Alguien está mintiendo

Karen M. McManus

Fragmento

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CAPÍTULO UNO

Bronwyn

Lunes, 24 de septiembre, 14:55

Un vídeo porno casero. Un amago de embarazo. Dos puestas de cuernos. Y esas son solo las novedades de la semana. Si lo único que conocieras del Instituto Bayview fuera la aplicación de cotilleos de Simon Kelleher, seguramente te preguntarías cómo es posible que la gente encuentre tiempo para ir a clase.

—Eso está pasadísimo de moda, Bronwyn —me dice una voz por encima del hombro—. Espera a ver la actualización de mañana.

Joder. Odio que me sorprendan leyendo Malas Lenguas, sobre todo si el que lo hace es su creador. Bajo el móvil y cierro la taquilla con un sonoro portazo.

—¿A quién vas a joderle la vida ahora, Simon?

Simon aprieta el paso para alcanzarme mientras yo me abro camino por entre la marea de alumnos que se dirige hacia la salida.

—Es un servicio público —dice, haciendo un movimiento con la mano para restarle importancia—. Tú le das clases de apoyo a Reggie Crawley, ¿verdad? ¿No estarías más tranquila si supieras que tiene una cámara en su habitación?

No me molesto en contestar. Que yo esté remotamente cerca del dormitorio del constantemente fumado Reggie Crawley es tan poco probable como que a Simon le crezca una conciencia.

—Además, ellos se lo buscan. Si la gente no fuera por ahí mintiendo y poniendo los cuernos, yo no tendría nada que hacer. —Los fríos ojos azules de Simon se percatan de que mis zancadas son cada vez más largas—. ¿Adónde vas con tanta prisa? ¿A cubrirte de gloria extracurricular?

Ojalá. Como para reírse de mí, una alerta ilumina la pantalla de mi teléfono: «Entrenamiento para las Olimpiadas Matemáticas, 15:00, Café Epoch». Después, un mensaje de uno de mis compañeros de equipo: «Ha venido Evan».

Claro que sí. El guapísimo atleta matemático —algo mucho menos contradictorio de lo que uno podría pensar— tiene tendencia a aparecer por los entrenamientos solo los días que yo no puedo ir.

—La verdad es que no —respondo. Como regla general, y más últimamente, intento compartir con Simon tan poca información como me sea posible.

Empujamos las puertas metálicas verdes para acceder a la escalera trasera, una especie de frontera que separa la mugre que recubre el edificio original del Instituto Bayview de su luminosa y espaciosa ala nueva. Cada año hay más familias ricas que huyen de la carísima San Diego y se mudan a Bayview, situada veinticinco kilómetros al este, con la esperanza de que lo que ahorran en impuestos les sirva para pagar un colegio que no tenga gotelé en las paredes y linóleo arañado en el suelo.

Para cuando llego al laboratorio del profesor Avery, en la tercera planta, Simon sigue pisándome los talones, así que me giro a medias con los brazos cruzados:

—¿No tendrías que estar en otro sitio?

—Sí. En la sala de castigo —responde Simon, y espera a que yo eche a andar de nuevo. Cuando, en lugar de eso, me ve agarrar el pomo de la puerta, rompe a reír—. Estás de coña. ¿Tú también? ¿Qué has hecho?

—Me han acusado injustamente —murmuro, y abro la puerta de un tirón.

En el aula ya hay sentados otros tres alumnos, así que me tomo un segundo para reconocerlos. No son los que esperaba encontrar. Con una excepción.

Nate Macauley echa ligeramente la silla hacia atrás y me dedica una sonrisa pícara.

—¿Te has perdido? Esta es la sala de castigo, no el consejo de estudiantes.

Desde luego, sabe de lo que habla. Nate lleva castigado desde que estaba en quinto, que debió de ser más o menos la última vez que hablé con él. Según los rumores que corren por ahí está castigado por… algo. Quizá por conducir borracho, o puede que por traficar con drogas. Es tristemente célebre por ser un camello, pero mis conocimientos sobre la materia son puramente teóricos.

—Ahórrate el comentario. —El profesor Avery comprueba algo en una carpeta y cierra la puerta detrás de Simon.

Las altas ventanas rematadas en arco, alineadas en la pared posterior, recortan la luz del sol de la tarde en charcos triangulares que se derraman sobre el suelo del aula mientras el leve murmullo del entrenamiento de fútbol americano se eleva desde el campo situado justo detrás de los aparcamientos que tenemos debajo.

Tomo asiento cuando Cooper Clay, que ha hecho una pelota con un folio arrugado, susurra: «Atenta, Addy», y la lanza hacia la chica que tiene justo enfrente. Addy Prentiss parpadea, le dedica una sonrisa tímida y deja que la pelota caiga al suelo.

Las agujas del reloj del aula se acercan un poco más a las tres en punto, y yo sigo su trayectoria con una impotente sensación de injusticia. Yo no debería estar aquí. Debería estar en el Café Epoch, tonteando absurdamente con Evan Neiman mientras hacemos ecuaciones diferenciales.

El profesor Avery es de esos profesores que castigan primero y no preguntan nada después, pero quizá aún haya tiempo para hacerle cambiar de idea. Me aclaro la garganta y empiezo a levantar el brazo tímidamente mientras veo que la socarrona sonrisa de Nate se ensancha hasta límites insospechados.

—Profesor Avery, el teléfono que encontró no era el mío. No tengo ni idea de cómo ha llegado a mi mochila. El mío es este —digo, mostrándole mi iPhone, protegido con una funda estampada con vetas de sandía.

La verdad es que hay que ser muy tonto para llevarse el móvil al laboratorio del profesor Avery. Tiene una política antimóviles muy estricta y pasa los primeros diez minutos de cada clase registrando exhaustivamente las mochilas como si fuera el jefe de seguridad de una aerolínea y nosotros estuviéramos en la lista negra. Mi teléfono estaba en mi taquilla, como siempre.

—¿A ti también te ha pasado? —Addy se gira hacia mí a tal velocidad que su rubia melena de anuncio de champú se derrama sobre sus hombros. Deben de haberla sometido a cirugía para separarla de su novio y conseguir que viniera sola—. Tampoco era mi teléfono.

—Pues ya somos tres —añade Cooper con un marcado acento sureño.

Addy y él intercambian una mirada de sorpresa, y yo me pregunto cómo es posible que esto les pille de nuevas cuando forman parte del mismo grupo de amigos. Igual es que la gente superpopular tiene cosas mejores que hacer que hablar entre sí sobre castigos injustos.

—¡Alguien nos la ha jugado! —Simon se recuesta sobre el pupitre con los codos apoyados en la mesa. Da la sensación de estar sentado sobre un resorte, preparado para abalanzarse sobre los cotilleos frescos. Su mirada nos estudia rápidamente a los cuatro, apiñados en el centro del aula, por lo demás completamente vacía, y luego se posa en Nate—. Pero ¿por qué iba a querer alguien encerrar a un puñado de estudiantes con expedientes prácticamente inmaculados en lo que a detenciones se refiere? Parece algo que, no sé, alguien que se pasa toda la vida aquí metido haría para divertirse.

Miro a Nate, pero no me cuadra. Amañar un castigo implica esfuerzo y todo en las pintas de Nate —desde su revuelto cabello castaño

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