Créditos
1.ª edición: marzo, 2016
© 2016 Care Santos
© Ediciones B, S. A., 2016
para el sello B de Blok
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-384-1
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Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Árbol genealógico
I. EL DESVÁN DE LAS MUÑECAS
1. Tres noches
2. El incendio
3. El pozo
4. Natalia
5. Noche de San Juan
6. Ezequiel Osorio
7. Rebeca
8. Bernal
9. El regreso
II. LIBRO DE FAMILIA (QUE HABLEN LOS MUERTOS)
10. César
11. Ángela
12. Micaela
13. Uriel
14. Úrsula
15. Luz
16. Ezequiel
17. Rebeca
III. EBLUS
Dedicatoria
Para Adrián, Elia y Álex, diablillos del hogar
—¿Crees —preguntó— que los espíritus
de los muertos pueden regresar a este mundo
y manifestarse ante los mortales?
La confesión del pastor anglicano
WILKIE COLLINS
Árbol genealógico
I. EL DESVÁN DE LAS MUÑECAS
I
EL DESVÁN DE LAS MUÑECAS
1. Tres noches
1
Tres noches
Año 1991
La familia Albás era una de las más conocidas de la comarca de Las Cinco Villas. Su apellido hacía generaciones que era pronunciado por los vecinos con esa mezcla de desdén, envidia y respeto que siempre provocan los ricos. Sin embargo, ya hacía mucho tiempo que habían pasado los momentos de mayor prosperidad de la familia. De la vieja casona de los Albás solo se acordaban los mayores. Se alzó entre arboledas y huertos, algo apartada de los límites de las poblaciones de Sádaba y Layana, encerrada en verjas infranqueables. Solo unos pocos eran aún capaces de llegar hasta lo que quedaba de la casa a través de los caminos que la vegetación se empeñaba en borrar. Para los más jóvenes aquel apellido sonoro y agudo que oían pronunciar de vez en cuando estaba vagamente ligado a la leyenda de aquellos parajes, a sus historias más antiguas, ciertas o no, y a algunas personas muertas mucho tiempo atrás que antes de abandonar este mundo se encargaron de dejar bien grabado su nombre en la memoria colectiva.
Por todas esas razones, todos supieron muy bien de quién se hablaba cuando aquella mañana helada del mes de enero corrió como reguero de pólvora la noticia de que la pequeña de la familia Albás, Natalia, de apenas tres años de edad, había desaparecido en el transcurso de una excursión escolar.
Al principio fue solo un rumor, azotando la villa de Layana —donde la pequeña vivía con sus padres y su hermana mayor— pero pronto se extendió por el resto de los pueblos de la zona como un vendaval. Luego llegaron de todas partes extraños con cámaras y micrófonos, periodistas de todos los medios de comunicación, incluidos los locales. A la hora de comer, y también por la noche, las cadenas de televisión de todo el país hablaban de la niña y de su dramática desaparición en la Sierra de Santo Domingo.
Conmocionadas, las gentes del pueblo vieron aparecer en la pantalla al director de la escuela, y también a un portavoz de la familia que algunos identificaron como un primo segundo de la madre. La sierra, cuyas cumbres estaban cubiertas de nieve, como casi todos los inviernos, se llenó de foráneos. Los informativos mostraron lugares solitarios por los que muy raramente se veía a nadie en aquella época del año: la Peña de los Buitres, Peña Lengua, la Cueva de Santa Engracia o la de Santo Domingo. También hablaron de un invierno crudo como no se recordaba otro.
Todo sucedió durante una excursión. Natalia fue a la sierra junto con sus cuarenta y nueve compañeros de educación infantil. Eligieron una de las pistas menos complicadas y llegaron hasta el Barranco de Calistro. Para todos ellos era la primera vez que salían de la escuela. Iban muy abrigados, y hasta eso les parecía divertido. Tocaron la nieve, recogieron algunas hojas y almorzaron al aire libre. Fue un día lleno de emociones. Iban con ellos dos de las maestras del colegio y dos madres voluntarias, como refuerzo. Ninguna de las cuatro se explicaba cómo había podido ocurrir, si no habían perdido de vista al grupo ni un momento. Los desplazamientos a pie se hicieron en fila india, agarrados todos los alumnos a una larga cuerda. Una de las educadoras iba delante, abriendo camino y marcando el paso. Junto a la fila iban otras dos. La cuarta cerraba la comitiva, sin despegarse de los excursionistas ni apartar la mirada de la fila. Era casi imposible que la niña se hubiera soltado de la cuerda. Sin embargo, lo hizo, sin que nadie supiera de qué modo.
La única explicación razonable era que todo hubiera sucedido durante el almuerzo, cuando los pequeños alumnos se sentaron junto a la pista forestal, en un claro de la vegetación, bajo la luz de un sol brillante que apenas calentaba. Al terminar, dedicaron un rato a la recolección de los últimos tesoros: muchos llenaron sus bolsillos de hojas secas y pequeños guijarros. También tuvieron la suerte de ver algunos tejones, un ciervo lejano y el vuelo de algunos buitres que anidaban cerca, en la peña que llevaba su nombre. Para animar la caminata cantaron canciones que todos sabían.
A las tres y media emprendieron el camino de regreso hasta donde les estaba esperando el autobús de la escuela. Ni veinte minutos andando. El cielo resplandecía de tan azul. Era un día claro de invierno, ideal para una salida de los más pequeños. Además, se trataba de una experiencia que repetían año tras año, y jamás habían tenido las maestras que lamentar ni el más mínimo contratiempo. Pero esta vez al llegar al autobús la tutora de uno de los grupos reparó en que faltaba una alumna. Tampoco se explicaba cómo no se dio cuenta hasta ese momento. Enseguida supo que la ausente era Natalia Albás. A pesar de la conmoción del descubrimiento, estuvo segura de haberla visto durante la comida y también durante los juegos y la recogida de hojas. Respecto a lo que pudo ocurrir después, no encontraba ninguna explicación. La única evidencia terrible era que Natalia no estaba con sus compañeros.
La buscaron por los alrededores del autobús, con la ayuda del chofer, sin ningún resultado. Regresaron sobre sus pasos hasta la pista y aún más allá: hasta el Barranco de Calistro. Sin dejar de mirar a todos lados ni de llamarla a gritos. Una vez y dos, y hasta tres veces recorrieron el camino. Las copas de los árboles parecían temblar con su desesperación, cuando veían que la tarde iba cayendo sin que Natalia apareciera, y contestaban con el suave murmullo del viento entre las hojas y un lento movimiento de las ramas más altas. Todo lo demás era un silencio cerrado. El paisaje, impresionante por su belleza en cualquier otra circunstancia, parecía ahora estremecido por la angustia de las mujeres que buscaban.
Las maestras recorrieron al borde de las lágrimas aquellos caminos por los que tantas veces habían pasado. Regresaron una y otra vez al barranco. Perdieron la noción del tiempo. Nada les importaba más que dar con la niña y tan embebidas estaban en ese único pensamiento que no repararon en la hora que era hasta que la claridad empezó a menguar. La oscuridad llega muy pronto en invierno. Antes de que pudieran darse cuenta, serían incapaces de ver más allá de sus narices.
Una de las madres voluntarias se había adelantado mientras tanto para advertir al director del colegio de lo ocurrido. Avisaron a la policía, se comunicó el retraso a los padres de los otros niños y el director citó a Cosme y a Federica, los padres de Natalia, a una entrevista en su despacho.
—¿Ocurre algo? —preguntó Fede cuando se percató de la urgencia de la llamada.
—Preferiría contártelo en persona. Os ruego que vengáis a verme sin perder tiempo.
Aquella noche se alcanzaron en los ventisqueros de la sierra los quince grados bajo cero. Cayó una nieve espesa. La policía no dejó de buscar a la niña ni un solo minuto, con la ayuda de cuerpos especiales de montaña, de la Guardia Civil, de los dos guardas forestales que vivían en la zona y la conocían mejor que nadie, de algunos voluntarios reclutados entre los padres jóvenes de Layana y Sádaba y de algunos vecinos. Entre estos últimos estaba Pepe Navarro, un vecino de Biel de casi setenta años, tal vez la persona que más conocía las pistas de la Sierra de Santo Domingo. No solo porque las había recorrido desde que se hizo pastor, poco después de dejar atrás la adolescencia, sino porque había abierto con sus propias manos algunas de ellas, y le gustaba mostrárselas a los visitantes en sus ratos de ocio, coincidiendo con el buen tiempo.
Sin embargo, la ayuda y el entusiasmo de los que estaban más familiarizados con aquellos parajes tampoco sirvió de nada. En casa de los Albás se vivieron horas de angustia jamás imaginadas. Ni siquiera los tranquilizantes lograron hacer que Fede y Cosme se dejaran vencer por el sueño. Ella, sentada en el sofá y atenta a la pantalla del televisor, no hacía más que repetir:
—¿Dónde estará mi niña? ¿Dónde estará mi niña?
Mientras tanto, Cosme recorría el salón y fumaba sin cesar, un cigarrillo tras otro, con los nervios destrozados. Hacía seis años que había dejado de fumar.
Solo Rebeca, la hermana mayor, había conseguido cerrar los ojos y dejarse arrastrar por el cansancio de un día tan intenso. Rebeca tenía entonces cinco años y no era del todo consciente de cuanto ocurría a su alrededor. Solo presentía, de ese modo en que los más pequeños saben captar impresiones y sentimientos, que algo horrible estaba sucediendo. Y no se equivocaba. Tuvo un sueño muy inquieto y se despertó muy temprano, mucho antes de la hora a la que ella y su hermana solían levantarse cada mañana para ir al colegio. Claro que aquel día tampoco habría colegio, porque las clases se habían suspendido hasta que se tuviera alguna noticia cierta de Natalia.
La segunda noche sin Natalia fue aún más fría. Algunos hablaron de temperaturas mínimas históricas. Había helado en toda la provincia, y en algunas de las umbrías por donde todos seguían buscando sin éxito crecían las placas de hielo. Fede no cesaba de repetirse que su hija llevaba puesto su abrigo blanco y unos pantalones rojos de pana, además de gorro, guantes y bufanda, como todos los niños que fueron a la excursión, pero sabía que ante un frío tan intenso ni siquiera tanta ropa sería suficiente.
Los agentes rastreaban, pero solo porque no se atrevían a perder la esperanza ni a reconocer que en realidad la habían perdido ya hacía muchas horas, y que todos ellos estaban deseando marcharse a casa con los suyos y olvidar aquella pesadilla. Sin embargo, no podían irse con las manos vacías, y a última hora de la tarde del segundo día se les dio la orden de buscar en los lugares más inaccesibles: en los barrancos, en las hondonadas, en los cauces de los riachuelos, en las cuevas de piedra viva que se abrían como fauces en la montaña...
Se les dijo también que, después del tiempo transcurrido y dadas las condiciones meteorológicas, debían empezar también a buscar un cuerpo sin vida. El cuerpo de una niña de cabello castaño y algo menos de un metro de altura, vestido con un abrigo blanco y unos pantalones rojos. Todos los rastreadores estuvieron de acuerdo: era imposible que Natalia hubiera sobrevivido dos noches a aquellas temperaturas extremas sin nada que comer ni beber. Incluso Pepe Navarro lo decía, a media voz. Y si él lo decía, nadie era capaz de mantener la esperanza.
En este absoluto desánimo pasó la tercera noche, que fue tan larga y tan triste como las anteriores y todavía más gélida. La única novedad que trajo consigo fue que los padres de Natalia, vencidos por el cansancio y ayudados por los sedantes, consiguieron dormir unas pocas horas. A su alrededor, los psicólogos que les atendían ya no encontraban argumentos con que confortarles. A partir de ese momento su trabajo consistiría en prepararles para que asimilaran la peor noticia de todas: la muerte de su hija pequeña en las más trágicas circunstancias, aún por determinar. Ni siquiera ellos querían enfrentarse a lo que sin duda llegaría, con la única duda de si Natalia habría muerto congelada, despeñada en un precipicio o si habría sido carnaza tierna y apetecible para los animales que recorren hambrientos los montes en estos meses del año.
Añadían que, en caso de que la niña apareciera con vida en las próximas horas, habrían de atenerse a las consecuencias que la intemperie, el hambre y la sed hubieran causado en su salud. Estaría deshidratada, hambrienta, sucia y no sería tan extraño pensar en algún tipo de lesión física seria, sobre todo las provocadas por el frío, como ampollas, hinchazón severa o congelación de alguna parte del cuerpo. Lo primero que se congela son los dedos —de las manos y de los pies— y también la nariz y las orejas. Si la congelación es muy grave —los médicos hablan entonces de «cuarto grado»— lo más probable es que se deba amputar la parte del cuerpo que se haya visto dañada, generalmente las extremidades. Fuera como fuera, las perspectivas no eran de ningún modo optimistas. Nadie podía asegurar que Natalia no hubiera caído por un roquedo, o no hubiera sido atacada por algún animal salvaje —en la sierra son frecuentes los jabalíes, los corzos, las garduñas, los buitres, las víboras, incluso hay quien afirma haber detectado la presencia de osos—, sufriendo daños mucho más graves, tal vez irrecuperables. Lo peor también estaba al acecho. Para un adulto habría sido muy difícil evitarlo. Para una niña de la edad de Natalia, casi imposible: a tan tierna edad, el cuerpo resiste mucho peor las condiciones extremas.
—Si ni siquiera sabe ir sola al baño... —murmuraba su madre.
En los informativos de la noche, todo el mundo hablaba en pasado de la pequeña de los Albás.
Cansado de acatar órdenes ajenas, al amanecer del cuarto día Pepe Navarro salió a pasear por la sierra en compañía de su perro. No dijo nada a nadie, pero iba en busca del cadáver de la niña. Sabía que nadie mejor que él podía recorrer aquellos caminos y que el único modo de hacerlo era en solitario y con los cinco sentidos alerta. No fue hasta más de tres horas más tarde, al acercarse al antiguo prado denominado Campo Fenero —donde la ausencia del ganado de otros tiempos había propiciado el nacimiento de algunos pinos— cuando se percató de una presencia extraña al borde de una de las trochas por las que tantas veces había transitado en sus paseos por el monte. En una primera impresión fue apenas un presentimiento: una sombra que no debía estar ahí. Cuando volvió sobre sus pasos la vio bien: una niña de unos tres años, vestida con un abrigo blanco y largo, gorro, bufanda y guantes, abrazada a una muñeca a la que parecía peinar con los dedos y sentada tranquilamente en el tocón de un árbol, gozando de las impresionantes vistas del Pirineo con absoluta tranquilidad mientras canturreaba lo que parecía una canción infantil.
De hecho, fue su voz lo primero que le alertó. Una voz diminuta en mitad del silencio. El curtido montaraz se acercó a ella con prudencia. Más tarde explicaría que no estaba del todo seguro de que no se tratara de una aparición, «aunque no soy hombre que crea en esas cosas», se apresuraría a aclarar. Sin embargo, cuando estuvo al lado de la criatura pudo comprobar que no había en ella nada de particular, nada que despertara temor o que levantara suspicacias. Sin lugar a dudas era Natalia, la pequeña desaparecida en el monte de quien la televisión hablaba sin descanso desde hacía tres días. Por si no lo tuviera aún lo bastante claro, le preguntó cómo se llamaba y ella se lo dijo de carrerilla, alto y claro, con ese orgullo infantil de las certezas irrefutables y una sonrisa dibujada en los labios:
—Natalia Albás Odina.
—Perfecto, zagalita. Vamos, pues —le dijo antes de tenderle una mano amiga, de quien tantas veces ha entrado y salido de la montaña como de su propia casa.
Enseguida le llamó la atención que la niña estuviera tan lozana. Nada hacía adivinar que hubiera padecido el frío de las últimas noches. Y tampoco parecía hambrienta ni deshidratada. Estaba limpia y como recién salida de su casa: la ropa intacta y el pelo desenredado. Incluso le pareció que olía a agua de colonia. La pequeña se aplicaba en explicarle algo a la muñeca y no dejaba de sonreír. Pepe Navarro trató de preguntarle si se había refugiado en alguna parte —aunque no había refugio alguno cerca de donde la encontró—, pero la niña no supo o no quiso responderle.
El hombre advirtió primero a los forestales y estos llamaron a la policía. Nadie podía creer que la criatura se encontrara bien. La zona donde apareció Natalia no había sido rastreada por los cuerpos de seguridad. Estaba demasiado alejada del lugar donde desapareció, a casi tres horas andando del claro del bosque donde toda la clase se detuvo a almorzar y a recolectar hojas. A nadie en su sano juicio se le habría ocurrido buscar por allí. Cómo había llegado Natalia hasta el Campo Fenero o cómo había hecho para sobrevivir en él fueron dudas que desde el primer momento ocuparon los pensamientos de todos.
—Esto solo puede ser un milagro —acertó a decir alguien.
Pepe Navarro acompañó a la niña hasta su propia casa, le ofreció un tazón de leche y aguardó a que vinieran a por ella. La policía la llevó de inmediato hasta Layana, donde la estaban esperando sus padres, conmocionados aún por la sorprendente noticia, pero desbordados por una felicidad que ya no esperaban. Mientras almorzaba con su mujer y en televisión alcanzó Pepe Navarro a ver el abrazo con que la niña se aferró de nuevo a su madre, y sintió que una bocanada de aire fresco le inundaba los pulmones. Incluso pudo escuchar la voz emocionada de la madre al tener de nuevo a su pequeña entre los brazos:
—Quiero darle las gracias al hombre que la encontró por habernos devuelto la vida —dijo.
Y Pepe Navarro sonrió en silencio, mientras su esposa le apretaba la mano.
Fuera de la mirada de la cámara, Fede susurraba al oído de su hija:
—No me puedo creer que estés tan bien, hijita. Hasta parece que hayas crecido.
No se equivocaba: Natalia había crecido. Ocho centímetros, exactamente, como se comprobó al día siguiente, cuando acudió a la consulta de su médico. El facultativo consultaba sus datos en el historial sin dar crédito a sus ojos.
—No es posible crecer ocho centímetros en tres días. Debí de equivocarme cuando la medí la vez pasada —dijo, confuso.
Fede sabía que el médico no había cometido ningún error, aunque prefirió callar. Supo que tendría que renovar todo el ropero de su hija, y se limitó a hacerlo en silencio y con rapidez, para así poder olvidar todo aquello lo antes posible. Tampoco dijo nada de su pelo, otro detalle que no le había pasado por alto: la media melena que Natalia llevaba suelta cuando desapareció podía ahora recogerse sin ninguna dificultad en una coleta alta. También tuvo que atender a los periodistas, dar explicaciones, repetir lo mismo una y otra vez, aburrirse de su propia historia, que no dejaba de ser increíble pese a que ya habría sido capaz de contarla incluso en sueños. Lo de los ocho centímetros o lo del pelo, sin embargo, no se lo mencionó a nadie.
Tampoco se explicaba qué había hecho su hija en las tres heladas noches que permaneció en el bosque, ni cómo se las apañó para recorrer una distancia de tantos quilómetros. Las investigaciones policiales trataron de averiguarlo, pero tuvieron tan poco éxito como antes lo habían tenido con el rastreo. Quienes no le conocían se atrevieron a señalar a Pepe Navarro con dedo acusador, pero sus propios vecinos se encargaron de acallar esas voces inoportunas e injustas. Por otra parte, Natalia era demasiado pequeña todavía para comprender qué le estaban preguntando, ni para articular una respuesta lógica, de modo que intentar que se explicara habría sido una soberana estupidez. No faltaba, por supuesto, quien insistía en la teoría del milagro y atribuía la salvación de Natalia a santos, vírgenes y divinidades más o menos personales. Y más aún cuando empezaron a conocerse ciertos detalles.
Con milagro o sin él, aquella noche el pueblo entero y con él todo el país celebró el final feliz de la desaparición de la pequeña Albás. El abrazo de Natalia y su madre fue, para casi todos, la última escena de aquella historia que, aunque solo fuera por una vez, había acabado bien.
Solo los más allegados conocieron ciertos pormenores y se formularon ciertas preguntas para las que nadie tenía respuestas.
La primera: había ciertas palabras que Natalia había traído de regreso, ¿qué significaban? La niña decía cosas incomprensibles. Sílabas sin ningún sentido aparente, palabras sueltas. Eran extrañas, pero ella las pronunciaba con absoluta normalidad, como si formaran parte de su idioma. Sin embargo, por más que permanecían atentos, sus padres no lograban comprenderlas. Desde luego, no eran expresiones que ellos conocieran. Y tampoco parecían pertenecer a ninguno de los idiomas que eran capaces, no ya de hablar, sino de identificar. Nada de todo aquello se aprendía en el colegio, mucho menos en casa, y Natalia las pronunciaba incluso dormida, sin alterarse lo más mínimo. Llegaron a anotar algunas con la intención de preguntar a alguien, pero nadie supo ayudarles: «anuttara», «pakchin», «papilio», «rex», «prajna», «palaka», «ob», «deva», «mahesvara», «rursum»... Y cuantas más lograban apuntar, más crecía su desasosiego y su inquietud por saber dónde, o de quién había podido aprender la niña todo aquello.
Y había un misterio aún mayor: ¿cómo había hecho Natalia para sobrevivir en el bosque en los días más fríos del siglo?, ¿qué había comido, de qué agua había bebido, quién la había peinado por la mañana, antes de que la encontraran?, ¿por qué no se había manchado ni arrugado su abrigo blanco?, ¿por qué no había en su cara ningún rastro de llanto?, ¿por qué no parecía acusar los signos de ningún acontecimiento extraordinario?, ¿por qué ni siquiera parecía asustada?
Pero aún hay más: ¿de dónde sacó Natalia la muñeca que llevaba cuando fue encontrada? No se llevó ninguna cuando se fue. ¿Acaso alguien se la regaló? ¿Y por qué desde entonces no se separa de ella ni un solo segundo? ¿Le recuerda a quien la estuvo cuidando? Los niños son listos. Jamás se encariñan con un objeto si les trae malos recuerdos. Luego, quien le entregara la muñeca, debía de ser alguien de su confianza. Alguien que la quería, incluso.
No es momento ahora de desvelar estos misterios, desde luego. Las cosas se disfrutan más si llegan a su debido tiempo. Casi siempre, pues, esperar es un modo de ser inteligente.
Me gustaría que ahora, lector, me acompañaras hasta un lugar desde el cual podremos custodiar el sueño de las dos hermanas Albás Odina: el alféizar de la ventana de su habitación. Desde aquí tendremos la oportunidad de pegar la nariz al cristal helado y observar el interior aguzando nuestros sentidos para cerciorarnos de que todo va bien. A alguien puede parecerle extraño este interés repentino por las niñas. Hubo un tiempo en que gran parte de mi jornada laboral transcurría de noche frente a las ventanas de niños dormidos. Sin embargo, hace años que me dedico a otras cuestiones de mayor importancia y se podría decir que casi he perdido la práctica. Por aquí, sígueme.
Solo quería asegurarme de que, por ahora, nada perturba la calma de las hermanas Albás Odina. En efecto, las dos respiran al compás y muy profundamente. Sus sueños parecen tranquilos: por lo menos, nada denota lo contrario. Se las ve bien abrigadas. Natalia se aferra en sueños a su muñeca, que tiene el pelo ensortijado y negro y los ojos azules muy abiertos como si nos estuviera observando. Desde aquí se la ve algo raída, parece muy vieja. En la habitación no hay nada ni nadie que deba despertar nuestra alarma. Las dos hermanas están solas. Solo yo las vigilo, en silencio, desde el exterior, aunque no pienso hacerme notar. Por ahora, prefiero la discreción. No deseo nada de ellas, salvo que crezcan. En el caso de Natalia, además, deseo que no olvide lo que aprendió durante aquellas tres jornadas en que estuvo desaparecida para el mundo entero. De Rebeca me ocuparé más adelante, cuando llegue su turno. Nuestro éxito será aprender a esperar. Así que por el momento esperaremos, amparándonos en las sombras. Solo por el momento.
2. El incendio
2
El incendio
Año 1890
Siempre sentí predilección por los viajes, tanto en el espacio como en el tiempo. Por eso he sido desde antiguo lo que algunos llaman un espíritu inquieto. Sería largo enumerar ahora todos los rincones del universo que conozco y los acontecimientos fabulosos que he vivido en ellos y, lo sé por experiencia, habría más de uno que lo encontraría una pedantería o una falsedad, de modo que preferiría no dar crédito a mis palabras antes que dejarse cautivar por ellas. Pobres almas insípidas que no merecen que nada extraordinario les ocurra.
Respecto a la casona de los Albás y al lugar donde se levanta diré, para abreviar, que los conozco hace mucho tiempo. Lo mismo podría afirmar de las aguas subterráneas que los recorren a varios metros bajo tierra, y eso es mucho más de lo que sería capaz de asegurar cualquier otro visitante, pienso yo. No creo que sea exagerado decir que en determinadas épocas de mi ya larga vida he llegado a considerar el lugar, más que ningún otro, mi verdadero hogar o, por lo menos, el único que he tenido. Algunos podrían imaginar que son causas corrientes las que me hacen mantener con los Albás esta rencilla antigua. Qué sé yo, una antigua deuda, un asunto de lindes de tierras o un conflicto amoroso mal resuelto. Cometerás un error si piensas tan mal de mí, ingenuo lector. Todos los mencionados son asuntos vulgares y yo procuro, en todo momento y a toda costa, no acercarme a la vulgaridad más de lo estrictamente necesario. Por otra parte, llamarme vulgar es insultarme en lo más hondo. Me enojo mucho cuando eso ocurre. Advertido quedas, abstruso receptor de estas palabras. Mis diferencias con los Albás, pues, tienen un origen muy diferente a cualquiera de los ya dichos, además de infinitamente más creativo, que será revelado a su debido tiempo.
Por ahora, y solo si el lector me lo permite, aprovecharé esta ocasión para proponer un viaje a través del aire helado de la noche. Partimos de la ventana desde donde hemos observado el sueño tranquilo de las dos niñas y nos dirigimos hacia el nordeste. En cierto modo, será un trayecto largo: no porque nos propongamos atravesar grandes distancias, sino porque nos disponemos a atravesar el tiempo.
Esto de planear en la oscuridad es más fácil de lo que la mayoría de la gente supone. Basta con cerrar los ojos, extender los brazos y dejarse llevar. Hay quien lo llama imaginación. Allá ellos.
Los espacios físicos jamás son infranqueables. En esta ocasión, apenas será necesario un mínimo desplazamiento. Divisaremos desde una distancia prudente las arboledas inmensas por donde la Guardia Civil, la policía y los voluntarios buscaron durante horas a Natalia. Para entretener nuestro paseo, me permito explicarte, visitante que tal vez nunca sobrevolaste estos bosques, que cuanto ves fue en otro tiempo un valle glaciar del que apenas quedan vestigios. Por fortuna, porque las glaciaciones eran un soberano aburrimiento. El valle que vemos es una enorme explanada que arranca al pie de los Pirineos y se extiende hasta las aguas del caudaloso río que desde antiguo dio nombre a estas tierras. La flora se compone principalmente de pinos, hayas y carrascas. No cuesta distinguirlas entre el verdor, incluso con una visión no demasiado aguda como la tuya. Espero que sepas aprovechar este alarde de conocimientos para atenuar en algo tu incultura. Muy pocas veces en la vida tendrás la fortuna de contar con un maestro tan poco común y tan bien preparado como yo. No te asombre mi orgullo: el orgullo me sobra, y es con razón, como habrás notado si eres todo lo perspicaz que yo quiero imaginarte.
Un visitante advertido que llegado a este punto ladee un poco la cabeza hacia la derecha empezará a vislumbrar las formas cuadrangulares de una construcción en medio del bosque. Es una antigua mansión señorial. O sería tal vez más correcto decir lo que queda de ella. Si no hay noticia de los caminos que otrora llevaron hasta sus puertas es porque hace demasiado que ningún vehículo ni pie humano los transita. Las zarzas, la maleza y otras plantas autóctonas lo han invadido todo (pese al mucho tiempo que hace que estudié las especies autóctonas, desde aquí reconozco, por ejemplo, dos de ellas: las llamadas adelfilla y cardo ajonjero). De la ornamentada reja que en otro tiempo rodeó la vasta propiedad privada, apenas se vislumbran hoy unos pocos restos entre esta oscuridad. No son más que un puñado de hierros oxidados que en su mayor parte apenas se mantienen en pie.
Caminemos hacia la fastuosa puerta de acceso. Lo sé, lo sé: habría que escoger otro adjetivo, ya no es fastuoso este amasijo de hierros oxidados, aunque espero que no te moleste que recuerde el antiguo esplendor de esta entrada de carruajes que antaño atravesaba un camino de gravilla. El mismo que ahora sobrevolamos y que resulta indistinguible. Tomaremos tierra en la explanada, exactamente frente a la entrada principal del caserón donde, tiempo atrás, solían detenerse los coches de caballos de los señores. Es un espacio circular, casi una plazuela, que en otro tiempo fue de fina arenilla y estuvo rodeada de rosales y plantas aromáticas, pero donde ahora se entre