque lo contrario significaría navegar por los agujeros de mi memoria, y no soportaría hacerlo más de lo que ya lo he hecho.

La silla del agente Bowman cruje cuando se echa hacia delante. Es joven... o casi. Debe de rondar los veintiséis o veintisiete años. Tiene una cara de niño y unos ojos azules e impacientes que hacen que parezca un lémur con placa.

—Debería bebérselo —me dice al mismo tiempo que señala la taza con la cabeza—. Es posible que esté en shock.

Me encojo de hombros.

Cuando los sanitarios se marcharon, Bowman cambió de actitud, al parecer decidido a hacerme sentir mejor fuera como fuera. Me trajo en coche a la comisaría, aunque no recuerdo gran cosa del trayecto. Cuando se fijó en que tenía las zapatillas destrozadas —no sé de qué color eran antes, pero la sangre seca y el lodo del bosque las habían teñido con una especie de efecto tie-dye—, me dio un par de calcetines negros limpios que sacó de su bolsa de trabajo y una sudadera. Es azul marino y, en la parte superior derecha, pone «Departamento de Policía de Alton». Me queda como una cortina de ducha, pero el tejido es muy suave y cálido.

Una vez que estuve seca, sonrió.

—¿Se siente mejor ahora?

Sí, me sentía mejor. Hasta que vi mi reflejo en la ventana interior oscurecida y no reconocí a la persona que me devolvía la mirada. Ahora no quiero hablar. Nunca más. De todas formas, tampoco tengo nada que compartir con él. No soy nadie, no tengo nombre y mi cara es la de una desconocida.

—Señorita, ¿me oye? —pregunta Bowman.

Hago un gesto de asentimiento.

—Señorita, tiene que beber algo. Me encantaría que me dejara llevarla al hospital. Está muy pálida.

La mera idea de ir a Urgencias hace que otra punzada de ansiedad me recorra de arriba abajo. Estar pálida es la menor de mis preocupaciones. Digo que no con la cabeza.

El agente Bowman suspira.

—Señorita...

Lo fulmino con la mirada.

—Deja de llamarme señorita.

Se recuesta contra el respaldo de su silla, que cruje de nuevo.

—De acuerdo. ¿Cómo debo llamarte?

Vaya, buena pregunta.

—No lo sé. Pero así no.

Oigo mi voz a miles de kilómetros de distancia. ¿Era este uno de los síntomas de conmoción cerebral que me comentó el sanitario? Tendría que haberle prestado más atención.

El agente Bowman empuja la taza para acercármela.

—Te propongo un trato: tú bebes un poco de esto e intentas ayudarme a averiguar de dónde has salido, y yo dejo de llamarte señorita y me relajo con lo de ir al hospital. De momento.

Lo miro de hito en hito.

—Tienes un buen chichón, pero estás alerta y reaccionas a los estímulos. Puedes caminar sin ayuda y las luces de la sala no parecen molestarte. Si empiezas a trabarte al hablar, pierdes el equilibrio, vomitas, te desmayas o muestras cualquier otro síntoma de conmoción cerebral, nos vamos a Urgencias. Hasta entonces, te traeré una bolsa de frío nueva y charlaremos. ¿Trato hecho?

Lo que tú digas. Asiento y bebo un sorbo.

No pienso reconocerlo, pero el calor me sienta bien en la garganta y me cae en el estómago como una piedra que se hunde en una poza, lo cual me recuerda que hace mucho tiempo que no como nada.

El agente sale de la habitación y vuelvo a arrebujarme la manta alrededor de los hombros. La lana me pica en el cuello, aunque no logro reunir la energía suficiente para que me importe. Entre la manta y la sudadera, he creado una capa protectora de calor a mi alrededor, pero sigo sin poder parar de temblar.

Bowman vuelve con la compresa de hielo. Con cuidado, me la llevo al nacimiento del pelo. Escuece, pero aplaca el dolor punzante.

Se saca un bloc de notas del bolsillo y se sienta.

—Bueno, vamos a charlar. Quiero que quede constancia de que no estás metida en ningún lío. Solo quiero averiguar qué te ha pasado ahí fuera.

¿Cómo va a saber si estoy metida en un lío o no si ninguno de los dos tenemos ni idea de dónde he salido? Podría haberle clavado un puñal en la cara a alguien y Bowman ni siquiera lo sabría.

—Pues ya somos dos.

Frunce el ceño.

—¿No recuerdas nada? ¿Nada de antes de despertarte en la zanja?

Niego con la cabeza.

—Me pareció ver unas manos que se estiraban hacia mí, pero a lo mejor fue solo el miedo a la oscuridad.

Escribe en la libreta.

—¿Sabes cuántos años tienes?

—No.

—¿Y la familia? ¿Sabrías decirme quiénes son tus padres?

Miro fijamente el reloj que hay en la pared, observo cómo avanza el segundero.

—No.

—Vale. Pareces lo bastante joven como para ir aún al instituto. ¿Recuerdas a cuál vas? ¿La mascota, quizá? ¿Un número de teléfono al que podamos llamar? ¿Algo?

Vuelvo a encogerme de hombros.

—No lo sé.

—¿Te has escapado?

—Eso tampoco lo sé.

—¿Podrías haber sufrido un accidente de coche?

Dejo escapar un suspiro de lo más épico. ¿Cuántas veces tengo que repetirlo antes de que «no me acuerdo» se le quede grabado en el cerebro?

Como no respondo, vuelve a fruncir el ceño y se da golpecitos en la barbilla con el bolígrafo.

—Muy bien. Nuevo plan. Ahora vuelvo. —Desaparece en la sala principal y reaparece un minuto después con un portátil—. Si te soy sincero, esto supera con creces las responsabilidades de mi cargo. Me dedico, sobre todo, a poner multas de tráfico. He llamado a mi jefe, pero seguramente no conteste hasta mañana, cuando la comisaría vuelva a abrir, y no quiero esperar tanto para empezar a conseguir respuestas.

Ya somos dos.

—Así que, mientras tanto, haremos lo que podamos. Como no tienes ningún documento identificativo, buscaremos en los informes de personas desaparecidas, primero aquí, en la ciudad, y luego iremos ampliando el rango de la búsqueda. Alguien tiene que haberte echado de menos, y tu cara podría aparecer en la base de datos, asociada a un nombre y a la información de contacto de tu familia. Es posible que tardemos un rato, pero saber quién eres es el primer paso para averiguar qué te ha pasado. Así que a ver qué descubrimos por aquí, ¿vale?

Asiento y empieza a teclear.

Pasamos la siguiente hora examinando archivos. Descartamos a los lugareños casi de inmediato. Solo hay una persona desaparecida en la ciudad, y es un anciano con aspecto de Papá Noel que «se esfumó» mientras iba de bar en bar. Bowman hace algún que otro comentario acerca de que tienen que buscar a ese tipo casi todos los meses y luego pasa a la lista de personas desaparecidas del condado. Resulta que Alton está más o menos hacia la mitad de la costa de Oregón.

Espero a ver si algo de todo esto me resulta familiar, pero no es así. Ni siquiera soy capaz de decirle si vivo en este estado. Así de jodida está la cosa.

Paso la mayor parte del tiempo sentada sin hacer nada, bebiéndome el chocolate. Me convence de que me tome otra taza y, finalmente, el bocadillo que se había preparado para el turno de noche.

—Bueno, está claro que no tienes once años, así que esta no eres tú —murmura Bowman a eso de la una y media de la madrugada.

Clica en otro listado y escudriña la pantalla con los ojos entornados.

Empiezo a plantearme cuánto tiempo podremos seguir con esto. En algún momento tendré que marcharme de aquí, ¿no? Me muero de miedo solo de pensarlo. ¿Dónde voy a ir?

—¿Qué pasa si no logras averiguar quién soy?

Levanta los amables ojos de lémur y me mira.

—Si te fijas, a pesar de la sangre, se ve que llevas ropa buena. Zapatillas de marca. Estás sana. Tu aspecto no es el de alguien que haya estado malviviendo en la calle. Tienes que tener familia. O encontramos a tu gente, o ellos te encontrarán a ti. Aunque puede que mañana por la mañana tengamos que trasladar el caso a una comisaría más equipada. Estas son unas instalaciones pequeñas para una ciudad pequeña. No contamos con los mismos recursos que las comisarías grandes. Aquí hay que consultar los informes uno por uno, y apenas he revisado los de la mitad de los desaparecidos de este condado, así que de los del resto del estado o del país mejor ni hablamos.

Digo que sí con la cabeza. Tiene lógica. Esta comisaría está compuesta, básicamente, por un espacio abierto con dos mesas, la sala de reuniones en la que estamos, un pasillo corto con unos baños, una sala de descanso con una fotocopiadora y un cala­bozo.

Desde la entrada de la comisaría, nos llega un golpeteo estruendoso. Me levanto de la silla de un salto y me acurruco en una esquina de la sala.

El agente Bowman se asoma por la puerta y después se da la vuelta con las manos levantadas y las palmas hacia mí. Un gesto destinado, sin duda, a calmar al animal asustado que tiene delante. Hay alguien llamando a la puerta delantera.

—Estás a salvo. Aquí nadie va a hacerte daño.

Asiento. Me palpita la cabeza por haberme levantado tan rápido, y los latidos del corazón me retumban con la misma fuerza que un estribillo de Lizzo.

Anda, mira. Por lo que se ve, a Lizzo sí la recuerdo. Si todo lo demás sale mal, al menos sé que me gusta la buena música.

—Quédate aquí. Vuelvo enseguida —me dice Bowman.

Sale y oigo el chirrido de metal contra metal que hace la puerta al abrirse.

—¿Puedo ayudarle en algo?

Ya no veo al agente, no desde este ángulo. Me envuelvo bien la manta alrededor del cuerpo y me encamino con sigilo hacia la puerta. Siento curiosidad por saber qué tipo de persona se presenta en una comisaría cerrada a estas horas de la noche.

—Dios, eso espero —contesta un hombre. Su voz es mucho más grave que la de Bowman, pero también mucho más suave. Tengo que inclinarme hacia la puerta para oír el resto de lo que dice—. Mi hija adolescente ha desaparecido. No consigo contactar con ella por teléfono; llevo horas dando vueltas por ahí en el coche, buscándola. Creo que tengo que denunciar su desaparición.

Hostia. ¿Hija desaparecida? ¿Tendría razón Bowman? ¿Me habrá encontrado mi gente?

Avanzo un poco más, hasta que alcanzo a ver la entrada de la comisaría. Bowman está de pie junto a la puerta entornada y bloquea el espacio abierto con todo el cuerpo. No veo al hombre que tiene delante.

—¿Cómo se llama? —pregunta el policía.

—Wayne Boone.

—Bien, señor Boone, ¿qué edad y qué aspecto tiene su hija?

—Tiene diecisiete años, el pelo castaño y corto, pecas y los ojos verdes. Mide alrededor de un metro sesenta y siete.

Bowman vuelve la cabeza por encima del hombro y me mira a los ojos. Después, desvía la vista hacia la sala de reuniones y vuelvo a adentrarme en ella de mala gana, conteniendo el impulso de examinarme la nariz hinchada en el reflejo del cristal para ver si tengo pecas.

—Entre, por favor. Voy a necesitar algún tipo de documento identificativo.

La puerta chirría y, un segundo después, oigo el clic que emite al cerrarse.

—Por supuesto —dice la voz grave, ahora más cerca—. También tengo fotos de ella, por si las necesita para la denuncia.

—Lo cierto es que tengo aquí a alguien que coincide con esa descripción y...

—¿Está aquí? —grita el hombre—. ¿Mary está aquí?

«¿Mary?». Mis palpitaciones a lo Lizzo se aceleran. ¿Se refiere a mí?

Vuelvo a asomarme por la esquina. Los hombres están junto a la entrada, al lado de un mostrador largo de madera. El señor Boone es algo nervudo. Tiene los brazos un poco más cortos de lo que le correspondería para su estatura. Da la sensación de que su pelo está pensando en encanecer, pero todavía no se ha decidido por completo a dar el cambio. Aunque alrededor de las orejas le sobresalen varios mechones plateados, lo lleva todo peinado hacia atrás. Pero no con un producto, sino como si llevase tanto tiempo pasándose las manos por él que el cabello se hubiera visto obligado a obedecer. Viste un jersey negro y vaqueros oscuros.

Creo que no lo había visto en mi vida.

Pero ¿qué sé yo?

—Tenemos a una persona —dice el agente Bowman con cautela.

El señor Boone se cruza de brazos con aire impaciente y, cuando recorre la comisaría con la mirada, me descubre observándolo. Deja caer los brazos y el rostro se le ilumina de alivio.

—¿Mary?

Me quedo paralizada.

Intenta dar un paso hacia mí, pero Bowman lo detiene poniéndole una mano en el pecho.

—Madre mía. Llevo horas buscándote. ¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado en la cara?

Lo dice todo del tirón, sin respirar. Cada palabra más rebosante de pánico que la anterior, y me estremezco porque sé muy bien a qué se refiere.

Yo también quedé impactada la primera vez que me vi la cara. Tengo pinta de haber perdido una pelea contra un tablón de madera.

Continúo mirándolo y espero... ¿a que se produzca una revelación repentina? ¿A que una bombilla gigante ilumine este aturdimiento y me diga quién soy? ¿A que su rostro desbloquee un recuerdo? No sucede nada. Sigue siendo un extraño.

—Está bien, un poco magullada. Es posible que tenga una conmoción cerebral —dice el policía mientras bloquea sus avances—. Ahora, necesito que le deje un poco de espacio mientras compruebo su identificación y verifico quién es.

El hombre mira al policía y, por fin, da un paso atrás.

—¿A qué viene esto? Mary está ahí mismo, ella puede confirmarle quién soy.

El desconocido me mira como si no entendiera por qué no he salido corriendo hacia él.

—Señor Boone, la chica no recuerda nada. Venga, por favor, siéntese mientras resolvemos esto.

El hombre vuelve a mirarme y su confusión se transforma en inquietud.

—¿No te acuerdas de mí?

No sé qué decir. ¿Cómo es posible que mi supuesto padre esté justo delante de mí y yo siga sin acordarme de él?

—Lo demostraré —dice—. Puedo demostrar quién soy. Tengo fotos en el móvil.

¿Fotos? Me desplazo lentamente hacia un lado, hasta salir por completo de la sala de reuniones. La posibilidad de obtener pistas me impulsa hacia delante. El señor Boone se saca el teléfono del bolsillo y desliza el dedo por la pantalla varias veces. Sin hacer ruido, me acerco por detrás del agente Bowman justo cuando el hombre le da la vuelta al móvil para mostrarnos la pantalla.

No cabe duda, soy yo. La misma extraña del reflejo, la misma chica que él ha descrito junto a la puerta. Pelo castaño oscuro hasta la barbilla, ojos verdes, nariz pecosa..., aunque mi cara parece distinta cuando no está tan llena de moratones e hinchada. En la foto, estoy sentada en unos escalones de ladrillo sonriendo a la cámara y sacando la lengua. Desliza el dedo por la pantalla de nuevo y ahora estoy con un grupo de gente de mi edad en el embarcadero de un lago o de un estanque. Desliza el dedo otra vez y soy más joven, estoy sentada en un restaurante rodeada de bolsas de regalo rematadas con papel de seda rosa. Delante de mí, hay una tarta de cumpleaños cubierta de fideos de colores, con una vela gigante del número 15 que

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