Contenido
Portadilla
Créditos
I. PARA EMPEZAR
Monasterio de San Juan de la Peña. Año 1075
II. EL BLOG DE NATALIA (1)
Cuando crezca te seguiré queriendo
La pieza que no encaja
Labios con sabor a chicle de menta
Todo lo malo que sigue a todo lo bueno
Explicaciones redundantes o necesarias (cada cual que piense lo que quiera)
Los profesores de educación física odian los incendios provocados
Ya es hora de contar la misma historia desde mi punto de vista
Los peones del ajedrez
Lo otro
La verdad y nada más que la verdad
Una curiosa forma de escapar del dolor (o de intentarlo)
La verdad puede matar
Por favor, deja que me presente...
III. EL VIAJE
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IV. TÁRSILA
V. CRYPTA
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VI. EL BLOG DE NATALIA (2)
Hola
Bajo la cama
Vida familiar un poco extraña
No entiendo nada
Seis pares de ojos
Hace tiempo que deberíamos haber tenido esta conversación
Nocturna
VII. MI AMOR ES UNA ROSA NEGRA
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Epílogo
Notas
I. PARA EMPEZAR
I
PARA EMPEZAR
Hablar y enseñar le corresponde al maestro.
Callar y escuchar es cosa del discípulo.
Regula monasteriorum
SAN BENITO DE NURSIA (AÑO 540)
Monasterio de San Juan de la Peña. Año 1075
Monasterio de San Juan de la Peña
Año 1075
Un hombre solo, vestido con una capa de terciopelo negro hasta los pies y con el rostro escondido dentro de un capuz, se detiene bajo la enorme peña. Es la hora del atardecer, y el sol se encuentra ya al otro lado del mundo, muy lejos de aquí. El monasterio se sumerge lentamente en las sombras de la tarde, que en este lado del monte parecen llegar mucho antes. Hace un frío tan intenso que es imposible respirar profundamente sin sentir en el acto una punzada de dolor. El silencio es tan hondo que parece vaticinar el fin de toda la actividad del mundo. Solo un rumor de hojas o el ulular de algún ave nocturna llegan de vez en cuando. El resto de los animales que habitan estos montes están a resguardo dentro de sus madrigueras. Es como si la muerte rondara por allí.
El recién llegado sonríe, satisfecho. Observa la piedra de color ocre, el recodo del camino donde los muros se alzan y piensa que este lugar tiene algo de locura, de obra de visionario. Había oído hablar de él, pero ahora que lo contempla, siente lo mismo que ante las obras de arte: por mucho que te las expliquen con lujo de detalles, nada supera verlas con los propios ojos. Allá arriba, más allá de la peña enorme bajo la que se construyó el pequeño monasterio, adivina una pradera soleada y piensa que jamás tuvo la tierra mejores cimientos. Echa a andar y el eco de sus pasos recorre las montañas muertas. Llega a la puerta principal y la golpea tres veces con la aldaba. El ruido perturba sus oídos, acostumbrados a esta quietud casi sobrenatural.
Un fraile joven asoma su cara de susto por una rendija de la puerta. Mira al viajero de arriba abajo, con ojos de no poder creer. No debe de estar muy acostumbrado a las visitas.
—La paz del Señor sea con vos —susurra el monje joven, a quien el frío parece haber robado la voz.
—Y con vos, hermano —contesta el recién llegado, con voz ronca y profunda—. Llego de muy lejos con la intención de ver al padre Aquilino, vuestro prior mayor.
El portero niega con la cabeza.
—Me temo que eso no es posible. El prior mayor no se encuentra en disposición de ver a nadie. Sin duda, no sabéis que está...
—¿Agonizando? Lo sé. Esa es la razón por la que estoy aquí. Fue su expreso deseo que le visitara en su lecho de muerte.
El joven observa al viajero con desconfianza. Dice llegar de lejos, pero trae las manos vacías. Evalúa cada pliegue de su atuendo. Repara en su sortija de oro en forma de pirámide. Es grande y aparatosa, propia de un gran hombre. O de un soberbio. Duda si debe o no dejarle pasar. Pregunta, para ganar tiempo:
—Entonces, ¿conocéis al padre Aquilino?
—Desde antiguo.
—¿Y decís que fue él quien os mandó llamar?
—Así podríamos decirlo.
El monje portero es demasiado joven para enfrentarse a grandes decisiones. Prefiere, sabiamente, arriesgar antes que equivocarse. Abre la puerta e invita al desconocido a pasar, extendiendo el brazo.
—Entrad, hermano. Os aconsejo que no os despojéis del abrigo. La casa es gélida y las tristes circunstancias por las que atravesamos hacen que lo parezca más aún.
El visitante sigue al frailecillo y comprueba en el acto que lo que acaba de advertirle es del todo cierto. Dentro de aquellas gruesas paredes de piedra el frío parece aún más vivo que fuera de ellas. «La muerte nunca ayuda a caldear el ambiente», piensa el visitante. El joven abre el paso y de vez en cuando vuelve la cabeza con disimulo para observar al hombre de la capa negra. El recién llegado le sigue, indiferente, con paso seguro. De este modo atraviesan una nave donde la humedad y el helor compiten por hacer inhabitable el lugar. Suben una escalera empinada y angosta, que se diría esculpida sobre hielo gris, y por una apertura estrecha como un sablazo salen a una especie de patio. Entonces el visitante repara en que no es un patio cualquiera, sino algo parecido a un claustro, el más extraño que ha visto en su vida, porque no hay ninguna cubierta sobre las columnas y los capiteles, sino que la inmensa peña que cobija el monasterio sirve también de techo a las galerías. A la derecha, una balaustrada se yergue imponente sobre el paisaje, y desde ella se alcanza a ver la vegetación que han atravesado mientras se dirigían hacia allí.
Finalmente, el joven fraile no puede aguantar más y pronuncia la pregunta que le quema:
—¿Cómo habéis hecho para llegar hasta este lugar apartado?
—Soy muy andarín —responde el hombre.
—No lleváis ropa ni calzado de peregrino —señala sus zapatos de ciudad, con hebillas doradas.
—Se debe a que soy tan elegante como vos impertinente —contesta el visitante mientras mira al frailecillo directamente a los ojos.
El método da resultado, pues el joven fraile no formula ninguna otra pregunta.
—Ya casi hemos llegado —dice, apretando el paso.
El viajero se da cuenta enseguida de que el claustro presenta un aspecto lamentable. La mayoría de las columnas están corroídas por la humedad. El resto, descabezadas o hechas pedazos. El suelo aparece sembrado de capiteles. No disimula una mueca de contrariedad al ver aquel penoso espectáculo. Su espíritu de artista se convulsiona de dolor, y no puede disimularlo.
Al otro lado del claustro distinguen un altísimo portón de madera que parece incrustado en la pared de la montaña. El fraile joven se apoya sobre él con las dos manos y empuja con todas sus fuerzas. Pronto se escuchan voces desde el otro lado, y otro par de manos acuden en su ayuda. La puerta es tan pesada que se requieren por lo menos dos hombres para moverla. Cuando lo consiguen, se abre un resquicio estrecho, por el cual entran el visitante y el joven fraile que le guía, con gesto torcido, a un vestíbulo de techos altos. Es poco confortable, como un lugar de paso. Un ventanuco muy alto permite el paso tímido de la luz del sol y un par de bancadas alineadas contra las paredes dan asiento a media docena de monjes, todos con expresión abatida. Alguno reza el rosario en susurros, desde un rincón.
Uno de ellos se levanta nada más verles aparecer. Es un hombre maduro, muy delgado, de aspecto saludable y movimientos ágiles. Luce un par de mejillas prominentes y la piel ligeramente coloreada, como si tuviera por costumbre dar paseos al sol.
—Padre Julián, el caballero desea ver al padre Aquilino —anuncia el joven al mayor.
—Bendito sea Dios —se santigua el padre Julián—, ojalá pudiéramos permitírselo. Pero nuestro queridísimo prior mayor se muere, hermano.
—Estoy informado —dice el visitante, sin descubrirse la cabeza ni hacer el mínimo gesto de quitarse la capa—, y es por eso que estoy aquí. El prior me está esperando. Tenemos una cita.
Los ojos del padre Julián se entrecierran. Su boca dibuja una mueca de sorpresa. La frente del más joven se llena de arrugas, el rastro de la desconfianza. La de los dos hombres es la misma incredulidad, separada por más de treinta años.
—Debe usted saber que el prior no está ya en sus cabales y no es capaz de pronunciar palabra. Sea la que sea la promesa que le hicisteis, él ya no la recuerda.
—Eso no importa, porque yo sí.
El padre Julián dirige al desconocido una larga mirada. Sonríe, complacido, tomando su respuesta por la de un hombre de principios que pone mucho escrúpulo en respetar la palabra que dio.
—Seguidme. Os llevaré hasta su celda. ¿Conocéis al padre Aquilino desde hace mucho?
—Desde hace varias décadas.
—Entonces, es probable que su aspecto os asuste. Me temo que la muerte no favorece a nadie.
—Estoy acostumbrado a vérmelas con ella, no temáis.
—Disculpadme, no os he preguntado si deseáis libraros de la capa.
—Prefiero conservarla, gracias.
Esta vez recorren un estrecho pasillo de paredes de piedra. Durante el camino, ninguno de los dos pronuncia palabra. Ya en la puerta del agonizante, el padre Julián recupera de pronto la locuacidad y previene de nuevo al visitante:
—Cuando aún podía hablar decía que un enjambre de espíritus como insectos revoloteaban alrededor de su cabeza día y noche. Desde que quedó mudo no nos habla de ellos, pero los sufre. Fijaos bien en el movimiento desquiciado de sus manos. Es como si los tuviera frente a los ojos. Resulta angustioso mirarle.
Bajo la puerta se ve brillar una luz pálida. El padre Julián abre sin llamar. La celda es más larga que ancha. Junto a la entrada, monta guardia un monje enjuto que dormita en un taburete, doblado sobre sí mismo. Al oírles, se despierta de un brinco.
—Está cada vez peor —anuncia, tal vez para justificar su siesta, antes de añadir en voz muy baja—: Dios quiera librarle lo antes posible de este sufrimiento.
El ambiente de la habitación es cálido, gracias al brasero de cobre que custodia la entrada. El lecho está al fondo, bajo un crucifijo hecho con ramas secas. Las llamas de media docena de cirios iluminan tristemente el lugar y lo llenan de sombras que bailan. Lo único que rompe el silencio son los gemidos del prior mayor.
Los dos hombres se acercan al lecho. Un esqueleto raquítico cubierto de piel amarillenta: eso es cuanto queda del padre Aquilino. Se contorsiona bajo las mantas y su cara refleja el más horrible de los padecimientos. Lleva una camisola sucia y cuatro pelos grasientos afean su cabeza. Para espantarle el frío, le han echado encima cuatro mantas de lana, pero ni eso da resultado, porque tiene el helor metido en el alma y no deja de tiritar. Por si no bastara, está enfrascado en una lucha titánica: a espasmos violentos y regulares, espanta de su cara con manos de uñas sucias un imaginario enjambre de insectos. Una y otra vez, sin descanso.
El viajero observa con curiosidad a quien en otro tiempo fue uno de los hombres más ambiciosos que jamás haya conocido.
—¿Podéis hacer algo por él? —pregunta el padre Julián.
—Para eso he venido —responde el visitante—, aunque requiero que me dejéis a solas con mi viejo amigo.
Los dos hombres salen, dóciles como corderos. Sea lo que sea lo que aquí va a ocurrir, ellos no están autorizados a saberlo. El desconocido de la capa negra se queda a solas con el prior, escucha cómo se cierra la puerta, amaga una sonrisa.
Se quita la capa y la deja sobre el alféizar de la estrecha ventana. Va vestido con elegancia de hombre rico. Su ropa presenta un aspecto pulcro, como si fuera nueva. Toma el taburete donde hasta hace un momento ha dormitado el monje enfermero, se sienta al lado del prior y lo observa fijamente.
Sus manos apergaminadas vuelven a sacudir el aire frente a su cara, sus labios se fruncen de dolor, su cuerpo se cimbrea bajo las mantas.
El extraño acerca una mano a su frente y chasquea los dedos.
—Largo de aquí, insulsos —dice.
En el acto, la mano del viejo prior cae sobre el lecho, agotada. Sus labios recuperan la calma. Emite un largo suspiro de alivio.
—Parece que las molestias se han marchado —aprueba el desconocido.
No obtiene respuesta. El padre Aquilino respira con dificultad, pero ya no se retuerce como antes.
—¿Puedes oírme, desgraciado? —pregunta.
El prior mayor respira varias veces, con mucho trabajo. Luego, intenta abrir los ojos. Los párpados le pesan como dos piedras. Muy despacio, asiente con la cabeza. Mueve los labios, pero de su garganta no sale ni el menor sonido.
—¿Eres capaz de hablarme, sabandija? —requiere de nuevo el viajero, jugueteando con su anillo.
El padre Aquilino niega, despacio.
El visitante suspira con cansancio. Chasquea los dedos por segunda vez.
—Háblame, hombre. No tengo todo el día.
Surge entonces un sonido sordo de dentro del prior. Algo que recuerda a un crujido y que poco a poco se transforma en un hilo de voz ronca que sílaba a sílaba consigue formar una frase:
—Os estaba esperando, mi señor.
El visitante toma asiento junto al lecho. Le gusta comprobar que el moribundo no ha olvidado cómo debe dirigirse a él. Le toma el pulso y comprueba la temperatura de su frente.
—¿Me queda mucho? —pregunta el prior.
El visitante se encoge de hombros con indiferencia.
—No sabéis cuánto lamento haceros perder el tiempo —balbucea, despacio, el moribundo.
—No seas hipócrita. No lo lamentas en absoluto —dice el hombre de negro.
De pronto, en los ojos del religioso centellea una ocurrencia.
—Supongo que los otros no vendrán.
—¿Qué otros? —pregunta el viajero, con una sonrisa burlona, antes de soltar una carcajada—: No hay nadie, sino yo y los míos.
—Lástima. Me habría gustado conocerles. Quedaban tan bien en los cuadros, con sus alas blancas y sus coronas doradas. —El prior lanza un suspiro y pregunta—: Entonces, si no hay peligro, ¿por qué permanecéis aquí, junto a mí?
—No he dicho que no haya peligro.
—¿Teméis que alguien más...?
—Mis negocios son complejos.
—¿Quién más puede ambicionar lo que ya es vuestro?
—No te importa.
Se hace el silencio en la celda del prior moribundo. Se escucha crepitar el fuego en el brasero y una sorda amenaza acompaña la caída de la noche. El moribundo se echa un sueño tranquilo, el primero desde que comenzó su agonía. Cuando despierta, tiene más facilidad de palabra.
—Habladme, por favor. He oído decir que os gusta contar historias.
El visitante no responde.
—No le negaréis a un moribundo su último deseo...
El prior tiene razón. Adora las buenas historias como valora la habilidad de un buen negociante. Habría querido que el viejo monje se humillara un poco más al rogarle esta última gracia, pero tiene tantas ganas de contar sus gestas que decide, por una vez, ser generoso. Después de todo, deseos de vanagloriarse de sus logros nunca le faltan.
—Muy bien, te otorgo tu último deseo. Te hablaré mientras espero para cobrarme lo que me pertenece. Pero antes, despéjame la puerta. No soporto tener a centinelas tan necios cerrándome la salida.
—Decidles que entren, mi señor.
Entran los dos hombres, intrigados. Nada más ver a su prior mayor, amagan un grito tapándose las bocas con las manos. Su mejoría es tan evidente que casi parece cosa de brujería. Y cuando le oyen dirigirse a ellos, a los dos se les saltan las lágrimas.
—Mi amigo va a quedarse, hermanos. Disponed su alojamiento y tratadle como si fuera yo mismo. Es mi última voluntad.
El viajero sonríe, tal vez pensando que él no lo habría dicho mejor. Los dos emocionados frailes se retiran a cumplir con celeridad las órdenes. El desconocido cierra otra vez la puerta, echa el cerrojo, toma asiento, carraspea dos veces, cruza las piernas y, mientras su sombra se alarga en las paredes, comienza:
—Te referiré el día en que conocí en el desierto a tres sabios astrólogos, que eran también hechiceros. Ellos estaban cansados de esos espíritus menores que revolotean alrededor de vivos y muertos, desasosegándoles en los momentos más importantes...
El prior cerró los ojos y se dejó transportar por esa cadencia de las cosas que han pasado, que tanto seduce a los mortales de cualquier edad y condición.
Durante cinco días permanecen así. El viajero cuenta y el monje moribundo escucha. A los habitantes del monasterio les parece que la entrega del desconocido hacia su amigo es ejemplar. Alaban la bondad de su corazón, el empeño con que demuestra su lealtad durante cinco días completos, con sus noches, y rezan por que Dios le ayude a continuar adelante. En ese tiempo, el viajero no deja de hablar ni un minuto, cada vez más alborozado, mientras el prior se marcha de este mundo consumiéndose en silencio. Disolviéndose, como la sal en el agua.
Antes del final, el monje desea pronunciar unas últimas palabras de agradecimiento, una despedida o tal vez una de esas frases que luego la posteridad recuerda, pero no le sale la voz. Mira a su visitante, amaga una tos, saca la lengua, se lleva las manos a la garganta. Se diría que se ahoga. Momentos después, muere con los labios entreabiertos y la cabeza ladeada.
Entonces el viajero se levanta, se coloca muy despacio la capa sobre los hombros y se detiene a los pies del lecho para mirar al monje muerto. Lo que el tiempo hace con los seres humanos siempre le ha parecido asqueroso. Se acerca a quien durante cinco días ha sido su oyente sin esconder una mueca de repugnancia. Escudriña en su boca, sabe que lo que vino a buscar no tardará en aparecer. No se equivoca. Algo se mueve bajo el paladar del prior, pugnando por salir. Ya asoma entre sus labios secos.
Un ala. Azul, de tonos delicadamente vivos y hermosos.
El viajero no hace nada, sino esperar. En pocos segundos, el ala se muestra por completo y él logra agarrarla con delicadeza, intentando no dañarla. Tira con suavidad. Una preciosa mariposa se agita entre sus dedos. Saca un pañuelo de su bolsillo y la envuelve con cuidado. Guarda su tesoro en su faltriquera y sale de la celda, satisfecho con el pago.
—Ha muerto como un hombre santo —dice a toda la comunidad, que lleva reunida varios días a la espera del triste desenlace.
—¿Recibió la extremaunción? —pregunta uno de los frailes, con la voz gangosa del llanto.
—Yo mismo se la di —responde el hombre de negro.
Al día siguiente se celebran unos funerales tristes y gélidos, en los que los monjes cantan con voces apagadas. Luego, el cuerpo del prior es depositado en la cripta, que es como decir que se le entierra en el vientre de la montaña, donde habrá de descansar eternamente. Son días de pesar en el monasterio. Las negras siluetas de los monjes son el rostro de la desolación. El silencio parece ahora más impenetrable. Incluso la naturaleza quiere sumarse al luto de la comunidad, y durante tres días envía una nevada espesa que cubre el monte de una gruesa alfombra de silencio blanco.
—Me gusta este lugar —murmura el viajero una mañana que ha salido a contemplar las peñas desde el maltrecho claustro.
Le responde alguien desde el fondo.
—Y a este lugar le gustáis vos. Lo percibo.
Es el padre Julián. Estaba meditando junto a la pared del fondo, la que queda más resguardada, y al verle se levanta y camina hacia él.
—Estamos impresionados por vuestra generosidad sin límites —le dice—, y también por la austeridad que habéis demostrado estos días. El hermano clavero, quien está a cargo del abastecimiento de nuestra despensa, asegura que no habéis comido ni una sola vez. Permitidme, señor, que os manifieste nuestra preocupación por vuestra salud. Creemos que antes de partir, si es que la nieve os lo permite, deberíais tomar algunos alimentos. Nuestra mesa es humilde, pero suficiente.
El viajero niega con la cabeza, sonriendo.
—También hay algo más. No os extrañará que vuestra presencia en el monasterio, aun en tan tristes circunstancias, haya representado para nuestra tranquila comunidad todo un acontecimiento. Hubimos de amonestar a los más jóvenes por divagar acerca de vuestra procedencia, que algunos han considerado llena de misterios. En fin, os pido que les perdonéis con benevolencia: los jóvenes necesitan algo con que alegrar el ánimo en un lugar como este. Sin embargo, hay quien afirma que con los dones que habéis demostrado solo podéis ser uno de los nuestros, y me mandan preguntaros si por casualidad sois parte de nuestra orden, porque en tal caso nos sentiríamos muy honrados, en caso de que eso forme parte de vuestros planes más inmediatos, si aceptarais vivir entre nosotros. Os aseguro que el monte proporciona paz y serenidad al espíritu. Se diría que aquí las horas cunden más que en otras partes. Es un buen lugar para alguien como vos, estoy seguro.
El extraño conversa entonces por primera vez desde que el prior murió. Y lo hace para darle la razón al padre Julián:
—Lo cierto es que decís bien. Me siento aquí como en mi casa.
El padre Julián no puede disimular la alegría que estas palabras le provocan.
—Apenas os conozco, pero por lo que he podido ver, sospecho que os adaptaríais bien a la vida monástica. Y para nosotros sería un honor y una riqueza teneros en casa. Se ve que sois hombre ilustrado.
El desconocido sonríe, por toda respuesta. Levanta la vista y ve la gran peña sobre sus cabezas, que es al mismo tiempo cobijo y amenaza.
—¿Cómo pueden estar seguros de que no se va a caer? —pregunta.
—No lo estamos. —Ríe el otro—. Cualquier día el diablo se levanta de mal talante y la empuja hasta aplastarnos.
Por un momento, solo el silencio responde.
—Me gusta este lugar —repite el viajero.
Luego, el padre Julián se levanta despacio, con las piernas entumecidas por el frío.
—Le diré al hermano camerario que os consiga un hábito. Bienvenido a nuestra comunidad, hermano...
—Elvio.
El padre Julián repite el nombre, lo saborea:
—Hermano Elvio. Vuestra decisión me alegra sinceramente. Algo me dice que con vos llegan a nuestra apartada casa importantes novedades.
El padre Julián da media vuelta y se aleja en dirección a la iglesia. El viajero, que desde este momento es el padre Elvio, posa los ojos en la enorme roca y musita:
—Amén.
II. EL BLOG DE NATALIA (1)
II
EL BLOG DE NATALIA (1)1
—¿Quién hay entre nosotros? ¿Quién?
No puedo pronunciar una bendición mientras él esté aquí.
No puedo invocar una jaculatoria.
¡Donde pisa, la tierra se abrasa!
¡Donde respira, el aire se vuelve fuego!
¡Donde come, el alimento se envenena!
¡Donde mira, su mirada se hace relámpago!
¿Quién está entre nosotros? ¿Quién?
Melmoth el errabundo
CH. R. MATURIN
Cuando crezca te seguiré queriendo
Cuando crezca te seguiré queriendo
No soporto esta sensación que sigue a los mejores sueños. Es como si la frustración se te instalara en la nuca, después de dejar en el paladar un sabor metálico, amargo, de realidad mezclada con derrota. Cuando terminan los sueños, solo nos queda la realidad. Y, a veces, la realidad es amarga y frustrante.
¿Habéis adivinado ya quién protagonizaba mi sueño? Claro. Otra vez Bernal. Por alguna extraña razón, estábamos en una piscina. Él llevaba bañador, pero yo me encontraba completamente vestida, con zapatos incluidos. Le observaba nadar tumbada en una hamaca mientras fingía leer. Durante mucho rato le deseaba sin decir nada. Luego él venía hacia mí, empapado, en busca de su toalla, y antes de secarse me besaba. Su lengua estaba fría, como sus labios, y el beso sabía a chicle de menta. Él no tenía frío, pero yo temblaba. Cuando se apartaba de mí para envolverse con la toalla, yo tenía toda la ropa empapada y pensaba: «Papá y mamá se van a enfadar conmigo cuando me vean aparecer así.»
Los besos reales de Bernal también sabían a chicle de menta. Escribo en pasado porque hace mucho que no los pruebo, por desgracia. Los probé, hace tiempo, más allá de los sueños. Aunque eso ahora solo me sirve para maldecir que algunos sueños sean tan reales.
Necesito hablar de ello. Es como una obsesión con nombre propio, lo sé. Ya comienzo a temer que jamás me libraré de ella. Por eso estoy aquí, vaciando mi razón, o mi rabia, en este blog que no sé quién va a leer. Lectores, solo os quiero decir una cosa: si nunca habéis amado a alguien hasta la desesperación, no continuéis leyendo. Hay muchas cosas que ver en la red, no sé qué estáis haciendo aquí. Si, por el contrario, sabéis de qué hablo, si comprendéis mi rabia profunda, mi tristeza infinita... entonces, os pido por favor que os quedéis conmigo. Tal vez juntos podamos sentirnos un poco más acompañados. Tal vez mis palabras le sirvan a alguien que esté atravesando por lo mismo que yo.
Tal vez podríamos fundar el Clan de los Corazones Desolados.
Voy a hablaros de Bernal.
Le conozco desde cuarto. Él era nuevo en el instituto, estaba en segundo de bachillerato, que era el curso donde le habría tocado estar a mi hermana Rebeca si no hubiera repetido tercero (siempre fue una estudiante muy mediocre). Así que, académicamente, Bernal tenía el atractivo de los mayores. Y no era el único. Se tomaba los estudios muy en serio, le gustaba caminar por la montaña —conocía un montón de rutas— y no era la típica bomba de hormonas sin cerebro que suelen ser los chicos a esa edad. En resumen: era diferente. No gritaba en el recreo, ni decía palabrotas, ni le faltaba al respeto a la gente. Era empollón pero sin ser repelente. Quiero decir que no era de esos empollones que solo saben hablar del colegio y de lo listos que son. Además, era guapísimo. Cerebro de científico en un cuerpo de gimnasta, o algo así. Desde que le vi por primera vez pensé que tenía que ser para mí.
Luego, nos hicimos amigos, y eso fue un poco triste. Os voy a dar un consejo: nunca aceptéis la amistad de aquel a quien amáis. Es como conformarse con unas pocas migas cuando te estás muriendo de hambre. Coincidíamos en la biblioteca, y hablábamos un poco. De libros o de música, casi siempre. Gracias a él escuché por primera vez Las cuatro estaciones, de Vivaldi (¡qué alucinante!). Es una especie de experto en música clásica, porque sus padres no escuchan otra cosa. No les interesa nada que se haya compuesto después del siglo XIX. Para corresponder, yo le grabé algunas cosas. Beatles, Rolling Stones, Police o Queen. Le dije que eran los clásicos del siglo XX, y me creyó. Algunas canciones le gustaron mucho, como Love of my life, de Queen, que yo había grabado la primera para que la escuchara bien, porque quería decirle aquellas palabras que en la voz de Freddie Mercury te ponen los pelos de punta: When I grow older / I will be there at your side / to remind you how I still love you / I still love you.2 Bernal no tenía ni idea de quién era Freddie Mercury, así que primero le regañé, recordándole que no se puede ignorar al que muchos creen el mejor vocalista de rock de todos los tiempos, y luego no tuve otro remedio que reparar su error y contarle la vida del líder de los Queen: desde que nació en Zanzíbar en los años cuarenta hasta su triste muerte de sida en el 91. Creo que le impresioné un poco con mis conocimientos.
El amor está hecho de cosas misteriosas. No recuerdo en qué momento comencé a sentir por Bernal algo tan intenso. De pronto, no podía dejar de pensar en él, como si alguien le hubiera encerrado en mi cabeza y no le dejara salir. Creí que me estaba obsesionando. Una vez lloré desconsolada porque no se despidió de mí antes de las vacaciones. Nadie me lo dijo, ni le pregunté a nadie, pero de pronto reconocí lo que me estaba ocurriendo. De algún modo, todos estamos programados para ello: me había enamorado de Bernal.
Aún no se me ha pasado.
La pieza que no encaja
La pieza que no encaja
Siempre me he sentido como la pieza que no encaja en el puzle. ¿Alguna vez os habéis preguntado qué acontecimientos definen nuestro carácter, qué es lo que nos hace ser como somos? Yo sí, muchas veces. Me lo pregunto cada vez que pienso en lo que me ocurrió siendo una niña y de lo que mis padres no quieren hablarme. Aunque una vez me lo contaron, supongo que porque temían que tarde o temprano alguien lo hiciera.
Al parecer, fue un suceso muy sonado. Se comentó durante años. Creo que fui famosa cuando ni siquiera era consciente de lo que eso significaba.
Me perdí. Eso me dijeron. Solo dos palabras contra todas mis preguntas.
Por supuesto, no me pareció suficiente. Pregunté más. Quise saber. Tengo derecho a saber. Ya soy mayor. Aunque ellos no piensan lo mismo, está claro.
«Bueno, muchos niños se pierden, cariño —dijo mamá, zanjando la cuestión—, no hay que darle tantas vueltas.»
Insistí. Le recordé algunos datos. Por ejemplo, estuve desaparecida durante tres días. Con sus tres noches. Setenta y dos horas en total. Es bastante tiempo.
«Bueno, cielo, fue horrible, sí, tu padre y yo lo pasamos fatal, creímos que te habíamos perdido para siempre.»
Fue en la Sierra de Santo Domingo, durante una excursión escolar. Al llegar a este punto, mi madre echa aún más balones fuera.
«No sé cómo no denunciamos al centro. Fue algo inadmisible, se les hubiera caído el pelo. Mientras dura el horario lectivo los niños están bajo su tutela, jamás se debe desatender a un grupo de niños tan pequeños que pueden...»
Bla, bla, bla. No me interesa nada de lo que dice. Tenía tres años. ¿Qué niña de tres años puede sobrevivir en un bosque a finales de noviembre durante setenta y dos horas? Mi madre no soporta que se lo pregunte directamente, eso la pone histérica.
«Todo este asunto es muy doloroso para nosotros, cariño, deberías comprenderlo. No quiero hablar de ello, tu padre y yo lo pasamos fatal. Lo único importante es que no te ocurrió nada, ¿entiendes? Que te recuperamos. Y ya está. Deja de hacer preguntas.»
Mi madre me escondía algo. Para ella, lo más doloroso no es lo que sucedió. Es lo que no se atrevía a decirme. Puede que ni siquiera se atreviera a pensarlo.
Necesitaba saberlo.
De modo que cuando tenía tres años me perdí en la Sierra de Santo Domingo durante tres días helados y logré sobrevivir, nadie sabe cómo. Tampoco yo lo supe durante mucho tiempo.
De pequeña, a menudo tenía sueños extraños que a veces se convertían en pesadillas, pero nunca se lo dije a nadie (yo también sé esconder información, mamá).
Luego, las pesadillas quedaron atrás. No ocurrió lo mismo con esta sensación, que ya nunca me abandona, de no pertenecer a la misma categoría que el resto de las personas que conozco. Como la pieza del puzle que por error se coló en otra caja y no encuentra su lugar porque en realidad su lugar está muy lejos de aquí.
Esa soy yo: habito un mundo en el que no encajo. Ya sé que decir esto a los diecisiete años puede sonar un poco dramático y hasta presuntuoso, pero es la pura verdad. Mi verdad, por lo menos. Desde siempre han dicho de mí que soy retraída, solitaria, «asocial» (esta última palabra es la que más han utilizado mis profesores de todas las épocas para definir mis dificultades para hacer amigos). También suelen decir que «estoy en mi nube» o que «vuelo muy alto», para referirse a que de vez en cuando parezco ausente, como si lo que ocurre en el mundo real hubiera dejado de interesarme.
Voy a dar mi versión de todo esto que, por supuesto, se parecerá muy poco a la suya. Tienen razón cuando dicen que a menudo lo que ocurre en el mundo real no me interesa. La gente me interesa poco, por ejemplo. No me gusta hablar durante horas solo para contarle mis cosas a alguien. No me lo paso bien en los lugares a donde van las personas de mi edad. No me gusta chismorrear, ni reír a carcajadas armando mucho ruido (qué vergüenza), ni ir de compras durante toda la tarde. No me gustan los trabajos en grupo porque suelo ser más rápida yo sola. No me gusta ir a casa de otros ni que nadie entre en mi cuarto (donde guardo cosas que no quiero que nadie toque), y eso es aplicable tanto a los adultos como a la gente de mi edad.
Supongo que no soy muy normal. Mi hermana siempre me llamaba «la friki». No me importaba. En el fondo, me siento orgullosa de ser rara. O es que he aprendido a aceptarme como soy, después de varios años yendo al psicólogo todas las semanas. Por cierto, que ha sido mi psicólogo, Flavio, quien me ha recomendado que escriba lo que se me pasa por la cabeza. Creo que cuando me lo dijo no tenía ni idea de cuántas cosas pueden pasar por mi cabeza en solo un día. Otro por cierto: absteneos de dejar comentarios idiotas. Si os pasáis, aunque sea un poco, dejaré de admitir comentarios. Por favor, respetad el derecho de los raritos a continuar siéndolo.
Ahora voy a cenar (mamá acaba de llamarme y se pone de los nervios si no acudo enseguida). En un rato os cuento por qué el invierno es mi estación del año favorita (tiene que ver con Bernal y con mi primer beso).
Labios con sabor a chicle de menta
Labios con sabor a chicle de menta
Lo primero que debéis hacer es situaros en una helada tarde de final del primer trimestre. Yo estaba en cuarto, enamorada como una boba de Bernal, sin atre