Créditos
Título original: Vanishing Girls
Traducción: María Altana
1.ª edición: octubre 2015
© 2015 by Laura Schechter
© Ediciones B, S. A., 2015
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-195-3
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Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
ANTES. 27 DE MARZO. Nick
15 DE JULIO. Nick
7 DE ENERO. Entrada del diario de Dara
17 DE JULIO. Nick
17 DE JULIO. Dara
20 DE JULIO. Nick
ANTES. 9 DE FEBRERO. Nick
DESPUÉS. 20 DE JULIO. Dara
11 DE FEBRERO. Entrada del diario de Dara
21 DE JULIO. Nick
21 DE JULIO. Nick
22 DE JULIO. Dara
22 DE JULIO. Dara
9 DE FEBRERO. Lista de agradecimientos de Nick
ANTES. 15 DE FEBRERO. Nick
DESPUÉS. 23 DE JULIO. Nick
14 DE FEBRERO. Entrada del diario de Dara
23 DE JULIO. Dara
23 DE JULIO. Dara. 20:30 H
28 DE JULIO. Nick
28 DE JULIO. Mensaje de texto de Parker a Dara
28 DE JULIO. Dara
ANTES. 16 DE FEBRERO. Nick
29 DE JULIO. Tarjeta de cumpleaños de Nick a Dara
DESPUÉS. 29 DE JULIO. Nick
22 DE FEBRERO. Entrada del diario de Dara
Nick. 19:15 H
Nick. 20:35 H
2 DE MARZO. Entrada del diario de Dara
Nick. 22:15 H
28 DE JULIO. Entrada del diario de Dara
Nick. 22:35 H
Nick. 23:35 H
30 DE JULIO. Nick. 00:35 H
Nick. 1:45 H
Dara. 2:02 H
ANTES. Nick
DESPUÉS. Nick. 3:15 H
DESPUÉS. 2 de septiembre
26 de septiembre
27 de septiembre
NOTAS
Dedicatoria
Al verdadero John Parker, por su apoyo e inspiración,
y a todas las hermanas del mundo, incluida la mía.
Lo gracioso de cuando has estado a punto de morirte es que, después, todos esperan que te subas de un salto al tren de la felicidad y te dediques a cazar mariposas por los verdes prados o a ver arcoíris en los charcos de aceite de la autopista. «Es un milagro», dirán con mirada expectante, como si te hubieran hecho un magnífico regalo, algo viejo, y no debieras decepcionar a la abuela poniendo cara de asco cuando, al abrir la caja, encuentres un jersey feo y cedido.
Así es la vida, más o menos: llena de pozos, follones y mil maneras de quedarse bloqueada. Es desagradable y molesta. Es ese regalo que nunca pediste ni quisiste ni escogiste y que te encantará usar a diario, aun cuando lo que más te gustaría es quedarte en la cama y no hacer nada.
La verdad es que no se requiere habilidad alguna para estar a punto de morir ni de vivir tampoco.
ANTES. 27 DE MARZO. Nick
ANTES
27 DE MARZO
Nick
—¿Quieres jugar?
Son las dos palabras que con más frecuencia he escuchado en mi vida. «¿Quieres jugar?» Cuando a los cuatro años Dara se lanza a través de la puerta mosquitera con los brazos extendidos, volando al verde de nuestro jardín delantero sin esperar mi respuesta. «¿Quieres jugar?» Cuando a los seis años Dara se mete en mi cama en medio de la noche, con los ojos muy abiertos, llenos de luz de luna, y su cabello húmedo que huele a champú de fresa. «¿Quieres jugar?» Dara de ocho años tocando el timbre de su bicicleta. Dara de diez años desplegando las cartas en abanico por el borde mojado de la piscina. Dara de doce años haciendo girar una botella vacía de gaseosa que sujeta por el cuello.
A los dieciséis años, Dara no espera a que yo le conteste.
—Muévete —le dice a Ariana, su mejor amiga, dándole un golpe con la rodilla en el muslo—. Mi hermana quiere jugar.
—No hay sitio —contesta Ariana, que chilla cuando Dara la empuja.
—Lo siento, Nick.
Están apretujadas, con seis personas más, en un establo vacío que huele a serrín y levemente a estiércol, en el granero de los padres de Ariana. En el suelo compacto hay una botella de vodka medio vacía, varios packs de seis latas de cerveza y una pequeña pila de ropa: una bufanda, dos mitones desparejados, una chaqueta acolchada y la sudadera rosa de Dara, la que es muy ceñida al cuerpo y tiene «Queen B*tch» estampado en la espalda con diamantes de pega. Parece una suerte de extraño sacrificio ritual consagrado a los dioses del strip poker.
—No te preocupes —me apresuro a decir—. No necesito jugar. Solo he venido a saludaros.
Dara pone mala cara.
—Acabas de llegar.
Ariana pone sus cartas boca arriba sobre el suelo.
—Tres iguales, reyes. —Abre una cerveza y la espuma burbujeante salta y se derrama entre sus nudillos—. Matt, quítate la camisa.
Matt es un chico flaco que tiene cara de metomentodo y esa mirada borrosa del que lleva camino de agarrarse una buena tajada. Como está en camiseta —negra, con la misteriosa imagen de un castor con un solo ojo estampada por delante—, supongo que la chaqueta acolchada le pertenece.
—Tengo frío —se queja.
—La camiseta o los pantalones, tú eliges.
Matt suspira y empieza a subirse la camiseta, y deja al descubierto una espalda esquelética plagada de acné.
—¿Dónde está Parker? —pregunto como si nada, y enseguida me odio por querer disimular.
Lo cierto es que, desde que Dara empezó... lo que sea que esté haciendo con él, me resulta imposible hablar de mi ex mejor amigo sin sentir como si un adorno navideño hubiera ido a parar a mi garganta.
Dara, que está repartiendo las cartas, se queda inmóvil, aunque solo un instante, pues arroja una última carta en dirección a Ariana y alza una mano.
—Ni idea.
—Le envié un mensaje al móvil —comento—. Me dijo que vendría.
—Bueno, a lo mejor ya se ha marchado.
Los ojos oscuros de Dara se cruzan con los míos y el mensaje es claro: «Déjalo estar.» Deduzco que han reñido otra vez. O quizá no hayan reñido y ese sea el problema. A lo mejor él no quiere jugar más.
—Dara tiene un novio nuevo —dice Ariana con retintín, y Dara le propina un codazo—. Bueno, tienes uno, ¿no? Un novio «secreto».
—Calla —le dice Dara con dureza. No sé si está enfadada de verdad o si lo aparenta.
Ari finge un puchero.
—¿Lo conozco? Solo dime si lo conozco.
—Ni hablar —dice Dara—. Ni una pista.
Deja la baraja y se pone en pie sacudiéndose el polvo del trasero de sus tejanos. Lleva puestas unas botas de cuña con ribete de piel y una camiseta de tejido metálico que no le había visto antes, muy ceñida, como si se la hubieran vertido sobre el cuerpo y dejado endurecer. Su cabello, recientemente teñido de negro y perfectamente alisado, parece petróleo derramado sobre sus hombros. Como de costumbre, me siento el Espantapájaros junto a Dorothy. Me he puesto una chaqueta demasiado holgada, que mamá me compró hace cuatro años cuando fui a esquiar a Vermont, y llevo el cabello, de color marrón muy corriente, recogido atrás en mi característica cola de caballo.
—Voy por un trago —anuncia Dara, a pesar de estar bebiendo una cerveza—. ¿Alguien quiere?
—Tráenos unos refrescos para mezclar —pide Ariana.
Dara no da muestras de haber oído. Me agarra de la muñeca y me lleva al granero, donde Ariana —¿o su mamá?— ha colocado unas mesas plegables con varios platos con patatas fritas, snacks, guacamole y bolsitas de galletas. Hay una colilla de cigarrillo aplastada en un envase de guacamole y, dentro de una ponchera enorme, latas de cerveza flotando entre cubos de hielo medio derretidos que parecen barcos intentando navegar por el Ártico.
Me da la impresión de que esta noche ha venido aquí casi toda la clase de Dara y la mitad de la mía. Aun cuando los de último curso no suelen colarse en las fiestas de los estudiantes de penúltimo año, los que cursamos el segundo semestre del último año nunca perdemos una oportunidad de celebrarlo. Hay un hilo con luces navideñas colgado entre las cuadras, de las cuales solo tres están ocupadas por caballos: Misty, Luciana y Señor Ed. Me pregunto si a los caballos les molestará el ruido de la música que retumba o el hecho de que cada cinco segundos uno de los de penúltimo, que va bien cocido, meta la mano por la puerta intentando que el caballo coma unos Cheetos. En los demás establos, donde no hay sillas de montar, rastrillos para estiércol o aperos de labranza oxidados que ya nadie usa y por algún motivo han ido a parar allí —aunque lo único que la mamá de Ariana cultiva es el dinero de sus tres exmaridos—, hay un montón de chicos y chicas que juegan a ver quién bebe más o andan metiéndose mano, o directamente haciéndoselo, como Jake Harris y Aubrey O’Brien. Según me han contado, los porreros han exigido, extraoficialmente, el guadarnés.
Por la noche las grandes puertas corredizas del granero están abiertas y entran ráfagas de aire helado. A los pies de la colina alguien intenta encender una hoguera en el picadero, pero como está lloviznando la leña no prende.
Menos mal que Aaron no está. Creo que no habría soportado verlo esta noche..., no después de lo que ocurrió el fin de semana pasado. Habría sido preferible que se hubiera enfadado, que se hubiera puesto a gritar como un histérico o que hubiera contado por todo el colegio que tengo clamidia o algo parecido. Entonces sí podría odiarlo. Y estaría justificado.
Pero desde que rompimos ha sido sumamente amable conmigo, como un recepcionista de la tienda Gap que se me acerca convencido de que voy a comprar algo y evita parecer cargante.
—Sigo pensando que nos llevamos bien —me soltó cuando me devolvió la sudadera (limpia, claro, y bien doblada) y todas las mierdas que yo me había dejado en su coche: plumas, un cargador de móvil y una de esas insólitas bolas de nieve que había visto en una CVS. En el colegio habían servido espaguetis a la marinera y tenía un poquito de salsa DayGlo en la comisura de sus labios—. Tal vez cambies de idea.
—Tal vez —le había contestado.
Y realmente esperaba, más que nada en el mundo, que podría cambiar de idea.
Dara coge una botella de Southern Comfort, vierte siete centímetros en un vaso de plástico y termina de llenarlo con Coca-Cola. Me muerdo el labio por dentro, como si fuera posible masticar y tragarme las palabras que realmente quiero decir: «Este debe de ser por lo menos el tercero que bebes; mamá y papá ya te han castigado; se supone que no debes meterte en más problemas. Por tu culpa hemos acabado las dos haciendo terapia.»
—Conque tenemos novio nuevo... —digo, en cambio, tratando de que mi tono de voz suene suave.
El esbozo de una sonrisa aparece en la comisura de sus labios.
—Ya conoces a Ariana. Exagera.
Dara prepara otro vaso de plástico con la misma mezcla y me lo pone en la mano, chocando el suyo con el mío.
—Salud —dice, y bebe un buen trago, tanto que vacía la mitad del vaso.
La bebida huele extrañamente a jarabe para la tos. Apoyo el vaso junto a una fuente con canapés de salchichas frías que más parecen pulgares arrugados envueltos con una gasa.
—Entonces, ¿no hay un hombre misterioso?
Dara se encoge de hombros.
—¿Qué puedo decir? —Esta noche se ha puesto sombra de ojos dorada y un poco de ese polvillo le ha caído en las mejillas. Parece alguien que, sin proponérselo, ha entrado ilegalmente en el país de las hadas—. Soy irresistible.
—¿Y Parker? —pregunto—. ¿Más problemas en el paraíso?
Pero inmediatamente me arrepiento de haber dicho eso. La sonrisa de Dara se esfuma.
—¿Por qué? —pregunta. Sus ojos ya no brillan. Me mira con dureza—. ¿Quieres decir «Te lo dije» otra vez?
—Olvídalo. —De pronto me siento extenuada y me aparto de ella—. Buenas noches, Dara.
—Espera —me sujeta de la muñeca. El mal momento ha pasado y vuelve a sonreír, como si nada—. Quédate, ¿sí? —Cuando advierte mi vacilación, repite—: Quédate, Ninpin.
Es casi imposible resistirse cuando Dara suplica así, con esa dulzura, como su antiguo yo, como la hermana que solía encaramarse a mi pecho y, abriendo grandes los ojos, me rogaba: «Despiértate, despiértate.» Casi.
—Tengo que levantarme a las siete —digo a modo de excusa, pero ella me lleva afuera, bajo una llovizna tenaz—. Le prometí a mamá que la ayudaría a ordenar la casa antes de que llegue la tía Jackie.
Aproximadamente durante el primer mes después de que papá anunciara que se marchaba de casa, mamá se comportó como si nada, absolutamente nada, fuera diferente. Pero últimamente siempre se olvida de cosas como poner en marcha el lavaplatos, poner el despertador, planchar las blusas del trabajo, pasar la aspiradora... Es como si cada vez que él se lleva algo de casa, como su silla preferida o el juego de ajedrez que heredó de su padre o los palos de golf que nunca usa, se llevara también una parte de su cerebro.
—¿Por qué? —Dara pone los ojos en blanco—. Ya traerá ella con qué limpiar cristales, no te preocupes. Por favor —añade. Tiene que alzar la voz por encima de la música para que yo pueda oírla; alguien ha subido el volumen—. Nunca sales.
—No es verdad. Lo que pasa es que tú sales siempre —le digo en mal tono, sin querer.
Pero Dara se ríe.
—No nos peleemos esta noche, ¿de acuerdo? —Se acerca para darme un beso en la mejilla. Tiene los labios pegajosos—. Anda, vamos a estar contentas.
Unos tíos, supongo que de penúltimo año, apiñados en la penumbra del granero, se ríen a carcajadas y aplauden.
—¡Vale! ¡Sí, señores! —grita uno alzando una cerveza—. ¡Lesbianas en acción!
—¡Cierra el pico, capullo! —le suelta Dara. Pero lo dice riéndose—. ¡Es mi hermana!
—¡Me largo! —digo.
Pero Dara no escucha. Se ha puesto colorada y los ojos le brillan por el alcohol.
—Es mi hermana. —Lo anuncia una vez más, a nadie, a todos, pues Dara es de esa clase de personas a las que la gente mira, desea, sigue—. Y mi mejor amiga.
Más risotadas y algunos aplausos. Otro tío grita:
—¡Enrollaos!
Dara me pasa un brazo por el hombro, se inclina para susurrarme algo al oído; su aliento dulzón huele a alcohol.
—Mejores amigas para toda la vida —dice, y no sé si me abraza o se cuelga de mí—. ¿Verdad, Nick? Nada, nada puede cambiar eso.
DESPUÉS
http://www.ShorelineBlotter.com/28demarzo_informesyaccidentes
A las 23:55 h, la policía de Norwalk acudió al sur del motel Palmeras Frondosas por una colisión ocurrida en la Ruta 101. La conductora del vehículo, Nicole Warren (17), sufrió heridas de poca consideración y fue trasladada al Eastern Memorial. La pasajera, Dara Warren (16), que no llevaba puesto el cinturón de seguridad, fue inmediatamente trasladada en ambulancia a la UCI y, en el momento de publicar esta noticia, se encuentra en estado crítico. Todos rezamos por ti, Dara.
mamabear27, 6:04 h
Muuuy triste. ¡Ojalá salga de esta!
qTpie27, 8:04 h
vivo justo allí oí la colisión a menos de un kilómetro de distancia!!!
markhammond, 8:05 h
Estos críos se creen indestructibles. ¿A quién se le ocurre no ponerse el cinturón? Ella y nadie más que ella tiene la culpa.
trickmatrix, 8:07 h
Un poco de compasión, tío! Todos cometemos estupideces.
markhammond, 8:08 h
Algunas personas son más estúpidas que otras.
http://www.ShorelineBlotter.com/15dejulio_detenciones
Fue una noche movida para la policía de Main Heights. Entre medianoche y la una de la madrugada del miércoles, tres adolescentes vecinos del barrio cometieron una serie de robos menores en la zona sur de la Ruta 23. La policía acudió en respuesta a una llamada telefónica del 7-Eleven, en Richmond Place, donde Mark Haas (17), Daniel Ripp (16) y Jacob Ripp (19) habían amenazado y hostigado a un empleado antes de huir llevándose dos packs de seis cervezas, cuatro cajas de huevos, tres paquetes de Twinkies y tres Slim Jim. La policía persiguió a los tres adolescentes hasta la calle Sutter, donde ya habían destrozado seis buzones y lanzado huevos a la casa del señor Walter Middleton, profesor de matemáticas del instituto al que asisten los jóvenes. (Según ha podido saber este cronista, a comienzos de año Middleton había amenazado con suspender a Haas al sospechar que había copiado.) Los tres jóvenes sustrajeron una mochila, dos pares de tejanos y un par de bambas en la piscina pública antes de que finalmente la policía lograra detenerlos en Carren Park. La ropa, informó la policía, pertenecía a dos adolescentes que estaban nadando desnudas. Ambas fueron conducidas a la comisaría de Main Heights..., esperemos que después de haber recuperado su ropa.
granladronotto, 12:01 h
Dannnnnny... eres una leyenda.
mamidetres, 12:35 h
Ocúpate en algo útil.
hal.m.woodward, 14:56 h
Lo irónico es que, probablemente, dentro de poco estos chavales estarán trabajando en el 7-Eleven. No sé por qué, pero no veo a estos tres como neurocirujanos.
maddiebonita, 19:22 h
¿Bañándose desnudas? ¿No se morían de frío?
vigilanteciencia01, 21:01 h
¿Por qué en el artículo no se citan los nombres de estas «dos adolescentes que estaban nadando desnudas»? La intrusión ilegal es un delito, ¿no?
admin, 21:15 h
Gracias por tu comentario. Lo es, pero no se presentaron cargos contra las adolescentes.
gatoinfernal15, 23:01 h
El señor Middleton es un mierda.
15 DE JULIO. Nick
15 DE JULIO
Nick
—Nadando en pelotas, ¿eh, Nicole?
En el idioma inglés hay algunas palabras y expresiones, muchas, que no te apetece oírselas decir a tu padre. «Enema.» «Orgasmo.» «Decepcionado.»
«Nadar en pelotas» es una de las primeras de esa lista, sobre todo cuando tu padre acaba de sacarte de la comisaría a las tres de la mañana vestida con unos pantalones de uniforme de policía y una sudadera que con toda probabilidad perteneció a un sin techo o a un presunto asesino en serie, porque te robaron la ropa, el bolso, el carné de identidad y el dinero que habías dejado al borde de una piscina pública.
—Era una broma —digo.
Esto que acabo de decir es una estupidez, puesto que no tiene la menor gracia que la policía te detenga, prácticamente con el culo al aire, en medio de la noche, cuando se supone que deberías estar durmiendo.
Los faros dividen la autopista en tramos de luz y oscuridad. Mejor, así no veo la cara de papá.
—¿En qué estabas pensando? Nunca me lo hubiera esperado. No de ti. Y ese chico, Mike...
—Mark.
—Como se llame. ¿Cuántos años tiene?
No contesto, me quedo callada. La respuesta es «veinte», pero sé que no conviene que papá lo sepa. Está buscando un culpable, alguien a quien echarle la culpa. Quiere creer que me obligaron, que un tío que ejerce sobre mí una mala influencia me forzó a saltar la valla de Carren Park y a quedarme en bragas, me obligó a darme una tripada donde cubre; el agua estaba tan fría que se me cortó la respiración y salí a la superficie riéndome y aspirando grandes bocanadas de aire y pensando en Dara, pensando en que ella tendría que haber estado conmigo, que ella lo entendería.
Imagino un enorme peñasco que aflora de la oscuridad, una pared de roca en forma de acordeón, y debo cerrar los ojos y volver a abrirlos. Nada. Solo la autopista, larga y lisa, y los dos idénticos conos de luz que proyectan los faros.
—Escucha, Nick —dice papá—. Tu madre y yo estamos preocupados por ti.
—Creía que mamá y tú no os hablabais —respondo mientras bajo la ventanilla unos centímetros porque el aire acondicionado suelta aire apenas frío y porque la ráfaga de viento ayuda a ahogar la voz de papá.
No me hace ni caso.
—Hablo en serio. Desde el accidente...
—Por favor... —lo interrumpo antes de que pueda acabar la frase—. No sigas.
Papá suspira y se frota los ojos por debajo de las gafas. Huele un poco a esas tiras mentoladas que de noche se pone en la nariz para no roncar y lleva puestos los mismos pantalones de pijama de siempre, holgados y con estampado de renos. Y realmente me siento muy mal, pero solo durante un instante.
Entonces me acuerdo de la nueva novia de papá y de mamá con su mirada tensa, silenciosa, como una marioneta de cuyos hilos tiran demasiado fuerte.
—Tendrás que hablar de ello, Nick —dice papá con voz tranquila que denota preocupación—. Si no lo haces conmigo, hablarás con el doctor Lame. O con la tía Jackie. Pero con alguien.
—No —contesto. Bajo toda la ventanilla para que el estruendo del viento se lleve consigo el sonido de mi voz—. No quiero.
7 DE ENERO. Entrada del diario de Dara
7 DE ENERO
Entrada del diario de Dara
El doctor Lame Me —perdón, Lame— dice que debería dedicar cinco minutos al día en escribir todo lo que siento.
Allá voy, pues:
Odio a Parker.
Odio a Parker.
Odio a Parker.
Odio a Parker.
Odio a Parker
¡Me siento mucho mejor!
Han pasado cinco días desde EL BESO y hoy, en el colegio, ni siquiera se dignó a respirar en mi presencia. Como si tuviera miedo de que yo fuera a contaminar su círculo de oxígeno, o algo así.
Mami y papi están en la lista negra también esta semana. Papá, por hacernos creer que está triste y apesadumbrado por el divorcio, cuando una sabe de sobra que por dentro está dando saltos de alegría. Quiero decir, no tiene por qué marcharse si no lo desea, ¿no? Y mamá, por no hacer nada por ella misma. No lloró por Paw-Paw, ni una sola vez, ni siquiera en el funeral. Lo hace todo por inercia. Se dedica a hacer SoulCycle y a ensayar recetas con esa maldita quinoa, como si ella sola pudiera mantener unidos a todos con solo darles la cantidad de fibra necesaria. Como si fuera una especie de grotesco robot animatrónico vestido con chándal de yoga y sudadera Vassar.
Nick es igual. Me vuelve loca. Antes no era así, qué va... O no me acuerdo. Pero desde que empezó el instituto siempre está dando consejos, como si tuviera cuarenta y cinco años y no fuera exactamente once meses y tres días mayor que yo.
Me acuerdo de que el mes pasado ni siquiera pestañeó cuando mamá y papá se sentaron para anunciarnos lo del divorcio. «Está bien», dijo.
¡Hay que joderse! «Está bien.» ¿De verdad?
Paw-Paw está muerto, mamá y papá se odian y Nick me mira casi todo el tiempo como si fuera una extraterrestre.
Escuche, doctor Lame Me, esto es todo lo que tengo que decirle: no está bien.
Nada lo está.
17 DE JULIO. Nick
17 DE JULIO
Nick
Somerville y Main Heights están situados a escasos diecinueve kilómetros de distancia uno del otro, pero es como si estuvieran en países distintos. En Main Heights todo es nuevo: edificios nuevos, tiendas nuevas, desorden nuevo, padres recién divorciados y sus apartamentos recién comprados, un pequeño conjunto de placas de yeso y madera laminada recién pintada, una especie de decorado instalado demasiado deprisa como para dar impresión de realidad. El apartamento de papá da a un aparcamiento y a una hilera de olmos raquíticos que separa la urbanización de la autopista. Los suelos están alfombrados y el aire acondicionado nunca hace ruido y produce silenciosamente un aire reciclado tan frío que es como vivir dentro de una nevera.
No obstante, Main Heights me gusta. Me gusta mi cuarto totalmente blanco y el olor a asfalto nuevo y sus endebles edificios que tocan el cielo. Main Heights es ese lugar adonde la gente va cuando desea olvidar.
Pero dos días después del baño en pelotas estoy yendo hacia casa: a Somerville.
—Te vendrá bien un cambio de paisaje —dice papá por duodécima vez. Una estupidez, pues es exactamente lo mismo que dijo cuando salí de casa para ir a vivir a Main Heights—. Y a tu madre le vendrá bien tenerte en casa. Se pondrá contenta.
Al menos no me miente diciendo que Dara también se pondrá contenta.
Estamos entrando en Somerville. Demasiado rápido. De repente, al salir del paso subterráneo, todo parece viejo. Unos árboles gigantescos bordean la calle: sauces llorones que rozan la tierra con la punta de sus ramas y altos robles que arrojan una sombra vacilante sobre el coche. Veo enormes casas a través de una ondulante cortina de verde, algunas finiseculares, otras coloniales y otras vete a saber de qué época. En Somerville, que fue la mayor ciudad del estado, tuvo su sede una próspera fábrica de tejidos de algodón. Ahora media ciudad tiene asegurada la categoría de punto de referencia. Contamos con un Día de los Fundadores, un Festival de la Fábrica y un Desfile de los Peregrinos. Tiene algo de retrógrado vivir en un lugar tan obsesionado con el pasado. Es como si sus habitantes hubieran renunciado a la idea de futuro.
En cuanto giramos en West Haven Court siento una opresión en el pecho. Otro problema de Somerville: demasiados recuerdos y vínculos. Todo lo que sucede ya ha ocurrido antes mil veces. Durante un instante aflora a la superficie la impresión de otros mil viajes en automóvil, miles de otros trayectos a casa en el enorme Suburban de papá con la mancha de café color óxido en el asiento del copiloto. Un recuerdo compuesto de excursiones en familia, cenas especiales y recados en grupo.
No deja de tener gracia el hecho de que las cosas puedan permanecer iguales para siempre y de pronto cambiar tan rápido.
Ahora el Suburban de papá está en venta. Intenta cambiarlo por un modelo más pequeño, como hizo con su gran casa y su familia de cuatro miembros, que sustituyó por un apartamento ínfimo y una rubia diminuta y alegre llamada Cheryl. Y nunca más llegaremos en coche al número 37 toda la familia junta.
El coche de Dara está aparcado en la entrada, encajado entre el garaje y el coche de mamá. Ahí están los dados de peluche que le compré en una Walmart, colgados del espejo retrovisor, tan sucio que puedo distinguir las huellas dejadas por los dedos de una mano. Que no los haya tirado me hace sentir un poco mejor. Me pregunto si habrá vuelto a conducir.
Me pregunto si estará en casa, sentada en la repisa de la cocina, vestida con una camiseta demasiado grande y minishorts, limpiándose las uñas de los pies. Siempre lo hace cuando me quiere sacar de quicio. ¿Levantará la mirada cuando yo entre y me dirá, soplando el flequillo que le tapa los ojos, «Hola, Ninpin», como si nada hubiera ocurrido, como si estos últimos tres meses no hubiera estado esquivándome todo el tiempo?
Papá aparca el coche. Y, ahora sí, parece arrepentirse de querer librarse de mí.
—¿Estarás bien? —pregunta.
—¿Tú qué crees?
Me detiene antes de que me baje.
—Te sentará bien, ya verás —repite—. Os sentará bien a las dos. El doctor Lame...
—El doctor Lame es un farsante —respondo, y me bajo del coche antes de que me riña.
Después del accidente, mamá y papá me insistieron para que aumentara la periodicidad de las sesiones con el doctor Lame y acudiera una vez a la semana. Los angustiaba la idea de que yo hubiera estrellado el coche deliberadamente o de que la conmoción me hubiera hecho mierda el cerebro para siempre. Pero, después de cuatro sesiones a doscientos cincuenta dólares la hora en las que permanecí sentada en el más completo y absoluto silencio, ya no insistieron más. No tengo idea de si Dara sigue yendo.
Golpeo en el maletero antes de que papá lo abra desde adentro. No es que yo quiera que me abrace, pero ni se molesta en salir del coche para abrazarme. Baja la ventanilla y saca el brazo para saludar, como si yo fuera la pasajera de un barco a punto de zarpar.
—Te quiero —dice—. Te llamaré esta noche.
—Claro. Yo también. —Me cuelgo de un hombro la bolsa de deporte y empiezo a andar hacia la puerta principal. La hierba está muy crecida y húmeda y se me pega a los tobillos. La puerta necesita pintura. La casa entera parece desinflada, como si una parte esencial del interior se hubiera desplomado.
Hace unos años, mamá, convencida de que la casa se inclinaba, alineó unos guisantes congelados sobre la encimera de la cocina y nos llamó a Dara y a mí para mostrarnos cómo rodaban de un extremo al otro. Papá pensó que estaba loca. Se pelearon a muerte, sobre todo porque papá pisaba guisantes cada vez que bajaba descalzo a la cocina a beber agua de noche.
Resultó que mamá tenía razón. Al final hizo venir a alguien para que echara